Capítulo 8

Tras estudiar el contenido de la carpeta y escribir algunas notas crípticas que nadie excepto él entendería, Troy quemó la carpeta, metió las cenizas en una caja de zapatos y las tiró en la Hollywood Freeway Una regla primordial para ser un criminal de éxito es no dejar huellas. El no cumplimiento de esta norma acabó con la presidencia de Richard M. Nixon. ¿En qué cojones estaría pensando cuando grabó la conspiración? ¿Por qué no destruyó las cintas cuando la mierda llegó al ventilador?

Troy empezó a investigar sobre Tyrone Williams, también conocido como Moon Man, anteriormente Balloon Head. El desprecio de Troy era, en parte, envidia. Moon Man Williams tenía veintidós años y unos ingresos brutos de aproximadamente un millón de dólares al mes. Decidió que probablemente fuera una exageración; la policía (y todo el mundo) lo hinchaba todo para favorecerse o para darse más importancia. Aun así, Moon Man consiguió ochocientos mil dólares para defender con éxito su último caso. Entregó quinientos mil en metálico en un día. Al parecer, Moon Man se hacía con la cocaína de cincuenta en cincuenta kilos y transformaba en piedra aproximadamente cuarenta. Contaba con unos veinte maleantes y novatos en su banda. Algunos ocultaban la mercancía, otros convertían la coca en crack, algunos trapicheaban y otros la repartían. Resultaba difícil distinguir quién era quién solo con seguirlos. No era fácil merodear y observar en el gueto. Al anochecer, las únicas caras blancas pertenecían a la policía.

Troy vigiló varias direcciones a diferentes horas del día con la intención de descubrir qué se cocía por allí. También siguió a Moon Man; se escondía a una manzana de su casa y lo seguía hasta el gueto en decadencia en South Central. Al tercer día, Moon Man iba hacia el sur por Vermont cuando de repente se metió en un callejón. Troy estuvo a punto de girar por el mismo callejón pero, en el último momento, enderezó el volante y siguió circulando. Al pasar, miró al callejón. Efectivamente, era largo y estrecho. El otro coche, un viejo Pontiac, se encontraba parado en el medio mientras Moon Man se aseguraba de que nadie lo seguía.

La segunda vez que Troy siguió al viejo Pontiac y vio que se metía en el callejón, pisó el acelerador y dio la vuelta a la manzana. Como esperaba, Moon Man y su guardaespaldas salieron un minuto más tarde. Después de eso, todo fue como la seda. Moon Man lo llevó a una dirección que no figuraba en la carpeta. Por Santa Mónica Freeway, tomando la salida de Crenshaw, por Adams, al este por Budlong y al sur de nuevo. Calles empobrecidas por las que los perros y los niños campaban a sus anchas. Los grafitis desfiguraban cada superficie plana y las ventanas estaban cubiertas por barrotes y cristal. En cada manzana había una licorería con un grupo merodeando en la puerta. Abundaban los sin techo con sus carritos de supermercado.

El coche de Moon Man giró por un camino de entrada entre una doble fila de bungalows con patio.

Troy pasó de largo y miró dentro. Pobreza. Niños negros pobres corrían y gritaban jugando con la pelota. Aparcaron el Pontiac en la parte de atrás y los dos hombres bajaron. Troy tuvo el presentimiento de que allí guardaban el alijo. Pisó el acelerador y las ruedas chirriaron al girar la esquina siguiente. Tal vez podría husmear y ver algo.

Más adelante, vio un hueco junto a la acera para aparcar. Paró el coche y miró a su alrededor antes de bajar. Era un barrio cutre, con parcelas vacías, un edificio de metal ondulado y un decrépito bloque de apartamentos. Solo vio a una persona, un anciano con un perro atado con una cuerda. Ni siquiera miró a Troy. Al bajar del coche, se sintió más seguro con la pistola que llevaba en la funda de la cintura, bajo la chaqueta. También llevaba la placa. Tiempo atrás, la combinación de arma y placa controlaba cualquier situación. Aún conservaban su poder pero ya no representaban el talismán absoluto. El Greco no mentía al decir que las calles de Los Ángeles habían cambiado. Los estadounidenses comparaban el país con los europeos pero algunas zonas de Los Ángeles se parecían más a las favelas de Río que a nada del otro lado del Atlántico.

