Voy bien en el coche, con el sol…
Voy bien en el coche, con el sol del inicio de la tarde en lo alto, sin deslumbrarme, mi mirada alternando entre el asfalto y la última línea del horizonte. Conduzco deprisa, un poco por encima de la velocidad permitida.
Hacía mucho tiempo que no viajaba sola. Había olvidado esta impresión de que en cualquier momento puede salirte al paso lo imprevisto, la aventura. Para bien o para mal, todo va quedando atrás, quienes te conocen, quienes pueden ayudarte y quienes te ignoran, quien te necesita y quien te hizo daño, y a medida que te alejas del punto de partida se siente más nítida la sensación de libertad. Voy también llena de esperanza —la de encontrar a Luis—, porque todo viaje suscita el optimismo: no te moverías de tu sitio si no creyeras que en el lugar adonde te diriges te sentirás mejor, o hallarás algo favorable o novedoso, o al menos habrás huido de lo que te amenaza.
Cuando comienzo a sentir cansancio, ya he dejado atrás Zaragoza, las tierras fértiles, ahondadas por el Ebro, sus cultivos compactos y brillantes. Poco después llego a los Monegros, donde parece que siempre azota el viento: colinas estriadas por secas torrenteras, un suelo de arenisca parda, con arbustos de pequeñas flores que no se dejan quemar por el sol, pero también con lujuriantes oasis de regadío verde oscuro en las vaguadas, en una sorprendente alternancia de malas tierras y tierras buenas. Salgo de la autopista a repostar en una estación de servicio aislada en medio de las colinas y lleno el depósito bajo un intenso olor a gasolina y caucho caliente. Un café apresurado y un pastel son suficientes para seguir avanzando hacia el este, donde de nuevo van apareciendo los cultivos, como si este país nuestro no tuviera humus suficiente para cubrir toda su superficie y se viera obligado a dejar aquí y allá comarcas peladas y pedregosas, mesas agrestes levantadas sobre un montón de diferentes galletas geológicas, cortadas por taludes rojizos, zonas de páramo inhóspitas y estériles, únicamente abonadas por excrementos de conejos. Luego, al fin, cerca de Barcelona, los pinares oscuros y espesos al lado de las fábricas, las ramas verdes palpitando junto a las grises chimeneas.
Lo dejo todo en el hotel, con la maleta a medio deshacer. Me ducho deprisa, salgo y le pido al primer taxi libre que me lleve a la dirección que me dieron en la comisaría. Está en el Raval, en una calle estrecha y no demasiado limpia que me recuerda a algunas calles del centro de Madrid. Es un edificio viejo y sólido, con poca fachada y mucho interior, distinto de aquel donde Luis vivía hace siete años y donde pasamos algunas noches juntos. Busco minuciosamente los nombres que figuran en los buzones de correo, pero en ninguno de ellos aparece el suyo.
Un niño negro, de diez o doce años, abre la puerta del tercer piso y se queda mirándome con curiosidad.
—¿Está tu papá? —le pregunto.
—No. Está trabajando —responde con una voz que aún no ha perdido su profundo acento extranjero.
—¿Y tu mamá?
—Sí.
Cierra un poco y desaparece dentro, donde se oye un murmullo de voces, de música y de sonidos del televisor. Poco después la puerta se abre del todo y me observan dos mujeres de color más jóvenes que yo, rodeadas de seis o siete niños cuyas edades van desde unos pocos meses a los diez o doce años del mayor que me ha abierto antes. Un grupo agreste e incongruente encerrado en un pasillo demasiado estrecho para todos ellos.
—Estoy buscando a alguien —les explico.
—¿Eres policía? —me pregunta la primera mujer, con ese instinto que han afilado para identificarnos incluso cuando no ejercemos de tales. Me tutea y habla con el mismo tono de recelo que he oído en otros inmigrantes y que a menudo me hace pensar que siguen escondiéndose, incluso cuando ya han regularizado su situación.
—Sí. Pero ahora no estoy trabajando. Se trata de un asunto privado.
