Capítulo 17

Ya en la comisaría, arrastraron a Troy fuera del coche. Varios agentes lo esperaban con apretados guantes de cuero y porras. Lo golpearon, patearon y arrastraron por el suelo y siguieron golpeándolo al subir por las cortas escaleras. Unas botas pesadas le dieron en la cabeza. Dentro, alguien le sujetó la cabeza por el pelo y le clavó un puñetazo en la cara. La nariz le crujía con cada golpe. Le rompieron la mandíbula.

Después de que le registraran y certificaran el visto bueno físico, lo esposaron a una puerta de barrotes junto al pasillo principal para que quien así lo deseara pudiera patearlo y darle puñetazos hasta cansarse. Cierto que el hombre que había disparado a dos agentes y los había aterrorizado ya estaba muerto, pero tenían a su socio. Cuando se corrió la voz de que Melanie podía quedar parcialmente paralizada, la histeria aumentó durante unos minutos. Troy les mostraba su odio y les desafiaba lo mejor que podía, a gritos.

Cuando cambiaron el turno, tenía una muñeca rota tan hinchada que la carne de color azul oscuro, casi negro, ocultaba la esposa. Escupía sangre y trozos de diente, le habían roto la mandíbula y las costillas. También tenía rota la nariz y los ojos tan hinchados que apenas veía movimientos borrosos. Un ayudante borracho que llegó tarde se subió a las barras y saltó sobre el hombre esposado. Se escuchó el sonido de los huesos al romperse y la oleada de dolor fue tan grande que se desmayó.

Antes del amanecer, una hora antes del cambio de turno, el capitán de guardia salió de la oficina para tomar un café y vio a Troy aún colgado de las barras.

—Sacad esta basura de aquí —dijo al darle un golpecito a la figura inerte con la punta del pie—. Llevadlo al hospital del condado antes de que uno de esos judíos cabrones de la Unión de Libertades Civiles Americanas lo vea y empiece a gritar que es brutalidad policial. Si alguien pregunta, lo hirieron en el aparcamiento y unos negros lo asaltaron en las celdas.

—Entendido, capitán —dijo el sargento—. A esos chupapollas no les importa que una agente quede paralizada, solo les interesan los mierdas como este. Si dependiera de mí, lo sacaría fuera y le pegaría un tiro.

—En Brasil, dieron con la solución perfecta. Allí, el proceso debido es una bala detrás de la oreja.

—Tendremos que empezar a hacer eso también muy pronto. Sácalo de aquí. No quiero verlo más.

Así, metieron a Troy en la parte de atrás de un coche de policía con dos agentes.

—Arregladlo y traedlo otra vez. Los detectives querrán hablar con él antes de llevarlo a juicio.

Mientras daba botes en el asiento de atrás, Troy deseó que pararan y lo mataran. Podrían decir que había intentado escapar. De haber sido capaz, les habría obligado a hacerlo. Envidiaba a Diesel.

El personal de urgencias atendía a cualquiera que llevara la policía. Disparos, puñaladas, sobredosis, para los médicos y enfermeras todo era lo mismo. Trataban las dolencias físicas y no realizaban juicios morales ni preguntas. En esta ocasión, sabían quién era. La historia inundó las ondas locales durante toda la noche, además, ya habían atendido a dos agentes heridos y al ciudadano de la barbería, así que sabían por qué se había llevado la paliza, pero nada más. El doctor insistió en ingresarlo. Tenía rotos la mano, el brazo y algunas costillas, el pómulo hundido y una conmoción severa. Cuando informaron a los agentes que lo acompañaban, estos llamaron al capitán de guardia. No le hizo gracia dejar al sospechoso fuera de la cárcel, especialmente cuando no estaban seguros de su verdadera identidad, pero el manual de procedimientos no dejaba lugar a dudas: el personal médico tiene la última palabra.

—Que lo firme el médico —dijo el capitán de guardia y después designó a un agente para que se quedara en el hospital.

El sospechoso se quedaría atado al marco de la cama con grilletes en las piernas. En el hospital, no disponían de un ala carcelaria pero las ventanas de la habitación tenían barrotes. El capitán de guardia se había cubierto las espaldas y eso era todo lo que le importaba.

Cuando Troy despertó de la anestesia después de la cirugía, con la muñeca escayolada y la mandíbula en su sitio, ya no quería morir. La morfina había obrado su magia. Gracias a ella, el tormento mental y el dolor físico se volvieron soportables. Aguantaría lo que le sucediera sin quejarse. Incluso consiguió dar alguna cabezada y hasta soñar, en una ocasión con el hijo de Diesel, crecido, señalándole con un dedo acusador; se sintió fatal al gritar que no había sido su culpa. Otro sueño lo despertó asustado y tapado con las sábanas húmedas. Intentó recordarlo sin éxito y, después, soltó una carcajada que le dolió en las costillas. ¿Qué cojones tenía que temer? Ya se le había caído el mundo entero sobre la cabeza. Pensó en Diesel con sentimientos enfrentados, compasión por la mujer y el hijo de Diesel, ira inquisitiva al recordarlo entre la multitud. ¿Por qué coño no le había ayudado cuando vio al policía? Y, si no pensaba ayudarle, ¿por qué cojones no había escapado cuando tuvo la oportunidad? Troy revivía la escena segundo a segundo y se dio cuenta de que aquella era una pregunta que Diesel nunca respondería.

Al oír el repiqueteo de unas llaves, miró a la puerta. Se abrió y una enfermera hizo pasar a tres hombres. Dos eran detectives de mandíbulas de hierro; el tercero, un joven de mofletes sonrosados con un maletín que se presentó como ayudante del fiscal del distrito. Los detectives lo miraron con hostilidad; Troy era el socio del tirador e igualmente responsable de que Melanie Strunk quedara paralizada. Troy los ignoró y estudió al ayudante del fiscal con cara de niño. Tenía los ojos de un color azul sin gracia y sin expresión. Troy sintió que era un enemigo peligroso.

Le enseñaron una cartera y una placa.

—Sargento Cox —dijo el hombre que la sujetaba—. Él es el detective Fowler y el señor Harper. El señor Harper pertenece a la oficina del fiscal. Quiere hacerte algunas preguntas.

El señor Harper se aclaró la garganta.

—¿Cómo se encuentra?

La mandíbula cerrada le impedía hablar pero consiguió balbucear.

—Estoy bien. ¿Cuándo me voy a casa?

—¡A casa! ¿Crees que te vas a casa?

Troy se encogió de hombros.

—No he hecho nada.

El sargento Cox adoptó una expresión de desprecio.

—¿Qué pasa con el dinero del maletero? ¿De dónde ha salido?

Se encogió de hombros.

—Sabemos que no te llamas Al León Klein. ¿Quién eres?

