He comprado varios libros…
He comprado varios libros de medicina.
La historia es más compleja, pero puede simplificarse así: tienes en tu sangre un ejército profesional bien armado, disciplinado y dispuesto a eliminar a todo enemigo que se atreva a invadirte. A la primera almena derribada, a la primera brecha en las murallas, al primer túnel socavado…, allí acuden rápidas tus fuerzas defensivas, acaban con el intruso y cierran las fisuras. Una vez cumplida su tarea, se retiran a sus cuarteles de invierno dejando en el campo de batalla los cadáveres blancos y calientes. Ése es su oficio y lo cumplen con un rigor sacrificado y admirable. Pero a veces, como ocurre en algunos países, como a menudo ocurrió en este trágico país en que vivimos, todo se confunde y el ejército deja de ser tu colaborador para convertirse de pronto en tu enemigo. Como si estuviera aburrido o insatisfecho con lo que ve a su alrededor, decide actuar contra los de dentro, contra la humilde y laboriosa población civil que oxigena y ventila, que acarrea el agua y los alimentos, que limpia las ciudades de aquello que le sobra. Como una guerra civil en la que los soldados de piel blanca desplazan, devoran y diezman a todos los habitantes de piel roja.
Esa guerra se llama leucemia. Para curarla hay que aplicar ciclos de quimioterapia que acaben con los ejércitos destructores. En el proceso, el paciente sufre malestar, debilidad, vómitos, llagas. Se le cae el pelo. En los casos en que aun así no se cura, el último remedio consiste en la búsqueda de un donante compatible que ceda de su médula o de su sangre periférica un puñado de células madre que colonicen el territorio arrasado del enfermo y lo pueblen con sus descendientes.
Nico y yo vamos de nuevo al hospital, a conocer los resultados de los análisis que nos han hecho. El doctor Calderón, cuyo apego e interés por Lucas ha ido aumentando en estos días, nos pide que nos sentemos y remueve lentamente los papeles que tiene ante él. En ese momento sé que algo va mal, porque las buenas noticias no se hacen esperar tanto para ser comunicadas.
—Habrá que seguir buscando —nos dice—. Usted no puede ser la donante. Su sangre no coincide con la de su hijo más que en tres marcadores inmunológicos. Y necesitamos al menos seis para que no haya rechazo.
—¿Y él? —pregunto señalando a Nico.
El doctor vuelve a consultar los papeles, como si no quisiera confundirse.
—Él tampoco —titubea ligeramente—. Su coincidencia es aún menor.
La sospecha que tantas veces me había asaltado, pero que yo negaba y cuestionaba hasta terminar olvidando, se convierte ahora en certeza.
—¿Menor? —está ya preguntando Nico.
—Sí —se limita a responder el doctor, con una neutralidad tan limpia y blanca como la bata impecable con que se cubre.
—¿Entonces? —le pregunto, porque la tragedia ya no puede resolverse dentro de casa, ha roto los límites domésticos y ahora todo será mucho más difícil.
—Entonces estamos ante las dificultades habituales en esta enfermedad. Es lo extraño y lo cruel de la leucemia —se quita las gafas para mirarnos a los ojos—, que el enfermo pocas veces puede recibir la sangre de quienes lo han engendrado. «Carne de mi carne», se dice, creo que en la Biblia, para definir la unión íntima de los padres con el hijo. Con otra enfermedad que necesitara de un trasplante eso sería cierto, pero con la leucemia no. No con la leucemia. Por eso resulta tan grave. Hemos de encontrar entre los bancos de donantes a alguien que tenga sus mismas características. No puedo ocultarles que necesitarán mucha paciencia y serenidad.
—¿Qué probabilidades hay?
—¿Cuánto tiempo tenemos para encontrarlo?
Casi hemos preguntado Nico y yo a la vez, atribulados por la misma angustia.
—No puedo afirmarlo. Este país tiene muchas cosas malas y algunas buenas. Una de las buenas es que disponemos del mayor porcentaje de donantes de órganos del mundo. Si entre ellos no lo encontramos, habrá que buscarlo fuera. En siete u ocho días lo sabremos.
—¿Y Lucas, mientras tanto?
—No se preocupe, hay tratamientos. Su estado no es grave, al menos todavía. Con la medicación que le estamos aplicando podemos esperar un tiempo. Y no duden en llamarme si le notan algo extraño.
Salimos de la clínica y vamos a tomar un café. Hablamos de lo único que podemos hablar, de Lucas, de cómo curarlo, de que ahora nada es más importante que el color de su sangre. Y estamos de acuerdo en todo, nos damos ánimos, esta vez no discrepamos sobre ningún detalle, porque los dos nos sentimos igualmente devastados e impotentes.
—Tendrá todo el dinero que necesite. Si hay que viajar al fin del mundo para convencer a un donante, allí iremos. Ya verás como todo sale bien —me anima—. Me llamas en cuanto tengas la primera noticia. ¿Quieres que te lleve a casa?
—No. Me vendrá bien caminar.
En cuanto su coche desaparece tras la esquina, vuelvo al hospital. Le digo a la enfermera que he olvidado comentarle algo muy importante al doctor Calderón. Al cabo de cinco minutos me hace entrar en su limpia consulta.
—Estaba esperando que me llamara por teléfono —me dice, sin mostrar ninguna sorpresa al verme—. Si no, iba a llamarla yo.
—¿No es el padre, verdad? —le pregunto directamente.
—No, no es el padre.
—Gracias.
—¿Gracias?
—Por no decírselo ahora a él. Algún día tendrá que saberlo, pero éste no es el momento adecuado. Cuando me quedé embarazada de Lucas… estábamos a punto de separarnos —le digo, porque, aunque no tengo ninguna obligación de hacerlo, siento necesidad de explicarme, de justificarme, de contarle cómo ocurrió. No quiero que piense en una historia frívola y pícara, ni, mucho menos, que se forme de mí la imagen de una de esas mujeres casadas sin demasiados escrúpulos para lanzarse a aventuras en sus años de esplendor y que, sólo cuando su piel pierde atractivo, se acomodan a su pareja con la cínica satisfacción de no haber perdido el tiempo—. No fue una decisión radical, de un día para otro. Todo iba mal entre nosotros, pero nos veíamos y seguíamos haciendo intentos para arreglarlo. Él siempre ha creído que era su hijo.