—¿Privado? —repite, como si no comprendiera la palabra. Los labios grandes, gruesos y rojizos tienen algo de antiguo y tribal, pero al hablar dejan ver unos dientes muy blancos que parecen perlas recién extraídas del océano. En la cabeza, el pelo duro y rizado como virutas de aluminio negro.
—Un asunto familiar. Estoy buscando al hombre que vivía en este piso.
Me miran extrañadas, como mendigos que miraran a un rico pidiendo, porque son ellos quienes arriban a ciudades lejanas buscando a alguien conocido que llegó antes, y casi no pueden creer que una mujer blanca, bien vestida, bien alimentada y policía busque ansiosamente a un hombre.
—¿Cuándo vivía?
—Hace algunos años. Se llama Luis Moll.
—No sabemos. Nosotros sólo vivimos aquí desde hace dos años.
—¿Y nunca han oído nada del anterior inquilino? ¿Les dejaron alguna dirección donde enviar alguna carta que llegara? ¿O un número de teléfono?
—No, lo siento. Antes que nosotros vivía otra familia, también de África. No un hombre blanco.
El grupo entero escucha con atención, quizá también con algo de temor. Las mujeres esperan en silencio, sin añadir nada que no se les haya preguntado. Los niños se agitan en el grupo, sudorosos e inquietos, como si estuvieran deseando desnudarse.
—Gracias —les digo.
Estoy bajando el primer tramo de escaleras cuando la segunda mujer, que no ha hablado, le comenta algo en su idioma a la primera. Le murmura algunas frases con esa voz de madera que parece surgir de más abajo de la garganta.
—Espera —me pide. Habla con ella y luego se dirige a mí—. Ella dice que oyó comentar a la otra familia algo del hombre blanco que vivía antes. Le dijeron que se fue al sur.
—¿Al sur?
—Sí. Lo recuerda porque era el lugar por donde nosotros entramos.
—¿Sólo eso? ¿Dijeron el nombre de alguna ciudad?
La primera mujer vuelve a preguntarle.
—Sólo eso. Al sur, pero en este país. En España.
—Gracias —les sonrío antes de marcharme.
Ellas me devuelven la sonrisa, satisfechas de haberme ayudado.
Pero el sur es demasiado grande. Hay demasiadas playas y puertos y ciudades de las que yo ignoro todos los secretos.
Está llegando la noche y ya es demasiado tarde para ir a la comisaría donde estaba destinado a buscar otras huellas suyas. Lo haré mañana. Ahora me dejo llevar por mis ojos y paseo sin rumbo por las calles de su ciudad, que durante algunos meses también fue mi ciudad.
Nunca antes de aquel curso había estado en Barcelona. Tenía de ella la imagen de una capital antipática, lejana, ocupada en mil negocios. Pero junto a Luis descubrí una ciudad llena de encanto, moderna, abierta, luminosa, tendida al sol, con la nuca apoyada en el Tibidabo y los pies remojándose en el mar. Ahora, caminando sola en el templado anochecer, recuerdo con nitidez aquellas veces en que abandonábamos a los otros compañeros del curso y los dos paseábamos por estas calles conservadas entre un olor a pachulí y salmuera, a putas y marineros. Camino despacio, entre grafitis de ángulos tan agudos que parecen clavarse en el revoco y colores intensos que incendian las puertas y fachadas de algunas casas abandonadas cuyas paredes están mordidas por las llagas de la humedad y el tiempo. Otros edificios, en cambio, han sido rehabilitados y vuelven a brillar llenos de vida, con ventanas abiertas y bicicletas y bombonas de butano en los balcones.
Llego a una plaza que me resulta conocida y luego continúo Ramblas arriba, ignorando esa debilidad y desaliento que acompaña a la tristeza cuando nos sorprende en un lugar extraño, sola entre la gente y las últimas palomas que parecen brotar de pronto del suelo para subir a dormir a los tejados.
Al llegar al hotel llamo a casa. Mi hijo está esperando a hablar conmigo para irse a dormir. Me dice que esta noche le va a contar el cuento el abuelo. Dice que tiene ganas de verme, pero ya no parece triste ni enfadado por no haberle permitido que me acompañara. Me cuenta que Loreto acaba de irse y que también ha pasado por casa Mariana, que le ha llevado como regalo un libro titulado La casa de chocolate. No dice nada de Nico, ni siquiera pregunta por él.
