Capítulo 4

A diferencia de la mayoría de presos de San Quintín, Troy Augustus Cameron nació en el seno de una familia asentada en la clase media alta. Su padre era un rico urólogo de Beverly Hills y su madre la Reina del baile de la Universidad del Sur de California. Durante sus primeros doce años de vida, Troy vivió en una casa de dos plantas en Benedict Canyon y estudió en una exclusiva escuela privada donde sus notas eran perfectas y diferentes tests indicaban que su coeficiente intelectual era de 136. A pesar de las apariencias externas, su vida era cualquier cosa menos idílica. Su padre era un borracho ocasional y un maltratador. Una o dos veces al año, la borrachera degeneraba en un episodio psicótico. Bebía hasta convertirse en un animal, ciego y salvaje, y le propinaba una buena paliza a su mujer tras acusarla de infidelidad.

A los doce años, con pelo púbico y mucha testosterona, un chico se cree un hombre que debe proteger a su madre, incluso de su padre. Troy se interpuso entre ellos y se llevó una bofetada que lo lanzó al otro lado de la habitación. Cogió una calibre 22 de un armario del piso de arriba, la cargó y le metió tres balas a su padre en la espalda.

El hombre sobrevivió, lo que probablemente fue peor para Troy porque su madre negó su versión de los hechos. Aquello planteó la cuestión de su salud mental; sin embargo, los psiquiatras le describieron como una persona legalmente cuerda, de gran inteligencia y muy racional, pero también extremadamente sociopática. Sus valores, sus creencias, lo que consideraba estar bien o mal, no eran los típicos. Con su jerga psicológica, también destacaron un complejo de Edipo sin resolver. A pesar de todo eso, tal vez no habría cumplido tiempo en la Bestia de no haber herido de gravedad a un joven negro que le había robado las zapatillas. El chico negro era dos años mayor y pesaba trece kilos más. Cuando estaban en el comedor, Troy cogió el escurridor de un cubo de fregona y se lo tiró al extorsionador a la espalda; el muchacho cayó al suelo y se quedo ahí tirado, con los dedos de los pies hacia arriba enfundados en las zapatillas de deporte. Troy sonrió, le recordaba a la Bruja mala del Este… Los funcionarios de prisiones que lo presenciaron consideraron el gesto especialmente condenatorio, y así se ganó que lo enviaran al colegio para chicos Fred C. Nelles.

El reformatorio resultó más duro para él que para la mayoría, al menos, al principio. Como hijo único de una familia de clase media alta, destacaba entre la mayoría de chicos de todas las razas procedentes de clases bajas. Hablaba con una gramática perfecta en la tierra de lo vulgar y lo inarticulado. Era un chico culto rodeado por una mayoría de analfabetos. Sin embargo, en unos meses, había adoptado el color del mundo que le rodeaba, el argot, la forma de caminar y las claves de lo que resultaba virtuoso y lo que no. No obstante, sus sueños nacieron en el mundo de los libros adonde escapaba siempre que podía, a Zane Grey, Jack London y Rudyard Kipling. A Troy le faltaban influencias civilizadoras, y el papel que el Destino había dispuesto para él le resultaba ajeno. Era incapaz de cumplir el onceavo mandamiento: Te adaptarás.

Incluso entonces habría podido mezclarse de nuevo con su antiguo mundo de no ser porque se sentía excluido. Las chicas que conocía de niño tenían prohibido verle. Lo habían señalado como a Caín por lo que hizo a los doce años. El mito cristiano del perdón y la redención personificado en el hijo pródigo no era más que una patraña. En cierto modo, se alegraba de que así fuera; la hipocresía le permitía autojustificarse, y la autojustificación es lo único que una persona necesita para hacer cualquier cosa.

Si la burguesía le había dado la espalda, los bajos fondos lo acogieron. Para cuando cumplió los dieciséis, había robado varios supermercados e invertido el dinero en maría de primera calidad del condado de Humboldt para convertirse en el Rey de la Hierba de Hollywood Oeste. La siguiente vez que lo arrestaron fue el día en el que un travesti hecho y derecho resultó ser un agente de narcóticos. En comisaría, Troy miró al agente de metro noventa, en tacones, con los ojos y los labios pintados; aquella pinta no dejaba lugar a las especulaciones pero Troy negó con la cabeza. ¿Quién lo habría imaginado? ¿Uno de narcóticos disfrazado de drag queen? Aquello le dejó de nuevo en manos de las Autoridades de Menores hasta que cumplió los veintiuno. Para entonces, ya era un criminal hasta la médula, tan consagrado al crimen como un novicio a Roma.

