Ahora que voy con ellos dos en el coche…

Ahora que voy con ellos dos en el coche los kilómetros pasan más rápidos, casi sin darme cuenta. Un desvío a una ciudad o un área de descanso, anunciados todavía lejanos, ya están aquí de pronto, ya quedan atrás, ya se alejan en el retrovisor. Al salir de casa puse el contador a cero y en ese momento tuve la impresión de que éste era el viaje definitivo, de que todo lo recorrido hasta ahora sólo había sido un prólogo, como ese trayecto que, la víspera de la partida, se hace desde casa al taller para comprobar el estado del vehículo y llenar el depósito de gasolina. Ahora vuelvo a oír muy nítida la voz que me susurra: Búscalo, búscalo, pregunta y sigue caminando, no te desanimes por el cansancio ni por las negativas. Estás cerca de él y ya verás como terminas encontrándolo.

Mi padre va aquí, a mi lado, y Lucas, detrás. Pronto se reclina en la silla y no tarda en dormirse, rendido al sopor, o quizá al ligero mareo, que siempre le provocan el ronroneo del motor y el vaivén del movimiento. ¿Con qué soñaba hace un instante, cuando gimió débilmente? ¿Con los juegos violentos en el patio del colegio o con las jeringuillas con que le extraen su sangre blanca y a las que no acaba de acostumbrarse? Suelto mi mano derecha del volante para acariciarle la pierna hasta que se tranquiliza.

Mi padre es un agradable copiloto. No corrige mi modo de conducir, ni me avisa de los coches que vienen adelantando, ni vigila por el rabillo del ojo la aguja del velocímetro. Va relajado y sólo me pide calma cuando en tramos de curvas encontramos delante vehículos muy lentos o conductores temerarios, o cuando en algún instante obedezco la voz de la impaciencia que me empuja: Más deprisa, más deprisa, no tienes mucho tiempo, y piso en exceso el acelerador. Sé cuánto odia los coches, quizá por haber litigado tanto con ellos en su trabajo, y a menudo le he oído lamentarse de la rapidez con que aparece el cansancio del caucho y del acero para convertirlos en pequeñas cámaras de los horrores. Siempre se resistía a que lo llamaran guardia de circulación en lugar de policía municipal y nunca llegó a aprenderse las marcas y modelos que sus compañeros identificaban con una simple mirada, recitando todas las variantes de motores, cilindros, puertas y prestaciones. Al llegar a casa, se duchaba a fondo, porque le molestaba el olor a humo y gasolina. Sé también que lo llena de pereza hacer un viaje tan largo, compartiendo entre los tres un reducido espacio de apenas dos metros cuadrados, sin poder estirar durante muchas horas las articulaciones que se endurecen con la inmovilidad. Pero no se opuso, y desde el momento en que se lo sugerí se prestó a ayudarme en todo lo necesario. Cuando esta búsqueda termine y Lucas esté curado, dedicaré más tiempo a estar con él, a darle un poco de compañía mientras, invierno tras invierno, envejece.

No tardamos en llegar a Irún y atravesar la frontera con Francia, cuyo racional rostro geométrico parece mirar por encima del hombro a la irregular y áspera España. Es la primera vez que viajo a Alemania. Nunca me han asustado los viajes largos, pero tampoco han despertado mi pasión. Nunca he sentido envidia al contemplar los grupos de turistas llenos de excitación e impaciencia antes de partir ni interés por escuchar su repertorio de anécdotas cuando regresan, quizá porque nunca he tenido espíritu de trotamundos. En mi niñez y adolescencia algunos amigos y compañeros soñaban con ser exploradores de mundos exóticos —las selvas, los polos, los desiertos— cuando se hicieran mayores, pero yo nunca compartí ese afán aventurero. Claro que me habría gustado viajar, pero a lugares que ya hubieran descubierto y civilizado otros, donde no hubiera animales salvajes, ni voraces insectos, ni caníbales, ni enormes extensiones desiertas sin alguien que te ofreciera un trozo de pan y un vaso de agua. A mí me atraía viajar donde habitara gente amable en cómodas casas, donde hubieran edificado bellos edificios, canalizado los ríos, cultivado los campos y tendido la red de luz eléctrica para leer una novela o la guía del viaje al acostarse por la noche y donde nadie fuera armado y la policía no te desnudara para cachearte. Por eso no me asusta ahora este trayecto hacia el norte de Europa.

—Sólo una vez estuve en el extranjero —comenta mi padre.

—No me lo habías contado.

—Sí, pero no te acuerdas. No fue nada importante. Cuatro días en París.

—¿De vacaciones?

—¡No! ¡Ojalá! Fue hace mucho tiempo, en la época de la transición. Tú debías de tener unos ocho años. Tu madre no había muerto —dice, utilizando ese hito que divide su vida en dos mitades y al que tantas veces recurre.

Siempre que la nombra, se queda luego unos segundos callado, como si recordara cosas que no quiere decir. Siempre guarda su dolor en silencio, nunca le he oído quejarse, «Si ahora estuviera tu madre, esto no hubiera sucedido», nunca ha utilizado su ausencia para justificarse de un olvido o de un percance doméstico. Nunca le ha reprochado que hubiera muerto tan pronto. Tampoco cayó en la tentación de hacer de mí su sustituta e intentar que me convirtiera en ella, ni siquiera cuando me separé de Nico. La soledad suele engendrar necesidades extrañas, y a menudo quien tiene potestad para hacerlo exige su satisfacción. Pero él, desde el principio, se impuso un límite a sus exigencias que nunca ha quebrantado.

—Como empezábamos a salir de la dictadura, invitaron a un grupo de policías españoles a un congreso internacional que se celebraba en París. Me ofrecieron ir y acepté. Sentía mucha curiosidad por ver cómo funcionaba la policía local en esos países donde se decía que los agentes paseaban por las aceras saludando a los vecinos y tomaban el té con las ancianas y no tenían inconveniente en quitarse de la cabeza la gorra o el casco para que los niños se fotografiaran con él. Aquí todavía se reprimían las manifestaciones políticas en las calles y, aunque los municipales no participábamos en esas carreras y alborotos, mucha gente te decía: «¡Qué trabajo más horrible! ¿Cómo podéis soportarlo?», como si dieran por hecho que, por llevar aquel uniforme, tenías que amar los coches, las multas, los conflictos callejeros. A mí, ninguna de las tres cosas me gustó nunca.

—Ya lo sé. ¿Y cómo te fue en París?

—En realidad, no muy bien. Nos alojaron en un hotel agradable y nos enseñaron la ciudad y algún museo. A los franceses les gusta mucho presumir de sus cosas. En casa hay por algún sitio una foto de nuestro grupo bajo la torre Eiffel. Pero, en general, a los municipales españoles nos miraban como a sospechosos de simpatizar con Franco. Yo creo que un viaje que no sea obligatorio propicia el buen humor. Sin embargo, algunos detalles desagradables lo impidieron.