Estoy cansada por el viaje y el largo paseo y siento que, demasiado pronto, he perdido el brío y el optimismo con que salí de Madrid. Sin embargo, aún no es hora de irse a dormir. Ninguna de las cuarenta propuestas que me ofrece la tele me resulta atractiva. Por la ventana contemplo las anchas calles todavía llenas de automóviles, cuyos ruidos no llegan hasta aquí arriba, no atraviesan la doble cristalera que mantiene un silencio tan profundo que me empuja a dejar los zapatos y caminar descalza, a moderar el volumen del televisor. Soy tan urbana y estoy tan acostumbrada a sus ruidos y humos que creo que una ciudad sin coches me parecería una ciudad fantasma. Vuelvo dentro, sin saber qué hacer. Para alguien solo e insomne e impaciente no hay peor encierro que una habitación de hotel en una ciudad donde no conoce a nadie. El contraste entre el silencio y la soledad del cuarto y el crepitar del mundo ahí afuera acentúa la dificultad para saltar de uno a otro y encontrar un lugar equilibrado en el mundo. De pronto comprendo por qué en los últimos tiempos la gente ha comenzado a elegir los hoteles como el lugar idóneo donde suicidarse.
La infusión de tila y melisa que he pedido que me suban me ayuda a conciliar el sueño, ya muy tarde.
En la policía puedes tener amigos de todas las edades, la camaradería allí no tiene por qué ser cronológica. No es extraño que un veterano de cincuenta y cinco años, a punto de jubilarse, que ha pasado por todo tipo de experiencias, que sin duda ha visto morir a varios hombres, que acaso ha disparado contra alguno de ellos, intime con un novato de poco más de veinte años recién salido de la academia. En la policía se establecen vínculos estrechos y duraderos sin una necesaria afinidad de edades, de caracteres, de aficiones. Cuando compartes junto a alguien situaciones de tensión y de riesgo y contemplas la desgracia ajena, sólo quieres concordia en tus relaciones cotidianas con tus compañeros.
Sin embargo, Luis era un tipo extraño e independiente. Era el policía menos policía que he conocido nunca, y tal vez por eso me atrajo de aquel modo. Cuando acababan las clases del curso, nunca hablaba del trabajo, como si fuera un oficio interino que no tenía ninguna importancia y cuyo desempeño no exigía un esfuerzo especial ni, mucho menos, heroico. Nosotros, los policías, cuando nos reunimos, tendemos a contarnos anécdotas burlescas de cacos y de trifulcas entre vecinos; algunas veces también presumimos de investigaciones sagaces que merecerían una medalla o una novela, o repetimos una y otra vez batallitas de puntería y fuerza física hasta que el aire comienza a oler a ferretería. Pero Luis no, él huía de ese tipo de conversaciones, consciente de que nada llega a resultar más tedioso que un policía hablando de ladrones.
Si uno de nosotros hace horas extras en otro trabajo, suele ser de vendedor del Círculo de Lectores, o de agente de seguros, o, en algunos casos, de vigilante nocturno. Es inaudito ver a un policía que en su tiempo libre trabaje como actor en un grupo de teatro donde no interprete únicamente papeles de soldado de Macbeth, de camarero o de criado. Supongo que los cacos no van al teatro, pero al conocer a Luis me pregunté qué reacción tendrían si una noche lo vieran interpretando a un delincuente, a un terrorista o a un asesino. Pero eso a él no parecía preocuparle. Trabajaba en una comisaría como podía haber trabajado en una oficina o sobre un andamio, como tantas otras gentes que ejercen un oficio porque tienen que comer y vivir, aunque saben que su vocación es otra, y resisten allí un tiempo hasta que encuentran el modo de dedicarse sólo a lo que les gusta. O no lo encuentran, y entonces pasan toda su vida insatisfechos y mueren sin haber llegado nunca a hacer lo que soñaban. Su trabajo como funcionario del Ministerio del Interior había ido perdiendo interés, si es que alguna vez lo tuvo, en la misma medida en que lo ganaba su dedicación teatral. Cuando yo lo conocí, se diría que en realidad era con el uniforme de policía cuando estaba disfrazado. Se hacía difícil imaginarlo enfrentado a un delincuente, o simplemente disparando en el foso de entrenamiento contra una figura de cartón. De hecho, no recuerdo haberlo visto nunca armado.
