Capítulo 6
Capítulo 6
Aprendiz de matemático
Resolver un problema matemático es como completar un rompecabezas, sólo que no sabes de antemano cómo será la imagen final. Podría ser difícil, podría ser fácil o podría ser imposible de resolver. Nunca lo sabrás hasta que lo hagas (o te des cuenta de que es imposible de hacer). Esta incertidumbre es, quizá, el aspecto más difícil de ser un matemático. En otras disciplinas se puede improvisar, inventar nuevas soluciones, incluso cambiar las reglas del juego. Ni siquiera la noción de qué constituye una solución está claramente definida. Por ejemplo, si se nos encomienda aumentar la productividad de una compañía, ¿qué medida empleamos para determinar el éxito? ¿Contará un incremento del 20% como un éxito? ¿Y un 10%? En matemáticas, el problema está siempre bien definido, y no hay ninguna ambigüedad en cuanto a qué es resolverlo. O lo resuelves o no.
Para el problema de Fuchs tenía que computar los números de Betti del grupo B'n. No había ambigüedad en cuanto a qué significa esto. Significa lo mismo hoy en día, para cualquiera familiarizado con el lenguaje matemático, que significaba en 1986, cuando por primera vez me enfrenté al problema, y seguirá significando lo mismo dentro de cien años.
Sabía que Fuchs había solucionado un problema similar y sabía cómo lo había hecho. Me preparé para mi propia tarea mediante problemas análogos para los que ya se sabían las soluciones. Esto me proporcionó intuición y habilidades y me equipó con métodos de resolución. Pero no podía saber a priori cuál de esos métodos funcionaría, ni de qué manera enfocar el problema, o siquiera si podría solucionarlo sin crear una técnica completamente nueva o un método totalmente diferente.
Este dilema acosa a todos los matemáticos. Fijémonos en uno de los problemas matemáticos más famosos de la historia, el último teorema de Fermat, para ver cómo uno puede hacer de matemático cuando el problema es fácil de enunciar pero la solución es mucho menos que obvia.
Cojamos un número natural n, es decir, 1, 2, 3… y consideremos la siguiente ecuación:
xn + yn = zn
con los números naturales x, y y z.
Si n = 1, tendremos la ecuación:
x + y = z,
que seguramente tiene muchas soluciones entre los números naturales: tan sólo tome cualquier x y cualquier y y establezca z = x + y. Fíjese que aquí empleamos la misma operación de suma de números naturales de la que hablamos en el capítulo previo.
Si n = 2, tenemos la ecuación
x2 + y2 = z2.
Esta ecuación tiene muchas soluciones en números naturales, por ejemplo:
32 + 42 = 52.
Todo esto se ha sabido desde la Antigüedad. Lo que no se sabía era si la ecuación tenía soluciones para n mayor que 2. Parece bastante sencillo, ¿no? ¿Cuán difícil puede resultar contestar a una pregunta así?
Pues, como acabaría viéndose…, bastante difícil. En 1637, un matemático francés, Pierre Fermat, dejó una nota en el margen de un viejo libro diciendo que si n es mayor que 2, la ecuación no tenía soluciones x, y y z que fueran números naturales. En otras palabras, que no podemos hallar tres números naturales x, y y z tales que
x3 + y3 = z3,
que no podemos hallar tres números naturales x, y y z tales que
x4 + y4 = z4,
etcétera.
Fermat escribió que había hallado una sencilla prueba de lo que decía, para todos los números n mayores que 2, «pero el margen del libro es muy pequeño para ponerla». Mucha gente, desde matemáticos profesionales a amateurs, tomó la nota de Fermat como un desafío e intentó reproducir su «prueba», haciendo de este el problema matemático más famoso de todos los tiempos. Se anunciaron premios. Se escribieron y publicaron cientos de pruebas sólo para ser rechazadas posteriormente. El problema permanecía irresuelto trescientos cincuenta años después.