Mi padre estira las piernas hasta donde se lo permite el reducido espacio, mira hacia atrás para comprobar que Lucas duerme y continúa:

—Uno de los policías españoles, un hombre de mal carácter, odiaba el queso, cualquier tipo de queso. Era la única comida que no podía probar sin que al instante sintiera náuseas. Ni siquiera soportaba verlo cerca, olerlo. Y ya sabes que allí, incluso sin que lo pidas, nunca falta en la mesa. Una noche, cuando bajábamos de la habitación del hotel, lo vimos sentado en la barra de la cafetería, perplejo ante una enorme tabla de quesos que le acababan de poner delante. ¡Imagínate cuántos tipos de quesos en Francia, con corteza y sin ella, con y sin agujeros, fuertes y suaves, frescos y con moho, duros y fundidos! Extrañados y algo burlones, le preguntamos qué hacía y nos contó que había pedido un sándwich, que se lo había repetido varias veces a la camarera y que, en cambio, le había traído todo aquello. No pudimos evitar las carcajadas contemplando la gigantesca tabla cuyo intenso olor nos inundaba. Nos lanzamos hacia ella y enseguida la dejamos vacía, mientras él nos miraba sin encajar muy bien la broma. —Mi padre me mira, ve que sonrío y continúa—: Poco después, en un bar de allí cerca, nos encontramos con el grupo de los ingleses. Nuestro compañero, con el estómago vacío, bebió más de lo razonable y comenzó a propasarse con una chica, una de las policías británicas que asistían al congreso. En aquella época, aquí en España no se les permitía ejercer esa profesión a las mujeres. Como ella lo rechazó con un gesto seco, reaccionó mal. Ya sabes, lo de siempre: Gibraltar, los hijos de la Gran Bretaña, los viejos chistes sobre un inglés, un ruso y un español… El asunto no terminó bien para nosotros. Hasta tuvo que intervenir alguien de la embajada para pedir disculpas. Yo creo que por entonces los españoles aún no sabíamos viajar al extranjero. Llegaban tan pocas noticias del exterior que no imaginábamos lo que había fuera. Habíamos permanecido aislados tras los Pirineos durante tanto tiempo que, o íbamos como conquistadores, o íbamos como criados. Y ninguna de las dos actitudes es adecuada para viajar. Nos resultaba difícil establecer una relación de igual a igual. Supongo que ahora todo eso ha cambiado.

—Sí, creo que sí.

Y otra vez se queda en silencio, ahí al lado, uno de esos hombres que, por su oficio, por la época o el lugar en que vivieron, han visto muchas cosas y sin embargo son reacios a hablar demasiado de ellas, de sí mismos, de su honradez, aun sabiendo que esa honradez ha hecho bien a mucha gente.

—Hannover —dice de pronto—. ¿Por qué hay que ir tan lejos?

—Allí vive un posible donante —me limito a responder.

—¿Tan lejos? —insiste.

—Sí.

—Hace unos días me encontré casualmente con el padre de Nico. Me preguntó por Lucas y me dijo que a ellos no los han llamado para hacerles los análisis.

—Ya —digo, porque ahora mismo hablar y callar son una misma cosa.

—Es eso, ¿verdad? Es ese donante a quien fuiste a buscar a Barcelona, donde estuviste hace siete años, y luego a Cádiz, y a quien no has encontrado todavía. Y ahora vamos a buscarlo a Alemania.

—Sí. Él es el padre de Lucas —confieso con vergüenza y alivio, con la vergüenza de no ser como él esperaba que fuese y de no disponer de las palabras adecuadas para poder explicárselo, pero también con el alivio de no verme obligada a inventar más mentiras.

Mi padre asiente en silencio, los ojos fijos en la carretera, quizá intentando conjugar el amor que siente por su hija con la decepción por lo que acaba de conocer. Él siempre ha creído que la vida en pareja es fácil, puesto que fue fácil la suya con mi madre. Mira con más perplejidad que desacuerdo los conflictos emocionales de alguna gente a quien conocemos, extrañado de que prefieran los sobresaltos, la inquietud, las mentiras y las tensiones de las aventuras amorosas a la plácida satisfacción de la vida familiar. Pero no fueron frívolos los impulsos que me llevaron a coincidir con Luis, no fue una aventura de fin de semana. De modo que comienzo a contárselo todo, en voz baja, mientras Lucas duerme profundamente atrás.

Los he levantado muy temprano, todavía de noche en Poitiers, y, después de desayunar, comienzo a conducir hacia el norte. A esta carretera de largas rectas, un poco ondulada, le sienta bien el alba, su asfalto claro y ancho es una invitación al viaje ahora que hemos descansado en el hotel del área de servicio.

Varias horas después paramos de nuevo y les señalo en el mapa el lugar donde estamos, París, lo que ya hemos recorrido del camino y lo que todavía nos falta por recorrer. Hace unas semanas, nunca hubiera imaginado que el libro que más veces tendría que consultar era un mapa de carreteras. Lleno el depósito de gasolina y aparcamos. Los coches pasan tan veloces por la autopista que apenas podemos creer que también nosotros vamos así de rápido.

Desde las amplias cristaleras del restaurante vemos llegar cinco grandes y oscuros automóviles de lujo —Mercedes y Audi—, uno seguido de otro como brillantes procesionarias metálicas. De cada uno de ellos baja un hombre joven. Las matrículas son alemanas, pero ellos son españoles: entran riendo en el bar, que de pronto se llena con su salva de carcajadas, y hacen en voz alta comentarios sobre velocidad, motores, curvas, ciudades, ventas de coches, dinero. Aunque se han aflojado las corbatas, van vestidos con elegancia, con trajes que se adaptan bien a su alta y desgarbada estatura —como si hubieran crecido demasiado rápido y sus huesos aún no hubieran terminado de encajarse—, y resultan muy distintos de la imagen de los jóvenes trotamundos de hace cuarenta años que solían viajar por placer o aventura en coches lentos y oscilantes. Éstos viajan por negocios. Uno de ellos, que parece tener alguna jerarquía sobre los demás, comenta algo de lo que espera ganar con esta nueva remesa de automóviles caros que compran allí arriba y luego venderán en España, en el mercado de segunda mano. Fanáticos de la Visa y de los Camper, a veces me ha tocado verlos destrozados en deportivos con demasiado desequilibrio entre la carrocería y la potencia del motor. Mi padre los mira con curiosidad, quizá pensando, como yo, que hay una cierta locura en toda esta gente que basa las mayores emociones de su vida en lo que les ocurre en las carreteras.

Se sientan a una mesa contigua a la nuestra y todo lo que piden para consumir es grande: los bocadillos, los vasos de Coca-Cola, los croissants y pasteles de brillo venenoso, el café doble. De vez en cuando hacen alguna parada en la comida para llamar o consultar mensajes en sus teléfonos móviles.

Entre sus frases sobre miles de euros, modelos de vehículos y ciudades de Alemania distingo dos veces una palabra: Hannover.

—Perdonad que os interrumpa —les digo, atrapando esta casualidad que de pronto me brinda el azar, hasta ahora tan esquivo—, pero os he oído sin querer. ¿Venís de Hannover?

—Sí.

—De la feria del automóvil —explica otro de ellos.

—Yo voy hacia allí. Estoy buscando a alguien que vive en el barrio español.

—Allí apenas conocemos a nadie. Sólo contactos del gremio —dice el que parece dirigirlos—. Subimos tres o cuatro veces al año y nos traemos unos cuantos coches para España. Nada más.

—¿Cómo se llama? ¿En qué trabaja? —me pregunta otro.

—Luis Moll. Trabaja en algo relacionado con la música. Conciertos o algo parecido.

—¿Conciertos de música? No te será fácil encontrarlo.

—Lo sé.

—Quizá Lepanto —apunta uno de ellos que no ha hablado hasta ahora—. ¿No dijo alguna vez que estaba trabajando en algo así?

—Hay un viejo allí, en Hannover, que asegura que conoce a todos los españoles. Al menos, todos lo conocen a él. Dice que fue uno de los primeros que llegaron como emigrantes. Y creo que vive en el barrio español.

—¿Cómo se llama?

—Lepanto. No sé si ése es su verdadero nombre, pero todos lo llaman así. Algunas veces se viene a España con nosotros. Luego regresa en avión.

—¿Viaja con vosotros? —pregunto extrañada.

—Sí. Una vez nos ayudó a hacer unas gestiones y nos pidió ese favor. En el trayecto cambia de coche según le apetece. Siempre nos ha dado buena suerte. Nunca vi a nadie a quien le gustara tanto viajar.

