CAPÍTULO XIII
1

Mientras Toni Ferrari y Benito Conti bajaban corriendo las escaleras de la casa de departamentos, Ben explicaba con rapidez que tenía un amigo, un inglés, que también debía ir con ellos en el tren que salía para Chiasso a las 19. Si era necesario tomar un taxi, bueno, lo tomarían, pero Ben tenía que pasar a buscar a ese amigo. Encontraron a Jim dormitando sobre la mesa del café: había ido en moto de Lowghyll a Bristol en pocas horas; luego en avión hasta Milán, en un carguero donde no pudo descansar; había soportado el sol de Italia y después había comido con abundancia, rociando la comida con una botella de chianti. Rubio, y enrojecido por el sol, Jim Ryan parecía medio borracho, pero en realidad era sólo la falta de sueño y el cambio brusco de clima la causa de que se tambaleara cuando Ben le interrumpió el sueño y lo arrastró hasta el taxi que esperaba. Durante el corto trayecto de Milán a Chiasso, Jim durmió como una criatura. Toni Ferrari, sin nada de sueño, vivaz y lleno de entusiasmo, sacó de su bolsillo una agenda bastante estropeada, consultó fechas e hizo algunas anotaciones de sus proyectos para bombardear a su primo segundo, Jacopo Ferrari, a quien habían trasladado por segunda vez a la estación de Chiasso.

Cuando llegaron, Ben condujo a Jim Ryan hasta la sala de espera, vio cómo se acostaba tranquilamente a lo largo de un banco duro y luego salió en procura de Toni, quien había localizado a su primo en el cuchitril donde se juntaba el personal de los ferrocarriles durante los intervalos de las tareas. Allí había otros empleados, todos conocidos de Toni; éste, resuelto y decidido, se dirigió a Jacopo.

—Me han pedido que atienda a este caballero, el Signor Conti de la Bristair Charter Company, quien ha venido hoy por avión desde Inglaterra para hacer algunas averiguaciones. Si tú lo puedes ayudar, te lo agradecerá mucho.

—Si usted puede serme útil, lo voy a recompensar por su ayuda —dijo Ben—. Se trata de un asunto que para mí tiene muchísima importancia.

Toni empezó a desarrollar su plan.

—A ver si recuerdas el día del casamiento de Giovanna Ferrari —empezó—. ¿En qué fecha fue, Jacopo?

—El 14 de mayo, la víspera del día del santo de Giovanna, San Giovanni ante Potam Latinam —anunció Jacopo con satisfacción—. ¿Cómo no me voy a acordar? Era el matrimonio de mi sobrina preferida y ese animal del inspector no quiso dejarme salir para ir al casamiento. Mientras Giovanna se casaba, mientras todos bebían y se divertían, yo me quedé aquí en la estación. ¿Non é vero? —preguntó a sus compañeros, quienes agregaron que era cierto, triste, pero muy cierto.

— ¡Qué suerte que estés aquí en Chiasso y puedas ayudar al Signor Conti! —declaró Toni grandiosamente—. Ahora, escucha. Eran las 15 cuando entró el tren que llegaba de Milán. Se bajó una inglesa, alta, morocha, distinguida, pero no muy joven. Tenía un tapado claro y un sombrero chico; llevaba una valija chica, llena de etiquetas de hoteles de Francia, Suiza, Italia, Austria: etiquetas de todas partes. Pasó por tu molinete, ¿sí? Te dio el boleto de Milán a Chiasso ¿sí?

Jacopo Ferrari se debatía. Imploraba a todos los santos (especialmente a San Antonio de Padua). ¿Pero cómo, se preguntaba, en nombre de la Santísima Virgen, cómo podía él acordarse de una inglesa que bajó de un tren en Chiasso hacía cinco, casi seis meses?

Entonces fue cuando Toni jugó su carta de triunfo.

—Hay una razón para que te acuerdes —declaró—, una buena razón. Tú tienes una hija, Jacopo, Felice, a quien yo quiero. El día del santo de Felice, el 21 de abril, le regalé un prendedor que le había comprado en Venecia. Un lagarto de plata con unas piedras azules...

De repente Jacopo rugió con satisfacción.

— ¡El lagarto azul! Tienes razón, mater sanctissima, ¡tienes razón! La señora inglesa que tenía en el tapado un lagarto azul, igualito al de Felice, bajó en Chiasso, me entregó su boleto...

Inmediatamente la conversación se transformó en un animado alboroto del que participaron los mozos de cordel, los peones y todos los que estaban allí. Toni, radiante, se frotaba la frente y miraba a Ben.