En 1993, un matemático de Princeton, Andrew Wiles, anunció su propia demostración del último teorema de Fermat. Pero su prueba, a primera vista, no tenía nada que ver con el problema original. En lugar de poner a prueba el último teorema de Fermat, Wiles se había enfrentado a la llamada «conjetura Shimura-Taniyama-Weil», que es algo completamente diferente y mucho más complicado de explicar. Pero unos pocos años antes, un matemático de Berkeley llamado Ken Ribet había demostrado que la declaración de esta conjetura implicaba que el último teorema de Fermat era cierto. Por eso, una prueba de la conjetura demostraría también el último teorema de Fermat. Hablaremos de todo esto en detalle en el capítulo 8; lo que quiero explicar ahora es que lo que parece un problema sencillo puede no tener necesariamente una solución elemental. Hoy en día está claro que Fermat no pudo haber demostrado el teorema que se le atribuye. Se tuvieron que crear campos enteros de las matemáticas para poder hacerlo, una creación que aprovechó el duro trabajo de muchas generaciones previas de matemáticos.[6.1]
Pero ¿es posible predecir todo eso a partir de esta ecuación de aspecto inocente?
xn + yn = zn
¡En absoluto!
Nunca se sabe, con ningún problema matemático, lo que se necesitará para solucionarlo. Esperas y rezas por ser capaz de hallar una solución bonita y elegante, y descubrir, quizá, algo interesante a lo largo del camino. Y ciertamente esperas ser capaz de hacerlo en un período razonable de tiempo, y no tener que esperar trescientos cincuenta años para llegar a la conclusión. Pero nunca puedes estar seguro.
En el caso de mi problema, tuve suerte: había una solución elegante, y fui capaz de hallarla en un período de tiempo relativamente corto, unos dos meses. Pero no me llegó con facilidad. Nunca lo hace. Probé muchos métodos diferentes. Conforme iban fracasando, mi frustración y ansiedad aumentaban. Era mi primer problema, e inevitablemente yo me preguntaba si podría ser un matemático. Era mi primer examen para ver si tenía lo que hacía falta.
Trabajar en el problema no me excusaba de asistir a clases ni rendir exámenes en Kerosinka, pero mi máxima prioridad era el problema, y pasé incontables horas con él, noches y fines de semana. Me presionaba a mí mismo demasiado. Empezaba a tener dificultades para dormir: era la primera vez que me ocurría. El insomnio que contraje mientras trabajaba en este problema fue el primer «efecto secundario» de mi investigación matemática. Me siguió durante muchos meses después, y desde ese momento nunca más me he permitido obsesionarme hasta tal punto por un problema matemático.
Me reunía con Fuchs semanalmente en el edificio de Mekh-Mat, donde le informaba de mis progresos (o falta de ellos). Para entonces me había conseguido una identificación, así que ya no tenía que colarme por la verja. Fuchs siempre me apoyó y animó, y siempre que nos encontrábamos me explicaba algún truco nuevo o me sugería una nueva reflexión que yo intentaba aplicar al problema.
Y entonces, de repente, lo tuve. Encontré la solución, o, para ser exactos, la solución se presentó por sí sola, en todo su esplendor.
Estaba intentando emplear uno de los métodos estándar para computar números de Betti, que Fuchs me había enseñado, llamado «secuencia espectral». Era capaz de aplicarlo hasta cierto punto, lo que me permitió, en principio, computar los números de Betti del grupo B'n, a partir del conocimiento de los números de Betti de todos los grupos B'm en que m < n. El problema era, evidentemente, que yo tampoco sabía cuáles eran esos otros números de Betti.
Pero esto me dio una manera de abordar el problema: si podía adivinar la respuesta correcta, lo que tendría que hacer después sería demostrarla siguiendo ese método.
Es fácil de decir, pero llegar a esa conclusión requirió muchos cómputos de prueba, que se hacían cada vez más complicados. Durante un largo tiempo no pareció surgir ningún patrón.
De repente, como en un hechizo de magia negra, lo tuve todo claro. El rompecabezas estaba completo, y se me reveló a la vista la imagen final, llena de elegancia y belleza, en un momento que siempre recordaré con cariño. Fue un increíble momento de elevación que hacía que todas aquellas noches sin dormir valieran la pena.
Por primera vez en mi vida estaba en posesión de algo que nadie más en el mundo tenía. Era capaz de decir algo nuevo acerca del universo. No era un remedio para el cáncer, pero era un valioso pedacito de conocimiento, y nadie nunca me lo podría quitar.
Cuando uno experimenta esta sensación una vez, quiere volver a repetirla. Era la primera vez que me ocurría, y, como un primer beso, fue muy especial. Sabía que ya podía llamarme a mí mismo matemático.
