Capítulo 13
Capítulo 13
La llamada de Harvard
En medio de todo aquel estrés e incertidumbre, en marzo de 1989 llegó una carta de Estados Unidos, con el membrete de la Universidad de Harvard.
Estimado Dr. Frenkel:
Por recomendación del Departamento de Matemáticas, me gustaría invitarle a visitar la Universidad de Harvard en otoño de 1989 como receptor del premio Fellowship[*20] Harvard.
Sinceramente suyo,
Derek Bok
Presidente de la Universidad de Harvard.
Había oído con anterioridad acerca de la Universidad de Harvard, aunque debo admitir que en aquel momento no comprendía su importancia en el mundo académico. Aun así, me sentí halagado. Que te invitaran a Estados Unidos como ganador de una beca fellowship parecía un gran honor. ¡Me había escrito en persona el presidente de la universidad! ¡Y se dirigía a mí como «doctor», pese a que aún no me había licenciado! Por aquel entonces estaba en mi último semestre en Kerosinka.
¿Cómo había ocurrido? El rumor de mi trabajo con Borya se estaba extendiendo. Nuestro primer artículo corto ya se había publicado y estábamos acabando otros tres, más largos, todos en inglés. El físico Lars Brink, de visita en Moscú desde Suecia, pidió uno de ellos para un volumen que estaba compilando. Se lo cedimos y le pedimos que hiciera una veintena de copias y las enviara a los matemáticos y físicos que él creyera que pudieran estar interesados en nuestro trabajo. Yo había hallado sus direcciones en artículos publicados disponibles en la Biblioteca de Ciencias de Moscú, y di la lista a Lars. Él accedió generosamente a ayudarnos porque sabía lo difícil que resultaría para nosotros enviar las copias personalmente. Aquel artículo se hizo famoso, sobre todo, por sus aplicaciones en física cuántica.
Esto ocurría varios años antes de que el uso de Internet se extendiera, y sin embargo el sistema de distribución de literatura científica era bastante eficaz: los autores hacían circular copias a máquina de sus manuscritos antes de su publicación (se les llamaba «preimpresiones»). Quienes los recibían hacían una copia y la reenviaban a sus colegas y a bibliotecas universitarias. La veintena de personas que recibieron la copia de nuestro artículo de manos de Lars Brink seguramente hicieron lo mismo.
Entre tanto, la Unión Soviética estaba experimentando tremendos cambios: era la época de la perestroika, instaurada por Mijaíl Gorbachov. Una de las consecuencias es que se permitió a la gente viajar al extranjero con mucha mayor libertad. Antes de eso, matemáticos como Feigin y Fuchs recibían muchas solicitudes para dar conferencias y visitar universidades en Occidente, pero los viajes fuera del país estaban estrictamente regulados por el gobierno. Antes de conseguir el típico visado de entrada al país de destino, había que conseguir el visado de salida, que permitía a la persona salir de la Unión Soviética. Se daban muy pocos de esos visados de salida, por miedo a que la gente no regresara (y, en efecto, muchos de aquellos a quienes se les concedió un visado de salida nunca regresaron). Se denegaban casi todas las peticiones, habitualmente por motivos absurdos, y una vez Fuchs me dijo que hacía años de la última vez que había intentado conseguir uno.
Pero de repente, en otoño de 1988, se permitió a varias personas viajar al extranjero, y una de ellas fue Gelfand. Otra persona era un inteligente joven matemático y amigo de Borya llamado Sasha Beilinson, quien también viajó a Estados Unidos para visitar a su antiguo coautor Joseph Bernstein, quien había emigrado unos años antes y enseñaba en Harvard.
Entre tanto, algunos científicos de Occidente se habían dado cuenta de que se avecinaban cambios e intentaron aprovechar esta oportunidad para invitar académicos de la Unión Soviética. Una de estas personas era Arthur Jaffe, un famoso físico matemático, por aquel entonces jefe del Departamento Matemático de Harvard. Había decidido crear un nuevo puesto para jóvenes matemáticos rusos con talento. Cuando Gelfand, que había recibido un doctorado honoris causa de Harvard, lo visitó en 1988, Jaffe le pidió que ayudara a convencer al presidente Derek Bok, a quien Gelfand conocía en persona, de que proporcionara ayuda y fondos para su programa (parte de los fondos los proporcionó también Landon Clay, quien más tarde fundaría el Instituto Clay de Matemáticas). Jaffe lo denominó «Premio Fellowship Harvard».