Troy consiguió esbozar una sonrisa a pesar de la mandíbula cerrada.

—Lo sabremos dentro de unas horas —dijo el sargento Cox—. Apostaría el culo a que tienes antecedentes.

—Te retenemos por una sospecha de asesinato.

—¡Asesinato! ¿El asesinato de quién?

—Cari Johnson.

Troy hizo un gesto de desprecio pero sintió ganas de vomitar. Pensó en la ley sobre delitos graves por la que los socios de un crimen son legalmente responsables si alguien muere durante la perpetración de un delito. Si la policía se presenta durante un robo, confunde al dueño de la tienda con un ladrón y lo mata, el ladrón es culpable de asesinato. Y si la policía o el dueño de la tienda matan a un ladrón que actúa con un socio, el socio es culpable de asesinato. Pero ¿cuál era el crimen que se había cometido? Además, ya estaba bajo custodia y esposado en el suelo antes de que se produjera cualquier crimen. ¿Es que se había producido algún otro aparte del tiroteo?

—También estamos pensando en colgarte una conspiración para cometer un robo.

—Presentadla —dijo Troy—. Y, después, probadla.

Los detectives entornaron los ojos. Harper sacó una tarjeta de advertencia y se la leyó.

—Firme esta dispensa y podremos hablarlo —le dijo—. Si no ha hecho nada, cuéntenos lo que pasó para que podamos soltarle.

Troy intentó preguntar con la mirada «¿Estás loco?». Después, negó con la cabeza y se echó a reír. Si firmaba la dispensa, no habría nada en el mundo que evitara que se subieran al estrado como testigos y recitaran una confesión detallada, cada uno corroborando la historia del otro. Puede que no lo hicieran pero resultaba imposible estar seguro. Un amigo suyo fue una vez a juicio y un sargento detective de la policía de Los Ángeles declaró bajo juramento que el acusado confesó el robo de una caja fuerte. Si el acusado subía al estrado y negaba la confesión, el fiscal sacaría a relucir sus antecedentes para acusarlo. Troy se negaba a arriesgarse firmando la dispensa. Regla número uno al tratar con la policía: no respondas a ninguna pregunta sin un abogado a mano.

—¿Sabéis qué? —dijo como pudo entre dientes—. Creo que lo mejor es que hable con un abogado, ya.

Los detectives y el fiscal del distrito se miraron y se encogieron de hombros. Se levantaron dispuestos a marcharse. La enfermera les abrió la puerta. Cuando el fiscal y uno de los policías se dirigían hacia la puerta dándole la espalda, el sargento Cox se inclinó sobre él como si fuera a decirle algo en voz baja. En vez de eso, miró por encima del hombro, se aseguró de que nadie lo veía y le dio una bofetada con todas sus fuerzas en la cara.

El sonido del golpe hizo que los demás se giraran para mirar pero nadie supo lo que ocurría. Cox cogió a los dos por el hombro.

—Vamos a comer —les dijo.

• • • • •

Más tarde esa misma mañana, se abrió la puerta y entró un ayudante del sheriff acompañado de un médico y una enfermera con su historial. El médico echó un vistazo a su historial y después lo examinó: una pequeña linterna enfocada a los ojos, la escayola del brazo, los descoloramientos amarillos azulados del cuerpo.

—Vivirás —le comentó mientras escribía en el historial; luego, se dirigió a la enfermera—. Lo dejaremos aquí un día más.

Salieron y el ayudante cerró la puerta.

Diez minutos después, el ayudante la volvió a abrir para dejar entrar al equipo de limpieza, un trío de negros equipados con fregonas, escobas y trapos. El ayudante tuvo que apartarse de la puerta para que entraran el cubo con ruedas de la fregona. El negro que limpiaba la mesita miró hacia atrás para asegurarse de que el ayudante no lo escuchaba.

—Chuckie Rich es mi primo, macho. Me dijo que te saludara y que te preguntara qué podía hacer por ti.

¡Chuckie Rich! Troy lo conocía desde el centro de menores y, a pesar de la hostilidad racial que impregnaba la cárcel, ellos se hicieron amigos. Chuckie era centrocampista del equipo All Star del instituto Roosevelt y ganó una beca para la Universidad del Sur de California hasta que lo pillaron con un gramo de heroína. Fue entonces cuando conoció a Troy. Desde ese momento, se dedicó a estafas menores y robos y fue a la cárcel reiteradamente por delitos menores.

—¿Dónde está? —preguntó Troy—. ¿Está fuera?

—Sí. Quiere saber qué puede hacer por ti.

—Necesito una llave Stillson, así de grande. —Levantó las manos a unos cuarenta y cinco centímetros de distancia.

—Se lo diré, tío. No te preocupes.

El ayudante reapareció en la puerta. El primo de Chuckie acabó de limpiar la cama y salió para que el ayudante cerrara.

Troy intentó no emocionarse demasiado. No sacaría nada de aquello. Aunque Chuckie quisiera ayudarle, ¿qué posibilidades había de que su primo se arriesgara a ir a la cárcel? Con una llave Stillson podría doblar los barrotes de la ventana hasta romperlos pero ¿cómo la iba a conseguir? El ayudante vigilaba cada vez que se abría la puerta para llevarle comida, la medicación o para limpiar. Incluso si alguien conseguía meterla, sería al día siguiente como muy pronto y, al día siguiente, a Troy le darían el alta y lo trasladarían a la cárcel del condado. No, sabía cómo retrasar eso al menos un día más.

Había visto una cuchilla Gillete de doble filo oxidada en el cajón de la mesita. Abrió el cajón y la sacó. Cuando se abrió la puerta para dejar entrar al técnico del laboratorio, Troy tenía las piernas dobladas a la altura suficiente para tapar cómo se arañaba el dedo con la punta de la cuchilla lo suficiente para sacar una pequeña gota de sangre aplicando presión.

El técnico de laboratorio le sacó sangre mientras le tomaba la temperatura, la tensión y, finalmente, le pasó un bote para una muestra de orina. Al mear en el bote, dejó que el pis le diera en la pequeña gota de sangre del dedo. Sangre en la orina podía significar muchas cosas, desde piedras en el riñon hasta cáncer o lesiones internas. Necesitaría más pruebas, quizá incluso rayos X. Tendría que pasar al menos otro día en el hospital. No confiaba en el primo de Chuckie pero no tenía nada que perder apostando por la mínima posibilidad de que algo pasara. La única opción de volver a ser libre pasaba por escapar. Resultaba más factible poder largarse del hospital que de la cárcel y escapar de Folsom rozaba el milagro.