Cuando estábamos en la primera fase del curso, se produjo un atentado terrorista en Madrid y a uno de los nuestros le segó las piernas la bomba lapa colocada en los bajos de su vehículo. Mientras todos jurábamos y maldecíamos y amenazábamos, Luis no estaba menos irritado, pero procuraba amortiguar sus expresiones de dolor. Tanto en el duelo como en el éxito permanecía sereno, casi se podría decir que en exceso. No era como tantos de nosotros que, cuando atrapamos a un delincuente cuya foto nos han pasado con carácter prioritario, parecemos engordar con la hazaña.
Por Luis Moll pregunto en la comisaría donde trabajaba, después de identificarme como policía. Con esa amabilidad gremial que ya he visto en Madrid me presentan a quien fue su último compañero de patrulla cuatro años antes. Se llama Enric y tampoco sabe nada de su paradero actual. La última noticia que tuvo de él fue un correo electrónico, algunas semanas después de pedir la excedencia, en el que le contaba que estaba en Andalucía, en un trabajo relacionado con la inmigración.
—Era buena gente, pero un poco raro —dice con franqueza y riesgo, porque no sabe qué tipo de relación me une a él—. Quizá te puedan dar más datos en el grupo de teatro en el que trabajaba. En los últimos meses hablaba más de aquello que de los problemas de aquí. Nunca llegó a ser un verdadero policía.
—¿Sabes cómo se llama el grupo? —le pregunto, arrepentida de haber despreciado hasta ahora esa vía de información.
—Sí. Una vez incluso fui a verlo actuar. Se llamaba Gloriamundi.
En la guía hay un número de teléfono adscrito a ese nombre, pero nadie contesta. Enric me ayuda a localizar el lugar donde ensayan haciendo un par de llamadas. Me dice que no es probable que estén allí por la mañana, de modo que vagabundeo por la ciudad antes de regresar al hotel, a esperar de nuevo.
El local es una pequeña sala, con un escenario y varias filas de sillas, en un semisótano del barrio de Gràcia. Cuando entro, varios miembros de Gloriamundi están ensayando mientras otros los observan. Son jóvenes, de entre veinte y treinta años, y los dirige un tipo bajito y pelirrojo.
Espero a que llegue una pausa para acercarme a él y preguntarle por Luis Moll. Me señala a una de las actrices del escenario, a quien llama Mimí: cuando termine su ensayo, podré hablar con ella.
Sentada en una silla de la última fila, observo la sala en penumbra, con luces encendidas sólo en el escenario, invadida por esa seducción brillante, misteriosa e impúdica que a los no iniciados nos provoca el mundo del teatro y que dota de prestigio incluso a las limpiadoras que trabajan en él. Ahí arriba estuvo Luis un tiempo, declamando palabras inmortales, interpretando vidas que a él debían de parecerle a menudo más reales que las vidas que contemplaba cuando se vestía con el uniforme y salía a patrullar por las calles. Una vez me dijo que no puedes conocer bien a tus semejantes hasta que has conocido una docena de las grandes obras dramáticas que los retratan.
Se hace un descanso y el director habla con la actriz indicada, que me llama con un gesto. La sigo entonces hasta una habitación que sirve de almacén y camerino.
—Hace mucho tiempo que no sé nada de él —responde a mi pregunta mientras se limpia el ligero maquillaje—. ¿Y has venido desde Madrid a buscarlo? ¿Después de siete años?
—Sí.
—Debe de ser algo muy importante —comenta, y me observa con curiosidad por el espejo. Lleva un pequeño piercing en el labio inferior.