Una vez el programa estuvo instaurado, la cuestión era a quién invitar, y Jaffe sondeó a varios matemáticos en busca de sugerencias. Al parecer, bastante gente mencionó mi nombre (entre ellos Beilinson) y esa era la razón por la que me habían elegido entre los cuatro primeros ganadores del premio.
A la carta del presidente Bok le siguió una más larga y detallada del propio Jaffe, en que describía los términos de la cita con más detalle. Iría para un período de entre tres y cinco meses; sería profesor visitante pero no tendría ninguna obligación formal excepto ocasionales conferencias acerca de mi trabajo; Harvard pagaría el viaje, alojamiento y gastos de manutención. Se puede decir que lo único que no aportaba Harvard era el visado de salida. Por suerte, y para sorpresa mía, lo obtuve en un mes.
Arthur Jaffe me decía en su carta que podía ir a finales de agosto y quedarme hasta finales de enero, pero yo escogí quedarme tres meses, el mínimo especificado en la carta. ¿Por qué? Bueno, yo no tenía intención de emigrar a Estados Unidos, y planeaba regresar. Además, me sentía culpable por tener que tomarme una excedencia del trabajo en Kerosinka que Yakov Isaévich me había conseguido con tanto esfuerzo.
Una vez conseguido mi visado de salida, se me hizo evidente que el viaje se estaba convirtiendo en una realidad, y que debía sincerarme con Yakov Isaévich y hablarle acerca de mis «actividades extracurriculares»: mi labor matemática con Feigin y la invitación de Harvard. Naturalmente, se sorprendió mucho. Estaba convencido de que yo dedicaba toda mi energía a los proyectos médicos en que trabajaba con él. Su primera reacción fue bastante negativa.
—¿Y quién trabajará en mi laboratorio si te vas a Harvard? —preguntó.
En ese momento, la mujer de Yakov Isaévich, Tamara Alekseevna, que siempre me dio una cálida bienvenida a su casa, vino en mi auxilio:
—Yasha, sólo dices tonterías —dijo—. El chico ha recibido una invitación a Harvard. ¡Son grandes noticias! Definitivamente, debería ir, y cuando regrese volverá a trabajar contigo.
A desgana, Yakov Isaévich se mostró de acuerdo.
Los meses de verano pasaron rápidamente y llegó la fecha de mi partida, el 15 de septiembre de 1989. Volé de Moscú al aeropuerto JFK de Nueva York y de allí a Boston. Jaffe no podía venir personalmente al aeropuerto, pero envió a un estudiante de doctorado a recogerme. Me llevaron a un apartamento de dos habitaciones que el Departamento de Matemáticas había alquilado para mí y para otro premiado, Nicolai Reshetikhin, quien llegaría unos días más tarde. Estaba en los Jardines Botánicos, un complejo de apartamentos propiedad de Harvard, a menos de diez minutos de camino desde Harvard Yard.[*21] Todo parecía nuevo y emocionante.
Era noche cerrada cuando llegué a mi apartamento. Con el jet lag, preferí irme inmediatamente a dormir. A la mañana siguiente fui a un mercado de abastos cercano y compré verduras. Ya en casa, comencé a hacerme una ensalada y me di cuenta de que no tenía sal. En el apartamento no había, de modo que tuve que comérmela sin ella.
En cuanto hube acabado llamaron al timbre. Era Arthur Jaffe. Me propuso dar una vuelta por la ciudad en su coche. Era realmente genial: un chico de veintiún años paseando en coche por la ciudad con el jefe del Departamento de Matemáticas de Harvard. Vi Harvard Yard, el río Charles, bellas iglesias y los rascacielos del centro de Boston. El tiempo era perfecto. La ciudad me impresionó mucho.
Durante el viaje de regreso, de dos horas, dije a Arthur que necesitaba comprar sal, y me respondió:
—Ningún problema, te llevaré a un supermercado que hay aquí cerca.