Troy dobló la esquina de la calle paralela por donde Moon Man había girado. Miró los tejados de la derecha; quería meterse detrás de los bungalows. Pasó por delante de casas minúsculas compradas por dos mil quinientos dólares, sin entrada, nada más construirse hacía mucho tiempo, cuando las viviendas de la ciudad estaban entre las más baratas del país.

Llegó a un callejón sin pavimentar con surcos de ruedas de camión. Se extendía junto al edificio de metal arrugado, detrás del patio del bungalow. Entró. Cristal medio pulverizado crujía bajo sus pies. Lo asaltó el hedor de la orina humana así que respiró por la boca. Caía la noche y el callejón estaba oscuro, se tropezó con algo que se movió.

—Cuidado, cabrón —dijo una voz—. Mira por dónde andas.

—Lo siento, tío —respondió Troy. Debería haber cogido una linterna. Estaba ansioso pero tranquilo. Cuando todo había pasado reaccionaba pero, mientras lo que tuviera entre manos siguiera en marcha, permanecía frío como el hielo.

El callejón giraba y discurría por detrás del edificio ondulado. Al otro lado, había una valla de madera medio caída. Por encima, podía ver los tejados de los bungalows.

Un perro ladró con fuerza, enfadado, pero sonó a varios metros de distancia. Nadie le prestaría atención a menos que continuara. ¿Cómo cruzaría la valla? Tenía pinta de caerse en pedazos si intentaba subirse a ella.

Entonces vio los tablones que faltaban. Las marcas del suelo indicaban que otros también habían cruzado la valla por allí. Se estrujó por el agujero. La ventana trasera de un vecino iluminaba ligeramente el espacio entre el bungalow y la valla. Voces… El sonido de una televisión.

En la esquina del bungalow, se arrodilló y miró a su alrededor con la cara casi pegada al suelo, así resultaba más difícil que lo descubrieran. Vio parte del coche y a unos niños cruzar corriendo su campo de visión. Una cortina se movió en una ventana rota. Desde dentro, se escapó el sonido de la música de James Brown. «… black and I’m proud… Uhh!».

—Me alegro por ti, hermano James —susurró Troy. Escuchó las voces entusiasmadas de los niños que jugaban.

—¡Pillado! ¡Pillado! —gritó uno de ellos.

¿Y si alguno se escondía donde estaba él? Si lo descubrían, un blanco merodeando, Moon Man pensaría que se trataba de la policía y nunca volvería a aquel lugar. Troy estaba seguro de que en uno de los bungalows era donde escondía el alijo. Pero ¿cuál?

Se movió por el pasillo entre las casas hacia la esquina. Había un pequeño espacio entre la pared y una vieja valla metálica medio cubierta por hiedra. Troy avanzó junto a la pared. La basura le llegaba a la rodilla, se hundía a cada paso. Rozó la pared, la pintura vieja le manchó la ropa. Joder. Llegó a una ventana con barrotes. Dentro estaba oscuro. Más allá había otra ventana por la que se filtraba luz a través de las cortinas echadas y la persiana. Se agachó bajo la primera ventana y pasó hacia la segunda. No podía ver el interior pero escuchó fragmentos de la conversación.

—… cabrón… negro… y dieciséis kilos…

Había encontrado el escondite, no cabía duda.

Hora de largarse. Recorrió el camino de vuelta pegado a la pared. Esta vez, avanzó con menos cuidado y le dio una patada a una botella que rebotó contra la pared.

La casa se quedó en silencio.

Troy maldijo mentalmente, aceleró el paso y se tropezó con una caja de cartón. En vez de atravesar el agujero otra vez, se dirigió a la esquina y saltó la valla, que se tambaleó sin llegar a caerse; Troy se incorporó sin problemas y avanzó por la calle.

—¡Putos niños! ¡Ni se os ocurra acercaros por aquí! —gritó una voz.

Troy se rio en silencio y siguió andando mientras el perro aún ladraba a lo lejos.

Al poner el coche en marcha, dio golpecitos con los dedos rítmicamente.

—Muy bien, de puta padre. Vamos a darle el palo al negro. No le hará ni puta gracia. Bueno, ya puede darse con un canto en los dientes, podría ser peor.

Soltó una carcajada al pensar en lo que se le avecinaba.