Capítulo 14

Las primeras horas pasaron tan relajadas como podían serlo en aquella situación. La niñera mantenía tranquilo al bebé. Troy habló con Alex por teléfono y esperaron. A la noche siguiente, el bebé parecía llorar por su madre y las conversaciones telefónicas se tensaron. Troy incluso se preguntó si alguien se la estaba jugando. Quizá debía llamar a la mujer por si sabía algo. Decidió no hacerlo.

Alex llamó la tercera noche.

—El tipo que os sorprendió…

—¿Qué pasa con él?

—¿Aún lo tenéis?

—Empieza a oler bastante.

—Voy a decirte algo, hermano, puede que sea Mike Brennan.

—No tiene ni puta gracia.

—No estoy bromeando.

—El tipo parecía indio, cien por cien. No tenía ninguna pinta de mexicano, mucho menos de medio irlandés.

—Así era Mike Brennan.

—Tío, no me digas eso.

—Nadie lo ha visto por allí. El viejo tiene a alguien en la banda de Brennan y nadie sabe nada de él desde el domingo pasado.

—Joder, no me lo puedo creer. —Pero sí se lo creía. De hecho, en el momento en el que Alex describió a Mike Brennan, Troy supo que el cuerpo pertenecía al señor de la droga.

—Nunca he visto a Chepe tan jodido. Está muy cabreado.

—¿Conmigo?

—Con Mad Dog. Dice que, o te lo quitas de en medio, o le pondrá precio a tu cabeza.

La primera reacción de Troy fue una ira creciente.

—Que le den por culo, viejo hijo de puta.

—Tranquilo, hermano, cálmate. Piénsalo.

—No me gusta que nadie me diga lo que tengo que hacer. Por eso he tenido problemas toda mi puta vida.

—Sí, bueno, lo entiendo… Pero, si lo piensas, ese cabrón se merece que alguien lo quite de en medio. Le harías un favor a todo el mundo.

—¿Ah, sí?

—Ya lo sabes, hermano. Es una amenaza para todo el mundo.

—Puede que me pegue un tiro en la cabeza y punto. —Troy soltó una carcajada al decirlo—. Al menos, así resolvería mis problemas.

—¿Qué pasa con el bebé y la niñera?

—No pasa nada, no pienso cargármelos.

—Al menos, no salís en las noticias de las seis.

—Sí, no formará parte de las estadísticas criminales. Joder, hermano, va a ser difícil, el tipo me tiene idolatrado.

—Te la jugaría en décimas de segundo. Se la jugaría a cualquiera. Está majara.

—No parece que Chepe vaya a pagarnos, ¿no?

El Greco se rio al otro lado del teléfono.

—No, me parece que no. Si lo dejas pasar, después te arrepentirás.

—Me lo pensaré.

—Te voy a decir una cosa, hermano, ese viejo parece agradable pero tiene mexicanos metidos hasta por el culo que matarían a quien él les dijera por diez centavos o menos. Yo ahora me centraría solo en el tema del maníaco. Si no te ocupas del asunto…

—Ya me hago una idea. —De hecho, Chepe disponía de cientos de millones, tal vez miles, y de innumerables asesinos a ambos lados de la frontera. Algunos eran imbéciles dispuestos a asesinar a cualquiera por un par de miles; algunos eran demasiado estúpidos para cometer el crimen pero otros eran astutos, fríos y mortíferos. Troy no le temía a nada que caminase sobre la faz de la Tierra, incluido Chepe, pero prefería mantener la amistad con el viejo si podía.

En cuanto Troy y Diesel abrieron la puerta lateral del garaje, el hedor a carne podrida los asaltó produciéndoles náuseas.

—Me cago en la puta, qué mal huele —exclamó Diesel cubriéndose la nariz y la boca con la mano. Troy se dio la vuelta y sacó un pañuelo. Casi vomita. Le dio al botón del mando y la puerta se levantó. Fuera, la noche era fresca. La lluvia reciente disipó la niebla, la tormenta se dirigía hacia el este a través de los desiertos del sudoeste. Las estrellas brillaban en el cielo. Respiró profundamente y pensó:

—¿Por qué la vida no puede ser más fácil?