—¿Y usted?
—Lo he dudado siempre. Lucas se parece tanto a mí que hasta ahora no había estado nunca segura de nada. Al principio creía que Nico no era el padre. Pero… es extraño, cuando cogían en brazos al niño, desde el primer día que nació, su familia encontraba en él rasgos de Nico: la nariz, la forma de la cabeza, un reflejo en el color de sus ojos, con ese empeño de los familiares en identificar ya en la cuna qué herencia ha recibido de cada uno de los padres. Luego, más tarde, como pasaban juntos los fines de semana, iba copiando algunos de sus gestos, de sus expresiones, de sus movimientos. Y llegó un momento en que todo eso dejó de preocuparme y lo aparté de mi cabeza. Nico era el padre, el que estaba con él y lo quería, el que pagaba la mitad de su comida y de su ropa y de su colegio. Y, sobre todo, Lucas lo llamaba papá. No había nada más que remover. Por eso le doy las gracias.
—No tiene nada que agradecerme. Él no preguntó por qué no coincidían sus marcadores. Aunque debo decirle que, si viene, como usted, a buscar una respuesta médica, tiene todo el derecho a saberlo. Pero hasta que eso ocurra, por el bien de Lucas ahora mismo, ser discreto es una obligación de todo médico. Siete de cada cien pruebas genéticas que hacemos en este hospital revelan que el padre oficial no coincide con el padre biológico. Pero de aquí nunca ha salido un nombre a la luz pública. Por otra —añade bajando el tono de la voz—, tampoco usted tiene por qué contarnos nada. Cada cual tiene sus motivos, y sólo cada cual sabe si son justos o infames.
—Si estamos separados sin que él sepa que no es su hijo es porque ya había otras causas para la separación —le digo, repentinamente aliviada por estar hablando así con él, con este médico de impecable bata blanca que transmite tanta confianza y seguridad, que da la impresión de que podría encontrar la sangre que necesitara un hospital de guerra. Y sonrío, manteniendo a raya la suave presión de las lágrimas. Porque puedo permitirme llorar alguna vez al día, pero no pasarme todo el día llorando.
—No piense más en todo eso. Ahora, como usted dice, lo único importante es Lucas. Y para él…
—Es una buena noticia —me adelanto a sus palabras—. Para eso iba usted a llamarme.
—Sí, porque ahora todavía nos queda la posibilidad de que el padre biológico pueda ser donante. No es fácil, ya se lo dije. No es frecuente que los progenitores sean compatibles, pero hay que comprobarlo. En el caso de Lucas tenemos más posibilidades, puesto que los haplotipos de su grupo sanguíneo, A+, son muy comunes. ¿Podría usted pedirle que viniera a vernos? —me pregunta con cautela para no invadir mi intimidad; es su forma delicada de saber si seguimos en contacto.
—Lo intentaré. Han pasado siete años desde entonces. Hace mucho tiempo que no sé nada de él.
—Es necesario que lo localice, que hable con él y que pase por aquí. Nosotros, mientras tanto, seguiremos buscando en el banco internacional de donantes.
—¿Cuánto tiempo tengo? —vuelvo a preguntar.
—Lucas podrá esperar varios meses sin sufrir ninguna consecuencia grave.
Vuelvo a casa. Mi padre está sentado en un sillón, leyendo el periódico, mientras Lucas ve una película galáctica en el vídeo, rodeado de piezas de construcción dispersas por la alfombra con las que ha hecho una nave tratando de imitar las que ve en la pantalla. Lo aprieto entre mis brazos y lo beso hasta que comienza a protestar, porque no le dejo seguir la lucha con las espadas láser. Me dice que soy una pesada con los besos y se finge molesto, aunque yo sé cuánto le agradan estas efusiones.
Cenamos y poco después nos vamos a dormir. Mi padre baja a su casa.
Ha sido un día agotador. Doy vueltas en la cama, ahueco la almohada, busco la postura más cómoda y un ritmo de respiración uniforme, pero la calma y el sueño no llegan. Por primera vez siento mucho miedo. No es una enfermedad que pueda curarse con paciencia, con medicinas, con tiempo, con el servicio de médicos y hospitales de un país donde la gente vive ocho décadas, casi más tiempo que en ningún otro lugar. Sé que el proceso de curación va a ser largo y duro, pero no quiero asumir que lo que hoy es grave mañana puede ser terminal. Esa palabra me aterra. La enfermedad ha venido a trastocar el orden natural de la vida. Es en la vejez cuando todo funciona mal en el cuerpo, cuando no hay día en que algo no marche bien: una articulación que se oxida, una vena que se obstruye, una glándula que no produce o produce en exceso, un músculo que se hincha de humores o de agua. Y sin embargo aún no tenemos nada que pueda volver a ordenarla, no hay todavía un donante. ¿Cómo sustituir su sangre si no tenemos sustituto? ¡Tanta sangre desperdiciada, tanta sangre vertida en guerras, agresiones, accidentes absurdos, suicidios…, y mi hijo no tiene a nadie que pueda darle las gotas que necesita!
Me niego a aceptar que Lucas pueda morir, que acaso no logremos evitarlo. Tres meses, ha dicho el doctor, quizá cuatro meses aún sin consecuencias: el plazo adecuado para la vida de un insecto, no para la vida de un niño. Menos tiempo para salir de la vida que el tiempo que necesitó para entrar en ella.
Hoy hemos celebrado el cumpleaños de Lucas con una fiesta en casa. Han venido nueve de sus compañeros de clase. Le han traído pequeños regalos, cuya envoltura él desgarraba con rapidez y curiosidad antes de soltar un grito de entusiasmo creciente con cada sorpresa: un póster, libros, un boomerang, un reloj despertador, varios horrorosos muñecos made in China… Adela y Edu, dos de sus mejores amigos y a cuyos padres conozco, se han quedado a dormir después de la fiesta.