Cuando se abrió la puerta para la cena, la comida de la bandeja, pavo, puré de patata y salsa de arándanos, le recordó que era Navidad. Se le había olvidado por completo y ahora todo quedaba bañado por una inefable tristeza, el caldo de cultivo perfecto para la autocompasión, algo que rara vez se permitía. ¿Cómo podían acusarlo de asesinato? ¿Qué había hecho? Solo había robado a un negro contrabandista y traficante de droga y había matado a un maníaco homicida. El secuestro, bueno, eso fue grave pero lo hizo para que un gilipollas pagara su deuda; no fue por el rescate. Incluso si aquello era grave, no lo era tanto; no le parecía justo pasar el resto de su vida en la cárcel. Menuda mierda.

Justicia, era lo único que quería. Entonces, se dio cuenta de lo que estaba pensando y se echó a reír. No quería justicia, ni siquiera sabía qué era eso. Quería lo que quería, igual que todo el mundo, y el resto eran gilipolleces, verborrea.

Para escapar a su ansiedad, su cuerpo le pedía dormir, le iba venciendo. Tal vez se despertara en otro mundo.

Antes de que saliera el sol, se abrió la puerta. Troy escuchó el repiqueteo de unas cadenas. Entraron dos agentes, uno empujaba una silla de ruedas, el otro llevaba su ropa destrozada y apestosa.

—¿Quieres ponértela? —le preguntó el ayudante.

Troy negó con la cabeza. Sintió náuseas. Pensaba que lo trasladaban a la cárcel del condado. Llevaron la silla de ruedas hasta la puerta de atrás y salieron al aparcamiento; entonces, le dijeron que se levantara y caminara. Uno de los agentes le dijo al otro que tenían todo el tiempo del mundo, el juez nunca aparecía antes de las diez y media. Troy sintió despertar sus esperanzas. Lo llevaban al juzgado, no a la cárcel. Puede que hasta pasara una noche más en el hospital. Quizá Chuckie Rich y su primo conseguirían echarle una mano.

El juzgado municipal se encontraba en frente del principal, al otro lado de la calle. Cuando aún les quedaban varias manzanas por recorrer, recibieron una llamada informándoles de que periodistas y cámaras de televisión los esperaban en la entrada principal así que aparcaron en un callejón y lo llevaron por la puerta de atrás. El vestíbulo del juzgado ya estaba lleno de abogados y litigantes, policías y acusados bajo fianza y agentes de fianzas. Un alguacil abrió una puerta que daba a una especie de sala de espera de planta abierta junto al tribunal que parecía más bien un baño anexo con las paredes estropeadas por los grafitis que las cubrían y el hedor de un baño atascado. Al menos, no había nadie más. Ya había estado en salas como aquella con otros cincuenta prisioneros hacinados en una sala de cinco metros.

Mientras el alguacil y los agentes le quitaban los grilletes y las esposas, sus ojos desprendían una hostilidad especial. Él, a su vez, intentó transmitirles una soberbia indiferencia.

Al otro lado de la puerta, escuchaba a la gente reuniéndose en la sala. A las diez y media, se llamó al orden en la sala y, un minuto después, se abrió una puerta y el alguacil le hizo un gesto para que saliera. No había espectadores pero sí toda una selección de fiscales, ayudantes, alguaciles y un juez que parecía pequeño y calvo aun enfundado en la toga y subido en el estrado. Todo el mundo ocupó sus puestos y un funcionario del juzgado presentó el caso.

—El pueblo de California contra John Doe número uno, criminal número seis, seis, siete, cuatro, ocho guión noventa y cuatro.

Troy bajó la cabeza y se sonrió a sí mismo. Aún no sabían quién era. Tenían que acusarle de algo en cuarenta y ocho horas o soltarle.

—Presento la demanda al acusado —dijo el funcionario al pasarle varias páginas grapadas al alguacil que a su vez se las pasó a Troy.

—Que conste en acta que el acusado ha sido informado —dijo el juez mirando las hojas de la demanda a través de unas bifocales. Entonces, miró a Troy—. ¿Cómo se llama?

—John Doe, supongo.

El juez, calvo, se sonrojó al escuchar la respuesta.

—¿Tiene abogado? —preguntó.

—Por el momento, no, Señoría. No me han permitido hacer ninguna llamada.

—¿Es eso cierto, señor D’Arcy? —El juez miró al asistente del fiscal del distrito.

—No lo sé, Señoría. Entiendo que es un procedimiento estándar el permitir a todo el mundo realizar una llamada.

—A mí no, Señoría.

—¿Puede ser porque no quiere dar su nombre?

—No lo sé. Solo sé que no he tenido la ocasión.

El agente que lo acompañaba se puso en pie.

—Señoría…

—Sí.

—Yo he trasladado al señor… Doe. Si no ha realizado la llamada, le garantizo que podrá hacerlo en cuanto salgamos.

—Es el agente…

—Barlett, señor. Ayudante del sheriff Barlett.

—Muy bien. Usted se encargará. —Después, se dirigió a Troy—. ¿Tendrá su propio abogado?

—Sí, eso espero.

—¿Puede permitirse uno?

—Bueno, tenía dinero en el coche.

—Señoría —interrumpió el fiscal—. Creo que el acusado se refiere a unos ciento cincuenta mil dólares que se encontraron en el maletero de su coche. Creemos que puede ser el botín de un delito…

—¿Qué delito? —preguntó Troy.

El juez levantó una mano.

—Conténgase, señor… Doe.

—Estamos investigando de dónde ha podido salir —continuó el fiscal—. Está requisado como prueba.

—Bueno, no nos ocupamos de ese asunto en este proceso. Se le asignará un abogado de oficio hasta que pueda procurarse uno propio. ¿Qué hay de la fianza? ¿Cuál es la posición del pueblo?

—Creemos que lo justo es un millón de dólares. El acusado no ha revelado su identidad, los cargos son extremadamente serios y existe un elevado peligro de fuga para evitar el proceso.

—Señor Doe, ¿qué tiene que decir?

—Creo que me sobreestiman.

—No, no lo creo, sigue sin dar su nombre. Fijaré la fianza en un millón de dólares. Necesitamos una fecha para la vista preliminar.

El funcionario acercó el libro grande al estrado, lo colocó delante del juez y señaló con el dedo.

—Fijaremos la vista preliminar el viernes, cinco de enero, a las diez de la mañana.

La comparecencia terminó. El juez ordenó un receso de diez minutos. El alguacil y los agentes se llevaron a Troy y le pusieron de nuevo los grilletes además de una esposa unida a una correa de cuero que le rodeaba la cintura; tenía la otra muñeca escayolada. La comparecencia duró cuatro minutos después de seis horas de espera.