La respuesta fue algo bastante inesperado, y mucho más interesante que nada que Fuchs o yo pudiéramos imaginar. Hallé que por cada divisor del número natural n (el número de hebras de la trenza en cuestión) hay un número de Betti del grupo B'n que es igual a la famosa «función de Euler» de dicho divisor.[6.2]
La función de Euler asigna a cualquier número natural d otro número natural, llamado φ(d). Este es el número de enteros entre 1 y d que son primos relativos («coprimos») con d; es decir, que no tienen divisores comunes con d (aparte de 1, por supuesto).
Por ejemplo, tomemos d = 6. En este caso, 1 es coprimo con 6; 2 no lo es (es divisor de 6); 3 tampoco (es divisor de 6); 4 tampoco lo es (4 y 6 comparten un divisor común: 2); 5 es coprimo con 6 y 6 no lo es. De modo que hay dos números naturales entre 1 y 6 que son coprimos con 6, a saber: 1 y 5. De aquí que la función de Euler de 6 es igual a 2. Lo escribimos así: φ(6) = 2.
La función de Euler tiene muchas aplicaciones. Por ejemplo, se emplea en el llamado algoritmo RSA que se utiliza para encriptar los números de las tarjetas de crédito en transacciones online (esto se explica en la nota 7 del capítulo 14). Se la llama así en honor al matemático suizo del siglo XVIII Leonhard Euler.
El que los números de Betti que hallé fueran dados por la función de Euler sugería la existencia de conexiones ocultas entre grupos de trenzas y teoría de números. Por lo tanto, el problema que acababa de solucionar podía tener potenciales implicaciones mucho más allá de su ámbito inicial.
Evidentemente, yo estaba ansioso por enseñarle a Fuchs mis resultados. Era ya junio de 1986, casi tres meses después de nuestro primer encuentro. Para entonces, Fuchs había abandonado Moscú, con su mujer y sus dos hijas, para pasar el verano en su dacha no muy lejos de la ciudad. Por suerte para mí, estaba situada a lo largo de la misma línea férrea que mi ciudad natal, a medio camino, de modo que me fue fácil visitarle de vuelta a casa.
Tras ofrecerme la taza de té de costumbre, Fuchs me preguntó por mis progresos.
—¡He resuelto el problema!
No podía contener mi entusiasmo, y supongo que la explicación de la prueba que le di resultó bastante dispersa e inconexa. Pero no había ningún problema: Fuchs lo comprendió todo rápidamente. Estaba encantado.
—Esto es genial —dijo—. ¡Bien hecho! Ahora has de comenzar a escribir el artículo al respecto.
Era la primera vez que yo escribía un artículo matemático para su publicación, y resultó ser no menos frustrante que mi trabajo matemático, y mucho menos divertido. Buscar nuevos patrones en los límites del conocimiento era algo cautivador y fascinante. Sentarme en mi escritorio, intentando organizar mis pensamientos y ponerlos sobre papel era un proceso completamente diferente. Como alguien me dijo más tarde, escribir artículos académicos era el castigo que había que sufrir a cambio de la emoción de descubrir nuevas matemáticas. Era la primera vez que me castigaban así.
Volví a ver a Fuchs con diferentes esbozos, y él los leyó con detenimiento, señalando las deficiencias y sugiriendo mejoras. Como siempre, fue extremadamente generoso a la hora de ayudar. Desde el comienzo puse su nombre como uno de los coautores, pero él lo rechazó de plano:
—Este es tu artículo —decía.
Finalmente, Fuchs declaró que el artículo estaba listo y me dijo que debería enviarlo a Análisis funcional y aplicaciones, la publicación matemática dirigida por Israel Moiseévich Gelfand, el patriarca de la escuela matemática soviética.
Gelfand, un hombre compacto y carismático, por aquel entonces recién inaugurada la setentena, era una leyenda en la comunidad matemática moscovita. Dirigía un seminario semanal en el gran auditorio de la decimocuarta planta del edificio principal de la MGU. Se trataba de un importante acontecimiento matemático y social, que se venía celebrando desde hacía más de cincuenta años y que tenía renombre a nivel mundial. Fuchs era un antiguo colaborador de Gelfand (su trabajo, en lo que se acabaría llamando «cohomología Gelfand-Fuchs», era ampliamente conocido y apreciado) y uno de los miembros de más antigüedad del seminario de Gelfand (entre los otros estaban A. A. Kirílov, exestudiante de Gelfand, y M. I. Graev, histórico colaborador durante años de Gelfand).