Era la primera vez que yo entraba en un supermercado, y fue una experiencia sorprendente. Por aquella época había escasez de alimentos en Rusia. En mi ciudad natal, Kolomna, sólo se conseguía pan, leche y las verduras básicas, como patatas. Para otros tipos de comida había que ir hasta Moscú, e incluso allí lo mejor a que se podía aspirar era una mortadela de tercera o queso. Cada fin de semana, cuando volvía a casa desde Moscú, aprovechaba para llevar algo de comida para mis padres. Así que ver pasillos enteros abarrotados de todo tipo de comida me resultaba absolutamente increíble.
«¿Cómo encuentra uno nada aquí?» pensé. Comencé a recorrer arriba y abajo los pasillos en busca de sal, pero no conseguía encontrarla. Supongo que estaba un poco mareado por la abundancia de material; en cualquier caso, ni siquiera vi los signos en la parte superior. Pregunté a un empleado del supermercado:
—¿Dónde está la sal?
Pero no pude comprender nada de lo que dijo. Mi inglés era suficientemente bueno para dar una clase de matemáticas, pero no tenía ninguna experiencia con el inglés coloquial, cotidiano. El cerrado acento bostoniano tampoco facilitaba que lo entendiera.
Pasó media hora y yo estaba desesperado, perdido en el Star Market como en un gigantesco laberinto. Finalmente encontré un paquete de sal mezclada con ajo. «Te sirve —me dije—. Salgamos de aquí». Pagué y salí de la tienda. El pobre Arthur se había preocupado (¿qué demonios estaba haciendo ese chico allá dentro durante cuarenta y cinco minutos?), así que había comenzado a buscarme.
«Perdido en la abundancia del capitalismo», pensé.
Mi adaptación a América había comenzado.
Los otros dos premiados con el Fellowship Harvard que llegaron en el semestre de otoño eran Nicolai Reshetikhin, con quien compartía mi apartamento (llegó una semana después) y Boris Tsygan.[*22] Ambos me sacaban diez años y habían hecho ya contribuciones seminales a las matemáticas. Yo sabía de su obra pero nunca los había conocido en persona. Durante ese primer semestre forjamos una amistad que duraría toda la vida.
Nicolai, o Kolya, como muchos lo llamaban afectuosamente, era de San Petersburgo. Era ya famoso como uno de los inventores de los llamados grupos cuánticos, que son generalizaciones de los grupos comunes. Para ser más precisos, los grupos cuánticos son ciertas deformaciones de los grupos de Lie, los objetos matemáticos de los que hablamos anteriormente. Estos grupos cuánticos son ahora tan ubicuos como los grupos de Lie en muchas áreas de las matemáticas y la física. Por ejemplo, Kolya y otro matemático, Vladimir Turaev, los emplearon para construir invariantes de nudos y variedades tridimensionales.
Borya Tsygan había sido desde hacía tiempo colaborador de Boris Feigin, mi profesor. Originario de Kiev, Ucrania, Tsygan tuvo una gran idea justo al acabar la facultad, que llevó a un gran descubrimiento en el campo de la «geometría no conmutativa». Como a otros matemáticos judíos, le impedían doctorarse tras la facultad. Por ese motivo, tras graduarse en la universidad tuvo que trabajar en una planta de maquinaria pesada de Kiev, rodeado de ruidosas máquinas. Sin embargo, fue en esas condiciones, mucho menos que perfectas, cuando hizo su descubrimiento.
La gente tiende a pensar que los matemáticos trabajan en condiciones asépticas, sentándose y concentrándose en la pantalla de un ordenador, o al techo, en una oficina prístina e inmaculada. Pero la realidad es que algunas de las mejores ideas vienen cuando uno menos se lo espera, y a veces a través del ruido industrial.
Al caminar por Harvard Yard y presenciar la anticuada arquitectura de ladrillo rojo, la estatua de Harvard,[*23] las agujas de las antiguas iglesias, no pude sino sentir la exclusividad del lugar, junto a su larga tradición de búsqueda del conocimiento e incansable fascinación por el descubrimiento.