Diesel arrastró un saco de cal viva hasta el coche y lo subió al suelo de la parte de detrás.

—Listo —dijo.

—Ve a decirles que nos vamos.

Diesel entró por la puerta lateral. Mad Dog esperaba sujetando a la niñera por la manga. Llevaba una funda de almohada en la cabeza y sostenía al bebé entre los brazos, dormido. Diesel le hizo un gesto y Mad Dog le dijo a la niñera que avanzara.

—Ten cuidado, vas a bajar tres escalones. —La guiaba por el codo. Diesel esperaba delante de ella, con las manos preparadas por si se tropezaba.

Troy bajó las ventanillas intentando que el hedor del maletero saliera por las ventanas. Cuando la niñera y el bebé estuvieron en el coche, Diesel cerró la puerta y se sentó delante. Mad Dog corrió al otro lado de la calle para coger su coche. Cuando encendió las luces, Troy retrocedió y se puso en marcha.

—No lo pierdas —dijo Diesel.

—Ni de coña.

Troy tomó calles secundarias a través de Highland Park, cruzó el puente sobre Pasadena Freeway hacia El Sereno. Con las ventanillas bajadas y el coche en movimiento, el olor nauseabundo se dispersó pero hacía frío y el niño empezó a llorar. La niñera le meció y le tranquilizó en español. Había poco tráfico, sin peatones. Perfecto.

Salió de las pequeñas colinas por Huntington Drive y se mantuvo a la derecha, sabía lo que buscaba, una parada de autobús aislada, sin coches que pasaran y sin nadie que la viera bajarse del Jaguar.

Cada varias manzanas encontraba una parada pero, en las primeras, había gente o coches así que siguió circulando. En Freemont, había varios negocios, una tienda de donuts, una gasolinera y una cafetería. Se detuvo en un semáforo hasta que se puso en verde.

Un coche de policía, blanco y negro, pasó por el cruce, de izquierda a derecha. Ninguno de los policías los miró al pasar.

La siguiente parada de autobús estaba vacía. Troy aminoró y analizó el terreno, solo Mad Dog los seguía. El tráfico que venía en sentido contrario estaba a más de un kilómetro. Se detuvo junto a la acera.

Diesel bajó rápidamente y abrió la puerta de atrás.

—Vamos —dijo y se agachó para coger a la niñera por el brazo y así poder guiarla y sujetarla—. Con cuidado. —Le vendaron los ojos con venda color carne y le pusieron gafas de sol. Resultaba imposible percatarse de que llevaba los ojos tapados a menos que se la mirara de cerca. Le puso una mano sobre la parte superior de un brazo y la otra sobre el brazo que sujetaba al bebé para darle la mayor sensación posible de que no se caería.

La guio hasta el banco.

—Siéntate. Siéntate. —Tocó el banco con una mano y se sentó.

En cuanto su trasero tocó el asiento, Diesel entró de un salto en el coche al tiempo que Mad Dog pasaba a su lado. Diesel cerró la puerta y Troy pisó el acelerador. Observó a la niñera y al niño por el retrovisor hasta que la noche los borró.

Troy levantó el teléfono móvil y presionó la tecla «Llamar». Apenas sonó un timbrazo antes de que contestara.

—¿Diga?

—Soy yo. La niñera y el bebé están bien, en una parada de autobús de Huntington Drive, cerca de la Pasadena Freeway.

—Gracias. Dios, gracias.

—¿Llamaste a la policía?

—No, no, te juro que no.

—Mike no ha llamado, ¿verdad?

—No, aún estoy esperando.

—Pues no esperes más. Entre tú y yo… Es historia.

—¿Qué?

—Está muerto así que piensa en lo que vas a hacer ahora. —Troy colgó sin esperar respuesta con la esperanza de haberle hecho un favor al contárselo, quizá si se enteraba rápido podría coger algo de dinero.

Siguió circulando por Huntington Drive. La dividía una gran mediana y sus tres carriles en cada dirección permanecían casi vacíos. Podía dirigirse al este, adonde quería ir, sin tener que concentrarse como si circulara por la autovía. El secuestro quedaba ya atrás, excepto por la parte de limpiar todo el desastre. Eso es en lo que debía pensar ahora.