—Sí, muy importante. Mi hijo puede morir —le digo, procurando que mi voz suene firme y tranquila. Me siento incapaz de ocultarlo, de jugar a sutilezas y eufemismos.
—¿Tu hijo? —pregunta, y me mira directamente a los ojos, sin pasar por el espejo.
—Leucemia. Necesita con urgencia un trasplante de médula. Hay alguna posibilidad de que Luis pueda donarla.
—¿Luis? ¿No es necesario ser un familiar directo del enfermo?
—Sí.
Abre mucho los ojos, con un gesto de amplitud teatral, como si estuviera en el escenario ante un público que la observara desde lejos.
—¿Quieres decir que Luis es…?
—Sí, es su padre. Hace siete años.
—¡Pero eso es imposible! —exclama, y luego rectifica enseguida—: Quiero decir que… Yo estuve saliendo varios meses con él y no sólo nunca comentó nada de un hijo, sino que, en una ocasión en que hablamos de eso, se negó en redondo a plantearse la posibilidad de tenerlo.
Sus grandes ojos esperan mi reacción. Puedo imaginar a Luis amándola. A él, que, si lo hubieran obligado a ser un miembro del jurado de una pasarela en uno de los actuales concursos de belleza, hubiera dejado desierto el premio, sin duda debió atraerle la belleza imperfecta, expresiva y dinámica de Mimí. Es guapa, pero no parece una estrella: su rostro resulta más adecuado para el papel de amiga expansiva y confidente de la protagonista, o tal vez también para el papel de hermana. Alguien que inspira confianza.
—Lo sé. Yo también le oí decir un día que él nunca tendría hijos. En realidad, no sabe que lo tiene. Pero a veces ocurren esos imprevistos.
—¿Y no se lo has dicho nunca? —me pregunta, con tanta perplejidad que resulta candorosa.
—Nunca. Fue una historia compleja. Entonces, yo estaba casada… todavía —puntualizo—. Y no estaba segura de muchas cosas.
Se queda mirándome, extrañada aún, recordando algo.
—Creo que Luis me habló alguna vez de ti. Tú eres… ¿policía? —me pregunta de repente.
—Sí.
—No lo pareces. No tienes ninguna pinta.
—¿Qué pinta tienen los policías?
—No sé…, duros, agresivos… Siempre de mal humor.
—Pero tampoco Luis tenía ese aspecto.
—Es que Luis era el policía menos policía que he conocido nunca —replica.
De repente me parece como si nos conociéramos desde hace mucho tiempo. A pesar de que es bastante más joven que yo, ahora parecemos camaradas: dos mujeres hablando de un mismo hombre, a quien conocieron en momentos y circunstancias tan diferentes que no pueden sentirse rivales. Cada una de nosotras hizo junto a él las mismas cosas y recibió el mismo tipo de miradas, escuchó palabras suyas con igual interés y llegó a algunas conclusiones similares.
—Tendrás que caminar para encontrarlo —comenta.
—¿Por qué lo dices?
—Bueno, nadie que lo conozca puede negar que Luis es capaz de dar grandes zancadas imprevistas para saltar de un sitio a otro. Tú ya sabes cómo era. Del mismo modo que durante una semana se encariñaba y podía estar todo el día buscándote, otros días desaparecía de pronto y apenas sabías nada de él. Y lo peor de todo eso, claro, es que te desconcertaba tanto que ni podías llegar a quererlo con toda seguridad ni podías rechazarlo definitivamente. Lo mismo hizo con el grupo. Todo funcionaba bien cuando decidió dejarnos. Nos habíamos atrevido con Shakespeare y habíamos montado un Hamlet. Yo hacía de Ofelia, el mejor papel que me han dado nunca.
—¿Y Luis?