El seminario era diferente a cualquier otro seminario al que yo hubiera acudido. Por norma general, un seminario tiene una duración fija (en Estados Unidos, entre una hora y una hora y media) y un presentador que prepara una charla acerca de un tema determinado con antelación. En ocasiones, alguien del público hace preguntas. El seminario de Gelfand no tenía nada que ver con todo eso. Se reunía todos los lunes por la tarde y el horario oficial de apertura era a las 19.00 horas. Sin embargo, el seminario rara vez comenzaba antes de las 19.30, y generalmente empezaba entre las 19.45 y las 20.00. Durante la hora (más o menos) antes de su comienzo, los invitados (y el propio Gelfand, que solía llegar entre las 19.15 y las 19.30) se paseaban y charlaban por el auditorio y el vestíbulo. Era, evidentemente, la idea original de Gelfand: un seminario tanto como un acontecimiento social.
La mayoría de matemáticos que acudían al seminario de Gelfand trabajaban en lugares no afiliados con la MGU. El seminario de Gelfand era el único lugar en el que podían reunirse con sus colegas, averiguar qué se cocía en el mundo de las matemáticas, compartir ideas y forjar colaboraciones. Dado que el propio Gelfand era judío, su seminario se consideraba un «refugio seguro» para judíos, e incluso se lo celebraba como «el único de la ciudad» (o uno de los pocos) en que matemáticos judíos podían participar (aunque, para ser justos, había muchos otros seminarios en la MGU abiertos al público y dirigidos por gente sin prejuicios de tipo étnico). Sin duda, Gelfand aprovechaba esto.
El antisemitismo que yo había experimentado en los exámenes de ingreso a la MGU se extendía a todos los niveles del mundo académico de la Unión Soviética. Con anterioridad, en la década de 1960 y principios de 1970, aunque había habido restricciones (o «cuotas») para estudiantes de origen judío, aún podían acceder como estudiantes al Mekh-Mat. La situación fue empeorando desde los años setenta hasta los ochenta, hasta el punto de que en 1984, cuando solicité el ingreso en Mekh-Mat, casi no se aceptaban estudiantes judíos.[6.3] Pero incluso en aquellos tiempos, a aquellos estudiantes les resultaba casi imposible cursar estudios de posgrado. La única manera en que un estudiante judío podía conseguirlo era ir a trabajar tres años fuera, tras la licenciatura, y que el empleador lo enviara a un curso de posgrado (a menudo en alguna provincia lejana). E incluso si conseguían superar este obstáculo y conseguir un doctorado, les resultaba imposible conseguir un puesto académico de matemáticos en Moscú (por ejemplo, en la MGU). O bien tenían que conformarse con un trabajo en alguna provincia o trabajar en alguno de los muchos institutos de Moscú que tenían poco o nada que ver con las matemáticas. La situación era incluso más difícil para quienes no procedían de Moscú, puesto que carecían de propiska, el sello de residencia en Moscú en su pasaporte interior, exigido para cualquier trabajo en la capital.
Incluso los estudiantes más excepcionales recibían este tratamiento. Vladimir Drinfeld, un brillante matemático y futuro ganador de la Medalla Fields,[*12] de quien hablaremos posteriormente, consiguió entrar como estudiante de posgrado en Mekh-Mat tras obtener su licenciatura (aunque, por lo que tengo entendido, fue complicadísimo de conseguir), pero al ser natural de Járkov, Ucrania, le resultó imposible conseguir un puesto de trabajo en Moscú. Tuvo que conformarse con un puesto docente en una universidad provincial de Ufa, una ciudad industrial en los montes Urales. Con el tiempo consiguió un trabajo como investigador en el Instituto de Física de Bajas Temperaturas de Járkov.
Quienes se quedaban en Moscú acababan empleados en lugares como el Instituto de Estudios Sísmicos o el Instituto para el Procesado de Señales. Sus trabajos consistían en tediosos cálculos relacionados con alguna industria en particular a la que estaba vinculado el instituto (aunque algunos, de multifacético talento, conseguían abrir nuevos caminos en esas áreas). Tenían que realizar el tipo de investigación matemática que constituía su verdadera pasión en su tiempo libre.