—¿Cómo vas? —le preguntó a Diesel tras un par de minutos de silencio.

—Estoy bien teniendo en cuenta que no voy a ser rico como pensaba.

—Quizá demos un palo mejor la próxima vez.

—Sí, quizá. —Tras una pausa, continuó hablando—. En cuanto nos deshagamos del cuerpo del maletero, creo que me iré a casa una temporada.

—Sí. Pero antes tenemos que hacer una cosa más.

—¿El qué?

—Liquidar a Mad Dog.

—Es la mejor idea que has tenido en mucho tiempo.

—¿En mucho tiempo?

—No quería decir eso, pero está bien. ¿Quieres que lo haga yo?

—No… Es mi perro. Soy yo quien tengo que sacrificarlo.

—Como prefieras.

Condujeron un rato más. Al acercarse a Rosemead Boulevard, encendió los intermitentes y observó cómo Mad Dog hacía lo propio. La salida para la San Bernardino Freeway, la Interestatal 10, estaba a poco más de un kilómetro de distancia.

—¿Cuándo vas a darle pasaporte?

—¿Por qué no meterlos en el mismo agujero?

—Después de que nos ayude a cavar, ¿me entiendes?

—Menudo vago estás hecho, cabrón.

—Joder, hermano, es que no me gusta cavar hoyos. Nos obligaban a cavar zanjas en Preston, ¿te acuerdas?

—Claro que sí. —Era cierto. En el reformatorio, trabajaron como esclavos como forma de castigo. Recordaba las ampollas en las manos de trabajar con la azada para romper una pista de atletismo de asfalto. La semilla del odio hacia el trabajo duro arraigó inmediatamente.

—¿Llevas palas?

—Hay una en la parte de atrás, en el suelo.

Diesel se inclinó y miró.

—¿Solo una?

—Cavaremos por turnos.

—Necesitamos otra… Y una azada o un pico.

—No hay nada abierto. Tal vez podamos robar algo.

—Claro. Nos pillarán robando y además encontrarán al señor apestoso en el maletero.

—¿Qué vamos a hacer?

—A ver si se me ocurre algo. No quiero esperar hasta mañana por la noche.

—Ya te digo. Para entonces no podrás quitar nunca ese puto olor asqueroso.

—Sí, como meado de gato.

A lo lejos, se veía la autovía elevada con los destellos fugaces de los faros de los camiones y los coches al pasar. Troy cruzó con cuidado hacia el carril correspondiente para tomar la salida. Mad Dog los seguía.

El ojo de la tormenta que había bañado antes la ciudad se había atascado ahora sobre algún lugar de Arizona pero la cola aún dejaba lluvias ocasionales entre Riverside y la frontera estatal.

Los dos coches parecían dos restos flotantes arrastrados por el río de la Interestatal 10. Coches, camiones, autobuses, todos circulaban a gran velocidad por los múltiples carriles de la carretera. Quien no superara el límite de velocidad de noventa kilómetros por hora sería arrastrado por el viento que levantaban los enormes camiones Kenworth. El tráfico aumentó al pasar por las ciudades del este del condado de Los Ángeles: Cucamonga, Covina y Pomona. Los enormes camiones formaban caravanas, como elefantes con la nariz pegada a la cola, mientras los coches pasaban a su lado a toda velocidad, como balas. Troy conducía con cuidado, asegurándose de no llamar la atención de la policía de tráfico. Si lo paraban, no cabía duda de que olerían el maletero. El hedor de la carne en descomposición constituiría una «causa probable». Las ventanas seguían bajadas lo suficiente como para que el olor saliera sin congelarse. En el desierto, por la noche, hacía mucho frío.

Largas pausas rompían la conversación.

—Cuando nos lo carguemos… —dijo Diesel—. Ya sabes que tiene los cien mil.

Troy gruñó, frunció los labios y no respondió hasta un minuto después.

—No podemos dejar cien mil ahí tirados pero, por algún motivo, me siento raro al pensar en cogerlos.