También han venido Nico, mi padre y Mariana. Todos hemos aplaudido y le hemos cantado «Cumpleaños feliz» cuando ha apagado las velas de la tarta después de soplar dos veces. Entonces le he entregado mi regalo: una gran caja llena de figuras de animales que lo han entusiasmado tanto que ha apartado todo lo demás hacia un rincón de la mesa para distribuirlos como en un zoo, de modo que no pudieran comerse unos a otros si estuvieran vivos.
Los niños lo han pasado muy bien, se han divertido mucho en esas pocas horas de libre zafarrancho en las que han dejado todo el salón desordenado, el suelo lleno de envoltorios de juguetes, de serpentinas y de globos reventados, de restos de chucherías. Y de una gran mancha de zumo en la alfombra. Lucas estaba muy excitado. Reía, corría, saltaba, se sabía el protagonista de la fiesta. Sin embargo, yo no dejaba de vigilarlo, temerosa de que tanto ajetreo pudiera perjudicarlo. Ahora, desde que conocemos el diagnóstico, lo observo todo el tiempo, lo controlo como si en cualquier momento pudiera sufrir una crisis y yo tuviera que estar cerca para remediarla. Con cualquier excusa pongo mis labios en su frente simulando un beso, cuando en realidad estoy comprobando que no tiene fiebre. Procuro que no sude demasiado y que no pase frío, lo vigilo cuando corre y temo que se caiga, me anticipo en los lugares donde pueda hacerse daño.
Cuando al fin he ido a acostarlos, mientras Adela y Edu investigaban sus colchonetas, me he sentado con él en la cama.
—¿Lo has pasado bien?
—¡Muy bien! —me ha dicho—. Tenemos que hacer una fiesta igual en todos mis cumpleaños.
—¡Claro que sí! —le he prometido peinándole con los dedos el pelo revuelto, resistiendo el deseo de mimarlo delante de los otros dos niños. Cuando he comprobado que los tres estaban ya tranquilos, he apagado la luz del techo y he dejado que duerman con la lamparita encendida.
Al volver al salón, hemos brindado con el champán francés que Nico ha traído, por el deseo de celebrar su próximo cumpleaños todos juntos, como ahora. Nos hemos mirado a los ojos mientras tintineaba el cristal y hemos forzado las sonrisas para ocultar que seguimos doloridos y todavía un poco incapaces de asumir la gravedad, más preparados para enfrentar nuestra propia extinción que la extinción de un niño.
Cuando también ellos se van, me quedo ordenándolo todo. Una copa se ha roto al cogerla y me he hecho un corte escandaloso que ha manchado de gotas de sangre el suelo blanco de la cocina. Ahora estoy otra vez sola en la cama, esperando el sueño que no va a llegar, notando cómo la tensión y la angustia comienzan a morder también mi cuerpo, que siente dolores y molestias que nunca había sentido: hay una piedra que rebota dentro de mi estómago e irradia dolor por mi pecho; hay astillas clavadas en mi cuello que pinchan al moverme; hay algo que no para de gemir dentro de mi cabeza.
Los días transcurren con una borrosa conciencia del tiempo, donde todo se confunde y pierde su lógica. Lo único permanente, que no puedo olvidar en ningún momento, es la enfermedad de Lucas. Ni siquiera los libros, que siempre han sido para mí una fuente inagotable de emociones, de diversión, de aprendizaje y de consuelo, me sirven ahora. Abro alguno y no sé lo que leo, paso las páginas sin recordar nada, mi atención se pierde errática para hundirse en las nieblas del miedo. Yo, que tantas veces he presumido de no sentir cansancio, me descubro de pronto jadeando, sin aliento en medio de cualquier tarea rutinaria. Mi cuerpo es incapaz de acomodarse al reposo que tanto necesito. Mis manos, que siempre han sido firmes, capaces de realizar dos tareas al mismo tiempo, tiemblan ahora a menudo, azotadas por un pulso trémulo, inestable. No sé poner mis dedos sobre nada que no queme o no pinche, todos los cuchillos tienen dos filos, todas las copas estallan al cogerlas.
La verdad no siempre llega cuando la estamos buscando. Le gusta jugar al escondite, esquivarnos, dejar pistas falsas y trazar laberintos, hasta que el azar nos la enfrenta de pronto delante del rostro.
Nos lo habían repetido muchas veces en nuestro trabajo de policías, en los cursos de investigador donde nos aconsejaban estar siempre alerta, no sólo ante un peligro físico, ante un atentado terrorista o una agresión cualquiera, ante las coartadas del acusado de un delito, sino alerta intelectualmente, si vale esa palabra, ante cualquier información aparentemente superficial que pudiera contribuir a iluminar una investigación. Pero ahora sé que también en la vida cotidiana la verdad juega a esconderse.
Imagino la primera frase que algunos dirían si se enteraran: «Es tan golfa que ni siquiera sabía quién era el padre de su hijo».
Y, sin embargo, nada más lejos de la realidad. Tengo treinta y siete años y me he acostado con dos hombres: Nico y el verdadero padre de mi hijo. Puedo pronunciar su nombre: se llama Luis. Yo no pasaría, pues, la ronda preliminar en una competición de seductoras.
Durante años tuve la certeza de que Nico y yo éramos una pareja predestinada. Nuestras familias vivían en la misma calle, una cerca de la otra. Una historia poco original: dos niños que intercambian por la tarde en el parque una pelota por un cubito y una pala mientras sus madres sonríen como han sonreído siempre otras madres en casos semejantes y bromean haciendo planes para el futuro. La broma que, a fuerza de repetirse, comienza a convertirse en proyecto, casi en una certeza. Cuando yo tenía quince años y mis amigos y amigas jugaban a gustar y no gustar —en ese aprendizaje en que el adolescente se levanta un día y se pregunta atónito qué es lo que le pasa, qué sentido tiene el sueño que le ha hecho despertarse temblando, desconcertado porque lo que creía que era antipatía hacia alguien de su edad es en realidad eso que los adultos llaman amor y pasión—, yo lo tenía casi prohibido: «Pero si tú eres la novia de Nico», me decían, aunque por entonces aún no habíamos pasado de cogernos las manos y besarnos fugazmente a escondidas.