— ¿No te dije, Jacopo, que iba a conseguir que te acordaras? ¿Viste? ¿Te acuerdas? Esa señora inglesa había estado en Venecia donde se compró un lagarto con piedras azules igual al que yo compré para Felice en la Plaza San Marco.

Del increíble barullo en que se transformó la conversación durante los minutos siguientes se pudo sacar en limpio que uno de los mozos de cordel, Guido Cavelli, también se acordaba de esa señora inglesa que casualmente llevaba un lagarto con piedras azules igual al de Felice. Como Jacopo Ferrari no se había fijado, había sido él quien le dijo:

—Mire que buen regalo le ha hecho Antonio a Felice... Y la dama inglesa iba a Bellagio —continuó—. Yo le llevé la valija hasta el auto que la esperaba, il auto per Bellagio, como dijo ella.

2

Después de haberle dado una buena gratificación por ese espléndido testimonio, Ben volvió a la sala de espera para despertar a Jim Ryan.

—Lo que necesitas es una taza de café bien cargado —le dijo y Jim dio un enorme bostezo.

—Ya se me pasó, Ben. Lo que necesitaba era dormir un poco. ¿Qué tal te fue?

—Mejor de lo que esperaba. Hemos ubicado a Mrs. Ryan en Chiasso camino a Bellagio, gracias a Toni Ferrari. Ahora vamos a tomar un café y después tomaremos el tren de las diez de vuelta para Milán y llegaremos a casa de mi tío antes de que todos se hayan acostado.

Los tres, Ben, Jim y Toni encontraron un compartimiento vacío (mejor dicho, el guarda que conocía mucho a Toni, fue quien los ubicó), y Ben contó a Jim las averiguaciones que hiciera por medio de la familia Ferrari. Concluyó diciendo:

—Mira, muchacho; calculo que hemos conseguido las pruebas de que Mrs. Ryan había abandonado al coronel. Éste pudo llegar a saber que ella salió de Brescia para Milán; Marezzo podría habérselo informado. Pero no me imagino cómo hubiese podido hacer el coronel para averiguar que ella iba a Chiasso. El coche que la esperaba en Chiasso era un taxi y la llevaría a Bellagio. De manera que me parece que con eso se puede descartar totalmente la idea de que el coronel la mató.

—Me alegro —dijo sencillamente Jim—. Yo nunca creí que lo hubiera hecho.

—No interesa lo que tú hayas creído, muchacho. Lo que debemos hacer ahora es presentarnos a la policía de Milán y manifestarle lo que hemos podido averiguar. Luego a ellos les corresponde probar que es así. Mira, la policía inglesa debe haberse comunicado ya con la de Milán para averiguar qué pasó en Gardone y por lo visto la policía de aquí no aclaró nada. Tenemos que decirles todo lo que sabemos. No podrán decir que es un invento bien fabricado porque está el sobre de Toni dirigido a Mrs. Ryan.

—Si te parece, yo estoy de acuerdo —dijo Jim.

—Y hay otra cosa —continuó Ben, cuya inteligencia era mucho más capaz que la de Jim de llegar a conclusiones de causa y efecto—. Si la policía inglesa está enloquecida con tu escapada, y te apuesto lo que quieras a que es así, me parece mucho mejor que nos presentemos a la policía de Milán para contarle qué estuvimos haciendo y por qué queríamos hacerlo antes que te pescaran. Mira, la policía inglesa sabe que ibas a Bristol, tú le hablaste por teléfono a tu madre, ¿no?, y han de haber andado rondando por los aeródromos. Con toda seguridad en Milán han de estar buscándonos a los dos.

— ¡Al diablo!—gruñó Jim—. Eso significa que te he metido en un lío.

—Ya se va a aclarar todo —dijo alegremente Ben—. Ninguno de los dos ha estado haciendo nada malo.

—Pero cuanto más pronto me entregues a tu policía, será mejor —dijo Jim, cuya imaginación se excitaba al darse cuenta de que estaba ocasionando un perjuicio a Ben.

—Bueno, podemos ir juntos —dijo Ben con toda calma—. Te dije que hablé por teléfono con Marezzo; éste está tratando de averiguar qué hizo el coronel Ryan el día que Mrs. Ryan llegó a Chiasso. Marezzo tiene idea de que ese día había llevado el Jaguar a la estación de servicio para que le hicieran un ajuste. Conoce al muchacho que revisó, el Jaguar y dice que probablemente eso esté registrado en los libros. De cualquier modo en cuanto lleguemos a la estación de Milán le voy a hablar por teléfono y veremos qué hacemos.