Tardaron cinco años en pillarle otra vez. Durante ese tiempo, terminó el aprendizaje y se convirtió en oficial de ladrón. Abría cajas fuertes quemándolas con acetileno y les planeaba robos a mano armada a Diesel Carson y Bobby Dillinger. Entre los robos, se incluían el secuestro de camiones llenos de cigarrillos y whisky, cajas fuertes de supermercados (antes de que las reemplazaran las cajas de seguridad y cerraduras dobles) y reventas de entradas. Cuando se encontró con Carson y Dillinger por primera vez, atracaban solamente tiendas 7-Eleven. Resultaba arriesgado y el botín insignificante. Asumió sus gastos, salía a buscar lugares para robar, pasaba tiempo estudiando cómo hacerlo, dónde se guardaba el dinero, cuánto había y quién lo controlaba. Los llevaba con él y les explicaba cada paso, les hacía ensayarlos y ellos se alegraban de seguirle. Conseguían el setenta y cinco por ciento de una cantidad mucho mayor que los pocos cientos de dólares que se sacaban previamente. También era mucho más seguro porque los golpes ahora se planeaban, no como antes cuando se lanzaban a lo loco con la posibilidad siempre presente de que surgiera alguna sorpresa. De hecho, Diesel acabó en San Quintín tras intentar robar él solo en una sala de póquer de Sacramento. Al salir, el aparcamiento se iluminó más que el estadio de los Yankees en una noche de partido.

—¡Quieto! —Se quedó paralizado.

—De cinco años a cadena perpetua —dijo el juez. Se reunió con Mad Dog y los demás en San Quintín.

Dos años después de que Diesel entrara en la cárcel, un agente de narcóticos de la División de Hollywood pilló a Troy con veintiocho gramos de cocaína. La cantidad era pequeña pero iba separada en papelinas de gramo, «preparadas para la venta» según el argot legal, así que constituía un delito grave con una condena obligatoria.

Troy fue puesto en libertad bajo fianza con las escrituras de la casa de su madre como garantía. Unas semanas antes del juicio le realizaron una mastectomía; moriría mientras él cumplía condena. El día que iba a entregarse, se presentó en el juzgado con una Browning de 9 mm en la bota. Esperó hasta que se pronunció la última palabra, dictaron sentencia y el juez declaró que «la fianza quedaba exonerada». En el momento en que la casa de su madre dejó de correr peligro, sacó la pistola al salir de la sala y, en el pasillo, pasó corriendo junto a un policía fuera de servicio en ropa de calle. El policía lo siguió hasta el hueco de la escalera, se asomó y disparó hacia abajo. Una bala le destrozó el tobillo, cayó en el siguiente rellano y se quedó allí tumbado, indefenso.

Lo acusaron de intento de huida con violencia, pero después, tras una negociación entre la defensa y la acusación, lo rebajaron a un simple intento de fuga, de seis meses a cinco años en lugar de entre cinco y veinte. Ya arrastraba diez años por el caso de drogas y con esos otros cinco se convirtieron en quince. Parecía toda una eternidad.

La junta de libertad condicional determinaba la condena real según las leyes. Con Troy, podían fijarla en cualquier punto entre uno y quince años. Esperaba cumplir cinco o seis porque la media para tales delitos era de unos treinta meses, y sabía que su caso era el doble de serio que un intento de huida normal. También esperaba la condicional. Sus planes y sueños empezaron a acumular polvo y a atrofiarse cuando los cumpleaños pasaban cada vez con más velocidad a partir de los treinta. Aparentemente, la junta de libertad condicional consideraba su intento de huida mucho más serio que el intento habitual; seguían denegándole la condicional año tras año. Tras cinco años con un historial médico perfecto, su madre perdió la batalla contra el cáncer; ni siquiera le permitieron asistir al funeral. Su última conexión con la sociedad que acataba las leyes quedó enterrada con ella. Nunca más volvió a considerar ser otra cosa que un ladrón.

A los diez años, fijaron la condena en doce años entre rejas y tres más de libertad condicional. Sonrió y dijo «gracias», pero en su interior su corazón era una piedra. Quedó irrevocablemente comprometido con su papel de huérfano criminal. No sentía ningún interés por la sociedad. Esta le había dado la espalda y ahora esperaba que se conformara con ser un mero trabajador más como recompensa por estar fuera de la cárcel. La libertad real implicaba tomar decisiones; sin dinero, no hay nada que hacer. Tras once años y medio en San Quintín, ya no era ningún novicio. Tiempo después de haberse ordenado, ya había ascendido como mínimo a monseñor de los bajos fondos. Le encantaba el crimen. No existía otro momento en el que se sintiera más vivo que mientras agujereaba el techo de un negocio para robar la caja fuerte. Era un leopardo, un depredador, y el resto gatitos domésticos, la mayoría, además, sin zarpas.

Le quedaban seis meses para prepararse. Siempre había practicado ejercicio de forma moderada pero en la recta final aumentó el ritmo. Corría alrededor del patio, rodeando el jardín, a un ritmo que se acaba convirtiendo en un sprint por la parte izquierda del campo hasta llegar a la posición del bateador. Los días pasaban.