Porque lo cierto es que íbamos juntos al instituto, que estábamos en clases paralelas y que sacábamos notas similares. A su lado yo me sentía bien, relajada y confiada en que me ayudaría a resolver cualquier conflicto que me sobreviniera. Porque Nico era fuerte, de una fortaleza natural y un poco primitiva, y eso me gustaba. Cuando en el patio del instituto jugaba al fútbol, o a saltar, o a pelear en broma con sus compañeros, su energía destacaba de una manera espontánea que imantaba la atención de todos, del mismo modo que nadie puede dejar de observar la presencia de un caballo suelto por el centro de la ciudad. Nico era mi mejor amigo, una presencia tranquila y siempre optimista, nada complicada, quizá un poco trivial. Tanto coincidían todos en que formábamos una pareja perfecta que cuando a veces pensaba que no era así, que en el amor se necesita algo más que cariño y seguridad, no se lo decía a nadie y terminaba convenciéndome de que era yo quien juzgaba mal, quien no sabía apreciarlo, quien no tenía fe, porque todos los demás no podían estar equivocados.
Tenía amigas cordiales y cariñosas, pero nada más. Si es cierto lo que dice Mariana, que una amiga comienza a ser una amiga íntima cuando se le cuentan esas cosas que no se le cuentan ni a los padres ni a los maridos, yo no tuve amigas íntimas, pues no hubiera podido confesarle a ninguna de ellas algo que le hubiera ocultado a Nico sin sentir un insoportable sentimiento de vergüenza y traición.
Pero tampoco puedo decir que echara mucho de menos una amistad así, porque no necesitaba llenar ningún vacío de cariño paternal. Eso es lo que quiero decir. Sospecho que las amistades adolescentes y juveniles son más intensas y cómplices cuanto más débiles son la intensidad y la complicidad familiar. Porque nadie a los dieciséis años puede estar callado y no hacer confidencias y preguntas si no quiere que se le pudran dentro. En mi casa todo transcurría de manera apacible. Mi madre me escuchaba y se interesaba por mí, aunque a menudo yo tenía la impresión de que ella ya sabía más de lo que iba a contarle. Mi padre era jefe de la policía local del barrio. Uno de esos policías municipales amistosos, honrados, que siempre han existido. Yo soy policía y lo sé, y puedo decirlo con conocimiento de causa. Siempre ha sido, por otro lado, un hombre compasivo. Ya sé que eso no tiene por qué considerarse una virtud, que la piedad en sí puede no ser motivo de elogio hacia quien la siente, que su bondad depende sobre todo de hacia quién se dirige. Siempre ha habido buenos sentimientos aplicados a malas causas. Pero mi padre no la desviaba nunca hacia vagas generalidades filantrópicas, no inventaba necesidades para luego presumir de generoso. Su compasión siempre tenía un nombre, y el nombre siempre tenía un rostro a quien consolar o ayudar. Claro que a veces surgían en casa discusiones por motivos que ahora me parecen triviales, pero no puedo afirmar que entre ellos y yo hubiera una lucha generacional. Una lucha no. Nunca fue una relación tormentosa. Supongo que mi propio carácter, nada rebelde ni descontento con el mundo que me rodeaba, también contribuía a aquella serenidad. Años después, cuando muchas de mis compañeras fumaban hachís y marihuana, se teñían el pelo con henna, forzaban el volumen del tocadiscos con la música de AC/DC y los Rolling y negaban que hubiera alguien de más de cuarenta años de edad que mereciera su respeto, yo seguía tomando Coca-Cola, iba de vez en cuando a la peluquería, prefería las canciones de las listas de éxitos y aún no había aprendido a evitar el rubor.
No quería cambiar el mundo en que vivía; sólo aspiraba a vivir en él con honestidad.
Además, tenía a Nico cerca de mí. Nuestro noviazgo se había formalizado casi sin darnos cuenta y cada uno entraba y salía de la casa del otro con la misma naturalidad que cuando éramos niños, quizá sin demasiado entusiasmo, ni temblor, ni estrategias para agradar a quien ya sabes que le eres agradable, pero también sin desconfianza, sin hacer preguntas, sin pedir permiso. Quiero decir que hay gente que elige por pareja a quien representa todo aquello que quiere, y hay gente que se conforma tan sólo con elegir por pareja a quien no representa aquello que no quiere. Nico y yo pertenecíamos a ese segundo grupo, o estirpe, o comoquiera que se llame.
Recuerdo aquellos largos años previos a mi matrimonio y los veo como una época sólida y tranquila, también tolerante. En casa apenas se discutía por motivos ideológicos, económicos o morales. Era mi madre quien más hablaba, quien solía decidir en los asuntos domésticos con un firme sentido común, aunque la presencia de mi padre seguía pesando como si fuéramos una familia decimonónica. Pero su influencia no hubiera sido tan profunda si no lo fueran también los principios que tantas veces le oí repetir: el culpable casi siempre es más digno de compasión que de odio, pero eso no lo puede eximir del castigo. Todo el mundo tiene el mismo derecho a expresar sus opiniones, pero no todas las opiniones son igualmente válidas: sobre una enfermedad, los criterios de un médico siempre serán más certeros que los de un electricista; sobre un apagón, siempre más los de un electricista que los de un fontanero; sobre un escape de agua, siempre más los de un fontanero que los de un médico. No se puede hacer daño al prójimo, aunque con ello se consiga un beneficio… En fin, todos esos preceptos morales que algunas veces después he oído citar con ironía cuando se calificaban de pensamientos políticamente correctos. Y que, por otra parte, tan a menudo son aplastados precisamente por quienes no se los quitan de la boca. En casa eran ideas que nunca repetíamos con las mismas palabras y que, quizá por eso mismo, no se convertían en rígidas consignas, pero fueron afirmando la base de un comportamiento cotidiano sobre la que nos sentíamos más o menos seguros, casi felices.