El Departamento de Matemáticas de Harvard estaba situado en el Centro Científico, un moderno edificio justo a las afueras de Harvard Yard. Tenía el aspecto de una gigantesca nave espacial alienígena que hubiera aterrizado en Cambridge, Massachusetts, y hubiera decidido quedarse. El Departamento de Matemáticas ocupaba tres pisos. Dentro, los despachos se mezclaban con áreas comunes que contaban con máquinas de café y cómodos sofás. Había también una bien diseñada biblioteca matemática propia y hasta una mesa de ping-pong. Todo esto creaba una atmósfera acogedora, e incluso en medio de la noche podía encontrar uno un montón de gente por allí: jóvenes y viejos, trabajando, leyendo en la biblioteca, recorriendo nerviosos los pasillos, en una animada conversación… Tenías la sensación de que nunca debías abandonar el lugar (y parecía que alguna gente nunca lo había hecho).
El departamento era bastante pequeño en comparación con otras facultades. Poseía no más de quince profesores permanentes y una decena de posdoctorados en puestos de tres años. Cuando yo llegué, la facultad contaba con algunos de los más grandes matemáticos de nuestro tiempo, como Joseph Bernstein, Raoul Bott, Dick Gross, Heisuke Hironaka, David Kazhdan, Barry Mazur, John Tate y Shing-Tung Yau. Conocerlos y aprender de ellos era una oportunidad única en la vida. Tengo grandes recuerdos del carismático Raoul Bott, un amistoso gigante de cabello gris, en aquella época con sesenta y muchos años, tirando de mí por el pasillo y preguntando, con una voz atronadora:
—¿Cómo va todo, jovencito?
También había una treintena de licenciados, todos ellos con diminutos cubículos en el piso intermedio.
Todo el mundo dio una calurosa bienvenida a los tres rusos (Kolya, Borya y yo). Aunque éramos sólo el comienzo de una marea de científicos rusos que tomarían por asalto las universidades estadounidenses en los años siguientes, por aquella época era todavía muy inusual tener visitantes de la Unión Soviética. Aun así, tras una semana, más o menos, por Cambridge, sentía que ya me había adaptado al entorno. Todo parecía tan natural y relajado… Me compré los tejanos más a la moda y un Walkman Sony (¡recuerde, era 1989!) y caminaba por la ciudad con los auriculares puestos, escuchando las canciones más geniales. Para un extranjero debía parecer el típico estudiante de veintitantos. Mi inglés cotidiano aún dejaba mucho que desear. Para mejorarlo compraba cada día el New York Times y lo leía, con un diccionario, durante al menos una hora (descifrando algunas de las palabras más extrañas y antiguas del idioma inglés, como supe después). También me volví adicto a la televisión nocturna.
El show de David Letterman (que comenzaba a las 00.35 en la NBC) era mi favorito. La primera vez que lo vi no pude entender ni una sola palabra. Pero de alguna manera tenía claro que era mi programa, que si comprendiera lo que decía el presentador lo disfrutaría. Esto me proporcionó una motivación extra. Lo veía tercamente noche tras noche y poco a poco comencé a comprender las bromas, el contexto, el fondo. Fue mi manera de descubrir la cultura pop estadounidense, y devoraba toda migaja de ella que encontrase. Las noches en que tenía que irme a dormir pronto, grababa en vídeo el programa y lo veía por la mañana mientras desayunaba. El show de Letterman se convirtió en una especie de ritual religioso para mí.
Aunque ni los demás becados ni yo teníamos ninguna obligación formal, acudíamos cada día al departamento a trabajar en nuestros proyectos, hablar con gente y acudir a seminarios, de los que había muchos. Los dos profesores con los que más hablaba eran dos expatriados rusos: Joseph Bernstein y David Kazhdan. Ambos son matemáticos extraordinarios, antiguos alumnos de Gelfand y buenos amigos entre sí, pero es imposible encontrar temperamentos más dispares.
Joseph es cálido y acogedor. Cuando yo le hacía una pregunta, escuchaba atentamente, se tomaba su tiempo para responder y a menudo decía que no sabía la respuesta, pero aun así te contaba lo que sabía sobre el tema. Sus explicaciones eran claras y sencillas, y a menudo contenían la respuesta que había asegurado no conocer. Siempre te hacía sentir que no era necesario ser un genio para comprender todo aquello, algo fantástico para un joven que aspiraba a ser matemático.
