Capítulo 3
El velocímetro oscilaba entre ciento cuarenta y ciento cincuenta kilómetros por hora mientras el Mustang corría por la Interestatal 5 hacia el norte. Los exuberantes viñedos y el ondulado paisaje del Napa Valley se iban transformando en un terreno más duro al subir cada vez más por las Sierras. Las ruedas del coche chirriaban en las curvas y al adelantar como un rayo a los camiones gigantes que subían despacio las pendientes. Al pasar el lago Shasta, Diesel observó las filas de casas flotantes que aguardaban en los muelles. Aquello sería divertido. Quizá cuando Troy se echara una novia podrían alquilar una durante algunos días para explorar los muchos kilómetros de vías navegables. Seguro que a Gloria le encantaría la idea, aunque tal vez a Troy no le pareciera un plan ideal, él prefería las luces brillantes y la acción.
Adoraba a su socio.
—Mi mejor colega —murmuró. Sabía que seguiría a su amigo a través de las puertas del infierno si Troy le dijera que tenía un golpe preparado ahí abajo. Troy había sido el líder desde el primer día que se conocieron en el centro de menores; escaparon juntos saltando la valla varios días después. De todos los criminales que Diesel conocía, Troy era el único cuya ambición final era ser un proscrito.
—No voy a ver ni un centavo de la herencia —le dijo una vez—. Y tampoco quiero ser una cifra más entre la multitud.
—¿Qué es una cifra? —le preguntó Diesel. Troy soltó una gran carcajada y abrazó a su amigo. Al recordar aquel momento, Diesel sintió una oleada de afecto. Haría cualquier cosa por Troy y gran parte del motivo de aquel viaje era que él querría que lo hiciera.
• • • • •
La lluvia habitual del verde noroeste empezó a caer al acercarse a Grants Pass, Oregon. El camino húmedo ralentizó su marcha, así que la noche ya había caído cuando llegó a Portland. Se le había pasado el efecto de las cápsulas de Dexamyl y empezaba a cabecear sobre el volante. Se detuvo y bajó la capota. El aire frío le mantendría despierto. Mientras el coche avanzara, el parabrisas evitaría que la lluvia le mojara.
En Portland, los semáforos y las señales de stop le obligaron a poner de nuevo la capota. ¿Qué debería hacer? Los agentes de fianzas permanecían abiertos veinticuatro horas al día pero se sentía demasiado cansado como para hacerse cargo del asunto. Más adelante, apareció el neón verde de un hotel Travelodge. Se metió en su camino de entrada.
Ya en la habitación, se sentó en la cama y se quitó los zapatos, se recostó y cerró los ojos con la intención de echarse una pequeña siesta antes de buscar agentes de fianzas en las Páginas Amarillas. El sueño le venció totalmente vestido. Un minuto después, se podían escuchar sus ronquidos al otro lado de la puerta.
Cuando Diesel abrió los ojos totalmente alerta como un depredador del bosque, vio el cielo oscuro a través de la ventana y pensó que se había hecho de noche. Joder. ¿Había dormido durante todo el día?
Su reloj marcaba las 6:50. Perfecto. Se acercó a la ventana. Las nubes cubrían el cielo por completo y la ciudad estaba húmeda aunque no llovía en ese momento.
Arrancó la página de agentes de fianzas de las Páginas Amarillas y se acercó al teléfono. La primera entrada, a.a.a. fianzas, veinticuatro horas al día, resultó ser un servicio de contestador. Querían que dejara un número para devolverle la llamada.
La siguiente pertenecía a Fianzas Byron, estatal, federal, del condado; Byron te arreglaba la fianza veinticuatro horas al día, trescientos sesenta y cinco días al año.
Diesel marcó. Sonó una vez.
—Fianzas Byron, Byron al habla. ¿Qué puedo hacer por usted?
—A ver, amigo —dijo Diesel—. Quiero sacar bajo fianza a un colega mío. Lo trincaron aquí en Portland.
—¿Con qué cargos?
—No estoy seguro, algo relacionado con tarjetas de crédito.
—Podría ser un delito menor o uno grave.
