Introducción por William Styron

¿Es cierto que para un escritor no debería existir ninguna materia que quede fuera de los límites de su imaginación? Como novelista que se ha adentrado profundamente en territorio desconocido, siempre he considerado que los escritores tienen el privilegio de enfrentarse a lugares y a sucesos que no necesariamente deben conocer de primera mano. La imaginación es soberana y su poder, casi por sí solo, según mi teoría, debería ser capaz de transformar cualquier tema en algo maravilloso si el escritor es lo suficientemente bueno, de modo que su mundo le parezca más real al lector que el mundo de un escritor que puede gozar de una familiaridad total con su entorno pero que posee un talento menor. Sin duda, existen ejemplos de estas triunfantes incursiones en terra incógnita. Stephen Crane no tenía ningún conocimiento de primera mano sobre la guerra y, aun así, su retrato de los horrores del combate en El rojo emblema del valor sigue siendo una de las más grandes narraciones de ficción sobre la Guerra Civil o, de hecho, sobre cualquier guerra. Su autor nunca puso un pie en África y, sin embargo, Henderson y el rey de la lluvia, la novela de Saúl Bellow sobre el continente oscuro, rebosa autenticidad.

Entonces, ¿existe algún apartado de la experiencia donde la intrusión de un escritor que no esté familiarizado con su realidad debería desaconsejarse? Una vez más, estaba a punto de decir que no pero, de hecho, creo que sí existe ese lugar y no es otro que el ámbito de los bajos fondos de la América moderna, el entorno en el que moran los criminales habituales. Es un terreno de nuestra sociedad tan apartado del día a día del lector de clase media, un lugar tan corrupto y tan violento, poblado por seres humanos tan grotesca e impredeciblemente diferentes de ti y de mí, que sus atroces límites y el comportamiento de sus habitantes solo los puede plasmar un escritor que haya estado allí. Edward Bunker ha estado allí. Hace poco más de veinte años, Bunker, que por aquel entonces se acercaba a los cuarenta, salió en libertad de la cárcel tras un confinamiento casi continuo en instituciones estatales y federales desde los once años. Durante los años posteriores a su liberación, en su papel de testigo de los bajos fondos de Los Ángeles, Bunker produjo una serie de narraciones duras, valientes y cuidadosamente elaboradas que expusieron la anatomía de la mente criminal mejor que las de cualquier novelista contemporáneo.

Como tantos otros criminales, Bunker sufrió las consecuencias de crecer en una familia disfuncional de alcohólicos. Pasó la adolescencia en Los Ángeles durante los años siguientes a la Segunda Guerra Mundial y cayó en una espiral de crímenes insignificantes que provocaron que finalmente lo enviaran al reformatorio. Tras su liberación a los dieciséis años, retomó una carrera criminal considerablemente más peligrosa que incluyó el atraco profesional y el tráfico de drogas. Tras un arresto por cargos de drogas lo condenaron a un año en la cárcel del condado de Los Ángeles de la que escapó en seguida. Lo capturaron de nuevo y le cayeron dos sentencias consecutivas de seis meses a diez años en San Quintín. Seguía siendo solo un adolescente. Fue durante su estancia en San Quintín, donde cumplió cuatro años y medio, cuando el comportamiento de Bunker se diferenció del de la mayoría de jóvenes convictos y desarrolló una pasión que finalmente le salvaría la vida, aunque la verdadera salvación le llegaría tras muchos más años a la sombra. Descubrió los libros. Se convirtió en un lector consagrado que saqueaba la biblioteca de la cárcel para saciar el apetito por la palabra escrita que se había despertado en él; su entusiasmo lo convirtió en un aspirante a escritor que garabateaba sin descanso en su celda con inmenso placer aunque sin ningún éxito en cuanto a publicación.

Cuando Bunker salió en libertad condicional de San Quintín a la edad de veintitrés, inició una fase en su vida en cuya desalentadora y frustrante naturaleza germinarían las semillas de su obra posterior. No hay bestia tan feroz, potente primera novela de Bunker publicada muchos años después, trata de un joven exconvicto, atractivo, prometedor, ansioso por hacerse un hueco en la sociedad, pero la mera existencia de un pasado en prisión es suficiente para provocar que se cierren sin cesar todas las puertas delante de sus narices. Como su personaje de ficción, Bunker intentó adaptarse desesperadamente a un mundo nuevo y recto haciendo innumerables esfuerzos por conseguir un trabajo legítimo, pero la sombra de San Quintín es siniestra y persistente: la sociedad lo había dejado fuera. Se refugió en el crimen una vez más (planeando robos, extorsionando a chulos y madames a cambio de protección o falsificando cheques), lo detuvieron, lo declararon culpable y lo enviaron de nuevo a San Quintín con una sentencia de un máximo de catorce años. Esta fue la condena continua más larga para Bunker. Cumplió la mitad. Siete años agonizantes. Él mismo calificó este periodo de cercano a la locura (una racha profundamente rebelde provocó que en más de una ocasión sufriera los horrores del Agujero, el confinamiento solitario); pero su apasionada historia de amor con la palabra escrita, que lo mantuvo leyendo y escribiendo, le proporcionó una especie de rescate espiritual y, también, en términos más concretos, cuatro novelas no publicadas y numerosas historias cortas. Volvió a salir de su encierro entre rejas con hambre de triunfar como escritor de ficción.