David, en cambio, es un volcán: extremadamente agudo, ocurrente, rápido. Por su enciclopédico conocimiento, la exhibición que hace de él y sus ocasionales muestras de impaciencia, recuerda a su profesor Gelfand. En los seminarios, si creía que el conferenciante no estaba explicando bien el tema, simplemente se subía al encerado, cogía la tiza del conferenciante por la fuerza y tomaba el relevo. Esto, si el tema le interesaba. Si no, sencillamente se dormía. Era muy infrecuente oírle decir «no lo sé» en respuesta a una pregunta: realmente sabe muchísimo acerca de todo. He pasado muchas horas hablando con él a lo largo de los años y he aprendido un montón. Posteriormente colaboramos en un proyecto conjunto que resultó ser una experiencia enriquecedora.
En mi segunda semana en Harvard tuve otro encuentro trascendental. Además de Harvard, en Cambridge hay otra universidad menor, menos conocida, a la que se suele nombrar por sus siglas… MIT (¡es broma, claro!). Siempre ha habido cierta rivalidad entre Harvard y el MIT, pero en realidad los dos departamentos de matemáticas están íntimamente relacionados. No es raro, por poner un ejemplo, que un estudiante de Harvard tenga a un profesor del MIT como asesor, o viceversa. A menudo los estudiantes de una universidad van a clases de la otra.
Habían nombrado a Sasha Beilinson, amigo de Borya Feigin y coautor con él, profesor en el MIT, y yo asistía a las clases que daba allí. En la primera clase, alguien me señaló a un elegante hombre de cuarenta y tantos años sentado a un par de filas de distancia.
—Ese es Victor Kac.
¡Cielos! Era el creador de las álgebras Kac-Moody y muchas otras cosas, cuya obra había estado estudiando durante varios años.
Tras la clase nos presentaron. Victor me saludó con calidez y me dijo que quería saber más de mi trabajo. Sentí escalofríos cuando me invitó a hablar en su seminario. Acabé dando tres conferencias en su seminario, en tres viernes consecutivos. Fueron mis primeras conferencias en inglés, y creo que hice un trabajo decente: la asistencia fue alta, la audiencia parecía interesada e hicieron muchas preguntas.
Victor me tomó bajo su ala protectora. A menudo nos encontrábamos en su espacioso despacho del MIT, hablábamos de matemáticas y me invitaba a su casa a cenar. Posteriormente trabajamos juntos en varios proyectos.
Aproximadamente un mes después de mi llegada, también Borya Feigin vino a Cambridge. Sasha Beilinson le envió una invitación para visitar el MIT durante dos semanas. Me sentí feliz de que Borya viniese a Cambridge: era mi profesor, y éramos muy amigos. Teníamos también un buen número de proyectos matemáticos en marcha, y era una gran oportunidad para trabajar en ellos. No me di cuenta, al principio, de que su visita iba a arrojar mi vida a tremendas turbulencias.
La noticia de que la puerta a Occidente estaba abierta, y que los matemáticos podían viajar libremente y visitar universidades de Estados Unidos y del resto del mundo se extendió rápidamente entre la comunidad matemática de Moscú. Muchos decidieron aprovechar la oportunidad y emigrar definitivamente a América. Comenzaron enviando solicitudes a varias universidades y llamando a sus colegas en Estados Unidos para decirles que buscaban trabajo. Dado que nadie sabía cuánto duraría esta «apertura» (la mayoría imaginaba que tras unos meses las fronteras se cerrarían nuevamente), hubo una especie de frenesí en Moscú. Todas las conversaciones llevaban a la misma pregunta: «¿Cuál es la mejor manera de salir?».
Y ¿por qué iba a ser de otro modo? La mayoría de aquella gente había tenido que enfrentarse con el antisemitismo y con varios otros obstáculos en la Unión Soviética. No encontraban empleo en el mundo académico y tenían que realizar su labor matemática aparte. Y aunque la comunidad matemática de Moscú era muy fuerte, estaba en gran parte aislada del resto del mundo. Había grandes oportunidades de carrera profesional en Occidente que sencillamente no existían en la Unión Soviética. ¿Cómo podía nadie esperar que esta gente fuera leal al país que los rechazaba e incluso intentaba evitar que trabajasen en el campo que amaban, cuando se presentaban oportunidades de una vida mejor en el extranjero?