Nico también participaba de ellas, e incluso ampliaba matices de las certidumbres en las que vivíamos. Nico no chirriaba. De hecho, en tantos años de noviazgo sólo tuvimos una crisis importante. Rompimos nuestra relación durante cuatro meses, hasta que él aceptó mi decisión.
Cuando aprobé selectividad era poco más que una niña confusa que debía tomar en unos días la segunda decisión más importante de su vida. Mientras se agotaba el plazo para decidir, me acostaba por las noches todavía creyendo que el tiempo es lo menos importante que se puede perder y me preguntaba qué puede hacer una chica de diecisiete años para estar segura de que cuando doble esa edad no se arrepentirá de la decisión que tomó entonces. Me dejé convencer por él —y también por mis padres— para que estudiara en la universidad una carrera de ciencias, para la que todos me creían más o menos dotada, sin que yo supiera nunca en qué basaban aquella creencia. Les hice caso y me matriculé en Informática, una facultad creada unos años antes para el estudio de unos programas que hoy parecerían rudimentarios a un niño de cinco años. Aún no era el boom en que se convirtió enseguida, pero ya entonces llegaron conmigo compañeros que discutían acaloradamente sobre las bondades de Apple o de Microsoft, de Macintosh o de los compatibles. Todos ellos querían ser Bill Gates.
Nico, mientras tanto, lo hizo en Empresariales. Como es hijo único, desde niño había sabido que terminaría heredando la empresa de su padre, una tienda de electrodomésticos, y veía en nuestras dos carreras la base teórica ideal para seguir creciendo. Le gustaba mucho hablarme de todo eso, de estadísticas, de huecos de mercado, de franquicias y licencias. Me decía que una tienda de electrodomésticos no es lo mismo que una sastrería o un negocio de muebles, porque esos ramos del comercio no podían dejar de mirar hacia el pasado, y, en cambio, los electrodomésticos te obligaban a mirar hacia la modernidad y el futuro que representaba la tecnología. Además, una empresa de ese tipo, bien gestionada, que incitara a la compra, también estaba incitando al progreso. España, me decía, se había abierto al mundo cuando desdeñó la radio y comenzó a llenarse de televisores; España se había hecho democrática cuando, gracias al color, advirtió lo grisácea que había sido la dictadura de Franco; en España la mujer se había liberado de la tiranía de las faenas del hogar cuando las tiendas de electrodomésticos ampliaron sus escaparates para mostrar que lavadoras, aspiradoras y lavavajillas estaban al alcance de cualquiera; en España habíamos comenzado a sentirnos seguros y poderosos cuando el mando a distancia nos descubrió que, sin movernos del sillón, podíamos cambiar de canal, o de música, controlar el frío o el calor, abrir o cerrar puertas; el estado del bienestar al que aspiraba España, concluía, sólo era posible con el desarrollo de aquel sector comercial.
Aguanté en la facultad dos años para aprobar un solo curso. Nunca había sido mala estudiante, pero allí, en Informática, todo me resultaba difícil y absurdo. No entendía por qué tenía que memorizar tantas leyes como un estudiante de derecho y resolver tantas ecuaciones como uno de matemáticas. El ordenador tampoco me divertía y terminé por odiar el centelleo de la pantalla, su lenguaje por entonces críptico de claves e iniciales, su tendencia a convertir de repente un texto en el galimatías de la piedra de Rosetta, la avaricia con que sus circuitos guardaban información y no te permitían resolver los problemas que se presentaban. Ante la pantalla me sentía como un espectador ingenuo y alelado con quien jugaba al escondite un prestidigitador sin escrúpulos. Por reacción, cada vez me gustaba más la inmovilidad de las palabras impresas en los libros, su fiel disposición en cualquier momento del día y en cualquier lugar donde me encontrara, su vocación de permanencia. Pero, sobre todo, Informática me parecía una carrera tremendamente aburrida. Así que cuando, en el segundo junio, recibí las notas con todas las asignaturas de primero aprobadas, le dije a mi padre que no iba a seguir.
—¿Y qué quieres hacer? —me preguntó.
—Quiero estudiar para ser policía. Como tú, pero policía nacional. No quiero ser funcionaria en las oficinas de un ayuntamiento.
Mi padre me miró en silencio, menos sorprendido de lo que yo había imaginado.
—De pequeña solías decirlo, pero creía que lo habías olvidado.
—Dejé de decirlo. Pero no lo había olvidado.
—No es una profesión que me guste para ti.
—Lo entiendo.
—¿Lo entiendes?
—Bueno, ninguna profesión es tan dura como dicen quienes la ejercen ni tan cómoda como dicen quienes la desconocen.
Mi padre se levantó del sillón y encendió la luz para verme mejor el rostro.
—Por el simple hecho de ser mujer, lo tendrás más difícil que compañeros menos inteligentes, menos tenaces y menos decididos que tú.
—Lo sé.
—Y habrá ocasiones en que sentirás miedo —insistió.
—También lo sé.
—Y tendrás que resistir algunas tentaciones —añadió, pero ya no intentaba convencerme, sabía que no podría hacerlo y se limitaba a darme lo que él hubiera llamado información, y yo, consejos.
—Creo que lograré resistirlas.
—¿Se lo has dicho a Nico?
—Aún no. Quería que tú lo supieras antes.
—No va a gustarle nada.
—Lo supongo.
—Entonces, si nuestras opiniones no van a cambiar tu decisión, nada podrá cambiarla. ¿Adónde quieres ir? ¿A Ávila?
—Sí.
—Creo que podré hacer algunas llamadas para facilitarte los trámites.
—Ahorraríamos mucho tiempo. —Me levanté, le di un beso y le dije—: No puedo seguir estudiando algo que odio mientras pienso día a día en lo que me gustaría estar haciendo.
Aunque sé que no le agradó mi decisión, mi padre nunca más dijo nada en contra, ni siquiera cuando aquella bala me destrozó la clavícula. No dijo nada, a pesar de que yo, su hija, era la última persona a quien le gustaría ver en contacto con las tribus que pueblan las comisarías. A la mañana siguiente hizo algunas llamadas, me trajo los impresos para rellenar y, poco después, fui admitida en la Academia.