—Ya, como si lo matáramos para robarle.

—No, no. Sabemos que no es así.

—Es verdad, yo me lo cargaría gratis. Ja, ja, ja.

Troy sonrió ante aquella carcajada tan profunda. Dios, ¡menudo tema para bromear! Y menudo lío. ¿A cuántos habría matado además de a las tres mujeres y a la niña? Los hombres en la cárcel cuentan historias de estafas, de atracos y robos, pero rara vez hablan de los asesinatos cometidos. Quieren olvidar aquellos por los que los han encerrado, y esconder los demás.

—Mad Dog me recuerda a Nash —dijo Diesel—. ¿Te acuerdas de él?

—Sí, es imposible olvidarse de ese monstruo desdentado. Me alegré cuando lo gasearon. Dormía todo el día y gritaba toda la noche. Te juro que me lo habría cargado, me mantuvo despierto un año entero.

—¿Te acuerdas de cuando contó que había destripado a aquel niño bajo el muelle de Venice porque no quería que creciera y tuviera la vida que él nunca tuvo? Mad Dog es un poco así.

—Ya te digo. —Troy se preguntó si a Mad Dog lo atormentaba la conciencia, como a Raskolnikov en Crimen y castigo. Poco probable. Asesinar parecía calmar los demonios de Mad Dog, fueran cuales fueran. Troy pensó que aquello le daba cierto poder. Lo mataría, pero no le resultaría fácil. Mad Dog lo idolatraba. Es difícil matar a alguien que te idolatra, incluso si es un maníaco homicida. Pensó que la historia del secuestro había sido una mala idea. Demasiadas cosas podían salir mal, podía ocurrir algo inesperado como matar a la gallina de los huevos de oro. Pero, joder, ¿quién coño iba a pensar que un capo de la droga con una acusación federal y una orden de búsqueda se arriesgaría a cruzar la frontera justo esa misma noche? Algo estaba claro: se acabaron los secuestros. Cuando le contaron el plan, supo que no debía hacerlo, pero ganarían un montón de dinero, tal vez dos putos millones de dólares.

—Tengo hambre —dijo Diesel—. Mejor dicho, me muero de hambre.

Justo en ese instante, vieron un brillante cartel rojo: CAFÉ. Se elevaba sobre un largo poste para que se viera desde la carretera.

—¿Fumador o no fumador? —preguntó la camarera que se les acercó al entrar. Diesel señaló una cabina junto a la ventana, con el cristal cubierto de vaho, que daba al aparcamiento. No querían perder de vista los coches.

Diesel fue el único que pidió una comida completa, jamón y huevos con gachas en vez de patatas. Mad Dog, hasta arriba de metanfetaminas, no comió nada pero se tomó un café. Troy se decantó por leche y tarta. Le ardía el estómago y la leche se lo calmó; la tarta estaba seca así que solo la picoteó.

—¿Estás seguro de que el lugar al que vamos es seguro? —preguntó Mad Dog—. Hace mucho que no estás por aquí.

—¿Qué cojones puede cambiar en mitad del desierto? Es el lecho seco de un río, en la reserva Cabazon. Nadie va allí excepto los indios. Nos salimos de la carretera y no nos encontraremos a nadie en kilómetros.

—Será mejor que nos larguemos. No tardará mucho en amanecer.

Troy dejó la propina y pagó en caja. Los otros dos esperaban fuera. Al salir por la puerta, Mad Dog le daba la espalda. Troy miró la piel detrás de la oreja. Ahí es donde le metería la bala. Alejó el pensamiento. No debía obsesionarse con eso, no volvería a pensar en ello hasta que llegara el momento. Había tomado una decisión y debía mantener las dudas a raya. Ni reconsideraciones, ni apelaciones.

Diesel se detuvo y lo esperó.

—Será mejor que echemos gasolina —dijo y, después, bajó la voz—. Me vigila muy de cerca.

—Ya te he dicho que lo voy a hacer yo. Creo que iré con él en el coche. Lleva tú el mío.