—Casi tanto como hablar —comenta otro de ellos.

—¿Ahora está en Hannover?

—Sí, aunque esta vez no lo hemos visto. Alguien nos dijo que se encontraba un poco enfermo. Pero que no era nada grave.

—¿Sabéis su teléfono?

—No. Él siempre averigua cuándo vamos a llegar. Pero no te será difícil encontrarlo si preguntas en el barrio español. Lo reconocerás porque le falta el brazo izquierdo. Por eso no puede conducir.

—Muchas gracias por vuestra información.

—De nada. Suerte en Hannover.

Pagan y salen, despreocupados y ruidosos. Por las cristaleras los vemos montar en los cinco coches y entrar en la autopista acelerando, derrochando caucho y gasolina, hasta perderse en la lejanía de las llanuras francesas.

Hemos dejado atrás Francia y el tramo de Bélgica y con las últimas luces de la tarde pisamos Alemania. Todo es aquí verde, las colinas panzudas y suaves, acolchadas de hierba, las llanuras parceladas con alambre o hileras de álamos o chopos, donde siempre hay un enorme barracón para guardar cosechas o ganado estabulado. Todo está en explotación de pastos o de cultivos —los tractores regresan al descanso tras tejer la pana marrón de los barbechos— y cuando termina un sembrado surge la muralla de los bosques oscuros, compactos e inmutables, sin apenas transición en esta húmeda fecundidad centroeuropea. Es como si todos sus pobladores estuvieran de acuerdo en que un campo no es hermoso si no está cultivado. No hay en medio esas tierras baldías, de monte bajo o retamas o jaras, que en España no se sabe bien a qué se dedican, si sirven para algo. Aunque quizá esta exhaustiva explotación tenga algo que ver con las pocas aves que se ven volando en el cielo.

Ahora el cansancio comienza a invadirme, a pesar de los cambios de postura: encojo una u otra pierna para que no se me adormezcan las rodillas, desenfoco la mirada de la carretera para enfocarla durante un segundo en el volante o en una mancha del parabrisas, levanto y agacho el cuello fatigado. La clavícula que me destrozó la bala se enfada con el sobreesfuerzo y de vez en cuando protesta con dolorosos pinchazos. Mastico algunas gominolas, algunos frutos secos. Son demasiadas horas conduciendo en estos dos días y por momentos siento ganas de pisar a fondo el acelerador y avanzar por la autopista como un relámpago, como los chicos aquellos que volvían a España con los coches de lujo. Lucas, aburrido, protesta y pregunta a menudo cuánto falta para llegar. Mi padre, también cansado, se pasa atrás con él, a intentar entretenerlo.

Cenamos en una nueva área de servicio donde todo está colocado en expositores y apenas es necesario utilizar palabras. Tomo un café solo y seguimos avanzando. Poco después, mi padre cabecea en el asiento delantero, emitiendo de vez en cuando un suave ronquido. Los indicadores luminosos del panel de mandos dan a su rostro un tinte naranja que acentúa su gesto de fatiga. Entonces, de pronto, aparece la niebla como si fuera un lugar fijo, estable, señalado en los mapas. El coche se envuelve en ella como en un inmenso pañuelo blanco, empapado de lágrimas, que limita la visión y enseguida cubre el parabrisas de diminutas gotas. Reduzco la velocidad y enciendo todos los faros para ver y hacerme visible. La temperatura ha descendido: ahora ya se puede decir que estamos en el norte.

Mi padre se despierta y mira sorprendido la blanca muralla que nos rodea.

—¿Cuánto nos falta? —pregunta.

—Bastante.

Mi intención era hacer el viaje en dos días, pero el cansancio me impide seguir conduciendo. Tenemos que parar a dormir otra noche. Mañana llegaremos a Hannover.

Ya estamos aquí, en el lugar donde hace pocos meses ha sido visto Luis. Quizá se encuentra cerca, conduciendo uno de estos automóviles con los que me cruzo, quizá es uno cualquiera de esos numerosos ciclistas que pedalean por los carriles, que recorren toda la ciudad, quizá uno de los peatones que esperan a que los semáforos se pongan en verde.

No circulan muchos coches y, buscando alojamiento, llegamos fácilmente al centro de la ciudad. Nos detenemos frente a un hotel en una gran plaza cruzada por tranvías, con una estatua de un rey a caballo hecha de algún metal que no admite la herrumbre. Al fondo, la estación de trenes. Pedimos dos habitaciones: una para mi padre, otra para mí y para Lucas. No son lujosas, ninguna audacia feliz rompe su seca austeridad. En las camas no hay sábana de arriba, sólo un edredón que no parece que alcance a cubrir desde el cuello a los tobillos, pero todo está perfectamente limpio y todo funciona, como si hubieran renunciado al lujo en la decoración a cambio del lujo en la eficacia. En las mesillas de las dos habitaciones se ve el mismo libro: el Nuevo Testamento, las historias de los apóstoles que escuchaba de niña y que no he vuelto a oír, porque ya no voy a la iglesia y no hay nadie a mi alrededor que me hable de ellas. Por la ventana, tan hermética que detiene todos los ruidos de fuera, se ve la plaza enorme, con las bicicletas aparcadas en grandes circunferencias. De vez en cuando pasa un tranvía. Pero circulan pocos automóviles y todo parece apacible, ordenado, limpio, silencioso, ligeramente triste, muy distinto de las ruidosas plazas de España, de nuestra frenética agitación meridional.

Está muy avanzada la tarde, y nosotros, muy fatigados, de modo que deshacemos el equipaje, cenamos algo y nos retiramos a descansar.

El reloj marca las tres de la mañana cuando me despiertan los quejidos de Lucas. Enciendo la lámpara de la mesilla y voy junto a él: se ha desarropado y está sudando. Al tocarle la frente abre los ojos y me mira desconcertado.

—Tienes un poco de fiebre. Voy a ponerte el termómetro.

Mientras lo sujeta bajo su pequeña axila le acaricio el pelo, la cara.

—¿Te duele algo?

—Me duele la garganta.

Ha debido de quedarse frío durante el viaje, dormido atrás, con la lenta caída de la temperatura a medida que avanzábamos hacia el norte y la niebla. Pero si sólo es la garganta, el problema no es serio.

—Aquí —me explica, y se toca el cuello—. Por dentro.

Tiene treinta y ocho con seis. Si no sube la fiebre, bastará con controlarla con paracetamol de la pequeña farmacia que llevo encima. Por la mañana, con la luz, nos acercaremos a un centro médico. Pero de momento, espero y velo, escucho en la oscuridad cómo su respiración poco a poco se va serenando con la medicina, mientras vuelve esa sensación que tan bien conozco, porque reaparece cada vez que se siente mal: un pinchazo de difusa culpabilidad por haber fallado en algo que no sé y el deseo insoportable de cargar sobre mí los efectos de su enfermedad. Que sea yo quien sufra su malestar, que sea mi cuerpo el que arda bajo la fiebre y esté postrado en cama.

Sólo sé un poco de francés que aprendí en el instituto, pero en la recepción del hotel, por la mañana, se esfuerzan en darme todas las indicaciones necesarias. Llaman a un taxi y vamos a un pequeño hospital donde un médico muy amable, que habla español perfectamente, examina a Lucas y le diagnostica un proceso catarral que ha inflamado la laringe. Antibiótico, analgésico y reposo durante tres o cuatro días. La crisis no tiene nada que ver con la leucemia, si bien hay que vigilar su recuperación y tener paciencia.

—No se preocupe —me tranquiliza todavía, cuando vamos a salir, posiblemente sin adivinar cuánto agradezco escuchar sus palabras en mi idioma en esta ciudad extranjera—. Estas enfermedades pequeñas las curan las madres mejor que nosotros, los médicos.