—De Horacio. Estaba muy contento. Había dicho algunas veces que si él tuviera que elegir un personaje de la literatura universal se quedaría con Horacio. El leal criado de Hamlet, el único que cree en él con fe, es decir, sin comprender sus intenciones, lo entusiasmaba. Repetía que era el más grande de todos los personajes pequeños. Hay grandes personajes que atropellan a los actores que se ponen en su camino. Uno quiere hacer vibrar el misterio que late en las historias inmortales y termina estremeciéndose de impotencia ante el vapuleo que le dan sus palabras —explica. Es de esa gente que habla tanto que da la impresión de haberse dedicado a la interpretación sólo por disponer de un espacio donde nadie pueda ordenarle que se calle—. Pero Horacio parecía escrito a la medida de Luis. Desde el principio lo interpretó muy bien y todo el mundo lo elogiaba. Por eso nos desconcertó que se marchara precisamente entonces, cuando dentro del grupo había dado un gran paso adelante. Poco después de irse nos mandó una carta desde Cádiz, o desde algún lugar de Cádiz.
—¿La conserváis? —le pregunto excitada, porque por primera vez aparece el nombre de un lugar concreto.
—Creo que sí. En alguna carpeta tiene que estar. Espera.
Se levanta, sale de la habitación y al cabo de unos minutos regresa con un sobre dirigido al grupo de teatro, pero no lleva remite. Lo abre y saca una postal donde se ven imágenes de barquitas de papel montadas sobre el fondo azul de una bahía con un nombre: Cádiz. Le da la vuelta y se coloca junto a mí para que la leamos juntas.
Nos inclinamos hacia la carta como dos investigadores ante un pergamino, pero no aclara nada. Es un pequeño texto de cariño y recuerdo, ni siquiera de añoranza. Quien lo ha escrito parece satisfecho del lugar donde está y quiere compartir esa satisfacción. Lo firma sólo con su nombre y un número de teléfono que anoto en mi agenda.
—Pero ¿no vas a llamar ahora mismo? —me pregunta impaciente, como si también ella estuviera implicada en la búsqueda.
—Sí.
Marco en el móvil, pero enseguida, sin que llegue a sonar un solo tono, una voz grabada me informa de que, en la actualidad, no existe ningún abonado con ese número.
—Era de esperar. —Mimí hace un gesto de contrariedad—. Cuatro años es demasiado tiempo. Recuerdo también que alguien que viajó por allí abajo se encontró casualmente con él y nos contó que estaba colaborando con una ONG. Pero no tenía más datos. Recuerdo que dijo que parecía un hippy.
—¿Hippy? —Ahora soy yo la extrañada al oír en su boca con piercing una palabra que parece tan arcaica.
—Bueno, si algunos de los antiguos hippies han terminado convirtiéndose en policías o jefes de policía, ¿por qué un policía no puede convertirse en hippy?
—No sé. No acabo de imaginarlo sentado en la playa entre gente de pelo largo, camiseta con espejitos bordados, cascabeles en los tobillos y bolsos de arpillera —replico sonriendo, y me doy cuenta de que es la primera vez que sonrío de verdad desde hace varios días.
—Luis puede encontrarse bien en cualquier sitio, quizá porque no le tiene un especial apego a ninguno. No sé si también te lo comentaba a ti, pero no pasaban muchos meses sin que le oyera hablar de irse a vivir a algún lugar lejano. En el fondo, tenía espíritu de trotamundos, y ya sabes, los trotamundos van y vienen, nunca se quedan quietos durante demasiado tiempo. A ver —dice de pronto, utilizando esa expresión que he oído a menudo desde que llegué a la ciudad—. Creemos que está por allí abajo. Los habitantes de la mitad sur del planeta como locos por colarse a vivir en la mitad norte, y Luis que se va a la frontera. ¿Dónde podemos buscar? Porque supongo que ya lo habrás hecho en Internet, en las compañías de teléfonos y en sitios así.
—Sí. Y sin resultados. Luis no tenía hermanos, ¿verdad?
—No. Vivía solo. Su padre había muerto hacía años y su madre regresó entonces a Alemania. —Me dice lo que ya sé.
—He tenido que venir hasta aquí para encontrar una pista, un indicio —señalo la postal, escrita con su letra grande y nerviosa—. No hay nada más. Así que ahora tendré que bajar hasta allí.
—Un bonito viaje, en otras circunstancias. Si no fuera por los ensayos —hace un gesto hacia atrás, hacia la sala de donde llegan lejanas las voces de los actores—, no me importaría acompañarte.