Ahora Mad Dog dirigía la marcha con Troy sentado a su lado y el Jaguar detrás. Pasaban varias horas de la medianoche y el tráfico escaseaba. Solo los camiones cargados con productos para el comercio circulaban en la oscuridad. Mad Dog lanzaba una ráfaga cada vez que se cruzaba con uno. Junto a la autopista, muchos de los edificios estaban decorados con luces de Navidad y en la radio sonaban canciones navideñas.

—¿Y ahora qué? —preguntó Mad Dog—. ¿El Greco nos va a preparar a alguien más para que lo desplumemos?

—Sí, pero no antes de Año Nuevo. Diesel quiere ir a casa a pasar la Navidad. Por el niño y eso, ya sabes.

—Por mi parte, podría quedarse en casa para siempre.

—No seas así, Dog. El gigante es un buen tío.

—Será contigo… No me gusta. Lo aguanto por ti. El cabrón se piensa que es un tipo duro. No hay nadie que sea un tipo duro, todos esos cabrones acaban bajo tierra.

—Eso es lo que dicen. —Troy estiró la mano y le sacudió ligeramente el hombro, en un gesto de Judas—. Tranquilo, todo va a ir bien, hermano. —Despreciaba su propio engaño pero sabía que era lo que tenía que hacer.

Por todo el desierto surgían comunidades donde antes no había nada. Troy se acordó de algunas cosas pero otras no le resultaban familiares. ¿Dónde estaba el camino secundario? Un cartel rezaba PALM SPRINGS, SIGUIENTE SALIDA. De repente, otro cartel brilló bajo la luz de los faros: RESERVA INDIA CABAZON.

—Gira por ahí —le dijo.

Mad Dog frenó y giró acompañado del ruido de las ruedas. Los faros de detrás tomaron la salida con más facilidad. Llegaron a un camino estrecho. ¿Antes también era de tierra? Troy no estaba seguro. Cortaba a través del duro terreno, de arroyos y de colinas bajas con enormes extensiones de cactus con los saguaros recortados en el horizonte como centinelas. Si su memoria no le fallaba, si aquel era el lugar, la reserva se encontraba a unos ocho kilómetros más adelante, aunque su destino quedaba algo más cerca. Estaba ligeramente preocupado hasta que una camioneta pasó en dirección contraria. Indios de camino a la ciudad. ¿Se darían media vuelta para ver qué hacían los dos coches? Observó como las luces rojas desaparecían. Perfecto.

Los faros iluminaban el camino, el doble surco de ruedas de automóvil que se adentraba en la oscuridad.

—Gira por ahí.

Ahora, el coche saltaba y se sacudía, las luces de los faros bailaban sobre la tierra estéril. Diesel, desde atrás, iluminaba el coche con los faros. Más allá de los estrechos rayos de luz, el mundo se sumía en la completa oscuridad, sin luna ni estrellas; una noche sin luz. Troy sabía que no había nada en kilómetros a la redonda.

Continuaron durante más de un kilómetro hasta que las marcas de las ruedas desaparecieron bajo un arroyo convertido en un rápido riachuelo formado por la lluvia reciente. No avanzarían más. Parecía tan buen lugar como cualquier otro. El corazón de Troy latía a toda velocidad. Se obligó a respirar despacio y de forma constante por la boca. «Tranquilo, no dejes que tu imaginación corra desbocada. Es fácil, solo cierra la mano y el dedo aplicando un poco de presión».

Diesel paró a su lado y apagó el motor del Jaguar. El sonido del agua amortiguó el de sus pasos hasta que llegó justo adonde se encontraban los otros dos.

—¿Es aquí?

—Sí, a menos que quieras nadar.

—¿Hay alguna diferencia?

—No. Vamos. ¿Tienes la pala?

—Sí. Listo para ponerme a cavar de lo lindo.

—¿Por qué no dejamos al cabrón este aquí y ya está? —dijo Mad Dog—. Los coyotes y las águilas se lo comerán.

—Seguro, pero alguien puede ver a las águilas revoloteando y venir a ver si es una de sus vacas.

—No son vacas —lo corrigió Mad Dog—. Aquí son bueyes.

—Lo mismo me da.