El propio Gelfand fue expulsado de su trabajo docente en Mekh-Mat en 1968, tras firmar la famosa carta de noventa y nueve matemáticos en demanda de la liberación del matemático y activista por los Derechos Humanos Aleksándr Esenin-Volpin (hijo del poeta Sergéi Esenin) de una pena políticamente motivada que cumplía en un hospital psiquiátrico. Aquella carta estuvo tan hábilmente escrita que, tras su emisión por la radio de la BBC, la condena mundial puso en tal apuro a los líderes soviéticos que liberaron a Esenin-Volpin casi de inmediato.[6.4] Pero también enfadó gravemente a las autoridades. Posteriormente encontraron maneras de castigar a todos los firmantes. Muchos de ellos, en especial, fueron despedidos de sus trabajos.[6.5]
De modo que Gelfand ya no era profesor de matemáticas en la MGU, aunque había sido capaz de conservar su seminario en el edificio principal. Su empleo oficial era en un laboratorio de la MGU que él mismo había fundado para realizar investigaciones en biología, otra de sus pasiones.[*13] Fuchs trabajaba en el mismo laboratorio.
Anteriormente Fuchs me había urgido a que comenzara a acudir al seminario de Gelfand, así que asistí a un par de sesiones a finales del semestre de primavera. Esas reuniones me impresionaron mucho. Gelfand dirigía su seminario del modo más autoritario imaginable. Él decidía sobre todos los aspectos del mismo, y aunque a un ojo desentrenado le pudiera parecer caótico y desorganizado, en realidad dedicaba una gran cantidad de tiempo y energía a preparar y coreografiar los encuentros semanales.
Tres años después, cuando Gelfand me pidió que hablara de mi trabajo, tuve la oportunidad de ver desde dentro cómo funcionaba el seminario. Pero de momento lo hacía desde el punto de vista de un chico de diecisiete años que apenas comenzaba su carrera de matemático.
El seminario era, en muchos sentidos, un teatro para un solo actor. Oficialmente había un conferenciante designado para hablar de un tema específico, pero generalmente sólo una parte del seminario se dedicaba a eso. Gelfand solía sacar otros temas y llamar a la pizarra a otros matemáticos, a quienes no se les había pedido que preparasen nada por adelantado, para que los explicasen. Pero él se encontraba siempre en el centro de todo. Él, y sólo él, controlaba el flujo del seminario y tenía el poder absoluto para interrumpir a quien hablaba en cualquier momento con preguntas, sugerencias y comentarios. Casi puedo oírle todavía decir «Dayte opredelenie» («Dé la definición»), su frecuente advertencia a un conferenciante.
Tenía también la costumbre de arrojarse a largos monólogos acerca de varios temas (a veces sin ninguna relación con el material que se debatía) y contar chistes, anécdotas e historias de todo tipo, muchas de ellas realmente entretenidas. Fue aquí donde escuché por primera vez la anécdota que he mencionado en el prefacio: puede que un borracho no sepa qué número es mayor, 2/3 o 3/5, pero sabe que 2 botellas de vodka para 3 personas es mejor que 3 botellas de vodka para 5 personas. Una de las habilidades de Gelfand era «redefinir» preguntas que se hacían otros de manera que la respuesta fuera obvia.
Otro chiste que le gustaba contar tenía que ver con el telégrafo sin cables. «A principios del siglo XX, alguien pregunta a un físico, en una fiesta:
—¿Nos podría explicar cómo funciona?
El físico responde que es muy sencillo.
—Primero hay que comprender el telégrafo normal, con cables: imagine un perro con la cabeza en Londres y su cola en París. Usted tira de la cola en París y el perro ladra en Londres. El telégrafo sin cables —explica el físico— es lo mismo, pero sin el perro».
Tras contar el chiste y esperar a que las risas se acabaran (incluso las de quienes lo habían oído mil veces), Gelfand se volvía hacia el problema matemático que se estaba debatiendo. Si creía que la solución requería un enfoque radicalmente nuevo, decía:
—Lo que intento decir es que necesitamos hacerlo sin el perro.
Una técnica frecuentemente empleada en el seminario era nombrar a un kontrol’nyj slushatel’ («un oyente de prueba»), habitualmente algún joven del público, a quien se pedía que repitiera cada cierto tiempo lo que explicaba el conferenciante. Si se estimaba que el «oyente de prueba» seguía bien la conferencia, era que el conferenciante estaba realizando un buen trabajo. De lo contrario, el conferenciante debía frenar y explicarse mejor. A veces, Gelfand echaba del atril a un conferenciante especialmente incomprensible y lo sustituía por otro miembro del público. Y, evidentemente, Gelfand también tomaba el pelo al oyente de prueba. Todo esto hacía que el seminario fuera muy entretenido.