De vuelta en la habitación contigua a la sala, tuvo que esperar cinco horas más para que lo llevaran de nuevo al hospital. Fuera, ya había oscurecido. Miró las luces de los escaparates de las tiendas a través de la malla del coche policial. En una de ellas, un dependiente bajaba un árbol de Navidad. Aquella visión le produjo una punzada de incipiente añoranza. Había abandonado toda esperanza de que Chuckie Rich le enviara la llave Stillson, no había forma de pasarla por la puerta vigilada, era demasiado grande para esconderla en la bandeja de la comida. ¿Podría romper la pequeña ventanilla de vigilancia de la puerta y pasarla por allí? Difícilmente.

Observaba con nostalgia por la ventana con rejilla el mundo libre mientras en el fondo de su subconsciente escuchaba a los agentes hablando sobre hipotecas y el matrimonio.

La furgoneta se paró junto a la entrada de urgencias. Uno de los agentes entró y volvió con un guarda negro que empujaba una silla de ruedas. Sujetaron los grilletes a la silla, le pusieron una manta sobre el regazo y lo empujaron por el pasillo que brillaba gracias a las luces fluorescentes reflejadas en el esmalte. En su habitación, le hicieron quitarse la ropa del juzgado y ponerse el pijama del hospital.

Mientras observaba los dientes de acero chasqueando contra la ranura, se percató del bulto debajo del colchón. Hizo ademán de levantar el borde del colchón para meter la mano debajo y sacar lo que allí hubiera pero su instinto le dijo que sería mejor esperar hasta que el agente y el guarda se marcharan.

En cuanto se cerró la puerta, metió la mano debajo y sacó una bolsa de plástico grande. El corazón le dio un vuelco y se le aceleró al notar lo que pesaba. Se la colocó sobre el regazo y sintió el mango de la llave. El metal chocó contra algo más. Abrió la bolsa y metió la mano: sus dedos sintieron el percutor y el cilindro de un revólver. Utilizando las rodillas levantadas para tapar cualquier vistazo a través de la ventanilla de vigilancia, sacó una vieja Smith & Wesson calibre 38 de cañón largo, una pistola conocida como «especial para policía» antes de que pasaran a la Magnum 357 y a la rápida 9 mm automática. El azul se había desgastado en el cañón y el mango desportillado, pero estaba engrasada y cargada. Hizo presión sobre el gatillo; el percutor empezó a levantarse y el cilindro a girar. Parecía funcionar perfectamente.

Siguió con la llave. Consistente. Okie Bob le había hablado de cómo habían roto el mismo tipo de barrotes en Soledad con una llave Stillson. Se colocaba la llave en las barras y se movía de delante a atrás hasta que el metal cedía y el barrote se rompía. Troy esperaría a que las cosas se tranquilizaran durante la noche, probablemente tras el control de medianoche; después, pondría en práctica su jugada, o al menos vería si era posible.

El agente y el guarda volvieron con una bandeja de comida fría. Tenía la pistola y la llave bajo las piernas, tapadas con las sábanas. Estaba demasiado nervioso para comer. Mientras pasaban las horas con una espantosa lentitud, se dio cuenta de lo que había hecho el primo de Chukie. La puerta de la habitación se había quedado abierta porque estaba vacía o la habían abierto temporalmente para limpiarla sin vigilancia durante ese tiempo porque no había nadie dentro. Tuvo que ser así. No cabía otra posibilidad. ¿Quién cojones afirmaba que un blanco y un negro no podían ser amigos? Chuckie Rich era mejor amigo que muchos de los colegas blancos de Troy. Qué putada que en la bolsa no hubiera también una dirección ni un número de teléfono.

Las luces se apagaron a las diez. Durante otra hora, escuchó voces de la televisión de una sala cercana; poco después, se apagó también. Escuchó pisadas en el pasillo. El rayo de una linterna entró por la ventanilla de vigilancia. Fingió dormir y se aseguró de que su cuerpo resultaba fácil de ver. No necesitaba que entraran a comprobar cómo estaba.

Después del siguiente control, llegó la hora de ponerse a trabajar. La primera etapa consistía en librarse de la cama. La llave no tuvo problema con la barra hueca a los pies de la cama. Era de una aleación barata de metal que se rompió con un par de intentos. Los grilletes se soltaron. Cierto que aún los tenía sujetos al tobillo y la cadena colgaba pero ya podía moverse libremente.

Salió de la cama y se acercó a la puerta para mirar a ambos lados del pasillo. Nada se movía. El agente de servicio obviamente prefería sentarse en la sala de las enfermeras donde podía ver películas toda la noche.

Troy se acercó a la ventana y quitó la pantalla. Tuvo que romper un par de pequeños cristales para poder llegar a los barrotes. Al cerrar la llave y empujar, sus ánimos se vinieron abajo. Parecían inflexibles. Tiró con fuerza y después empujó todo lo que pudo. Se movió una mínima fracción de milímetro, fue suficiente. Si se movían, por poco que fuera, finalmente conseguiría romperlos. Tiró con todas sus fuerzas y después empujó de nuevo.

El sonido de unas llaves, pasos. Se metió en la cama con la pistola en la mano. Si alguien abría la puerta, no saldría por la ventana sino por la puerta principal. No quería que las cosas salieran así ya que perdería la poca ventaja que podía tener. Giró la cabeza y cerró los ojos. A través de los párpados, notó la luz. Segundos después, desapareció y los pasos dejaron de oírse. Otra comprobación rutinaria. Dios mío, ¿cómo podía no haberse dado cuenta de que faltaba la pantalla en la ventana?

Una vez más, Troy se deslizó hasta el suelo y volvió a mirar a un lado y a otro del pasillo. Vacío. Manos a la obra.

La barra cedió un poco más, y un poco más. De repente, se partió. El ruido fue brutal, sonó como una pequeña pistola.

«¡Joder! ¡Hostia puta! Alguien lo habrá oído». Colocó la pantalla en su sitio y corrió hacia la puerta. Si alguien se acercaba, saltaría a la cama y aguantaría la respiración.

Nadie reaccionó así que empezó a emocionarse. Conseguiría escapar. Que un pobre infeliz descalzo, en pijama de hospital, con una cadena colgando y una mano escayolada lograra escabullirse era mucho pedir, pero lo que ya había conseguido era casi un milagro: que uno de los pocos negros amigos suyos tuviera un primo que trabajara en un hospital y tuviera los cojones de colarle una llave y una pistola. Gracias a Dios por que Chuckie Rich no odiara a los blancos como la mayoría de hermanos de las cárceles de California.

Llegó la hora de pasar a la acción. Rasgó las sábanas en tiras con las que envolvió la cadena y se la ató a la pierna. Llevaba calcetines y zapatillas de tela. Al menos, no iría del todo descalzo aunque no le cabía duda de que se haría daño al saltar al callejón.

Con un brazo escayolado, le resultaba imposible sujetar el arma en la mano mientras se descolgaba. Utilizó más tiras de las sábanas, las metió por la protección del gatillo, ató los extremos y se hizo un collar con la pistola colgando del cuello bajo la parte de arriba del pijama.