—Imagino que será uno grave.
—¿Tiene dinero?
—Tengo una Visa Citibank.
—Ahí hay dinero. ¿Cómo se llama su amigo?
—Mmm, McCain.
—¿Nombre?
—Esto… No lo sé.
—¿Es su amigo y no sabe cómo se llama?
—Solo sé cuál es su apodo —dijo Diesel—. No voy a decirte que el apodo es «Mad Dog» —añadió para sí mismo.
—McCain será suficiente, supongo. No es tan común. ¿Sabe en qué cárcel está?
—Ni idea.
—Puedo averiguarlo. ¿Cuándo le detuvieron?
—El viernes, estoy casi seguro.
—¿Se pasará por aquí con el dinero?
—Claro, solo que no sé cómo llegar hasta ahí. No conozco una mierda de Portland.
—¿Dónde está?
—En un hotel Travelodge que se ve desde la 1-5.
—Bien. Vuelva a la 1-5 y cruce el puente en dirección norte. Tome la primera salida… —Byron le dio todas las indicaciones necesarias, parecía fácil. Solo había que girar después de tomar la primera salida.
Pagó la habitación del motel y se puso en marcha. Era domingo y el tráfico escaseaba con aquel tiempo tan deprimente. Al girar en una calle de edificios de ladrillo de dos plantas, se puso a llover. Iluminó con los faros un Jaguar XJS aparcado justo enfrente. A través del parabrisas borroso por la lluvia y el cristal del escaparate, vio la pequeña señal de neón: FIANZAS BYRON.
Al correr hacia la puerta, se percató de que la matrícula del Jaguar rezaba BAIL BND, agente de fianzas. El lujoso coche brillaba a la luz de una farola bajo la lluvia. Joder, no cabía duda de que se ganaba mucho dinero con el negocio de las fianzas, eso si se conseguía trincar a la gente y meterla en la cárcel. Él sería capaz de cargarse a algún imbécil pero, meterlo en la cárcel, eso era cosa de chivatos. No se consideraba chivatazo si lo hacía un policía, incluso un ciudadano de a pie. Eso formaba parte del juego. Pero un agente de fianzas estaba en medio, mitad ciudadano mitad matón.
Dentro, en un escritorio rayado a poco más de un metro detrás de un mostrador vacío, Byron hablaba por teléfono mientras escribía en un cuaderno de rayas de papel amarillo. El escritorio estaba cubierto de cestas de papeles y documentos.
Diesel se inclinó sobre el mostrador. Olía a puros, estaba seguro de que habría un par de colillas en el cenicero del escritorio.
Byron se despidió y colgó el teléfono.
—Usted es…
—He llamado por McCain.
—Claro, claro. No recuerdo su nombre.
—Charles Carson. —Diesel sacó la cartera y extrajo de ella el trozo de plástico dorado, cinco de los grandes en mano. El dinero hablaba por sí solo.
—Bien, señor Carson. He hecho algunas comprobaciones. Su amigo se encuentra en la prisión Multnomah bajo sospecha de haber violado el Código de Negocios y Profesiones, sección uno, ocho, cinco, tres, subsección A, sea lo que sea eso. Algo sobre tarjetas de crédito. Ahora mismo no hay ninguna fianza pero la recomendación es fijarla en mil quinientos. Puedo conseguir la orden firmada en media hora. Ya he averiguado quién es el juez de guardia. Está en casa pero he hablado con su asistente.
—Perfecto, hace muy bien su trabajo. ¿Cuánto va a costar todo esto?
—Tres cincuenta para la orden, diez por ciento de la fianza como honorarios y el depósito que se le devolverá cuando se presente ante el juez.
—Aquí tiene, campeón. —Diesel le acercó la tarjeta pero se detuvo a mitad—. Una cosa, cuando le pongan en libertad, el dinero me lo devolverá a mí, no a él. ¿Entendido?
—Ningún problema. —Cogió la tarjeta de crédito y se dirigió al teléfono para asegurarse de que todo estaba en orden—. Siéntese —le dijo.