La mayor parte de seminarios se desarrollan a un ritmo regular, con los miembros del público escuchando (y a veces durmiéndose) de modo correcto, demasiado complaciente, demasiado cívico, o sencillamente temerosos de hacer ninguna pregunta al conferenciante, y posiblemente aprendiendo poco. No cabe duda de que el ritmo irregular y el carácter en general subversivo del seminario de Gelfand no sólo mantenía a la gente despierta (una tarea nada fácil, teniendo en cuenta que a veces se extendía hasta pasada la medianoche), sino que la estimulaba de tal modo que otros seminarios sencillamente no podían. Gelfand exigía mucho a sus conferenciantes. Trabajaban duro, y él también. Uno puede decir lo que quiera del estilo de Gelfand, pero lo cierto es que la gente nunca abandonaba el seminario con las manos vacías.
Sin embargo, me da la impresión de que un seminario como este sólo podía existir en una sociedad totalitaria como la Unión Soviética. La gente estaba acostumbrada al tipo de poderes y conducta dictatoriales que exhibía Gelfand. Podía ser cruel, a veces incluso insultante, con la gente. No creo que en Occidente muchos tolerasen este tipo de tratamiento. Pero en la Unión Soviética no se consideraba nada fuera de lo común, y nadie protestaba. (Otro ejemplo igual de famoso era el seminario de Lev Landau sobre física teórica).
Cuando comencé a acudir al seminario, Gelfand tenía a un joven físico, Vladimir Kazakov, presentando una serie de charlas acerca de los llamados modelos de matrices. Kazakov empleaba métodos de física cuántica de manera novedosa para obtener profundos resultados matemáticos que los matemáticos no podían obtener por medios más convencionales. A Gelfand siempre le había interesado la física cuántica, y era un tema que tradicionalmente había desempeñado un papel importante en su seminario. Estaba especialmente impresionado por el trabajo de Kazakov, a quien promovía activamente entre los matemáticos. Como muchas de sus visiones, resultó ser acertada: unos años después, este trabajo se hizo famoso, se puso de moda y llevó a muchos importantes avances tanto en física como en matemáticas.
En sus conferencias en el seminario, Kazakov hacía un esfuerzo admirable por explicar sus ideas a los matemáticos. Gelfand tenía más deferencia de la habitual hacia él, y le dejaba hablar sin interrupciones mucho más que a otros conferenciantes.
Mientras tenían lugar estas sesiones, llegó un nuevo artículo, de John Harer y Don Zagier, en el que daban una elegante solución a un problema de combinatoria especialmente difícil.[6.6] Zagier tiene reputación de resolver problemas aparentemente intratables; también es muy rápido. Se decía que la solución a este problema le había costado seis meses, algo de lo que estaba muy orgulloso. En el siguiente seminario, mientras Kazakov continuaba su presentación, Gelfand le pidió que resolviera el problema Harer-Zagier empleando su trabajo en los modelos de matrices. Gelfand había presentido que los métodos de Kazakov se podían emplear para solucionar este tipo de problemas, y tenía razón. Kazakov no conocía el artículo de Harer-Zagier, y era la primera vez que escuchaba el problema. De pie ante la pizarra, lo pensó durante un par de minutos e inmediatamente escribió el lagrangiano de una teoría de campos cuánticos que llevaría a la respuesta empleando sus métodos.
El público al completo estaba estupefacto. Pero Gelfand, no. Preguntó inocentemente a Kazakov:
—Volodya, ¿cuántos años has estado trabajando en este tema?
—No estoy seguro, Israel Moiseévich, quizá unos seis años.
—De modo que has tardado seis años más dos minutos, mientras que a Don Zagier le ha costado seis meses… ¿Te das cuenta de que es mejor que tú?
Y esta era una broma «suave» comparada con otras. En este entorno había que tener una piel muy gruesa para sobrevivir. Lamentablemente, algunos conferenciantes se tomaban este tipo de «despelleje» como algo personal, y esto les causaba mucho dolor. Pero he de añadir que Gelfand tenía la lengua más afilada para los matemáticos viejos y ya establecidos, y que era mucho más suave con los matemáticos jóvenes y los estudiantes.