3

Ben enfrentó a la policía de Milán con la misma inteligencia que demostrara hasta ese momento. Con bastante insistencia, más un montón de palabras dichas en su lengua nativa, consiguió pasar por los empleados de menor jerarquía y llegar hasta la oficina del inspector, donde hizo una declaración concluyente. Lo único que Jim alcanzó a entender de todo eso fue la frecuente mención de su nombre, más el de los lugares que había recorrido con Ben ese día, y el hecho de que durante toda la declaración de Ben aumentaba constantemente el fastidio del inspector, así como el tono de su voz. La culminación de ese jaleo en una gritería convenció a Jim de que lo único que él y Ben podían esperar era el pelotón de fusilamiento. Sin embargo, Ben parecía completamente imperturbable; sacó un paquete de cigarrillos ingleses y con una inclinación les ofreció cigarrillos al inspector y a sus subordinados y luego se volvió hacia Jim.

—Han mandado buscar un intérprete. Tienes que contestar las preguntas por medio del intérprete, porque no permiten que lo hagas por mi intermedio. Diles todo lo que puedas, y si hay algo que recuerdas, dilo. Este hombre es un tipo muy decente.

El intérprete hablaba muy bien inglés, aunque tenía un acento que a Jim le intrigaba un poco; pero las preguntas se iban contestando lentamente: el inevitable nombre, la edad, domicilio; de qué lugar venía Jim, cómo había viajado y las razones que tuvo para hacerlo. Le preguntaron por qué no había comunicado a la policía que pensaba salir de Inglaterra y él contestó:

—Pensé que me lo iban a impedir y me parecía que no tenían por qué; yo quería llegar a Gardone con Ben para ver si podía descubrir hacia adonde fue Mrs. Ryan cuando dejó el hotel.

Quizás la honestidad, sino la desfachatez de la contestación llegó a los oídos del inspector; su voz parecía un poco menos furiosa cuando preguntó por medio del intérprete qué había hecho Jim durante todo ese día en Italia. Jim tenía una memoria exacta y esmerada: contó todo, dando los horarios de trenes y ómnibus y los nombres de las personas a quienes Ben había visto. Jim estaba completamente seguro de que le preguntaban todas esas cosas para confrontarlas con el relato de Ben y con toda conciencia incluyó hasta los más mínimos detalles. Concluida la interrogación llevaron a Jim a una oscura salita de espera con bancos de madera alrededor de las paredes; hacía calor, y el ambiente era pesado y con olor a ajo, pero otra vez se echó a dormir. Una de las cosas que había aprendido mientras hacía el servicio militar era ésta: si no hay nada que hacer, hay que dormir.

4

Ben se quedó en la oficina del inspector; este último había recuperado su furia original con la idea de que esos dos muchachitos ingleses habían interferido en un asunto policial bajo las mismas narices de las autoridades; el inspector, como todo buen policía, se interesaba mucho de los casos criminales, y Ben estaba en condiciones de suministrarle detalles mucho más completos sobre el caso de Ryan de los que podían surgir de las escuetas preguntas telefoneadas desde Inglaterra. Cuando Ben hubo terminado, el inspector vio que había dos posibilidades; una, que el coronel Ryan hubiera matado a su mujer y otra que Mrs. Ryan hubiera matado a su marido. La tercera posibilidad, que Jim hubiera muerto a los dos, no convencía al inspector milanés; ese muchacho rubio, somnoliento, lento y prudente, no le parecía ser el tipo de un asesino. Al mismo tiempo, estaba muy satisfecho de haber podido llamar por teléfono a Londres diciendo que había detenido al hombre que buscaban, y que lo mandaría al día siguiente de vuelta a Inglaterra bajo vigilancia policial. El inspector también había comprendido el hecho de que Benito Conti no podía estar implicado en el asunto: desde Pascua no se había movido de Bristol y entonces no podía haber asesinado a nadie, ni en el norte de Inglaterra, ni en el lago Garda.

Mientras esperaban la vuelta de Antonio Ferrari (a Toni lo habían mandado a su casa para que buscara el sobre que le había entregado Mrs. Ryan), el inspector se tranquilizó lo suficiente como para preguntarle a Ben si tenía alguna teoría sobre ese caso del coronel y su desaparecida mujer. Ben meneó la cabeza.

—Yo no conocía a ninguno de los dos, Signor ispettore —dijo—; pero estoy dispuesto a creer en la palabra de Jim Ryan cuando dice que el coronel no puede haber asesinado a su mujer: ella lo abandonó y se fue a Bellagio. A ustedes les corresponde descubrir qué pasó allí. Ella pudo haber vuelto a Inglaterra, por supuesto. Jim cree que ha sido así y que a los dos los mataron los sirvientes de la casa de Mrs. Ryan, el jardinero y su hermana.