Con la ayuda de la llave, dobló los barrotes hacia fuera lo suficiente para poder pasar por en medio. El espacio era estrecho pero metió primero la cabeza, retorció el torso y después sacó el resto del cuerpo. El extremo roto de los barrotes le desgarró un trozo de piel del pecho. No le importó una mierda. Apoyó los pies en un estrecho alféizar en el que solo cabían los dedos. Casi unos tres metros lo separaban del callejón de abajo, demasiado alto para arriesgarse a saltar sin zapatos.

Se descolgó por la ventana hasta que pudo sujetarse al pequeño alféizar con los dedos. Se quedó colgando. Esperaba sujetarse para después dejarse caer pero el momento fue demasiado fuerte, el peso le soltó los dedos y cayó al vacío de culo con las piernas al aire pero no se rompió nada. En un acto reflejo, echó los brazos hacia atrás para sujetarse. El dolor de la muñeca rota le recorrió el cuerpo como un rayo y lo dejó empapado en sudor. Unas potentes descargas de dolor le asaltaron el cerebro.

Tenía que moverse rápido y no parar hasta dejar atrás el pequeño pueblo. Cuando saliera el sol, cada ciudadano y cada policía en un radio de más de cien kilómetros lo estarían buscando. Cualquiera que viera a un hombre corriendo vestido con un pijama de hospital encendería las alarmas. Tenía que alejarse lo máximo posible y rápido antes de la mañana.

Avanzó hasta el final del callejón. ¿Por dónde ir ahora? Parecía una escena surrealista, las tiendas vacías, las calles desiertas con los semáforos siguiendo sus ciclos para nadie. En mitad de la calle, no había donde esconderse si veía acercarse unos faros pero no le quedaba otra opción, tenía que arriesgarse.

Respiró profundamente y corrió en diagonal a través del bulevar hacia la siguiente intersección. Avanzó una manzana y se encontró en la entrada de un sórdido barrio residencial. Había árboles, arbustos y sombras donde poder esconderse. Cuando se acercaron las luces de unos faros, se pegó a un árbol y lo fue rodeando a medida que pasaba el coche. Apareció otro y se tiró al suelo, bocabajo, junto a un arbusto de ficus, lo que provocó los ladridos desesperados de un perro. El coche pasó de largo y Troy avanzó en la dirección opuesta. Unas luces se encendieron a sus espaldas y escuchó al dueño del perro ordenándole que se callara.

Apenas conocía el pueblo pero una señal en la calle decía que se dirigía al oeste. Algo más de un kilómetro (o dos, o tres) en aquella dirección lo separaba de la interestatal que se extendía hacia el norte y hacia el sur, hasta San Francisco y Los Ángeles, a casi quinientos kilómetros. A Troy le daba igual ir en una dirección o en la otra, tenía que escapar de allí, aunque San Francisco quedaba mucho más cerca.

Recorrió un callejón que se extendía entre las casas. De manera instantánea, un coro de perros empezó a aullar, a ladrar y a saltar contra las puertas y vallas. Aceleró el paso. Los perros parecían pasarse los ladridos de una casa a la siguiente. La superficie del camino la formaban duras piedras y tierra y las zapatillas de tela no lo protegían al pisar las piedras. Cada vez, se retorcía de dolor y cojeaba durante unos pasos. Los pies empezaban a arañarse bajo la tela; lejos quedaban los días de aquel joven descalzo que se pasaba la mayor parte del verano sin zapatos. Calculó que había caminado al menos unos cinco kilómetros. Pronto tendría las plantas de los pies en carne viva y ensangrentadas. Quizá debería encontrar un agujero y meterse bajo tierra. No. La caza sería demasiado intensa. Incluso utilizarían perros. El pueblo era demasiado pequeño, tenía que seguir alejándose.

Al final de las casas, se detuvo. Más allá, se extendía un parque. Fue incapaz de determinar su tamaño pero debía de ser más de una manzana porque le resultaba imposible ver a través de él. Se adentró. Gracias a Dios, la hierba mojada le calmó los pies. A través de los árboles, vio la luna plateada baja en el horizonte. Los últimos efectos de la morfina desaparecieron; el dolor le sacudió el cuerpo desde varias fuentes distintas pero siguió avanzando.

Primero, escuchó el sonido de los coches al pasar y, unos treinta metros más allá, rodeó unos setos y vio la interestatal elevada. Lo único visible sobre la valla cubierta de hiedra eran los techos de los enormes trailers que circulaban de noche. La desesperación tomó la siguiente decisión: robaría un coche. Era un hombre solo en el sentido más primitivo imaginable.

Avanzaba a lo largo del límite del parque, bordeando los arbustos, mientras observaba la carretera elevada al otro lado de la estrecha calle. Al final del parque, la calle perpendicular desembocaba en una incorporación a la interestatal. Había un paso inferior bajo la carretera. Allí habría otra incorporación pero esa se dirigiría al norte, hacia San Francisco. Quedaba más cerca pero en Los Ángeles era donde podría conseguir ayuda. Una señal rezaba U. S. 101 Sur con una flecha. Cerca de la intersección de la entrada y de la calle junto al parque, había una señal de stop. Perfecto.

No eran tan perfectos los cuarenta metros de espacio abierto entre el terreno verde y la señal de stop. La brillante luz de la autovía convertía el césped en el campo del estadio de los Dodgers. Primero, tendría que recorrer el espacio abierto y esperar que nadie lo viera y, después, cruzar los dedos para que las puertas estuvieran abiertas.

Al avanzar en busca de un lugar para esconderse, recordó los documentales de naturaleza en los que el león permanecía agachado entre la maleza, moviendo la cola.

Faros. Una camioneta de carga con la parte de atrás descubierta y llena de trabajadores del campo mexicanos se detuvo y después continuó avanzando por la incorporación. Joder, empezaban a trabajar pronto. Ni siquiera los gallos se habían despertado ya y ellos ya se dirigían a los campos.

Apareció otro coche. Vio su silueta pasar, llevaba un ocupante. Aminoró y se detuvo.

Troy se abalanzó hacia él con la pistola chocando contra el pecho bajo la parte de arriba del pijama, empapada en sudor. Necesitaba la mano buena para abrir la puerta del coche.

Aún lo separaban unos treinta metros de distancia cuando se apagó la brillante luz de los frenos y el coche se puso en movimiento. Se acercó unos segundos más pero en seguida se agrandó la distancia. Se detuvo. Jadeaba. Por alguna razón, recordó que la presa se le escapa al león en la mayoría de ocasiones.

¿Lo había visto el conductor? No, había acelerado despacio y de forma constante.