Tranquilizados, buscamos una farmacia. La gente que camina a nuestro lado habla otro idioma muy distinto, pero sus consonantes parecen menos complicadas cuando las oyes que cuando las ves escritas en racimos; muchos tienen otro color de ojos y de pelo y profesan una religión algo diferente, pero en este momento no me siento incómoda en esta entrañable, civilizada, antigua Europa. Estoy en un país del primer mundo donde ningún niño corre peligro por una infección catarral.

Al día siguiente la niebla da paso a una lluvia fina, intermitente, que parece derretida de un cielo encapotado, color pizarra. Es extraño, parecen gotas silenciosas, como si también el agua se hubiera contagiado de una cierta quietud, y no puedo evitar compararla con los chubascos que en España caen repiqueteando sobre calles y tejados, en una lluvia perlada, sonora, ostentosa, como si quisiera atraer la atención de los habitantes de un país seco para solicitar su agradecimiento. No salgo apenas de la habitación, acompañando a Lucas, que mira en la tele dibujos animados cuyas peripecias parece comprender —porque a veces sonríe, aunque no entiende el idioma— y oscila cada seis horas entre la tranquilidad y la fiebre, según hace efecto la medicación. De vez en cuando me asomo a la ventana y contemplo la plaza todavía llena de bicicletas a pesar del mal tiempo, silenciosa y limpia tras los cristales que peina la lluvia. El rey de bronce, desde su alto pedestal, parece mirar directamente hacia mí como para indicarme que todo está pacífico en su reino, que soy bien acogida y que puedo salir a recorrerlo y a buscar lo que necesito. Paciencia, paciencia.

Pido en recepción un plano de la ciudad y la guía de teléfonos. No hay en ella ningún Moll, aunque sí encuentro algunos apellidos familiares: Molina, García, Rodríguez, Mundo. La chica de recepción, que habla francés, me señala en el mapa la situación del hotel y la zona del barrio español. No queda lejos de aquí. Cuando se lo digo a mi padre, me quita el plano de las manos, coge el paraguas y sale.

Cuando regresa tres horas después, vuelve con los zapatos y el bajo de los pantalones empapados.

—¡Lo he encontrado! El barrio español. En realidad, hay muchos alemanes, todo está ya mezclado. Vi un bar gallego, y pregunté al dueño por Luis Moll. No había oído nunca ese nombre. Entonces le pregunté por la persona que nos indicaron los chicos de la autopista. Lepanto. ¡Resulta que sí lo conoce! Va por allí a menudo. Le he dejado tu nombre y el número de teléfono del hotel que venía en el plano. El dueño dice que, tal como es, seguro que te llamará.

Mi padre está contento por haber vuelto a ser él el primero en tomar una decisión y hacer una tarea. «No iba a perderme por las calles teniendo un plano en las manos», me ha dicho. Mi padre ayudándome en todo lo que puede, a pesar de que yo no me haya preocupado por él todo lo que podía. Pero quizá siempre es así, llegan inexorables los años en que los hijos no piensan demasiado en los padres, pero es imposible que los padres no piensen en los hijos. Y en un día no muy lejano también a mí con Lucas me ocurrirá lo mismo.

—Me gusta este país —me dice por la tarde, cuando bajamos a cenar, muy temprano para nuestra costumbre, al restaurante del hotel, porque las medicinas están actuando beneficiosamente y Lucas comienza a sentirse mejor—. Limpio, ordenado, laborioso.

—Supongo que sí, que es un buen país para vivir. Austero pudiendo ser opulento —repito la imagen que tenemos de él en España.

—Y respetuoso con las leyes. Cuando iba caminando por las calles, apenas vi en todo el trayecto a un policía, como si no fueran necesarios para que se cumplan las normas que han pactado.

Cuando volvemos a la habitación apenas tengo tiempo de llevar a Lucas al cuarto de baño, donde vomita todo lo que ha cenado. Nos hemos precipitado al creer que ya estaba bien.

Sin embargo, una hora después duerme profundamente y la fiebre ha desaparecido casi por completo, como si el propio vómito lo hubiera limpiado de flemas y de virus. Es entonces cuando suena el teléfono, parece que hubiera esperado intencionadamente este momento de paz. Descuelgo enseguida y oigo una voz que pregunta por mí en español, pero con un acento extraño.

—Soy Lepanto —sólo dice ese nombre que no sé si es su nombre verdadero.

—¡Cómo me alegro de oírlo! Me hablaron de usted los chicos que compran aquí esos grandes coches y los bajan a España por la autopista.

—¡Ah, los chicos! Esta vez no he podido ir con ellos —comenta. Luego añade—: Quería usted hablar conmigo.

—Sí. Estoy buscando a Luis Moll. Es muy importante. Me dijeron que usted podría conocerlo.

—¿Luis? Claro que sí, claro que lo conozco. Pero ya no vive en Hannover. Se mudó hace unos seis meses.

—Me habían asegurado que…

Incluso a través del teléfono debe de haber advertido mi decepción por no haber llegado aún a la última estación del viaje, porque se apresura a añadir:

—Pero no se preocupe. Vive en una pequeña ciudad no lejos de aquí, a poco más de una hora. Lüneburg. Lüneburg —repite—. En el norte. Ahora mismo no llevo encima su dirección y su teléfono, pero puedo dárselos mañana.

—Se lo agradezco. Es muy importante…

—¿Podemos vernos? —me interrumpe—. Me gusta hablar con los españoles que llegan de abajo.

—Claro que sí. ¿Dónde? —le pregunto mirando a Lucas, que respira con serenidad, a intervalos largos y regulares.

—Aquí, en el bar gallego. Son las ocho y media, no es demasiado tarde, ni siquiera para Alemania. Le será fácil venir en taxi. No está lejos de su hotel, apenas diez minutos.

—¿Cómo nos encontraremos?

—No se preocupe. Yo la reconoceré.

Mi padre ocupa mi sitio junto a Lucas, que sigue durmiendo. Cojo el móvil para estar en contacto, compruebo que la batería está cargada y subo al taxi que me han pedido desde recepción.

Diez minutos más tarde empujo la puerta del bar, cuya decoración me golpea los ojos con su excesivo costumbrismo: una bandera española con un toro negro en el centro, objetos de artesanía, bufandas de varios equipos de fútbol españoles, una gaita y un gorro de mujer de brillantes colores, con un espejito en el centro de la alta copa.

Reconozco la voz del hombre que se separa de la barra y viene a saludarme tendiéndome la mano derecha. Le falta la izquierda y ahora entiendo por qué tiene ese nombre.

—Lepanto —lo saludo—. Soy Andrea.

—Andrea —repite—. También se llaman así muchas mujeres alemanas.

Ronda los sesenta y cinco años y, al observarlo, tengo la impresión de que sólo morirá de vejez, de que el suyo no es de esos organismos a los que, dejando de lado la mano izquierda, les falta o les sobra algo imprescindible —carne, dientes, sangre roja, alguna extraña hormona— cuya carencia o exceso termina por estallar en una enfermedad definitiva. Es casi alto, delgado, endurecido, moreno. Su cara, aunque curtida, no está deteriorada, porque sus arrugas no parecen causadas tanto por las adversidades, que horadan el rostro, cuanto por los esfuerzos hechos para combatirlas, que lo esculpen. Un bigote cano y espeso sobrepasa las comisuras de su ancha boca y sus puntas se levantan un poco al sonreír.

—¿Ya está recuperado? Me dijeron que se encontraba algo enfermo.

—¿Enfermo? —pregunta con extrañeza, casi con presunción—. No, no. Era una revisión rutinaria y el médico me obligó a repetir los análisis porque no podía creer que fueran tan buenos los resultados.