Diesel se sentó y cogió un ejemplar de Sports Illustrated que contenía un artículo sobre el juicio a Mike Tyson por una acusación de violación. «Maldito negro estúpido», pensó Diesel con más compasión que desprecio. Diesel estaba seguro de que la «víctima» había jugado con el macho en celo como con un pez que muerde el anzuelo. Ella sabía exactamente qué haría y cómo actuaría después. Diesel se sintió inteligente. Puede que fuera ignorante en muchos aspectos pero conocía los juegos a los que jugaba la gente.
Byron colgó el teléfono y se levantó. Era un hombre pequeño. Hizo una «O» con el pulgar y el índice y le guiñó el ojo.
—Tan válida como el oro —le dijo mientras cogía un impermeable que colgaba del respaldo de una silla—. Voy a que me firmen la orden ahora mismo. Tiene coche, ¿verdad?
—Sí.
—¿Va a ir a recogerle?
Diesel asintió. Por supuesto que iba a recogerle. Mad Dog tenía que darle dinero. El maníaco no saldría de la cárcel con un arma y Diesel se aseguraría de que no consiguiera ninguna hasta que le pagara lo que le debía. Si no lo tenía… Diesel dejó el pensamiento en el aire, no quería comprometerse a nada, ni siquiera mentalmente.
Byron miró la hora.
—Puedo conseguir la orden firmada y entregarla en la cárcel en una hora más o menos, pero no le dejarán salir hasta que terminen con el registro de toda la pesca de la noche. ¿Lo pilla? La pesca…
Diesel gruñó y medio sonrió. Era toda la alegría que se merecía el chiste.
—Entonces…
—¿Por qué no se pasa por la cárcel sobre las diez, diez y cuarto? Empiezan a liberar a los presos sobre esa hora.
—Eso suena bien. ¿Dónde está?
Byron volvió a guiñarle el ojo, a Diesel le dieron ganas de preguntarle si tenía un tic nervioso. Sacó un callejero mimeografiado con varias flechas que indicaban cómo llegar de la «Oficina de Byron» hasta la «Prisión del condado».
Byron encendió el contestador automático y acompañó a Diesel hasta la puerta.
• • • • •
Diesel comió en Denny’s y se juró que nunca más lo haría. Unos minutos pasadas las diez, pasó junto a la prisión Multnomah, una fortaleza de bloques de granito del siglo diecinueve que le recordaba a Folsom. Tenía barrotes y ventanas de cristal esmerilado tras las que podían observarse sombras en movimiento.
Condujo alrededor de la cárcel durante otros quince minutos y después volvió. Pasó por delante, despacio. No había sitio para aparcar en la acera.
A unos metros de la entrada, encontró un hueco junto a una boca de incendios. Serviría. No pensaba bajarse del coche, ya se movería si llegaba algún camión de bomberos. Desde allí, podía vigilar la puerta de la cárcel.
Encendió la radio y giró el dial en busca de alguna emisora que pusiera buenos temas clásicos pero se detuvo al escuchar un evento deportivo. Baloncesto… Parecían los Trailblazers. Movió el dial de nuevo. Natalie Colé. Lo dejó. Afinó la sintonización para que sonara mejor y se recostó a observar la lluvia.
La cárcel parecía una caja de galletas. Puede que dentro la seguridad fuera máxima pero, desde fuera, se veía débil. Seguro que tenía algún calabozo en algún lugar de sus entrañas. Incluso las instituciones de mínima seguridad disponían de un calabozo de máxima seguridad en algún rincón, pero el iluso ciudadano medio pensaría que tenía aspecto débil. Cualquier prisión en la que pudieras dar con una ventana al exterior lo pedía a gritos. Cualquier cosa podía entrar, cualquier cosa podía salir. Corta un barrote y podrá pasar un cuerpo.
Unos faros iluminaron al Mustang desde detrás. La luz inundó el coche cuando un autobús de la prisión, con ventanas enrejadas salpicadas de tenues manchas blancas de las caras que miraban al exterior, pasó a su lado y entró en la cárcel.
—Pobres imbéciles —murmuró Diesel—. Mejor vosotros que yo —añadió.