Retrocedió un poco y se llenó los pulmones de aire fresco. Se sentó sobre la hierba mojada detrás de los setos. Tras un minuto de descanso, se reajustó la cadena de los grilletes, le dio varias vueltas al trozo de sábana alrededor de la pierna y lo apretó todo lo que pudo. Tenía calor y sudaba, la brisa fresca de las horas antes del amanecer le ponía la piel de gallina. Cogió la pistola que le colgaba del cuello. Lo ralentizaba. La llevaría en la mano hasta que se acercara al coche; entonces, se la colocaría debajo del brazo durante el segundo que necesitaba para abrir la puerta. Practicó el movimiento un par de veces. Por favor, Dios, que la puerta no estuviera cerrada.

Otro coche, un viejo Cadillac Seville con la parte de atrás abultada. Pasó por delante. Dos personas.

Troy se puso en marcha en cuanto vio pasar el coche, corriendo detrás con la esperanza de que ninguno de los dos mirara por encima del hombro.

Se encendieron las luces de freno del Cadillac. Se estaba parando delante de él. Tuvo que correr para alcanzarlo.

Se detuvo justo cuando llegó a la puerta. El conductor frenó y Troy se coló en el asiento de detrás del conductor. El dolor se le extendió de la mandíbula hasta el cerebro y la pistola se le cayó al suelo.

La mujer gritó y el conductor giró la cabeza; el movimiento le apartó el pie del freno. El coche rodó hasta un pequeño muro de contención formado por plantas y se detuvo. Era un hombre negro con un fino bigote que olía a after-shave.

La mujer seguía gritando mientras Troy rodaba, se retorcía y se incorporaba; sentía la pistola debajo de la rodilla.

El coche se llenó de luz. Escucharon el ruido ensordecedor de una potente bocina justo antes de que un enorme camión pasara a su lado, el aire que levantó abofeteó al coche.

Los dedos de Troy se cerraron en torno a la pistola.

—Cállate —le gritó.

Ella se dio la vuelta y pegó la espalda a la puerta.

—Dile que se calle —le dijo Troy al hombre mientras levantaba la pistola.

—Shhh —le dijo el hombre que estiró la mano para coger a su mujer por el brazo y sacudirla—. Baja la voz.

—Da marcha atrás, mueve el coche —ordenó Troy.

—Vale, vale, pero no nos hagas daño.

—No voy a haceros daño mientras hagáis lo que os digo. Ahora, da marcha atrás y Vámonos cagando leches.

—Por la autovía.

—Sí. ¿Dónde coño creías…?

—Has dicho que dé marcha atrás.

—Venga, en marcha.

El Cadillac salió dando marcha atrás de entre las flores, seguía sobre las líneas de la incorporación.

Más faros, dos coches, uno sonó la bocina para advertirles al pasar.

El Cadillac pronto ganó velocidad y avanzó hacia la autovía. Se movía. Tenía una posibilidad. Resultaba difícil creer que había llegado tan lejos. Le bastaba para encender la vela de la esperanza.

—Llévate nuestro dinero y el coche —dijo la mujer—. Déjanos marchar.

—No, no puedo hacerlo.

—¿Por qué no?

Su marido respondió por él.

—Porque llamaríamos a la policía en seguida.

—No, nosotros no…

—¡Charlene! —la reprendió—. No mientas.

—Si te damos nuestra palabra…

—No nos creería.

—No puedo permitírmelo —dijo Troy—. Pero no voy a haceros daño si no intentáis jugármela. Si os atrevéis, pues…

—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó el hombre.

—Ahora mismo quiero que pongas las noticias.

—Hecho.

El sol se aproximaba al horizonte, las emisoras de noticias de Los Ángeles y San Francisco sonaban con muchas interferencias pero ninguna decía nada sobre un sospechoso de asesinato suelto por el centro de California. Al menos, su foto no circulaba por las pantallas de televisión. Estaba agotado y varias zonas de su cuerpo le dolían profundamente. Latían dándose la réplica unas a otras.

Troy se despertó de golpe. Casi se queda dormido. Se acercó a la parte derecha y bajó la ventanilla. El viento helado le golpeaba las mejillas, así se mantendría alerta. Tenía algo debajo del culo. Se levantó y metió la mano.

Un maletín con cremallera lleno de papeles y una Biblia encuadernada en suave cuero desgastado y raído. Había páginas sueltas, era una Biblia estudiada habitualmente.

Troy veía la nuca de la mujer y el perfil parcial del hombre que parecía tener unos sesenta años. Resultaba difícil estar seguro.

—Escuchad —comentó—. Siento mucho todo esto, no quiero haceros daño pero me encuentro en una situación desesperada y os mataré si intentáis hacer algo raro. ¿Entendido?

—No intentaremos hacer nada —dijo el hombre.

—Déjanos marchar. —Temblaba visiblemente.

—¡Charlene! —la interrumpió el hombre—. No nos va a dejar ir así que no te rebajes.

Tras una larga pausa, Troy se inclinó hacia delante.

—No puedo. No puedo arriesgarme, ¿sabes lo que quiero decir?

El hombre asintió.

—Lo siento mucho, de verdad. —Estuvo a punto de soltar un taco pero la Biblia y la corrección le hicieron abandonar lo vulgar—. ¿Cómo os llamáis?

—Soy Charles Wilson y ella es mi esposa, Charlene.

—Reverendo Charles Wilson —añadió Charlene.

Troy sonrió. A pesar de todo, Charlene se aseguraba de que el hombre recibiera los reconocimientos debidos. ¿Cuánto tiempo tenía hasta que alguien los echara de menos? No vio equipaje. Eso significaba que no planeaban pasar la noche fuera.

—¿Adónde vais? —preguntó.

—Volvemos —dijo Charlene—. Estábamos de visita en Berkeley. Hemos visto a la hija de nuestro hijo por primera vez.

—¿Alguien os está esperando?

—No, pero… —se detuvo, como si se acordara de algo.

—Pero ¿qué?

—Da igual, se me ha olvidado.

—¿De qué está hablando? —le preguntó Troy al reverendo.

—Tenemos que llamar a nuestro hijo cuando lleguemos a casa.

—Le llamaremos. Le diréis que os vais a quedar un día más fuera.

—Otra cosa —dijo el reverendo—. Mi mujer es diabética. Necesitará comer algo muy pronto.

—Coge la primera salida que tenga un área de servicio.

El amanecer tiñó el cielo negro de color peltre y las formas vagas se volvieron tangibles. El Cadillac tomó la primera salida, una parada para camiones con varias gasolineras con un pequeño motel y un McDonald’s que competía con una pequeña cafetería. Los baños de la gasolinera estaban apartados y el aparcamiento vacío excepto cerca de la cafetería.