—Me alegro.

—¿Quiere tomar algo? El bar es español, pero el dueño tiene el buen gusto de servir sólo cerveza alemana. Es excelente.

—De acuerdo. Una cerveza.

El camarero se demora al batirla en las jarras y luego vamos a sentarnos a una mesa.

—Le agradezco mucho que me haya llamado —le digo.

—No hay por qué.

—Claro que sí. Casi nadie lo haría con un desconocido. Todos somos cada día más reticentes a dar datos de los demás.

—Pero usted es amiga suya. Conociéndolo a él, no creo que le importe. ¿Puedo hacerle una pregunta?

—Sí.

—¿Por qué tanto interés? ¿Por qué un viaje tan largo?

—Debía haber empezado por ahí —respondo, y luego le hablo de Lucas, de la enfermedad y de sus venas de nieve, del trasplante necesario para su curación, del desarreglo en el orden natural del ciclo de la vida. Lepanto me escucha con atención y tristeza.

—Luis no lo sabe, ¿verdad?

—¿Saber?

—Que es el padre de ese niño.

—No, no lo sabe. Ni siquiera que existe ese niño. Si no, creo que ahora estaría al alcance de mi mano. No hubiera sido necesario venir a buscarlo tan lejos.

—Mañana te enviaré al hotel su dirección y su teléfono. Se habrá acabado tu búsqueda —me tutea.

—¿Cómo lo conociste? —le pregunto.

—En el trabajo.

—¿Trabajabais juntos?

—Sí. Fue una afortunada coincidencia —dice al ver mi gesto de sorpresa.

—Me hablaron de algo relacionado con la música.

—Algo así. En realidad, yo mismo no sospechaba que existiera una empresa de ese tipo. En España tal vez sería imposible, pero no aquí, en Alemania, donde la música culta es mucho más que una simple diversión o que un espectáculo artístico.

—Pero ¿en qué consiste el trabajo?

Lepanto mira unos segundos alrededor, pensativo, antes de comenzar a hablar.

—Digamos que consiste en equilibrar los sonidos del mundo. En llevar la música desde unas zonas donde sobra a otras donde hay un déficit.

—No acabo de entenderlo.

—Poco después de que cayera todo el imperio de la Unión Soviética y se derrumbara el Muro de Berlín, comenzaron a aparecer en este lado músicos de allí que, o se habían quedado sin trabajo, o querían probar fortuna —empieza a contarme—. No todos eran excelentes, claro, pero sí la mayoría. Auténticos virtuosos que por unas monedas tocaban en cualquier sitio cualquier obra que les pidieran. Entonces dos chicos de aquí, de Hannover, tuvieron una idea: organizar legalmente todas las posibilidades que ofrecía aquella nueva situación. Yo creo que en el primer momento tampoco ellos sabían hasta dónde podrían llegar. Parecía casi una aventura, y en todo caso un riesgo, implicarse en tantos esfuerzos iniciales sin tener asegurados unos beneficios. Yo entré a trabajar con ellos enseguida, y fue increíble cómo después de un año de tanteos y rechazos comenzaron a llamarnos de sitios que no habíamos imaginado. Los dos socios iban a ciudades de la antigua Unión Soviética, o de Polonia, o de lo que había sido la Alemania del Este, a escuchar una orquesta o un grupo de cuerda, o a un pianista, antes de contratarlos para una gira por Francia o por España. En una ocasión me dejaron que los acompañara en un viaje por Rusia. Encontramos a pequeños genios, talentos disciplinadamente forjados a lo largo de años de estudio en un conservatorio de Leningrado o en cualquier ciudad de las estepas del Volga. Si se enteraban de que estábamos allí y de lo que buscábamos, se esforzaban para dar lo mejor de sí mismos en los conciertos, que se organizaban en los teatros, en fríos salones, en las viejas iglesias que los domingos habían vuelto a llenarse de fieles. Todo se había hundido en una crisis repentina que los había dejado desconcertados y perplejos. Y para la mayoría de ellos la posibilidad de venir contratados a Occidente era un sueño.

—Una temporada en el paraíso. Que te paguen por hacer lo que harías sin que te pagaran —le digo, interviniendo en su charla mientras recuerdo el comentario del chico de la autopista de que a Lepanto hablar le gusta tanto como viajar.

Ja. Eso es —se corrige sonriendo—. La oportunidad de superar todo aquello que se deterioraba a marchas forzadas. Las frías salas en las que ensayaban, donde el óxido invadía las tuberías, las rejas, las superficies metálicas; donde los radiadores apenas calentaban porque se habían reducido los presupuestos para calefacción; los estudios con techos muy altos y muros descascarillados que indicaban que no era tan eterno el hormigón soviético, y donde a menudo aún se advertían las siluetas de la hoz y el martillo. Daba un poco de pena. A mí al menos me provocaba un sentimiento de decepción la facilidad con que se apartaban a un lado algunas ideas en cuya validez yo también había creído. Los músicos, sobre todo los jóvenes, nos entregaban sus currículos y sus carpetas llenas de diplomas de cursos con virtuosos, de algún premio de interpretación, de programas de conciertos en ciudades de las que nunca había oído hablar. A veces acompañábamos a algunos a los organismos donde se tramitaban los permisos de viaje. Eran oficinas repletas de legajos donde se solicitaban los visados rellenando interminables impresos que se acumulaban después de ser sellados con un tampón humedecido en una tinta aguada. Había que ser pacientes con aquella gigantesca burocracia que en la lentitud y en las trabas parecía buscar las razones de su supervivencia, puesto que estaba dejando de existir todo el sistema para cuya vigilancia, control y mantenimiento había sido creada… Pero no sé si te estoy cansando con estas historias —me dice de repente—. A ti todo esto ni te va ni te viene. Tú has venido a buscar a Luis…

—Sí. Pero me interesa. Además, me gusta saber lo que ha hecho él durante todo este tiempo.

—Él todavía no estaba en la empresa. De todo esto hace ya trece o catorce años. Con un poco de suerte —continúa con su relato—, unos meses después lográbamos cerrar una gira con un repertorio amplio y adecuado a distintos públicos. Poco a poco fuimos abriendo mercado, por decirlo de algún modo. Conseguíamos colaboración de las instituciones, de los ayuntamientos, de asociaciones musicales y de bancos o cajas de ahorro, y organizábamos una gira que comenzaba en Alemania, pero que también, gracias a lo bien que lo hacían, saltaba a otros países. A mí siempre me ha sorprendido que en España encontráramos tanta aceptación, tanto hueco para los conciertos, porque siempre había pensado que allí había poca cultura musical. Siempre he creído que España es un país duro de oído, debido a que gritamos mucho al hablar y a que siempre hacemos demasiado ruido, como si nos asustara sentir el silencio alrededor. Sin embargo, no dejaban de llamarnos para dar conciertos o para impartir clases en cualquier curso de especialización.

—España ha cambiado mucho en los últimos veinte años. Y ese cambio también se habrá reflejado en la cultura musical —le digo—. Yo también me he fijado en la frecuencia con que, en muchos lugares, se anunciaban convocatorias de actuaciones de músicos del Este.