Con Nico, sin embargo, las cosas no resultaron sencillas. Mientras me escuchaba con asombro, con incredulidad, con decepción, con tristeza luego, me pareció, por primera vez, un hombre viejo. Dijo que mi decisión era una locura, que dañaría nuestra relación —que, en efecto, se rompió durante cuatro meses, antes de reconciliarnos en enero; por entonces aún me quería, quizá incluso estaba enamorado—. Me puso ante los ojos todos los inconvenientes, todas las dificultades, todos los riesgos. Me auguró que me convertiría en un recadero de nuevos ricos asustados en cuyas viviendas sonarían continuamente las alarmas y, mientras ellos se divertían de vacaciones en la playa, yo estaría corriendo de un chalé a otro apagando las sirenas que saltaban al contacto de una mosca. Me habló de estadísticas, de policías muertos. Me insistió con el País Vasco. Me comparó horarios y sueldos. Me habló de los hijos que queríamos tener y del futuro.
Pero no cedí, y siempre me he alegrado de no haber cedido.
Fui a Ávila, trabajé a fondo y, al cabo de tres cursos, saqué el número cuatro de mi promoción de funcionarios del Cuerpo Nacional de Policía. Me destinaron dos años a Málaga antes de volver a Madrid con un destino definitivo. Nico ya había abierto la tienda de electrodomésticos. Entonces acordamos la fecha de la boda y nos casamos. Yo estaba segura de que, con él, los riesgos del matrimonio que más podía temer —la infidelidad, el malhumor, las manías despóticas, la pereza, el derroche…— se reducían a cero. Pero no calculé otras cosas. No miré lo suficiente dentro de mí. Cuatro años después nació Lucas. Pero por entonces nuestro matrimonio ya estaba muerto.
Una historia poco original, ya lo dije antes.
Supongo que, vista desde fuera, resulta atractiva la historia de un niño y una niña, casi vecinos, que desde su infancia parecen destinados a una boda con traje blanco, ramo de orquídeas y marcha nupcial de Mendelssohn. Es de las fábulas que gustan a la gente, porque parecen de mostrar la perenne validez de esa complicada y algo absurda forma de organizarse la vida que es el matrimonio. Bodas de plata, bodas de oro, bodas de platino testimoniando la solidez del enlace y una fe sin fisuras en que lo que te da tu pareja no puede haber nadie que lo iguale. Esa fe que no exige pruebas es lo que habíamos perdido.
En aquel momento los dos estuvimos de acuerdo en separarnos, fue una decisión común. No hubo uno que abandona y otro que es abandonado, uno que suplica y otro que rechaza. Casi no hubo reproches.
Mientras yo estudiaba en la Academia de Policía de Ávila y conseguía mi primer destino provisional, Nico, con su habitual tenacidad, terminó Empresariales y salió de la facultad lleno de ambición. Decía que si sus padres —sin ninguna preparación académica, con la única intuición de una idea comercial que fechaban la noche en que Armstrong pisó la Luna— habían alcanzado un solvente bienestar económico, él, con sus estudios, tendría que subir más alto.
Sin embargo, el éxito no llegó, al menos no a la altura de sus expectativas. El hueco de mercado que había entrevisto estaba saturado de aspirantes mordiéndose y dándose codazos en feroz competencia. La tienda rendía lo suficiente para que viviéramos con cierta comodidad, pero no lo necesario para afrontar nuevas inversiones. Y tampoco el sueldo de un policía nacional es alto. Así que aquello era nuestra vida: vernos cada día como realmente éramos, apacibles y un poco aburridos, dejar pasar el tiempo a nuestro lado sin contar las horas que iban pasando, alternando sin chirridos trabajo y descanso.
Una tarde, sin embargo, Nico llegó a casa eufórico, diciendo que acababa de descubrir América. Su futuro negocio —nuestro futuro negocio— no pertenecería a ninguno de los tres campos sobre los que le había oído disertar y especular durante aquellos años: ni la construcción, ni el ocio ni las nuevas tecnologías. El futuro —nuestro futuro— era algo que participaba de los tres sin depender de uno solo.
—¿Qué? —le pregunté, porque deseaba tanto como él llegar a una definitiva estabilidad empresarial, por usar una de aquellas expresiones que tanto le gustaban.
—¡Piscinas!
—¿Piscinas?
—Sí. Piscinas. Un agujero que se hace en la tierra, se impermeabiliza y se llena de agua para que la gente se bañe o se rompa la cabeza. Mi padre acaba de instalarse una en el chalé.
—Sí, y me dijiste que ya está teniendo problemas con las fugas de agua.
—¡Precisamente! Porque todavía apenas hay gente que sepa hacerlas bien. Pero ésa es nuestra ventaja.
—No te entiendo.
—Ya lo tengo todo arreglado. Sólo falta firmar la concesión con una franquicia francesa, Desjoyaux. Allí nos llevan diez años de ventaja.
—¿Y…?
—Aquí todavía seguimos construyéndolas con cemento y azulejos, como en la época de los romanos. Por eso tienen tantas pérdidas. ¡Arqueología! —exclamó con desdén—. La solución es el plástico.
—¿Como esas enormes bañeras que anuncian en algunos sitios?
—No exactamente. La nuestra será una técnica más avanzada. Piscinas a medida. Se hace un hoyo con el tamaño, la forma y la profundidad que te guste o te permita el terreno, se mide y se recorta un aislante plástico con esas medidas exactas. Luego se coloca como un guante. Al llenarla de agua, la propia presión lo pega a las paredes. Así de sencillo.
El proyecto parecía razonable, pero yo seguía con algunas dudas sobre sus cálculos y sobre la eficacia de una técnica tan novedosa que acaso no habría sido suficientemente contrastada.
—No es un espejismo, Andrea —insistía él—, ¡es el futuro! Hoy día ya nadie se hace rico con el trabajo de sus manos, ¡ni siquiera con el trabajo de las manos de otros hombres! Para ganar dinero hoy es necesario poner a trabajar a las máquinas y dejar pensar a la tecnología.