—Yo estaría encantada —le digo, agradecida por la rapidez y amabilidad con que se ha implicado en la búsqueda.
—Después de lo que me has contado de tu…, de vuestro hijo —corrige—, haré lo que sea necesario para ayudarte.
—Gracias —le digo—. Si quieres, te llamo cuando sepa algo.
—Sí —acepta, y me apunta en un papel su número de teléfono.
El regreso a casa sería desolador si no fuera por el dato de Cádiz que me ha dado Mimí y que me permitirá seguir buscándolo. Con las espinas del sol clavándose en la espalda del coche, ahora conduzco despacio, casi siempre por el carril derecho, junto a conductores prudentes que ya han gastado entre sus manos una decena de volantes y han contemplado destrozos y saben lo que es el miedo. Me adelantan vehículos que circulan demasiado rápido. En uno de ellos, un niño aburrido, sin atar a su silla, juega a deformar su cara aplastándola contra el cristal de la ventanilla, en una desagradable premonición. Veo también a algún conductor hablando por el móvil, y a otro que busca algo en un mapa desplegado ante el volante.
El viaje de vuelta se hace más corto y pronto cruzo bajo el arco del meridiano de Greenwich. La radio emite las noticias habituales de muerte y de dinero, y luego surgen las palabras de un locutor que busca razones para demostrar que el mundo no es tan cruel y salvaje como afirman los periódicos del día: su voz haciendo esfuerzos por limpiar de sangre y lodo los circuitos internos de los receptores.
A mitad de camino, de pronto el coche comienza a oler levemente a quemado. La aguja que indica la temperatura del motor está en lo alto, así que me detengo en el primer taller que veo. Por fortuna, no es una avería grave, pero hay que pedir una pieza y tardará dos o tres horas. Me armo de paciencia y ni siquiera protesto cuando me lo entregan bien avanzada la tarde.
El sol poniente me molesta en algunos tramos, mientras voy acercándome a Madrid. En una recta, un pájaro estalla de pronto contra el parabrisas y se queda allí, mirándome, pegado al cristal como un sello, en el pico una gota de sangre, hasta que en una curva se lo lleva el viento.
Más adelante veo un tren que corre por la vía cercana a la carretera, a la misma velocidad que el coche, de modo que durante unos minutos casi avanzamos en paralelo, tren y automóvil, sin posibilidad de choque ni de confluencia.
Entonces brota de los recovecos de mi memoria mi primer viaje en ferrocarril: una niña de doce años que iba con un grupo de su edad al jubileo de Santiago de Compostela. El viaje lo había organizado la parroquia del barrio y los monitores eran los propios catequistas. El tren subía atiborrado hacia Galicia, con grupos iguales al nuestro, pero también con viajeros normales que iban o venían de vacaciones, de cumplir con una visita familiar, de algún negocio. No era un convoy rápido como este que ahora corre a mi derecha. Al contrario, era un tren lento y pesado que se paraba en todas las estaciones —gentes que subían y bajaban y la sensación de que nunca más volverías a verlas— y el viaje se hacía largo. Resultaba difícil aguantar tantas horas encerrados en los departamentos, y yo había salido al estrecho pasillo y miraba por la ventanilla el paisaje verde y a ratos rojizo y amarillo del otoño gallego, la llovizna de oro, las montañas en flor. De repente entramos en un túnel y me asusté, porque no lo había visto. Recuerdo que me giré y me quedé quieta en la oscuridad, oyendo el retumbar de la vía en el subsuelo. Tardé unos segundos en comprender que era una mano lo que me tapaba la boca —una mano no demasiado grande, pero fuerte y decidida— mientras alguien me manoseaba los pechos en exceso desarrollados para mi edad. Muerta de miedo, intenté resistirme, pero no podía retroceder, estaba apoyada contra el cristal de la ventanilla, a medias abierta, y pensé que si echaba hacia atrás la cabeza corría el riesgo de que mi nuca chocara contra las paredes del