Ja. Sí. Y a mí alguna vez me tocó acompañarlos por allí. Ahora ya ha cambiado un poco todo eso, se ha reducido el entusiasmo. Se han hecho más… profesionales, más estables. Pero al principio había que ver las ganas con que los músicos afrontaban su tarea. El mimo con que montaban y desmontaban en cada ensayo o actuación sus instrumentos, la flauta, o el clarinete, o el fagot, y la delicadeza con que los guardaban en las fundas negras, forradas de fieltro rojo, y no se separaban en ningún momento de ellos, los mantenían siempre al alcance de la mano, en los viajes o en las salas de espera, y antes hubieran olvidado calzarse los zapatos o ponerse el abrigo que recoger sus instrumentos, porque eran lo más valioso que tenían. No se ganaba mucho dinero, es cierto, es muy difícil hacerse millonario con esta música, pero a mí me parecía entrañable la austeridad con que vivían en las giras, la seriedad con que lavaban su ropa interior en los lavabos de los hoteles y el cuidado que tenían con los trajes con que iban a actuar, los esfuerzos por ocultar el deterioro de los cuellos de sus camisas blancas.

—¿Cuándo comenzó Luis a trabajar contigo?

—Hace dos años. Yo iba a jubilarme pronto y él debía ocupar mi lugar. Así que durante un tiempo trabajamos juntos. Teníamos mucho que hacer, pero lo pasábamos bien, nos gustaba nuestra tarea. ¡He visto a tanta gente que trabaja durante años y años en oficios y puestos que no les gustan! ¡Profesores que odian a sus alumnos, mozos de hotel hartos de sonreír a clientes que ni siquiera los miran, agentes inmobiliarios que ven pasar por sus manos millones de euros sin que a ellos les quede nada! Pero aquella tarea era muy apropiada para Luis. —Lepanto bebe un largo trago de cerveza. La espuma le deja dos pequeños copos blancos prendidos al bigote, y los limpia con un movimiento convergente del pulgar y del índice, como si temiera que al hablar pudiera escupirlos—. Trabajaba muy bien —continúa—. Ya sabes que su madre es alemana y que él habla varios idiomas con fluidez. Además, conocía el mundo del teatro, de los espectáculos y sabía interpretar enseguida las reacciones del público. Tú sabrás eso mejor que yo.

—Algo sé. ¿Y tú? ¿Tú también habías trabajado antes frente al público?

—¿Yo? —un intenso gesto de perplejidad le ensancha el rostro—. ¡No! Mi historia es una historia larga.

—¿Por qué no me la cuentas? Me gustaría oírla.

—¿Tienes tiempo? ¿Y tu hijo?

—No te preocupes —señalo el móvil que parpadea encendido junto a las jarras de cerveza—. Me avisarían enseguida. Y mi padre lo cuida muy bien.

Me apetece mucho seguir escuchando a este hombre que, aunque habla en voz baja, me produce la sensación de que sus palabras son lo único que oigo y que los demás ruidos del bar han desaparecido. Trato a menudo con tanta gente con la que apenas puedo conversar, o cuyas historias son siempre la triste repetición de la misma tragedia, que no puedo ni quiero resistirme a oír lo que me ofrece Lepanto. Sus palabras tienen un efecto benéfico, han conseguido que durante este rato haya olvidado mis preocupaciones.

—Espera un momento —le pido. Me aparto un poco y marco en el móvil el número del hotel. Mi padre contesta enseguida.

—Lucas sigue durmiendo. Está muy tranquilo —me dice—. No tengas prisa por venir, arregla todo lo tuyo. Yo te llamo si necesitamos algo.

Cuando vuelvo a la mesa, Lepanto ha hecho traer otras dos jarras de cerveza y espera a que me siente.

—Mi padre cruzó la frontera con Francia el 27 de enero de 1939, un día después de la caída de Barcelona en manos de Franco —comienza a hablar directamente, como si hubiera detectado mi interés por escucharlo—. Atrás dejaba a su mujer con un niño de seis años que nunca olvidaría la despedida de un hombre cuya barba sin afeitar le pincha en la cara al besarlo. Yo no sé qué recuerda más la gente en este tipo de adioses, si la imagen de quien se aleja o las propias emociones que uno siente al contemplarlo. Pero yo sólo recuerdo de él en aquel momento su estatura, era alto y grande, y el contacto áspero, casi hiriente de su barba. Ningún otro detalle guardo, de modo que no tengo de mi padre esa imagen de miliciano internacional, heroico incluso en la derrota, que muchas veces se ha reproducido después en libros y en fotos. Yo siempre lo vi como un hombre vencido —explica con una lúcida tristeza—. Como tantos otros republicanos españoles arrojados al exilio, también él decidió alistarse poco después en la Resistencia francesa y dejar de deambular por las calles sin otro objetivo que sobrevivir con la ilusa esperanza de que un brusco giro de la política internacional permitiera reanudar la lucha contra Franco. Y muchos de ellos, como él, terminaron en algún campo de concentración nazi.

—¡En Alemania!

—Muy cerca de aquí, en Bergen-Belsen. No sé si te suena el nombre. Yo tenía trece años —continúa—, y vivía como escondido en aquel pueblo de Zaragoza adonde había vuelto con mi madre, sin apenas dejarnos ver, porque todos sabían que mi padre estaba huido, cuando él reapareció un día en la puerta de la casa. Sin preguntarme nada, se inclinó a besarme y recuerdo que su barba sin afeitar pinchaba igual que había pinchado siete años antes. Pero ése era el único parecido. El hombre que yo recordaba era grande y alto y no tenía nada que ver con aquella piltrafa que, más que abrazar a mi madre, parecía sostenerse en ella para no caer al suelo.

Lepanto detiene su relato para responder con un gesto a alguien que lo saluda. Luego coge la jarra con su único brazo y bebe un nuevo trago de cerveza.

—Puede decirse que vivió así, tambaleándose, los cinco años que aún resistió en aquel tipo de vida que llevábamos en el pueblo. Trabajaba en el campo como temporero, sin un empleo fijo, según las estaciones, ganando lo imprescindible para sobrevivir. Entonces, en España, para gente como él, desafectos al régimen, se decía, todos los días de la semana eran días laborables. A menudo, yo salía a trabajar con él, recogiendo aceitunas, segando pasto, encerrando el grano o la paja. Pero otras veces, cuando las faenas eran especialmente duras, iba él solo y, al regresar, cenaba un poco y se quedaba mirando en silencio el fuego de la cocina. Él, que de joven hablaba tanto, se había vuelto muy callado, hermético. Algunas veces yo le preguntaba cosas, le pedía que me contara qué le había sucedido en aquellos años fuera, qué había hecho, dónde había estado. Pero apenas hablaba, y cuando lo hacía sólo se refería a las luchas y emboscadas en la Resistencia. Decía que los partisanos franceses peleaban con tanta fe y energía precisamente porque necesitaban demostrar más que ninguna otra nación su valor, puesto que ningún otro país había sido derrotado por los alemanes tan rápida y vergonzosamente como ellos. Pero cuando yo quería saber algo de su cautiverio, entonces callaba. Se limitaba a mirarme como si no me viera. Un día, sin embargo, llegó a casa con un atlas universal, un tomo muy grande que todavía conservo. Nunca supe de dónde pudo sacarlo, si lo encontró por ahí, si fue un regalo o una compra, si tal vez lo robó. Pero desde ese momento se convirtió en su libro de cabecera. Abría las anchas páginas y se hundía en él como si quisiera aprenderse todos los lugares de la Tierra, pueblos, ciudades, ríos, mares, islas, montañas. Con el dedo índice, o, más tarde, copiándolos en las hojas de un cuaderno escolar mío que había quedado sin terminar, seguía itinerarios de viajes que sólo él sabía por qué los había trazado, o por qué deseaba hacerlos, o qué personajes y aventuras imaginaba sucediendo en ellos. Creo recordar que al principio los trayectos transcurrían por España, por los frentes donde había luchado en la guerra, parecía que intentara comprender qué errores de estrategia los habían conducido a la derrota, y más tarde por las zonas de Europa que había conocido. Solía asentir con la cabeza, pero otras veces negaba, como si dudara de que los mapas fueran exactos y reflejaran lo que habían visto sus ojos: las distancias, o los ríos, o las montañas…, no sé, no sé por qué lo hacía. Con el tiempo, los itinerarios fueron extendiéndose por todo el mundo, atravesaban sin lógica continentes y océanos, porque de pronto cambiaban el rumbo en mitad del Pacífico o cruzaban en zigzag el desierto de Gobi. Una noche, como si de repente hubiera recordado algo, se detuvo a mirar durante mucho tiempo la página correspondiente a Alemania. Entonces cogió el lápiz y lo apretó sobre un punto, con tanta fuerza que quedó marcado en varias hojas. Luego escribió un nombre al lado: Bergen-Belsen. Es aquí cerca, a pocos kilómetros de Hannover.