—El jardinero y su hermana... É'doc, ¿sí?

— ¿É'doc? Ah, sí, Baydock, así se llaman. ¿Por qué? ¿Los arrestaron?

—No sé —dijo el inspector, quien estaba tratando de conseguir información y no de darla.

¡Ecco!, il ragazzo Ferrari —exclamó, en el momento en que anunciaban a Toni y éste traía el sobre.

El inspector empezaba a tener su propia teoría. Eso era una evidencia, una evidencia real y efectiva. Fuese o no un mentiroso Toni Ferrari (y la policía del mundo entero siempre sospecha que las declaraciones son mentiras) el inspector no podía imaginarse de qué otra forma ese sobre, dirigido a Mrs. Ryan, había podido llegar a manos de Toni, sino en la forma expuesta por éste; de manera que era muy posible que Mrs. Ryan hubiera ido a Chiasso, y si llegó a Chiasso, ¿por qué no a Bellagio? De todas maneras, el inspector pensaba mandar ese sobre a Inglaterra.

Dejó de estudiar el sobre y al levantar la vista vio que Ben lo estaba estudiando a él.

— ¿Va a mandarlo a Jim Ryan de vuelta a Inglaterra mañana, Signor ispettore? —preguntó Ben.

—Con toda seguridad. La policía inglesa lo busca.

—Pensé que sería así. Por eso lo traje —dijo Ben con calma—. Es mejor que a mí también me mande de vuelta, ispettore. Yo le puedo ser muy útil a la policía inglesa.

— ¿Usted? A usted no lo buscan. Usted va a quedarse acá hasta que yo compruebe toda su historia. Tengo que ver a ese Marezzo, y al mozo de cordel de Brescia...

—Por supuesto tiene que comprobarlo —dijo Ben con toda cortesía—, pero usted sabe que estuve con Marezzo y con Beppo, de otra manera no hubiera podido ubicar a Toni Ferrari ni a su pariente en Chiasso. Yo sé que todos los detectives conscientes comprueban todo, paso por paso; pero en Inglaterra la policía me va a necesitar para explicar por qué ayudé a Jim Ryan a salir de Inglaterra, y también para saber todo lo que hice en Gardone, Brescia y Chiasso. Cuando usted lo interrogó, él se explicó muy bien, pero usted conoce todos esos lugares, los ómnibus y los trenes. La policía inglesa no los conoce, y puede necesitarme para comprobar todos los detalles, como dicen ustedes.

— ¿Tiene la desfachatez de indicarme qué debo hacer?—chilló el inspector—. Lo voy a meter en un calabozo con su amiguito.

—Okay —dijo Ben, usando la palabra que por un capricho del lenguaje es el más internacional de todos los sonidos. Luego empezó a hablar otra vez, en italiano puro y suave—. Si usted deja aquí a Jim Ryan, inspector, es justo que yo también me quede y vuelva mañana con él a Inglaterra. Usted dijo que la policía inglesa "lo busca". Eso significa inconvenientes, lo sé. Yo puedo decirle mucho a la policía: dónde anduvo, tanto aquí como en Inglaterra. Les puedo mostrar las cartas que me escribió, decirles las veces que me llamó por teléfono —hizo una pausa y agregó con sencillez—: mi amigo. Sé que no ha hecho nada malo. Hemos ido juntos al colegio y lo conozco muy bien.

—Todo eso es muy lindo, muy noble —respondió el inspector—; pero se han cometido crímenes. Sin ninguna duda hay crímenes.

—Lo sé —dijo Ben—. Este asunto es algo muy misterioso, pero Jim Ryan aunque quisiera no podría hacer nada misterioso; es demasiado sencillo. ¿A usted le parece que es un individuo capaz de planear una cosa tan misteriosa como ésta y llevarla a cabo?

—Aunque no entiendo inglés —contestó el inspector—, ese muchacho, como usted dice, me parece muy sencillo.

— ¿Me permite quedarme aquí esta noche y volver con él a Inglaterra cuando usted lo mande mañana?—preguntó Ben—. Le aseguro que eso le será más útil a la policía inglesa que si usted me retiene aquí.

—Lo voy a pensar —contestó el inspector—. Como me ha pedido quedarse, puede quedarse esta noche. Mañana, veremos.

Tante grazie —dijo Benito Conti.

Así fue cómo Jim y Ben compartieron una celda en la cárcel del Cuartel Central de Policía de Milán; no tenía ninguna clase de comodidad, ni siquiera ventilación, pero ellos durmieron con tanta tranquilidad como si hubieran estado en sus casas.