Cuando llegó a Estados Unidos, Borya Feigin se dio cuenta de que se avecinaba una «fuga de cerebros», y de que nada podría detenerla. En Rusia, la economía se hacía pedazos, había escasez de alimentos en todas partes y la situación política era cada día más inestable. En América había un nivel de vida mucho más alto, abundancia de todo, y ¡la vida en el mundo académico parecía tan cómoda! El contraste era inmenso. ¿Cómo convencer a nadie de regresar a la Unión Soviética tras experimentar todo esto en persona? El éxodo de una abrumadora mayoría de los mejores matemáticos de Rusia (o de todo aquel, en realidad, que pudiera hallar un empleo) parecía inevitable, e iba a ocurrir muy rápidamente.
Sin embargo, Borya decidió regresar a Moscú, pese a haber luchado toda su vida contra el antisemitismo y pese a no hacerse ilusiones con respecto a la situación en la Unión Soviética. La Universidad de Moscú lo había aceptado como estudiante (en 1969, cuando presentó la solicitud, aún aceptaba a algunos estudiantes judíos), pero no le permitió entrar en el programa de doctorado. Tuvo que alistarse en la universidad de la provinciana ciudad de Yaroslavl para doctorarse. Tuvo grandes dificultades para hallar un empleo hasta que consiguió hacerse con un puesto en el Instituto de Física de Estado Sólido. Aun así, a Borya esta huida a la carrera le resultaba perturbadora. Creía que era moralmente incorrecto abandonar Rusia en masse de esta manera en un momento de grandes dificultades, como ratas que abandonan un barco que se hunde.
A Borya le entristecía profundamente saber que pronto la Gran Escuela Matemática de Moscú dejaría de existir. Aquella tupida red de matemáticos en la que había vivido durante tantos años iba a evaporarse ante sus ojos. Sabía que pronto estaría prácticamente sólo en Moscú, privado del mayor placer de su vida: trabajar en matemáticas con sus amigos y colegas.
Obviamente, este se convirtió en el principal tema de mis conversaciones con Borya. Él intentaba convencerme de que yo regresara y no sucumbiera a lo que él denominaba «histeria de masas» que se había apoderado de los que querían huir a Occidente. También le preocupaba que yo no fuera capaz de convertirme en un buen matemático en la «sociedad de consumo» estadounidense: pensaba que era capaz de matar la motivación personal y la ética de trabajo.
—Mira, tú tienes talento —me decía—, pero necesita desarrollarse más. Tienes que trabajar duro, como hacías en Moscú. Sólo entonces podrás conocer tu potencial. Aquí en América, eso es imposible. Hay demasiadas distracciones y tentaciones. Aquí la vida sólo es diversión, disfrute, gratificación instantánea. ¿Cómo puedes concentrarte en tu trabajo aquí?
Yo no compartía sus argumentos; al menos, no del todo. Sabía que poseía una gran motivación para las matemáticas. Pero sólo tenía veintiún años, y Borya, quince años mayor, era mi mentor. Yo le debía todo lo que había conseguido como matemático. Sus palabras me hacían reflexionar. ¿Y si tenía razón?
La invitación a Harvard fue un punto de inflexión en mi vida. Cinco años antes me habían suspendido en el examen de ingreso a la MGU, y parecía que mi sueño de convertirme en matemático había sido definitivamente destrozado. Venir a Harvard era mi vindicación, una recompensa por todo el duro trabajo realizado en Moscú durante aquellos años. Pero quería seguir en movimiento, efectuar nuevos descubrimientos. Quería ser el mejor matemático posible. Veía la invitación a Harvard como tan sólo una fase en un viaje mucho más largo. Era un adelanto: Arthur Jaffe y otros creían en mí, y no podía defraudarlos.
En Cambridge tuve la suerte de contar con el apoyo de maravillosos matemáticos como Victor Kac, quien me animó y me ayudó en todo lo que le fue posible. Pero también sentía los celos por parte de algunos de mis colegas. ¿Por qué le dan tanto y tan pronto a este sujeto? ¿Qué ha hecho para merecerlo? Me sentía obligado a cumplir mi promesa, a demostrar a todo el mundo que mis primeros trabajos matemáticos no eran cuestión de suerte, que podía hacer cosas más grandes y más importantes en el mundo de las matemáticas.