Troy y el reverendo fueron al servicio de caballeros con una bolsa de traje. Troy dejó la puerta entreabierta para poder vigilar el coche mientras se cambiaba. Los pantalones le quedaban un poco grandes en la cintura y le faltaban varios centímetros de largo. Si se los dejaba sueltos en la cadera, se le caían lo suficiente como para no quedar ridículamente cortos. La camisa también le vino bien. La manga era lo bastante ancha como para que pasara la escayola. No se abrochó los puños, se remangó y se dejó la camisa por fuera para esconder la pistola de la cintura.

En McDonald’s, repitió el procedimiento. Dejó a Charlene en el coche, que podía vigilar a través de la ventana, y se llevó al reverendo con él. Esperó mientras llamaba a su hijo y mentía.

—Mamá se siente un poco cansada así que pasaremos la noche en San Luis Obispo… Sí, claro… Te llamaremos mañana.

Finalizada la llamada, se pusieron en la cola para pedir. En la fila de al lado, un par de camioneros charlaban y Troy escuchó «bloqueo… San Luis…». No era de donde venían así que tendría que ser más adelante. Si le quedaba alguna duda sobre lo que acababa de oír, se disiparon al ver la expresión en la cara del reverendo. Él también había escuchado la conversación.

De vuelta en el viejo Cadillac, mientras Charlene bebía zumo de naranja y se comía un Egg McMuffin, Troy examinaba un mapa del Auto Club que llevaban en la guantera. En el estado de California, varias cadenas montañosas se extendían hacia el norte y hacia el sur y grandes carreteras discurrían paralelas a las montañas. Autopistas más pequeñas de dos carriles las atravesaban de este a oeste. Se dirigirían al este casi hasta la frontera con Nevada y cogerían la autopista norte/sur más apartada hacia Los Ángeles. Las posibilidades de que bloquearan esa carretera eran menores; joder, si tenían tantas ganas de cogerlo que la bloqueaban, se merecían atraparlo.

Troy le dijo al reverendo que diera la vuelta y se dirigiera al norte durante treinta kilómetros hacia una carretera estatal que atravesaba las montañas. Era estrecha, de curvas cerradas y, en algunos lugares, las tormentas recientes habían cubierto el asfalto de rocas. Avanzaban despacio pero con seguridad. En una hora, el único coche con el que se cruzaron fue una camioneta que tiraba de un remolque para caballos. Circulaba en la misma dirección que el Cadillac pero mucho más lenta. Tuvieron que seguirle el culo al caballo durante casi una hora antes de poder adelantarlo. Entonces, el cielo gris se abrió poco a poco y empezó a llover. La recepción de la radio era mala entre las montañas pero llegada la tarde ya habían salido de la primera cadena montañosa que daba al largo Salinas Valley. Para entonces, su búsqueda no solo se mencionaba en las emisoras de noticias sino que también la comentaban en los cinco minutos de titulares de cada emisora. La primera vez que lo escucharon, el reverendo Wilson y su mujer intercambiaron una mirada que Troy percibió desde el asiento de atrás.

—Dale voz —dijo.

«… además de los cargos pendientes por el tiroteo del aparcamiento, al fugitivo se lo busca por violar la condicional. Tiene un historial de extrema violencia y se sabe que va armado. Los sucesos que provocaron la persecución se produjeron el pasado martes en el aparcamiento del supermercado Safeway…».

Troy escuchaba con una indiferencia inquietante, como si la sombría historia que contaban se refiriera a otra persona. Joder, se dijo a sí mismo, no veas como sobreestiman a un pobre pringado. Humor negro. Sabía que todo el poder del Estado se centraba en él. Ahora mismo, estarían imprimiendo su foto y repartiéndola por cientos de coches de policía, probablemente también la mostraran en innumerables televisores por toda California. Conocía a hombres que habían sufrido este tipo de persecuciones con todo el mundo buscándolos. Ninguno había conseguido escapar durante mucho tiempo. Los archivos y los ordenadores se unían para marcar a cualquiera en el mundo industrializado, y a la mayoría del Tercer Mundo también. Atrás quedaban los días en los que un fugitivo podía desaparecer para siempre en Suramérica o en el Extremo Oriente.

Troy llegó a conocer retales de la vida de Charles y Charlene. Llevaban casados treinta y cuatro años y seguían enamorados. Cada uno se preocupaba más por el otro que de sí mismo. Una vez disminuyó el terror inicial, también se preocuparon por él. Troy despreciaba a la mayoría de estadounidenses al considerarlos unos hipócritas que afirmaban seguir el código de la virtud mientras vivían según el de la conveniencia. El rebaño seguía al rebaño y lo que se consideraba incorrecto llevado a cabo por un único individuo, se aceptaba e incluso se consideraba un acto moral realizado por la masa. Charlie (como ella lo llamaba) y Charlene actuaban según sus conciencias y lo que pensaban que Jesús querría.

—Nosotros no juzgamos —dijo ella—. Eso le corresponde a Dios. Hacemos todo lo posible por seguir los pasos de Jesús.

—Y en la mayoría de ocasiones nos quedamos cortos —añadió el reverendo. Fue una pequeña reprimenda ante el pecado de vanidad de su esposa. Ella asintió, consciente de su falta. Sus palabras y comportamiento el uno con el otro, y con él una vez el miedo remitió lo suficiente hicieron que Troy sintiera desprecio por su ignorancia y una dolorosa culpa por su ingenua bondad. Allí no había hipócritas. La gente tan inocente como ellos era en parte uno de los motivos que lo llevaron a concentrarse en los traficantes de droga. El remordimiento mezclado con la ira (¿qué más podía hacer, rendirse?) le dieron ardor de estómago.

Sin previo aviso, en una curva cerrada, el coche patinó. El reverendo pisó el freno. La parte de atrás se descontroló y se deslizaron de un lado al otro sobre el agua, con una colina a un lado y un precipicio al otro.

El coche se acercó al lado de la colina en vez de desprenderse por el acantilado.

—No puedo… seguir conduciendo —dijo el reverendo—. No puedo. —Levantó las manos, estaba temblando.

—Yo conduciré —se ofreció Troy—. Vosotros iréis juntos en el asiento de atrás. No intentaréis hacer nada, ¿verdad?

Los dos negaron con la cabeza. Aun así, se colocó el arma entre las piernas, en el asiento del conductor.

El mapa de carreteras indicaba otro paso a través de las montañas al este de Salinas Valley. Cerca de la cima, la lluvia se volvió nieve ralentizando aún más la marcha. Les llevó el resto del día zigzaguear entre las montañas. Al caer la noche, se encontraban cerca de Tehachapi y una espesa niebla que llenaba los cañones que se formaban entre las cimas sustituyó a la lluvia. Troy no tenía ni idea de lo que se extendía más allá de la luz de los faros que rebotaban en la pared de niebla. Se sentía esperanzado de poder alcanzar su santuario de Los Ángeles.