Guiados por la linterna y cargados con la pala, pasaron una elevación tras la que quedaban ocultos por si se daba el caso de que alguien pasara por allí. Quizá un indio buscara privacidad con su novia, o alguien quisiera acercarse a echar un vistazo al arroyo. Verían los coches, claro, pero sería mejor que no vieran también a un par de hombres cavando un hoyo.

Diesel empezó a cavar. En realidad, intentó empezar; lo mejor que podía hacer con la pala era lanzar pequeñas piedras como si fueran fragmentos de cemento. Lo intentó en otro sitio con el mismo resultado.

—Me cago en la puta —dijo Diesel al tirar la pala—. Podemos pasarnos aquí tres días para cavar un puto hoyo. Se necesita dinamita.

—Escucha —dijo Mad Dog—. Vamos a buscar una cornisa, un saliente. Lo ponemos cerca y se lo echamos encima, como un deslizamiento de tierra, ¿me entendéis?

—Es la mejor idea que tenemos —comentó Diesel—. ¿Qué te parece? —le preguntó a Troy.

Estaba distraído, solo la mitad de sus pensamientos se centraban en el agujero. Luchaba en su interior sobre lo que tenía que hacer.

—Sí —dijo—. Me suena mejor que nada.

Cruzaron con dificultad un arroyo. A unos cien metros del riachuelo, encontraron un saliente. Era el mejor que iban a encontrar. Volvieron al coche y abrieron el maletero. Los tres giraron la cara ante el hedor. Diesel tuvo arcadas y casi vomitó.

—Qué mal huele, joder.

—Tú olerías igual después de tres días —comentó Mad Dog.

—Puede que apestara pero yo no lo olería —respondió Diesel.

—Aguantad la respiración hasta que lo saquemos —dijo Troy sujetando un pañuelo sobre la nariz y la boca con una mano y metiendo la otra en el maletero. Cogió la manta sobre lo que parecía un tobillo. Se había hinchado mucho, los dedos se le clavaron profundamente. «Qué asco», pensó mientras tiraba del cuerpo fuera. Golpeó contra el parachoques trasero y cayó al suelo.

—Échame una mano —le dijo a Mad Dog—. Lo mataste tú, al menos ayúdame a cargarlo.

—No seas tan cruel, T, hermano —dijo en un tono jocoso que desagradó a Troy, consciente de que en pocos minutos acabaría con aquel pobre hombre atormentado. Según la visión de Troy del mundo, Mad Dog McCain era menos responsable de sus maldades que los miembros de la Cruz Roja y los bancos de sangre que dejaron que sangre infectada de VIH no pasara los controles porque les habría costado cientos de millones de dólares y así, gracias a una decisión tan argumentada, siete mil hemofílicos se morían. Eso sí era pura maldad. Mad Dog moriría porque suponía una peligrosa amenaza pero, fuera lo que fuera, las tragedias y las torturas pasadas en la vida lo habían convertido en lo que era.

—Toma, déjame a mí —dijo Diesel—. Guíanos con la linterna.

El cuerpo se encontraba en posición fetal, aún algo rígido mientras el rigor mortis daba paso a la descomposición. Mad Dog y Diesel lo cargaron. Ninguno quería tocar la carne. Diesel lo levantó por el tobillo a través de la manta pero Mad Dog solo sujetaba la manta. El camino resultó ser más largo y más duro de lo que esperaban. Troy se adelantó para encontrar la pala con la linterna. Detrás, Mad Dog tropezó y soltó su parte. Diesel siguió tirando del cuerpo sobre la tierra dura, el torso decapitado botaba y se ladeaba.

—No le duele —comentó.

Troy utilizó la linterna para encontrar el lugar aparentemente más fácil en el que deslizar la tierra.

—Ponlo aquí —le dijo indicando el sitio con la linterna. Cuando el cuerpo estuvo contra la pared, cavó hacia arriba con la pala.

Se detuvo.

—Se nos ha olvidado la cal, joder —dijo.

—Olvídalo —comentó Mad Dog.

—No, no. En unos meses, no quedará ni rastro de este cabrón. Iré a buscarla.

—No, ya voy yo —se ofreció Diesel—. Soy más grande que tú. Dame la linterna.