Poco después, el Jaguar se detuvo y aparcó en doble fila junto a la puerta iluminada. El conductor salió del coche rápidamente y corrió bajo la lluvia hacia la entrada. Diesel salió del Mustang y corrió por la acera.
—¡Byron! ¡Oye, Byron!
La puerta de entrada zumbó y Byron entró. Diesel continuó avanzando por el camino y se detuvo junto a la puerta. ¿Debería esperar allí? El umbral lo resguardaba prácticamente de la lluvia. Entonces vio el circuito cerrado de grabación. En cuanto lo miró, una voz procedente de un altavoz le habló, seguramente sería alguien que observaba el monitor.
—¿Cuál es el motivo de su visita, señor?
—Estoy esperando a un agente de fianzas. Acaba de entrar.
—Lo siento, señor. Tendrá que esperar en la acera. No está permitido permanecer donde usted se encuentra.
—Vale, no hay problema. —Diesel le dedicó su mayor sonrisa irlandesa y se tocó la frente a modo de saludo. Volvió al coche y bajó la ventanilla para vigilar mejor la entrada.
Un minuto después, un par de asistentes salieron y subieron a un coche aparcado más cerca de la entrada. Diesel aparcó en su espacio. Cuando Byron salió, le hizo una señal con los faros, bajó del coche y se le acercó.
—Aquí está —dijo Byron—. Su amigo saldrá en un rato. He hablado con él y le he dicho que le estaría esperando.
—Buen trabajo —comentó Diesel—. Gracias.
—Se lo he dicho a él pero se lo repetiré a usted. Debe presentarse ante el juez el jueves, División Dos. Recuérdeselo si quiere recuperar su dinero.
—Se lo recordaré —dijo Diesel.
—Tengo que resguardarme de esta lluvia —dijo Byron—. Buena suerte.
—Lo mismo digo.
Se estrecharon la mano y Byron corrió hacia su coche. El motor del Jaguar rugió con potencia al alejarse, las luces traseras brillaron al frenar ante la señal de stop de la esquina. Giró y desapareció.
Media hora después, empezaron a salir hombres de la prisión cada par de minutos. Tras ver a los dos primeros que pasaron por su lado, a Diesel le pareció obvio que los estaban liberando. Uno de ellos llevaba una camiseta interior sin mangas a pesar de la lluvia.
Salieron unos seis más antes de que Diesel reconociera a Mad Dog McCain. Estaba demasiado lejos y demasiado oscuro para verle la cara, pero Diesel reconoció el lenguaje corporal de su forma de caminar. Dio una ráfaga con las luces del coche y abrió la puerta.
—¡Oye, tú, delincuente! —le gritó—. Aquí está tu hombre esperándote. —Esperaba que la broma carcelaria mitigara cualquier hostilidad residual que quedara de su último encuentro. Mientras la pequeña y huesuda silueta se acercaba y entraba en el coche, Diesel intentó leer su expresión, su actitud. Esperaba una amplia sonrisa pero solo obtuvo un ligero movimiento de labios.
—Larguémonos de aquí antes de que cambien de idea —dijo Mad Dog—. ¿Cómo te va?
—Me va de perlas, de puta madre.
—Gracias por salvarme el culo, tío —dijo Mad Dog cuando el coche se puso en marcha.
—¿Adónde vamos? —preguntó Diesel.
—Tengo que recoger mi coche del depósito. ¿Llevas algo de pasta encima?
—No, tío. Le di todo mi dinero al tipo de la fianza —mintió Diesel—. Eres tú el que tiene que darme pasta, si no no puedo poner gasolina para llegar a casa.
—Sí, vale. ¿Sabes cómo llegar a mi casa?
—No. Bueno, no desde aquí.
—Gira a la derecha en el segundo semáforo.
Durante el trayecto, Mad Dog le contó que lo habían arrestado en la gasolinera cuando fue a recoger su coche e intentó pagar con la tarjeta de Chevron de Sheila.
—Joder, había denunciado que la había perdido.
—Pero eso puede arreglarlo, ¿no?
—Sí, claro, cuando vuelva.