Más adelante, entre la niebla, vio una luz roja intermitente. Colgaba a bastante altura en medio de un cruce proyectando sus rayos rojos en todas direcciones. Frenó y se preguntó si debería continuar recto o dar la vuelta. Indeciso mientras se acercaba al centro del cruce, clavó los frenos y miró fuera en busca de alguna señal.

Decidió dar la vuelta. Al enderezar el volante, el coche se llenó de una luz azul intermitente. Tenían un coche de policía justo detrás. Se había concentrado en mirar hacia delante y no se había percatado de su presencia hasta que encendieron la luz. En ese momento, el miedo y la desesperación le recorrieron el cuerpo.

¿Debía pisar el acelerador a fondo y escapar?

No. No tenía ni idea de dónde se encontraba ni adonde podría ir.

—¡Pare el coche! —gritó un policía con la voz amplificada por un megáfono.

La luz procedía justo de detrás y era tan potente que no le dejaba ver nada más. De haber avanzado inmediatamente, lo habrían cogido sin problema. Estaba agotado pero tenía que tener la mente bien despierta y alerta para salir de aquello. Era una actitud que no se podía mantener de forma prolongada.

Los segundos pasaban. Entrecerró los ojos y miró hacia las luces deslumbrantes en el espejo. Estaban comprobando el número de matrícula por radio.

—No os mováis de donde estáis —les dijo a los rehenes antes de meter la mano entre las piernas, coger la calibre 38 y abrir la puerta con el codo. Esperaron demasiado tiempo y le dieron ocasión de prepararse mentalmente. Se deslizó fuera sujetando la pistola cerca del muslo.

—¿Qué problema hay, agente? —preguntó al ponerse de pie. Solo podía ver las luces y la rejilla. Levantó la mano izquierda para tapar la luz. Respiraba rápida y superficialmente; se sentía agotado, exhausto. Al menos, no temblaba de forma visible, gracias a Dios.

—No se mueva, señor —dijo la voz amplificada. Troy ya podía ver la forma fuera de la puerta del conductor.

Avanzó un paso.

—Creo que nos hemos perdido —dijo.

—¡Quieto! —gritó una voz nueva. Sonó a su izquierda. Miró y vio a un segundo agente en un muro de contención al otro lado de la carretera con un rifle apoyado en el hombro que apuntaba a Troy.

—¿Qué está haciendo? No me apunte con ese…

—¡Es él! —gritó la voz amplificada.

Como en un acto reflejo, Troy se giró hacia el coche de policía. El agente estaba desenfundando el arma.

Troy levantó su 38 y disparó en un solo movimiento. Habían pasado muchos años desde que practicó pero la distancia era de solo veinte metros y tiempo atrás se le habían dado muy bien las armas pequeñas; además, el agente se había olvidado de ponerse el chaleco antibalas. La primera bala entró con una trayectoria inclinada justo por debajo de la clavícula y salió por la espalda tras atravesarle un pulmón. El policía tiró el arma y cayó de rodillas.

Troy se dio la vuelta y se apretó contra el coche. No escuchó el disparo pero sí lo que sonó como un montón de piedras chocando contra el maletero del coche. Le hirió en la cara y en el hombro y lo tiró hacia un lado pero no consiguió derribarle. De haber sido un cartucho de perdigones, le habría hecho pedazos pero eran cartuchos armados de mostacilla.

Se irguió y disparó tres veces seguidas. El sonido de sus disparos quedó ahogado bajo el segundo disparo de la escopeta. Esta vez le dio de frente, en el pecho, el estómago y el cuello. Cayó al suelo de espaldas. Los pequeños perdigones lo desgarraron pero ninguna de las heridas revestía gravedad. No lo sabía pero su tercera bala le había dado al policía en la barbilla atravesando la garganta y saliendo por el lado. Cayó de espaldas sobre el muro de contención.

A Troy le daba vueltas la cabeza. En medio de su confusión, escuchó una pistola disparar varias veces muy seguidas. Troy abrió los ojos. El agente junto al coche de policía estaba sentado y sujetaba su nueve milímetros semiautomática de trece disparos con las dos manos. La vació a través del asiento trasero del Cadillac. Las balas atravesaron el maletero y la tapicería y se hundieron en los cuerpos del reverendo Charles Wilson y de su esposa, Charlene.

Troy tanteó el suelo a su alrededor pero no consiguió encontrar su arma. Se arrastró alejándose de la luz, hacia las sombras y la niebla. Cerca del borde de la carretera, perdió el conocimiento.

Ahora lo sentía, se movía; estaba en una camilla. Permaneció con los ojos cerrados. Si se daban cuenta de que estaba despierto, podían darle una paliza o apretarle las cadenas, como si no le oprimieran ya lo suficiente.

Se detuvieron. Escuchó unas puertas al abrirse y lo metieron dentro. Entre todo el parloteo, Troy distinguió alguna palabra ocasional y fragmentos de frases: «… no tiene pulso… en la cuneta y se ha ahogado…», «… dos en el coche que han quedado como un queso suizo…», «… Madigan se va a sentir fatal cuando se entere de que se ha cargado a dos ciudadanos inocentes…», «creía que también eran criminales». «En marcha».

Las puertas se cerraron de golpe y la ambulancia se puso en marcha. De repente, se paró. Troy abrió los ojos y miró. Vio el cruce lleno de coches de policía, las luces intermitentes tenían un aspecto espeluznante en mitad de la niebla.

Se acercaron unos pasos. Vio una figura junto a la ventanilla del conductor.

—¿Cómo está esa escoria? —preguntó una voz nueva—. ¿La va a palmar en nuestras narices?

—No. Vivirá para ir a la cámara de gas.

Risas llenas de desprecio.

—Tiene todas las papeletas. Venga, andando.

La ambulancia se puso en marcha y ganó velocidad. La sirena empezó a sonar. Troy cerró los ojos y perdió el conocimiento de nuevo. Sus sueños, esta vez, fueron terribles.

«Cuando estaba en el reformatorio y se encontraba a medio camino de comprometerse por completo con el crimen, vio una fotografía de su ídolo, el gangster Legs Diamond, cuando lo asesinaron. Le habían volado la cara y la cabeza pero la elegancia de su Glen Plaid de tres piezas resultaba evidente, los zapatos eran de caña alta, de piel de canguro. Muy cómodos y muy caros. Fue en ese momento cuando Troy decidió vestir lo más elegante posible antes de dirigirse a dar un golpe. Si lo trincaban, no entraría en la cárcel con aspecto de vagabundo».

Troy Cameron

John «Legs» Diamond, abatido a tiros junto a dos de sus secuaces en diciembre de 1931.