Me enseñó catálogos y materiales y, ante mi temor de que ocurriera lo mismo que con los electrodomésticos, replicó con convicción:
—En las nuevas urbanizaciones, todo el mundo comienza a reservar un hueco en el jardín para la piscina. Todo el mundo, Andrea. Como si sintieran miedo a un cambio climático… o como si no fueran nadie si no tienen un pequeño estanque donde remojarse. Me gustaría que vieras algunas fotos aéreas de los nuevos barrios. Cuadros azules por todas partes. Esto no va a parar en unos cuantos años.
Y, en efecto, acertó. Pedimos un crédito a un banco y comenzamos a amortizarlo con adelanto incluso antes de que llegara la primera revisión anual del tipo de interés. La vida nos empezó a ir económicamente bien al tiempo que entre nosotros todo comenzaba a ir mal. De pronto nos habíamos quedado sin cosas que contarnos y, lo que acaso es peor, sin secretos que no pudiéramos contarnos. Aún evitábamos tener niños y sólo hablábamos de banalidades o de piscinas, porque hablar de mi trabajo seguía poniéndolo enfermo. Él trataba cada día con gentes acomodadas que estrechaban su mano al saludarse, que podían permitirse comprar bienestar y lujo, que no regateaban el IVA de la factura y que demostraban su cómoda satisfacción con un contrato posterior de mantenimiento. Yo trataba con gente cuyo contacto podía hacerte daño, a menudo sin trabajo y sin domicilio fijo, sin dinero o con dinero manchado y con un feroz deseo de no volver a verte jamás en su vida.
Nunca iba a verme allí. Si teníamos que encontrarnos fuera de casa, evitaba recogerme en el trabajo. Sé que el umbral de una comisaría es un continuo desfile de tensión, de dolor, de miedo, de violencia contenida o expresa, y que mucha gente elude todo roce con un sitio así. Pero era la profesión que yo había elegido, y él debería haber hecho algún esfuerzo por aceptarla o, al menos, respetarla. Nunca lo intentó. Seguía odiando todo lo relacionado con ella. Rechazó desde el principio las amistades de mi gremio, y cuando alguna vez coincidíamos por azar con alguno de mis compañeros, apenas lo saludaba. Yo tenía que cambiarme de ropa en la comisaría, porque le disgustaba verme vestida con el uniforme. La cercanía de mi pistola reglamentaria también le despertaba un exagerado ataque de miedo pánico, pero elevaba el volumen del televisor y miraba con atención las noticias donde aparecían mis colegas disolviendo a golpes una manifestación no autorizada, o donde alguno de ellos moría por alguna acción violenta, de terrorismo o delincuencia callejera.
Nico, además, se había vuelto de pronto codicioso. O quizá ya lo era antes y hasta entonces no lo había manifestado. Tener dinero parecía darle más felicidad que ninguna otra cosa, tanta que no advertía que apestaba a cloro con demasiada frecuencia. A todos nos gusta el dinero, sobre todo el dinero en efectivo, el que duerme en el banco como el genio en la lámpara de Aladino, esperando a que lo despiertes para salir a cualquier hora, gordo, amarillo y brillante, para ponerse a nuestras órdenes y satisfacer cualquier capricho. Pero a Nico no era la aparición del genio lo que lo entusiasmaba, sino la propia existencia de la lámpara, que se resistía a frotar para no gastarla. Decía que el verdadero estado opuesto a la riqueza no es la pobreza, sino la debilidad. O eres rico o eres débil. Y para alguien como él, que durante toda su vida había gozado de los privilegios que da la fortaleza, su continuidad era irrenunciable.
Por entonces, y contra mis deseos de vivir en el centro, compramos un chalé —por supuesto, con jardín y piscina hecha por él— y nos mudamos a vivir al extrarradio. Poco después murió mi madre. Mi madre, que no conoció nunca a mi hijo, que nunca pudo decir a quién se parecía, y que tal vez lo hubiera adivinado, volvió al vacío antes de que Lucas brotara de allí, sin llegar a cruzarse.
Una tarde me desperté después de dormir doce horas, porque había salido agotada de una guardia llena de conflictos. Nico no había regresado y estaba yo sola en casa. Fui abriendo todas las puertas de las dos plantas, incluso las de las habitaciones cerradas y desiertas que ya deberían estar ocupadas por niños. Hacía un poco de brisa y pensé que nada evoca tanto la soledad de una casa como el viento agitando en silencio las cortinas de cuartos vacíos. Yo había cumplido treinta años, pero él se negaba, decía que aún nos quedaba mucho tiempo. Me senté en el porche silencioso con una taza de café entre las manos, dispuesta a no esquivar una vez más el peligro: una mujer sola balanceándose en una silla pendular en una casa vacía mientras se pregunta por qué su malestar no es tan evidente para su pareja como para ella misma, puesto que no hace nada por disimularlo. ¿Por qué, entonces, seguíamos viviendo juntos? Un hombre y una mujer se unen para buscar una felicidad común, pensé. Puede ocurrir que no la encuentren enseguida, que hayan errado en sus expectativas y en sus esperanzas sin que ninguno de ellos sea el único culpable del fracaso. Pero para su continuidad, para que la frustración no sea insoportable, es necesario que al menos hallen algún tipo de bienestar y de entusiasmo mientras dura la búsqueda. No sé si también le ocurría a Nico, porque él nunca hablaba de esas cosas, pero yo sí había perdido toda ilusión en el itinerario. Esa tarde tuve la certeza de haber caído en un enorme error que podía resumirse así: vivía una vida rutinaria en la que había dejado de creer, con un hombre a quien había dejado de amar y en una casa que nunca me había gustado. Si alguna vez fue de otra forma, ya no pertenecía a ese tipo de gentes que fingen fácilmente el entusiasmo, que no saben cuándo ha llegado el final y siguen viviendo muertos como si estuvieran vivos, como si no hubiera diferencia entre la luz y la sombra, entre la sangre roja y la blanca sangre.