Dado el destino de tantos exconvictos en Estados Unidos no debería sorprender que la nueva libertad de Bunker no durara demasiado. Una vez más, su pasado en prisión actuó como una maldición. Tras rellenar unas doscientas solicitudes para trabajos legítimos y no obtener ni una sola respuesta, después de recorrer las calles hasta que le salieron ampollas en los pies, de responder a anuncios semana tras semana y solo recibir rechazo, Bunker se adentró de nuevo en el camino del crimen. Robó la caja fuerte de un bar y lo detuvieron tras una persecución en coche a toda velocidad. Fue puesto en libertad bajo fianza mientras esperaba el juicio pero lo arrestaron de nuevo debido a lo que podría parecer un eufórico exceso de confianza: decidió robar lo que él mismo describió como «un pequeño y próspero banco de Beverly Hills». Sin ser consciente de que los de narcóticos, al creer que se dirigía a cerrar un trato sobre droga, habían marcado su coche con un rastreador, Bunker, armado hasta los dientes, se dirigió al banco seguido por policías que lo detuvieron a punta de pistola tras propinarle una buena paliza. Lo juzgaron por cargos federales, lo sentenciaron a seis años y lo trasladaron a la penitenciaría de McNeil Island en Puget Sound, Washington. En McNeil Island, el espíritu insurgente de Bunker le metió de nuevo en problemas. Furioso por estar encerrado en una celda de diez hombres, inició una huelga y, debido a aquel acto de rebeldía, lo enviaron al encierro más temido del país, a la prisión de máxima seguridad de Marión, Illinois. Allí, a pesar de los terribles impedimentos y restricciones, mostró su eterno desdén hacia el sistema al continuar escribiendo ficción. Sin duda, fue la escritura entregada y apasionada lo que finalmente salvó a Edward Bunker.

Mientras esperaba el juicio por el robo al banco en Beverly Hills, No hay bestia tan feroz fue aceptada para su publicación y salió a la luz en 1973, durante su encarcelamiento en Marión. El libro recibió buenas críticas en general y fijó las miradas en su autor; esto se sumó a la fama que había adquirido gradualmente como convicto brillante, directo y literato, autor de elocuentes ensayos sobre las condiciones y la vida de la cárcel en revistas como Harpers y The Nation. Para cuando terminó su segunda novela, The Animal Factory, desde su celda de Marión, la reputación de Bunker en el amplio cosmos carcelario nacional brillaba con tanta fuerza que favoreció claramente su última libertad condicional.

Su puesta en libertad definitiva tuvo lugar en 1975. Desde entonces, vivió la vida como un ciudadano tranquilo más tras establecerse en su Los Ángeles natal donde se casó, tuvo un hijo y continuó escribiendo ficción (su tercera novela, Little Boy Blue, apareció en 1982) mientras desarrollaba una exitosa carrera como guionista. En 1978, una versión cinematográfica increíblemente impactante (aunque misteriosamente abandonada) de No hay bestia tan feroz, con guión de Bunker, se produjo bajo el título de Libertad condicional, con Dustin Hoffman como protagonista en una tensa y magnífica interpretación de un arquetípico Eddie Bunker. El personaje es un exconvicto desesperado cuyas aspiraciones decentes se ven frustradas por una sociedad inclinada a negar a hombres como él su derecho a la rehabilitación y a la redención.

En las novelas de Bunker, el fracaso a la hora de conseguir la redención se une a otro tema: el terrible abandono de los hijos. Este asunto, que deriva obviamente de la propia experiencia amarga y brutal de Bunker, es recurrente a lo largo de toda su ficción; en Perro come perro, su cuarta novela, el protagonista fuera de la ley en este caso es Troy Cameron. Al igual que Bunker, se graduó en el reformatorio y, mientras seguimos sus avances a través de esta narrativa cruda, implacable y en ocasiones terroríficamente brutal, al rastrear su anárquica expedición en compañía de otros dos alumnos del reformatorio, Diesel Carson y Mad Dog McCain, percibimos que lo que se esconde entre líneas, al igual que en todos los demás escritos de Bunker, es la perpetuación de la violencia y de la crueldad. Según Bunker, se alimenta al crimen desde la cuna institucional y aquellos de los que se abusa o que son mutilados espiritualmente en sus primeros años de juventud, ya sea en la familia, en una casa de acogida o en un reformatorio, crecen y se convierten en los canallas sedientos de sangre de la sociedad. Perro come perro es una novela de espantosa autenticidad, con una gran resonancia moral y social que solo podría haber escrito Edward Bunker, que ha estado allí.