—El campo de concentración.

—Hoy allí no queda nada, pero durante la guerra en sus barracones hubo prisioneros franceses y algunos españoles apresados en Francia. Al ver la tensión con que había marcado el mapa, adiviné la causa y le pregunté si era allí donde había estado ese tiempo del que no quería contar nada. Mi madre, que no sabía leer y siempre miraba el libro con zozobra, intuyendo que una obsesión así no podía conducir a nada bueno, estaba en ese momento preparando algo en el fuego de la cocina y se volvió para mirarnos, y recuerdo muy bien la triste sonrisa que me dirigió, como si me agradeciera el intento de sacar todo aquello a la luz y airearlo. «Sí, ahí fue», fue lo único que respondió antes de cerrar el atlas y salir de la casa. Así fueron pasando aquellos cinco años que estuvo con nosotros. Un domingo del otoño de 1951, al mediodía, subió al desván a colgar unos racimos de uvas que alguien compasivo nos había regalado. A veces nos llegaban esos detalles, y a menudo de forma anónima: unas legumbres secas o unas frutas, una carga de leña que nos permitían recoger en invierno, un poco de carne o leche, pequeños regalos solidarios que iluminaban con un momento de resplandor las tinieblas de aquel agujero negro que era entonces la España de Franco. Como tardaba mucho en bajar del desván, mi madre me pidió que subiera a buscarlo. Todavía lo recuerdo allí arriba, balanceándose en la viga, entre las hebras de sol que penetraban por las tejas, y también recuerdo el horror que me causó descubrirlo, a pesar de que su rostro no estaba deformado por la agonía. Al contrario, con los ojos cerrados y la cabeza algo inclinada hacia un lado, daba una impresión de descanso.

—¿Nunca había hablado de eso? ¿No lo había avisado?

—Nunca. Yo acababa de cumplir dieciocho años y pude soportar el daño que esa forma de morir nos ocasionó. Comprendí que lo hiciera: un hombre lucha en una guerra durante tres años, se ve obligado a huir de su patria tras la derrota, combate en otro país donde es hecho prisionero para ser de nuevo deportado, sobrevive a un campo de concentración entre reclusos que hablan diez idiomas diferentes y cuando, después de todo eso, al fin regresa al país donde nació, descubre que ya no tiene orientación ni arraigo en ningún sitio. Pero mi madre, no. Ella no pudo soportarlo y murió apenas un año después. A pesar de todo lo ocurrido, a pesar de estar tanto tiempo separados, a pesar de su silencio, seguían tan unidos como una flor y su perfume, y al morir uno también desapareció el otro. Así que me quedé solo en…, iba a decir mi país, pero me suena extraña esa expresión, porque yo, como mi padre, tampoco sé bien de qué sitio soy ya. No tenía abuelos ni parientes cercanos, no participaba en la pequeña vida social del pueblo, asentada sobre la misa de los domingos y el baile de la tarde. Apenas tenía amigos. De herencia sólo había recibido una casa pequeña y vieja, un equipo de herramientas agrícolas, un estupendo receptor de radio donde a veces, con el volumen apenas audible, escuchaba las transmisiones republicanas de Radio Pirenaica, y un puñado de libros entre los que destacaba el atlas donde mi padre había trazado tantos itinerarios. Sentía como si estuviera esperando una llamada para irme y esa llamada llegó: una noche, al volver del trabajo, oí en la radio la palabra Alemania y una oferta de empleo para hombres que quisieran trabajar en la construcción. Al día siguiente, a la misma hora, estaba de nuevo escuchando, preparado para tomar nota de los detalles con el mismo lápiz con que mi padre trazaba sus viajes. Temía que no repitieran el anuncio o que fuera un error o un engaño, un señuelo. Porque me parecía increíble que eso sucediera en Alemania: un país queda devastado por una guerra, con la población diezmada y con las ciudades convertidas en montones de escombros; los supervivientes se ponen a levantarlo, agachan las cabezas sobre el trabajo, no sé si para olvidar con tanto es fuerzo algunas de las atrocidades en que participaron o no quisieron ver o para borrarlas y enterrarlas como si nunca hubieran sucedido. Y apenas diez años después necesitan contratar mano de obra extranjera porque ya están entrando de nuevo en la prosperidad.

—Yo también recuerdo que mi padre algunas veces hablaba del milagro alemán.

—Es que la propaganda de Franco lo ponía como ejemplo de lo que debíamos hacer los españoles. Pero yo no me quedé allí, no esperé a una segunda llamada. Porque no se trataba sólo de huir de aquella España gris donde no había nada. Un país en el que los días más importantes, más solemnes del año, eran los días de la Semana Santa: nadie trabajaba, no se podía hablar en voz alta, se suprimían los programas de ocio en la radio y sólo emitían música sacra y militar, había que acudir obligatoriamente a la iglesia y todo olía a incienso. Una España oscura y asfixiante, encerrada en sí misma, de espaldas al mundo, que se pretendía autosuficiente, cuyos gobernantes alzaban la barbilla militar en las arengas mientras parecían gritar: «¡Aquí existe todo lo que existe en el mundo!». No era sólo huir de todo aquello, te decía, y de las ostentosas celebraciones que conmemoraban su victoria en la guerra civil. Era también la posibilidad de recorrer una de las rutas que con más frecuencia mi padre había trazado en el atlas, inculcándome una curiosidad y un afán por viajar que nunca, ni aún ahora que tengo setenta años, he logrado saciar del todo. Y, además, era venir a este país donde por fin podría comprender lo que mi padre nunca supo o nunca quiso contarme.

Lepanto me mira, quizá temiendo encontrar en mi rostro un gesto de impaciencia o de aburrimiento. No siempre alguien desconocido escucha con atención e interés la historia que otro cuenta de un modo tan directo, sin preámbulos, pero la suya es justamente el tipo de historias que a mí me gusta oír o leer, y algo de la fascinación que siento, que me hace olvidar que Lucas y mi padre están en el hotel, debe aparecer en mi cara, porque continúa:

—Al principio, trabajé en la construcción, en cualquier rama de la construcción, removiendo escombros o levantando andamios, con la piedra o el ladrillo, pero luego también con la madera o el hierro. No sé si a ti también te ha pasado, pero hay un entusiasmo que se contagia al limpiar ruinas y levantar una casa, incluso aunque la casa no sea para ti, una especie de fervor al ver cómo se elevan las paredes y se cubren los tejados y se acristalan las ventanas que protegen del frío y de la lluvia. Yo me dejé llevar por él, codo a codo con esta gente que reconstruía su país, y enseguida todo me fue bien. Un poco más tarde, en cuanto comencé a dominar el idioma (nos daban clases por las noches, escribíamos las palabras que oíamos durante el día), estudié hasta sacar el carné de conducir. Durante años recorrí toda Alemania, y también Suiza, Francia, Austria e Italia, y varias veces crucé el Telón de Acero, transportando cualquier mercancía en un pequeño camión que compré de segunda mano, un DAF holandés duro y cómodo, fabricado con un acero que apenas parecía sufrir desgaste. Era un trabajo estupendo. No sólo porque tenía autonomía de horarios y decisiones y porque en él había al mismo tiempo algo de moderno y medieval; también porque te enseñaba que, al menos aquí, en Europa, no hay apenas diferencias entre las gentes de un sitio y de otro; para comer, todos usamos cuchara y tenedor, por decirlo así. Hasta que un día tuve un percance estúpido descargando unas vigas de hormigón. No fue un accidente en la carretera —se señala la mano ausente, el muñón tapado por el trozo de manga que le cuelga.