Los matemáticos formamos una pequeña comunidad y, como todos los humanos, hay cotilleos acerca de cuánto vale cada uno. En mi corta estancia en Harvard ya había oído suficientes historias acerca de prodigios que se habían quemado antes de tiempo. Había oído despiadados comentarios acerca de ellos, cosas como «¿te acuerdas de tal y tal? Sus primeros trabajos fueron tan buenos… Pero no ha hecho nada ni remotamente tan importante en los últimos tres años. ¡Qué pena!».
Me aterraba la posibilidad de que en tres años dijeran eso de mí, de modo que me sentía constantemente presionado para ser productivo y tener éxito.
Entre tanto, la situación económica en la Unión Soviética se deterioraba a gran velocidad, y las perspectivas eran muy inciertas. Viendo todo esto desde dentro, y convencidos de que yo no tendría ningún futuro allí, mis padres comenzaron a llamarme regularmente urgiéndome a que no regresara. En aquellos días era muy caro y difícil llamar a Estados Unidos desde la Unión Soviética. Mis padres temían que su teléfono estuviera intervenido, de modo que viajaban a la central de correos de Moscú y llamaban desde allí. Un viaje así les llevaba casi todo el día. Pero estaban decididos, pese a que me extrañaban de un modo terrible, a hacer todo lo que estuviese en su poder para convencerme de quedarme en América. Estaban completamente seguros de que era lo mejor para mí.
También Borya quería lo que era mejor para mí, pero su postura se debía en parte a una creencia moral. Iba a contracorriente, y lo admiro por eso. Pero también tengo que admitir que podía hacerlo gracias a su situación, relativamente desahogada, en Moscú (aunque eso pronto cambiaría, y se vería obligado a pasar unos cuantos meses al año en el extranjero, sobre todo en Japón, para mantener a su familia). Mi situación era completamente diferente: no tenía dónde quedarme en Moscú, y tan sólo un propiska (derecho a vivir allí) temporal. Aunque Yakov Isaévich me había conseguido un empleo de ayudante en Kerosinka, el salario era escaso y apenas me llegaría para pagar una habitación en Moscú. Debido al antisemitismo, ingresar en una facultad para el doctorado sería una batalla titánica, y mis perspectivas de empleo posteriores eran incluso peores.
A finales de noviembre, Arthur Jaffe me llamó a su despacho y me ofreció la posibilidad de extender mi estancia en Harvard hasta finales de mayo. Tenía que tomar una decisión pronto, y estaba desgarrado por dentro. Me gustaba mi estilo de vida en Boston. Sentía que era donde debía estar. Con Harvard y el MIT, Cambridge era uno de los más importantes centros matemáticos. Algunas de las mentes más brillantes del mundo estaban aquí, y yo podía simplemente llamar a sus puertas, preguntarles algo y aprender de ellos. Había también abundantes seminarios en los que se anunciaban fascinantes nuevos descubrimientos poco después de que se hicieran. Estaba rodeado de los estudiantes más inteligentes. Se trataba del entorno más estimulante para un joven aspirante a matemático que nadie pudiera imaginar. Moscú solía ser así, pero ya no.
Pero era la primera vez que estaba tanto tiempo lejos de casa. Extrañaba a mi familia y a mis amigos. Y Borya, mi maestro, que era la persona más cercana a mí en Cambridge, se obstinaba en que yo debía regresar en diciembre, conforme a lo planeado.
Todas las mañanas me despertaba aterrorizado, preguntándome: «¿qué debo hacer?». Desde la perspectiva del tiempo pasado, la respuesta parece evidente. Pero con tantas fuerzas diferentes colisionando, todas al unísono, tomar una decisión no era fácil. Al final, tras angustiosas deliberaciones, decidí seguir el consejo de mis padres y quedarme, y así se lo comuniqué a Jaffe. Mis amigos Reshetikhin y Tsygan hicieron lo mismo.
A Borya no le gustó esto, y yo sentía que le había defraudado. Verlo marcharse de regreso a Moscú, en el aeropuerto de Logan, a mediados de diciembre, fue un momento de tristeza. No sabíamos qué nos deparaba el futuro a ninguno de los dos; ni siquiera sabíamos si volveríamos a vernos pronto. Yo había hecho caso omiso al consejo de Borya. Pero todavía me atemorizaba que sus miedos se hicieran realidad.