A Diesel no le interesaba demasiado lo que le contaba Mad Dog. No le gustaba nada y, aunque se burlaría de cualquiera que le acusara de tener miedo, en realidad, Mad Dog le inquietaba. El tío era demasiado paranoico e impredecible. En San Quintín, otro maníaco y él apuñalaron a un tío más de diez veces porque pensaba que se le había quedado mirando. Los cirujanos de la cárcel fueron capaces de salvarle la vida pero las cañerías del tipo nunca serían lo mismo. Diesel conocía a muchos asesinos a quienes no les importaba un carajo si el cielo se cubría de nubes y llovía mierda de perro, pero ellos eran predecibles. Los maníacos como Mad Dog podían perder la cabeza por cualquier razón, o sin ninguna. De no ser por Troy, que afirmaba poder manejar a Mad Dog, Diesel jamás habría tenido nada que ver con él. El argumento final de Troy, de gran peso, la verdad, era que «al menos no tendrás que preocuparte por que te delate».
—Gira aquí —dijo Mad Dog.
Diesel giró y reconoció la calle. Las casas de madera se extendían sobre una colina, elevadas sobre la calle, con los garajes excavados en la ladera de abajo. Aparcó delante de la casa.
—¿Quieres esperar aquí o prefieres subir?
Diesel se imaginó a Mad Dog saliendo por la puerta de atrás y saltando por la valla mientras él le esperaba como un estúpido.
—Está bien, subiré contigo.
—Como prefieras.
Mad Dog bajó del coche y Diesel le siguió escaleras arriba. McCain dirigió la marcha alrededor de la casa hacia el porche trasero, cogió una llave de debajo de los escalones y abrió la puerta. Pasaron junto a una nevera y un congelador en el viejo porche y entraron en la cocina. Mad Dog encendió las luces. La cocina estaba inmaculada, Diesel recordó que Mad Dog era un «maniático de la limpieza», una expresión utilizada por los convictos para referirse a la limpieza compulsiva, un rasgo común entre los que cargaban con algún tipo de culpa.
Atravesaron la cocina y el vestíbulo hasta llegar al salón.
—Espérame aquí —le dijo Mad Dog.
Diesel estuvo a punto de responderle que le acompañaba pero aquello indicaría tanto una falta de respeto como una señal de debilidad. Parecería que tenía miedo de que le timaran.
—Adelante —dijo al sentarse en el sofá destartalado. Escuchó chirriar las escaleras de la parte delantera bajo los pies de Mad Dog al subir al segundo piso.
Mientras esperaba, Diesel sintió ganas de mear. Se acordó del pequeño lavabo junto a la cocina. Al entrar en él, escuchó a Mad Dog bajar por las estrechas escaleras de la parte de detrás que daban a la cocina. «El cabrón se está volviendo hábil», pensó, y agudizó el oído. Si escuchaba abrirse la puerta de atrás, saldría de golpe y le daría una buena paliza al pájaro. Avanzó un poco hacia la puerta de la cocina. Vio a Mad Dog en el porche trasero levantando la puerta del congelador. «Estará cogiendo el dinero», pensó Diesel y volvió atrás, apartándose del campo de visión.
Volvió al salón. Un minuto después, Mad Dog apareció con un fajo de billetes en la mano.
—Dos de los grandes —dijo—. ¿Quieres contarlo?
—Me fío de ti.
—¿Me llevas al depósito para que pueda recoger el coche?
—Claro. En marcha.
Salieron por la puerta principal y bajaron por las escaleras hacia el coche. Mad Dog lo dirigió hasta el depósito. Cuando llegaron, les tocó rellenar unos formularios y hacer cola.
—Me piro, Dog —dijo Diesel—. Ya no me necesitas.
—No, desde aquí ya lo tengo todo controlado. Gracias, hermano. —Le tendió la mano y sonrió. Al devolverle el apretón, Diesel le miró a los ojos. No tenían vida, parecían vacíos. Si era verdad que se podía ver el alma a través de los ojos, Mad Dog carecía de ella.
—Nos vemos cuando suelten a Troy —dijo Mad Dog.
—Sí, y después nos haremos ricos.