túnel. Cuando al fin logré vencer la inmovilidad ocasionada por la sorpresa y el miedo y fui a reaccionar de la única forma que podía, golpeando, las dos manos se alejaron de mi cuerpo. Noté un rápido movimiento junto a mí, como el paso de un abanico, y poco después una tenue claridad fue iluminándolo todo. Confusa y aturdida, advertí que habíamos llegado al final del túnel y que regresábamos a la luz. La agresión sólo había durado unos segundos, pero a mí se me habían hecho interminables. Todavía estaba tan asustada que no me atreví a moverme enseguida. No sabía por qué, pero sentía una vergüenza infinita y noté una oleada de sangre que me subía al rostro, como si fuera yo quien hubiera hecho algo inconfesable y obsceno. Por fin levanté los ojos y miré alrededor. Todos eran varones. Muy cerca de mí, dos chicos de dieciséis o diecisiete años, en la puerta del departamento, reanudaron la trivial conversación sobre deportes que habían interrumpido mientras pasábamos por el túnel. Al lado, mirando por la ventanilla, un hombre de unos cincuenta años, con gafas y aspecto anodino, observaba con interés el paisaje. Frente a él, un hombre joven, muy bien vestido, encendió un cigarrillo. Cualquiera de ellos podía haber sido, cualquiera podía haber aprovechado la oscuridad para hacer lo que no puede hacerse a la luz. Regresé entonces a mi departamento, con mis compañeras, y en todo el resto del viaje apenas volví a levantarme de mi sitio. Cuando cruzábamos otro túnel, cogía el libro que simulaba leer y con él me cubría el pecho, los ojos muy abiertos en las tinieblas, las rodillas apretadas una contra otra. Por fin el convoy llegó a Santiago. Pasé los cuatro días de la estancia en la ciudad sin atender demasiado a lo que veía. Años después he recordado como en un sueño las grandes tiendas de campaña donde nos alojábamos, la plaza de la catedral, la lluvia, el intenso olor a incienso, la extrañeza de algunos sabores en las comidas muy calientes. Por las noches tenía pesadillas y deseaba ardientemente volver a casa en busca de protección y consuelo.
Sin embargo, tampoco le conté nada a nadie cuando regresamos. Seguía sintiendo una extraña vergüenza que no acertaba a explicarme: por qué, si yo había sido la víctima, me creía partícipe en la culpa. Al recordarlo, a veces el sonrojo inundaba mi cara, y me sentía rabiosa e impotente cuando, al tratar de evitarlo, comprobaba que aún me sonrojaba más. Era todavía demasiado pequeña para comprender que ya había sufrido un primer asomo de la violencia de los hombres, pero con doce años ya adivinaba que el episodio del túnel no había sido algo que ocurre y luego se olvida.
Hacía mucho tiempo que no venía a mi cabeza ese recuerdo, creía haberlo dejado muy atrás. Cuando tenía diecinueve años y decidí estudiar para policía, a menudo me volvía ese episodio, pero desde entonces no creo haberlo evocado hasta ahora. En realidad, no ha sido el tren, sino Nico y su violencia quien lo ha sacado del olvido. Lo primero que debo hacer mañana es arrojar a la basura la alfombra del salón.
Entro en Madrid a medianoche y llego pronto a casa. Desde la calle se ve aún encendida la luz del dormitorio de Lucas. Sin hacer ruido, abro la puerta del piso y avanzo hacia el fondo.
¿Quién de los dos se ha quedado dormido antes? Lucas le ha hecho hueco para que se recostara mientras le leía el cuento de Hänsel y Gretel, esa historia cruel que yo siempre me he negado a contarle, porque nunca me ha gustado, nunca he entendido que los niños volvieran a casa y perdonaran sin un solo reproche el abandono de su padre, como si no hubiera sido brutal y despiadado con ellos. Al recoger el libro, presiono sin querer una pequeña válvula camuflada que emite una suave melodía de música sintetizada.
Mi padre abre los ojos y se yergue despacio.
—Ya has llegado. ¿Cómo ha ido todo? —me pregunta en voz baja.
—Tendré que seguir buscando —le digo mientras le ayudo a levantarse.