—Debió de ser terrible —le digo, porque todo su relato me resulta tan transparente que no necesita dar detalles para evocar lo cruento del accidente.

—Sí, terrible, y no por el dolor. El dolor pasa y termina olvidándose, los hematomas se disuelven en la sangre y las heridas se cierran con cicatrices. Pero la ausencia no, la mutilación nunca te permite que la olvides, cada día te la recuerda una mirada ajena, un movimiento difícil, una bombilla fundida que tienes que cambiar o la camisa que vas a comprar a la tienda. A partir de entonces ya no pude seguir con aquel trabajo que tanto me gustaba. Durante dos años viví sin hacer otra cosa que leer libros y, a veces, escribir recuerdos sobre alguno de los viajes que había hecho y sobre ciudades o paisajes que había visto. Podía permitírmelo gracias al dinero del seguro. Un día, alguien, al verme siempre así, entre papeles, me llamó Lepanto, y pronto otros comenzaron a repetirlo hasta que yo creo que olvidaron mi propio nombre. Yo mismo me acostumbré a él, hasta el punto de que me presenté así, como Lepanto, a pedir trabajo en una nueva empresa que acababa de crearse y que buscaba gente con posibilidad de viajar y con dominio de algún idioma. El anuncio no explicaba nada más, imaginé algo de vendedor ambulante o de agente comercial, y, en verdad, tenía muy pocas esperanzas de que me contrataran. Pero lo hicieron, tuvieron confianza en mí, aunque no conocieran muy bien mis capacidades. Yo creo que me contrataron para todo un poco, porque había viajado mucho y siempre he sabido moverme bien en todos los lugares, chapurreando un poco de todos los idiomas, pero también sé atender al teléfono y hacer cualquier gestión y decir «no» cuando hay que decirlo. Era un trabajo movido, interesante, en el que había que viajar a menudo, en coche, en tren o en avión, a cualquier sitio de Alemania, pero alguna vez también al extranjero. Ya te lo dije antes. Un verano tuve que ir a Canarias con una pequeña orquesta que tocaba en una cadena de hoteles con capital alemán. Por eso teníamos que ser gente, si no solitaria, al menos sin rígidas ataduras familiares.

—Como Luis.

—Como Luis. Tal vez por eso llegó él también a la empresa. Y él tampoco tenía un hogar fijo o un sitio que añorara y adonde estuviera seguro de querer regresar algún día. Desde el primer momento nos entendimos muy bien, ambos somos un poco trotamundos, desarraigados.

—¿Y ahora?

—No me encuentro mal aquí —señala alrededor con la única mano que le sirve para todo—. Ya no trabajo, pero he ayudado a más de uno a resolver gestiones con su empresa o con la administración alemana, y me siento apreciado por toda esta gente que vino de allá abajo hace ya mucho tiempo y que se reúne a charlar y a cantar con una dulce nostalgia coplas españolas con ritmo de schlager. Pero otras veces me siento cansado, no aparezco por aquí en muchos días, es como si me solicitara la parte germana que durante estos cincuenta años he ido inyectando en mi vida, y entonces me voy con los otros. No estoy mal entre estos alemanes. Es cierto que son demasiado serios de entrada, y parece que no pueden ser felices si no tienen un árbol al lado de la casa para que en otoño resbales en las hojas caídas y te rompas una pierna —bromea—, pero en general son buena gente. Luego, tras un tiempo entre ellos, vuelve a reclamarme la otra mitad de esa extraña forma de ser en que estoy escindido y que hace que algunas veces se me confundan las palabras y exclame Scheisse! cuando debía decir «¡mierda!», y «adiós» en lugar de Auf Wiedersehen. Llega de pronto un día raro y me acuerdo mucho de lo que quedó allí abajo, tan lejos, y siento una nostalgia absurda, poco razonable, que no debería sentir, porque en realidad mi infancia y los años que viví en España no fueron felices, no encuentro apenas recuerdos agradables cuando remonto hacia atrás los decenios, hacia aquella España de Semana Santa y celebraciones patrióticas. Hace ahora un año tuve, yo creo, el más intenso impulso de volver para instalarme allí definitivamente. Era el mes de febrero, las navidades ya quedaban muy atrás, pero aquí aún no se atisbaba el mínimo asomo de la primavera, todo seguía nevado y parecía que el invierno, oscuro y opresivo, iba a eternizarse. Tenía la certeza de que España había cambiado desde los años ochenta, cuando entró en Europa y se modernizó, cuando las noticias que llegaban de allí hacían que por primera vez no sintieras vergüenza del país del que procedías. Pero entonces estalló el conflicto del bombardeo de Irak que tanto ha ensuciado el mundo, y en la prensa y en televisión apareció vuestro presidente sonriendo al lado de Bush y haciendo lo posible por romper la unidad y el delicado equilibrio de esta vieja y fatigada Europa. Era otra vez lo mismo: un gobernante que despreciaba la voluntad de la mayoría, que abandonaba su casa para ir a servir a un amo que le palmeaba el lomo con condescendencia. No sé si tú estarás de acuerdo —hace un gesto de duda—, pero aquellas imágenes anularon enseguida mi dudoso deseo de regresar, porque entendí que todo volvía a complicarse en la crispación y que España nunca acabaría de comprender las lecciones de la Historia. Pero allí tengo todavía la vieja casa, con la cal desconchándose de las paredes y el tejado abarquillándose, con su pequeño huerto trasero, donde sobrevive la higuera, ahora ya estéril, en la que mi padre colgaba un trozo de espejo ante el que afeitarse todos los domingos, y allí están las dos tumbas, y cuando las visito vuelvo a dudar y no sé dónde quiero ser enterrado cuando muera. Y entonces llamo a los concesionarios de Audi y de Mercedes y pregunto cuándo van a llegar esos chicos españoles a llevarse más coches. Si no tardan mucho, los espero y bajo con ellos y vuelvo durante unos días o unas semanas a un país que a veces me resulta acogedor y otras veces no reconozco. Ya sé que corren demasiado, que van demasiado deprisa, pero incluso eso me gusta y me recuerda los años en que yo tenía el DAF y viajaba como ellos, más despacio, pero con la misma sensación de libertad e independencia.

—Cuando volvamos a España, después de hablar con Luis, si quieres puedes venir con nosotros. Tenemos sitio en el coche. No corremos tanto, pero…

Lepanto sonríe y yo poso mis manos sobre su única mano, porque no encuentro otra manera mejor de agradecerle su participación en estos momentos en que estoy tan llena de esperanzas.

—Gracias. Lo pensaré y quizá te tome la palabra. Pero ahora lo único importante es que hables con Luis y que tu hijo pueda curarse.

Lucas está muy bien por la mañana. Se levanta hambriento y en el desayuno le sirvo una taza de leche y una deliciosa tostada de pan blanco con mantequilla que mastica con firmeza. Mi padre lo mira comer y sonríe.

Cuando vamos a regresar a la habitación, la recepcionista me entrega un sobre que un hombre con un solo brazo ha dejado para mí. Dentro hay una nota con el nombre de Luis Moll y un número de teléfono. Debajo, unas palabras: «Suerte. Y llámame si necesitas algo».