Mientras se alejaba, Diesel vio a Mad Dog fumarse un cigarrillo fuera de las oficinas del depósito. «¿Debería hacerlo? —pensó—. ¿Qué pega hay? ¿Perder su amistad? Eso no sería ninguna pérdida. Tal vez tenga que matarle. Aunque lo dudo».
Se acercaba al cruce en el que tendría que decidir. A la izquierda hacia la interestatal 5 dirección sur, recto hacia la vieja casa y el dinero del congelador.
Siguió recto cuando el semáforo se puso en verde.
Condujo hasta más allá de la casa, giró en la esquina y se detuvo. Prefería andar un poco antes que arriesgarse a que Mad Dog volviera y viera el coche. Cogió la 38 y una linterna de la guantera. Bajó del coche y volvió a la casa a pie.
Diesel subió las escaleras a una velocidad y con una agilidad sorprendentes para alguien de su tamaño. Si encontraba una gran cantidad de dinero, esperaría a Mad Dog y acabaría con él cuando volviera.
Rodeó la casa sin dudar. La llave. Subió las escaleras hacia el porche trasero. Estaba oscuro pero no quería encender ninguna luz. La ventana de un vecino le proporcionaba la claridad suficiente para distinguir el contorno de las cosas. Se dirigió directamente hacia donde Mad Dog había buscado, el congelador. Levantó la tapa con una mano y sujetó la linterna con la otra apuntando al interior.
El haz de luz iluminó la cara con los ojos abiertos de Sheila, congelada y cubierta por una capa de hielo.
Se le erizó el pelo de la nuca, algo que nunca antes había experimentado. Lanzó un grito ahogado y saltó hacia atrás dejando que la tapa se cerrara de golpe. El corazón le latía a toda velocidad y temblaba. Dios santo. Normal que el cabrón tuviera tantas ansias por salir de la cárcel, antes de que alguien mirara en el congelador.
¿Y la niña?
Diesel vio un paño de cocina colgando del tirador de la puerta de la nevera. Lo cogió y lo utilizó para abrir de nuevo la tapa del congelador. Esta vez sabía qué esperar. Efectivamente, la niña estaba bajo la mujer, parte del brazo sobresalía.
—Maldito cabrón retorcido —murmuró. Podía aceptar que alguien matara a un adulto por alguna razón, pero a una niña… Se le hizo un nudo de dolor y asco en el estómago. Durante un momento, pensó en algo que ni una sola vez antes se le había pasado por la cabeza: echar una moneda en un teléfono público y dar un chivatazo. Borró la idea de su mente de inmediato.
Tenía que salir de allí. ¿Qué pasaba con el dinero? A la mierda el dinero. No tenía ni idea de dónde lo escondía. Mad Dog había ido allí a ver los cuerpos, no para buscar el dinero.
Diesel limpió la tapa del congelador con el paño. Había dejado huellas por el resto de la casa pero no había forma de borrarlas. Lo único que realmente importaba era el congelador y acababa de ocuparse de eso.
Salió, cerró la puerta y se dirigió al coche. Durante el largo trayecto de vuelta a Bay Arena, no paró de recordar la imagen de la cara de Sheila cubierta de escarcha. No quería verla más, quería olvidarla.
Al llegar a casa, el recuerdo de aquel horror le pesaba tanto que Gloria le preguntó si algo andaba mal. Casi se lo soltó de golpe pero, al final, negó con la cabeza.
—Todo va bien.
• • • • •
Unas semanas después, Mad Dog McCain llamó a Diesel para decirle que se había mudado de nuevo a Sacramento. Le dejó su número de teléfono y le dijo que ya había escrito a Troy para darle la dirección.
—Saldrá pronto, ¿verdad?
—En cuatro o cinco semanas.
—Tío, estoy más que listo. Provocaremos una ola criminal nosotros solos.
Diesel temblaba al colgar el teléfono. ¿Qué diría Troy sobre los asesinatos? Quizá él podía explicar cómo alguien era capaz de matar a una niña, algo que escapaba al entendimiento de Diesel.
—Júnior, ven aquí —dijo, cogió a su hijo y lo meció entre sus brazos.