Troy se la pasó y después observó cómo la luz se alejaba, con destellos, puesto que Diesel de vez en cuando lanzaba ráfagas para orientarse. La luz desapareció y se sumieron en una silenciosa oscuridad. Entonces, escuchó un débil crujido. ¿O era el batir de unas alas? Las criaturas del desierto se movían por la noche mientras el sol abrasador seguía escondido, murciélagos, coyotes y búhos, y todos los animales de los que se alimentaban. Troy escuchaba a Mad Dog respirar cerca de él. Más lejos, se oyó movimiento de piedras. Quizá alguna criatura atraída por el olor de la descomposición física. Los pensamientos de Troy se centraban exclusivamente en matar a Mad Dog. El momento se acercaba y la angustia lo debilitaba. Fuera lo que fuera lo que había hecho, estaba a punto de morir a manos de alguien a quien quería.

—Joder, qué frío —dijo Mad Dog—. ¿Cómo estás?

—Llevo más ropa que tú.

—¿Dónde está este?

—Llegará.

Como era de esperar, un momento después vieron la linterna. Al acercarse, lo oyeron maldecir.

—Mis putas botas de Ferragamo… Setecientos putos dólares llenos de arañazos. Ahora mismo, soy un cabrón lleno de mierda.

—Ya te comprarás otras —le dijo Mad Dog.

—Ya, ya, ya. —Llegó a su lado—. ¿Dónde queréis esto?

—Ponlo por encima del cuerpo.

Diesel utilizó la linterna para ubicar el cuerpo. Dejó el saco de cal encima y Mad Dog clavó la pala en el lateral para que la cal cayera encima del cuerpo.

—Voy a subirme ahí arriba —dijo Diesel al pasarle la linterna a Troy—. Vosotros cavad aquí abajo y yo voy a saltar un poco. Eso ayudará, ¿no?

—Adelante —respondió Troy. Desde que Diesel se había ido a buscar la cal, Troy no había soltado la empuñadura dura y accidentada de la pistola dentro del bolsillo del pantalón a la espera del momento de sacarla y disparar. Quería dispararle a quemarropa en la base del cráneo. Tenía la palma de la mano empapada en sudor. Al mirar en la dirección en la que Diesel se había ido, hacia el este, vio ligeramente su silueta. Era el falso amanecer que precede al real. El nudo de debilidad que sentía en la garganta se extendía. De haber estado solo con Mad Dog, se habría dado por vencido y le habría mentido a Diesel. Debería haberle dejado el trabajo al gigante. Deseaba estar enfadado, la sangre hirviendo funciona mucho mejor que la fría…

—Vale, empezad a cavar —dijo Diesel desde lo alto del saliente.

—Ahí voy —respondió Mad Dog. Cargado con la pala, pasó junto a Troy y comenzó a trabajar bajo la cornisa. Gruñía al clavar la pala en la tierra, hacia arriba. La silueta de Diesel saltaba de arriba abajo. Troy se acercó más a Mad Dog, por detrás de su hombro derecho. Había sacado la pistola del bolsillo y la mantenía escondida junto a la pierna.

Mad Dog hizo una pausa y se dio la vuelta para mirar.

—En un par de minutos más, se caerá. Será mejor que sigas tú, creo que me están saliendo ampollas. Dame la linterna.

Troy se la pasó. Mad Dog la encendió y bajó la mirada a la palma de la mano. Troy sabía que si dudaba por más tiempo perdería el momento y se pondría a cavar. Dio un paso adelante, como si le interesaran las ampollas. Se colocó tras el hombro de Mad Dog. Levantó el arma a escasos centímetros de su cabeza. Apretó la culata y el gatillo con la misma fuerza. La pistola saltó, el ruido explotó y una lengua de fuego salió del arma alcanzando a Mad Dog justo detrás de la oreja derecha. La bala penetró el cráneo y se abrió camino entre su cerebro. El agujero que se abrió junto al ojo izquierdo era del tamaño de medio dólar. Se desplomó en el suelo inmediatamente, inerte, sobre Mike Brennan. La linterna cayó al suelo y rodó varios centímetros, el haz de luz bailaba sobre el suelo. El saco de cal abierto quedó atrapado entre los dos cuerpos. En algunos meses, los dos se convertirían en uno solo.