Solía decir que daba la bienvenida al seminario a todos los estudiantes universitarios, a los estudiantes de posgrado con talento y tan sólo a los profesores brillantes. Comprendía que, a fin de mantener en movimiento el tema, era muy importante preparar a las siguientes generaciones de matemáticos, y siempre se rodeaba de jóvenes talentos. También lo mantenían joven: estuvo realizando investigaciones de máximo nivel de forma activa hasta muy pasados los ochenta años. A menudo invitaba a estudiantes de secundaria al seminario y los hacía sentarse en las primeras filas para asegurarse de que seguían lo que ocurría. Evidentemente, no se trataba de estudiantes de secundaria comunes: muchos de ellos acabarían convirtiéndose en matemáticos de renombre mundial.
Según todas las fuentes, Gelfand fue siempre muy generoso con sus estudiantes, y pasaba horas hablando con ellos de manera regular. Muy pocos profesores hacen eso. No era fácil ser su estudiante; otorgaba una especie de amor rudo, y había que aguantar sus muchas manías y hábitos dictatoriales. Pero mi impresión, por lo que hablé con varios de ellos, era que le eran leales y que sentían que tenían una enorme deuda hacia él.
Yo no era estudiante de Gelfand: era su «re-estudiante», puesto que mis dos profesores, Fuchs y Feigin (que aún no había entrado en mi vida) habían sido, al menos en parte, estudiantes de Gelfand. Por ello siempre me consideré parte de la «escuela matemática de Gelfand». Mucho más tarde, cuando ambos estábamos en Estados Unidos, Gelfand me preguntó directamente acerca de ello, y por el orgullo y la satisfacción que vi en su cara cuando le dije que sí, me di cuenta de lo importante que era para él el tema de su escuela y el reconocimiento por parte de quien pertenecía a ella.
Esta escuela, de la que el seminario era el punto focal, su ventana al mundo, tuvo un enorme impacto no sólo en los matemáticos de Moscú, sino en todo el mundo. Matemáticos extranjeros venían a Moscú para conocer a Gelfand y acudir a su seminario, y muchos consideraban un honor dar una conferencia en él.
La fascinante, excesiva personalidad de Gelfand jugaba un papel importante en la reputación del seminario. Unos años después se interesó por mi trabajo y me pidió que hablara en su seminario. Pasé muchas horas conversando con él, no sólo acerca de matemáticas, sino de muchos otros temas. Estaba muy interesado en la historia de las matemáticas y en su propio legado en especial. Recuerdo vívidamente cómo, cuando fui a visitarlo a su apartamento de Moscú por primera vez (yo acababa de cumplir veintiún años), me informó de que se consideraba a sí mismo el Mozart de las matemáticas.
—A la mayoría de compositores se les recuerda por alguna pieza en particular que crearon —me dijo—. En el caso de Mozart, no es así: es la totalidad de su obra la que le convierte en un genio.
Hizo una pausa y continuó:
—Lo mismo vale para mi obra matemática.
Dejando aparte algunas cuestiones interesantes provocadas por una autovaloración como esa, me parece que se trata, en realidad, de una comparación válida. Aunque Gelfand no demostrara ninguna famosa conjetura de las que duran años y años, como el último teorema de Fermat, el efecto acumulativo de sus ideas era impresionante. Más importante quizá, Gelfand poseía un excelente gusto por las matemáticas elegantes, así como una astuta intuición acerca de qué áreas de las matemáticas eran las más interesantes y prometedoras. Era como un oráculo con la capacidad de predecir en qué direcciones se moverían las matemáticas.
En una asignatura que estaba fracturándose y especializándose cada vez más, él era uno de los últimos hombres del Renacimiento, capaces de hacer de puente sobre varias áreas. Era el ejemplo perfecto de la unidad de las matemáticas. A diferencia de muchos seminarios, que se especializaban en un área de las matemáticas, si ibas al de Gelfand podías ver cómo encajaban todas esas partes. Es por eso por lo que nos reuníamos los lunes en el auditorio del piso catorce del edifico principal de la MGU y esperábamos ansiosos las palabras del maestro.
Y fue a este hombre que inspiraba admiración a quien Fuchs me sugirió enviar mi primer artículo de matemáticas. La revista de Gelfand, Análisis funcional y aplicaciones, se publicaba en forma de cuatro delgados números al año, de unas cien páginas cada uno (una cantidad lastimosa para una revista como esta, pero el editor se negaba a dar más, así que había que adaptarse), y poseía una reputación muy alta en todo el mundo. Se traducía al inglés y muchas bibliotecas científicas de todo el mundo estaban suscritas.