Apenas suavicé esas palabras cuando, media hora después, Nico me encontró sentada en la misma posición. Ésa fue la primera vez que entre nosotros se oyó la palabra «separación».
—¿Un curso de especialista?
—Sí.
—¿Especialista en qué?
—En simulacros de delitos. Hay un delito. Hay un acusado. Hay dudas de si lo hizo, o de cómo lo hizo. Entonces se monta una reconstrucción de los hechos en la que alguien interpreta a la víctima.
—¿Interpreta?
—Eso es.
—Quieres decir como si fuera una película —añadió con ironía.
—Algo parecido —acepté.
—¿Y cuánto dura ese curso?
—Tres meses en una primera fase. Más tarde, otro mes.
Nico elevó los ojos al techo, como si le estuviera hablando de un viaje alrededor del mundo. Yo todavía no adivinaba que el curso, en cierto modo, se convertiría en algo así, en algo que te hace girar arriba y abajo sin que adviertas ninguna sensación de vértigo.
—¿En Barcelona?
—En Barcelona.
Se quedó unos momentos pensativo, dándole vueltas a la alianza en el dedo, con aquel gesto que repetía cuando estaba nervioso.
—Vamos a ver. La situación es que mi mujer quiere irse tres meses a Barcelona a hacer un curso de especialista en… —dudó.
—Simulacros.
—… de especialista en simulacros para estar todavía más cerca de los delincuentes, literalmente para ponerte en sus manos —resumió, uniendo toda la información y manejándola para remarcar lo extraño que le resultaba.
—Puede decirse así.
—¿Y estás totalmente decidida?
—Sí, quiero hacerlo. Pero aún no he firmado nada. Quería comentártelo antes.
—¿Para qué comentármelo si ya lo has decidido?
—Bueno, estamos casados.
—Yo no sé si esto es estar casados, Andrea, no lo sé. ¿Cuánto tiempo hace que no…?
—Sé lo que vas a decirme —lo interrumpí.
—¿Cuánto tiempo?
—Mucho.
—Y quieres irte a ese curso.
—Por quedarme aquí no va a mejorar nada.
—Tampoco yéndote.
Se levantó, fue a la cocina y volvió con dos latas de cerveza. Al abrirme una arrancó la anilla, que se le quedó enganchada en el dedo índice: un vulgar aro de aluminio al lado de la alianza.
—A veces pienso que todo esto comenzó a estropearse el día en que te fuiste a Ávila a estudiar para policía. Quizá no tendría que haber vuelto contigo, pero volví. Entonces soporté las consecuencias de tu decisión, pero sé que ahora no soportaré un nuevo motivo de conflictos. Ya no es como antes.
No puedo decir que yo fuera una mujer dócil, pero tampoco había sido nunca desafiante. Me había mantenido tan lejos de la obediente y sumisa ama de casa como de la esposa que siempre parece estar echando un pulso a su marido por el predominio en la relación. Sin embargo, en ese momento permanecí firme y no cedí a su petición.
Y así fue mi historia con Nico. Llegué al curso, me esforcé en las dos fases y me especialicé con un informe brillante. Algunos fines de semana volvía a casa, y Nico, a pesar de lo que había dicho, todavía me estaba esperando. Aún hicimos el amor con alguna desesperación, porque ya sospechábamos que serían las últimas veces. En cuanto regresara definitivamente, habría que sentarse para acordar las condiciones de un final honroso. Entonces ocurrió el robo y todo se precipitó.
Ahora vivo de nuevo en el centro de la ciudad, en la que fue mi calle, en el bloque de pisos de mis padres. Es todo lo que puedo decir. Los policías tenemos rigurosamente prohibido dar detalles de nuestra identidad y nuestro domicilio para prevenir la posibilidad de venganza de algún exrecluso o de algún atentado terrorista.
Cada quince días, o a veces con más frecuencia, Nico viene a recoger a Lucas para el fin de semana. Otras veces lo llevo yo al chalé. Pero él casi nunca sube a casa, se queda esperando en el portal.
Desde que las pruebas demostraron que estaba embarazada, tuve la certeza de que el bebé que naciera se parecería a mí. Supongo que es un sentimiento que tenemos la mayoría de las mujeres, porque —y no quiero ahora caer en eso que Mariana llama espíritu «femichista», la otra cara de la misma moneda— somos nosotras quienes llevamos al niño dentro. En mi caso se ha cumplido y Lucas es mi vivo retrato. Tiene el pelo negro como yo, mis ojos azulados y el mismo tipo de piel. Sólo la debilidad a que lo tiene sometido la leucemia le impide ser más parecido. Así, los rasgos del padre quedan en él muy difuminados, genéricos, ocultos.
Es cierto que al principio, en sus primeras semanas, quizá en los primeros meses, estuve segura de que el padre era Luis. Pero luego no. Luego veía a Nico besarlo y cogerlo en brazos cuando venía a buscarlo a casa, los veía caminar juntos, jugar, pelear en broma, reír, hacer los mismos gestos, y no tardé en convencerme de que él era su padre. Supongo que un niño imita a sus mayores porque los quiere y quiere ser como ellos. Al vivir conmigo y con Nico —aunque con él estuviera sólo los fines de semana— se había ido pareciendo a nosotros.
Así que terminé pensando que era él. Aunque, a veces, un reflejo en sus ojos, una postura de los hombros, su forma de correr, alguna parte del cuerpo que no lograba precisar evocaban de pronto el pasado.
Pero no puedo decir que esas ocasionales dudas me preocuparan mucho. Pronto habían perdido toda trascendencia y no afectaban a ningún sentimiento. ¿Qué importancia tenían? Lo esencial era que Lucas estaba bien, que era mi hijo y que yo tenía que hacer todo lo necesario para que fuera feliz. Todo lo demás no importaba y no hubiera importado nunca, y yo habría muerto y nadie habría llegado a saberlo si su sangre no se hubiera vuelto blanca, porque no es sólo que a la verdad le gusta jugar al escondite, es también que la mayoría de las veces ni siquiera aparece. Pero ahora sí importa. No puedo retrasar ni un día más la búsqueda.