Troy colocó la pistola en la base del cráneo y disparó de nuevo. El cuerpo se sacudió. Los disparos resonaron en el desierto y un burro salvaje rebuznó en algún lugar entre los arbustos.

Mientras Troy recogía la linterna y se ponía manos a la obra, Diesel se deslizó hasta abajo.

—He cruzado el Rubicón —murmuró Troy.

—¿Qué es eso? —preguntó Diesel. Él también observaba los cuerpos sin vida.

—Será mejor que terminemos de cubrirlos. —En su interior, se preguntaba cómo había llegado su vida hasta allí. Dios no le dio ninguna respuesta.

—Ha sonado como un puto obús —comentó Diesel.

—Solo lo habrán escuchado un par de sapos cornudos. Vamos para arriba.

—Será mejor que le mires en los bolsillos y cojas el carnet y las llaves del coche. Los cien mil están en el maletero.

—Joder, hermano, empiezas a usar la cabeza. Yo me habría acordado al llegar al coche.

—Por eso me necesitas. Joder, cómo me alegro de que el cabronazo esté muerto. Me daba miedo.

—Ya no le dará miedo a nadie más.

Chocaron los cinco como señal de celebración. Al liberarse de la tensión, prácticamente se convirtieron en unos memos.

Tardaron veinte minutos en provocar la mini avalancha que cubriría los dos cuerpos. Para entonces, el borde del sol se dejaba ver en el horizonte anunciando un día brillante, despejado. La tormenta se había marchado al este.

Troy miró la falsa tumba. El saliente que se extendía desde arriba ya no existía. Los cadáveres descansaban cubiertos al menos por una tonelada de tierra. Probablemente quedarían ocultos de los ojos del mundo para siempre y, unos meses después, ni siquiera importaría. La cal se aseguraría de que fuera imposible identificarlos. Quizá llevaran a cabo una identificación dental pero para eso se necesitaría que alguien sospechara quiénes eran. Al encontrar dos cuerpos juntos, la policía buscaría a dos personas que desaparecieran juntas. Aunque todo aquello no eran más que conjeturas. Eran dos asesinatos que sin duda quedarían sin resolver y de los que, probablemente, nadie sospecharía nunca.

Cargaron la pala de vuelta a los coches y abrieron el maletero de Mad Dog. Como esperaban, los cien mil estaban metidos en una bolsa de deporte Nike.

—Ya lo contaremos después —dijo Troy—. Mételo en el Jaguar.

—No vamos a dejarlo aquí, ¿verdad?

—No, ya lo dejaremos en otro sitio.

—¿Dónde?

—Donde sea. Quizá en el aparcamiento de la sala de juegos que vimos. Nadie se dará cuenta de que está allí durante un par de días.

—Está registrado con un nombre falso.

—Tendrán otro coche abandonado del que deshacerse. Toma. —Le pasó a Diesel las llaves y llevó la bolsa Nike al maletero del Jaguar. Ahora llevaba doscientos mil, tres cuartas partes le pertenecían. Alex Aris aún les debía dinero también. Eso era mejor que el oro.

Al volver por los caminos de tierra hasta el estrecho asfalto, Diesel pronunció un acto de arrepentimiento. Aunque despreciaría tal comportamiento en voz alta, la huella del orfanato católico seguía presente en él. Se la infligieron hacía mucho tiempo.

Diesel siguió a Troy hasta la carretera principal y después hasta el aparcamiento de la sala de juegos. Allí había ya al menos cien coches. Troy entró y le hizo una señal para que aparcara al otro lado.

Entraron por separado. Nadie los miró. Salieron de nuevo juntos y subieron al Jaguar.

Cuando volvieron a la autopista, eran las ocho de la mañana.

—Llegaremos a Los Ángeles antes del mediodía —dijo Troy.

—Llama al Greco y pregúntale por nuestro dinero. Me gustaría volver a casa esta noche después de dormir un poco.

—¿Puedes dormir?

—Sí, puedo dormir profundamente después de algo así.