Era muy difícil conseguir que esta revista publicara un artículo, en parte debido a las enormes limitaciones del número de páginas. Había, en realidad, dos tipos de artículos que se publicaban: los de investigación, de unas quince a veinte páginas cada uno, con pruebas detalladas, y anuncios cortos en que sólo se indicaban los resultados, sin pruebas. Los anuncios no podían exceder las dos páginas. En teoría, a un artículo tan corto le debía suceder posteriormente un artículo detallado con todas las pruebas, pero, de hecho, a menudo esto no ocurría porque publicar un artículo más largo era extraordinariamente difícil. En efecto, era casi imposible para un matemático de la Unión Soviética publicar en el extranjero (se necesitaban todo tipo de pases de seguridad, que tardaban más de un año y mucho esfuerzo en conseguirse). Por otra parte, la cantidad de revistas matemáticas, en la Unión Soviética, era muy pequeña para la cantidad de matemáticos que había. Lamentablemente, muchas de ellas estaban controladas por varios grupos, que no permitían a los de fuera publicar, y también abundaba el antisemitismo en muchas de ellas.
Debido a todo esto se generó una cierta subcultura de artículos matemáticos en la Unión Soviética, a la que se dio en llamar «tradición rusa» de artículos matemáticos: una escritura extremadamente concisa, proporcionando pocos detalles. Lo que muchos matemáticos de fuera de la Unión Soviética no veían era que esto se debía a la necesidad, no a una elección deliberada.
Era este tipo de anuncio corto lo que Fuchs buscaba para mi primer artículo.
Gelfand debía cribar y aprobar todo artículo enviado a Análisis funcional y aplicaciones, incluidos los anuncios cortos. Si el artículo le gustaba, dejaba que el artículo pasara por el proceso estándar de arbitraje. Esto significaba que para que mi artículo se tuviese en cuenta, yo debía conocer a Israel Moiseévich en persona. Así que, antes de uno de los primeros seminarios del semestre de otoño de 1986, Fuchs nos presentó.
Gelfand me dio la mano, sonrió y dijo:
—Encantado de conocerte. He oído hablar de ti.
Yo estaba completamente deslumbrado. Juraría que veía un halo en torno a la cabeza de Gelfand.
Entonces este se giró y le pidió a Fuchs ver mi artículo, que Fuchs le entregó. Gelfand comenzó a pasar las páginas. Había cinco de ellas, que yo había copiado a limpio (lentamente, con dos dedos) en una máquina de escribir que tomé prestada en Kerosinka, y sobre las que había copiado las fórmulas a mano.
—Interesante —dijo Gelfand, mostrando aprobación—, pero ¿por qué es importante?
Fuchs comenzó entonces a explicar algo acerca de los discriminantes de polinomios de grado n con raíces distintas, y de cómo mi resultado se podía emplear para describir la topología del fibrado del discriminante, y… Gelfand le interrumpió:
—Mitya —le dijo, empleando la forma diminutiva del primer nombre de Fuchs—, ¿sabes cuántos suscriptores tiene la revista?
—No, Israel Moiseévich, no lo sé.
—Más de mil… —Era un número bastante alto teniendo en cuenta lo especializado de la revista—. No puedo enviarte a cada suscriptor con cada número para que le expliques para qué sirve este resultado, ¿verdad?
Fuchs negó con la cabeza.
—Ha de explicarse bien en el artículo, ¿de acuerdo?
Gelfand se preocupó de decirle todo esto a Fuchs, como si fuera culpa suya. Luego nos dijo a los dos:
—Aparte de eso, el artículo me parece bueno.
Después me sonrió otra vez y se fue a hablar con alguna otra persona.
¡Menudo diálogo! Fuchs esperó a que Gelfand no pudiera oír y me dijo:
—No te preocupes, sólo quería impresionarte —(¡y vaya si lo hizo!)—. Tendremos que añadir un párrafo al principio para explicarlo, y luego probablemente lo publicará.
Era el mejor resultado posible. Tras añadir el párrafo requerido por Gelfand, envié oficialmente el artículo y acabó apareciendo en la revista.[6.7] Así se completó mi primer proyecto matemático. Había cruzado mi primer umbral y me encontraba al comienzo de una senda que me llevaría al mágico mundo de las matemáticas modernas.
Ese es el mundo que quiero compartir con usted.