A la hora de comer, cuando la mayoría de convictos esperaban en fila en el patio principal, él se quedaba en el gimnasio levantando hierro para endurecer unos músculos ya firmes. Mientras hacía sentadillas, se acordó de un ladrón inglés que le explicó que así era cómo se preparaban ellos para un golpe. En Londres, nadie llevaba pistolas, ni los ladrones profesionales ni la policía que patrullaba las calles; si eras capaz de largarte corriendo o de ganar a quien te cogiera en una pelea, tenías muchas posibilidades de escapar. Estar en buena forma era un requisito indispensable para los ladrones de Londres. En Estados Unidos, también ayudaba, aunque una Smith & Wesson resultaba, al menos, igual de útil. Aunque, en igualdad de circunstancias, prefería escapar corriendo que a disparo limpio.

Troy Augustus Cameron sentía que su condición de ladrón estaba justificada. En el fondo de dicha justificación, residía la creencia de que no necesitaba ninguna. Dostoievski, a través de la voz de Iván Karamazov, lo resumía brevemente: si Dios no existe, entonces todo está permitido. Los padres de Troy nunca fueron a la iglesia, ni él tampoco. De niño, creía en Dios y en Jesús porque todo el mundo parecía creer lo mismo y nadie afirmaba lo contrario. Más tarde, deseó fervientemente que existiera un Dios pero no consiguió encontrar pruebas de ello. Parecía absurdo que Dios hubiera creado el universo hacía miles de millones de años y que después esperara el noventa y nueve coma nueve por ciento de su existencia para crear criaturas «a su imagen y semejanza» en un planeta minúsculo en la cola de una galaxia menor. Sería como si alguien fuera a la playa, cogiera un grano de arena y dijera «Voila, voy a poner mi imagen en esto». La hipótesis de Dios era defendible cuando la humanidad pensaba que la Tierra tenía diez mil años y ocupaba el centro del universo. Francis Bacon inició la revolución contra Dios y Darwin le dio la puñalada final en el corazón. Solo los ignorantes y los temerosos (que dan el salto a la fe a pesar de los hechos) creen en Dios actualmente.

Troy pasó muchas noches queriendo creer, pero estaba más comprometido con la verdad que con la paz interior. La suya era la única posición que encajaba con los hechos. Para Troy, no había más Dios en un crucifijo que en un tótem o en la Estrella de David. El hombre era libre para actuar como Dios, y él lo hacía.

Tachó los últimos seis meses del calendario, día a día. Le quedaban veintidós cuando lo llamaron desde la Ventanilla de Paso a su trabajo en el gimnasio para informarle de que tenía una visita.

¡Una visita! No había recibido ninguna desde que su madre empeoró. Resultaba irónico que si alguien lo mataba y lo enterraba en el patio principal, nadie en el mundo preguntaría nunca qué fue de él. Cogió una camiseta limpia, se arregló el pelo y optó por no afeitarse. Corrió por las gastadas escaleras de cemento hacia el patio principal y siguió el camino en dirección a la oficina del Capitán. Los presos iban y venían. Intercambió saludos con la cabeza o algún otro gesto de saludo con los que conocía, los presos reaccionaban ante cualquier mínimo signo de falta de respeto. El guardia de la oficina del patio le hizo un gesto para que pasara. Rodeó el Jardín Bonito. Era principios de verano y el extraño y formal jardín, surcado por un laberinto de senderos que los presos no podían utilizar, estaba en plena y abundante floración.

En la Ventanilla de Paso, el sargento le dio una tarjeta de visitante con su nombre y su número. La palabra «Visita» estaba escrita a máquina, detrás había un guión y «Abgdo». Un abogado. ¿Qué abogado? ¿Le había demandado alguien? Poco probable, sería como predicar en el desierto.

Se dirigió hacia la puerta de seguridad de la zona de entre puertas. Al acercarse a la puerta, el guardia lo miró de arriba abajo y le dejó entrar. Después de un cacheo rápido, se abrió otra puerta y entró en la sala de visitas. Era un día entre semana así que estas escaseaban. Los presos se sentaban a un lado de las largas mesas tras mamparas que llegaban a la altura de los pómulos, los visitantes al otro lado. Recorrió la sala con la mirada pero no reconoció a nadie. Entonces, un hombre de pelo gris se levantó y le hizo una señal para que se acercara. Troy se dirigió hacia él con el ceño fruncido. El visitante sonreía. Cuando estuvieron cara a cara, Troy por fin lo reconoció. Se trataba de Alexander Aris, alias «The Greek» o «El Greco». La última vez que Troy lo había visto, el pelo del Greco era negro; ahora se le había teñido de blanco prematuramente. Una década puede marcar una gran diferencia.

El hombre sonrió.

—Hola, viejo… ¿Sorprendido?

—¿Caga un oso en el bosque? ¿Qué cojones haces aquí? ¿Cómo has entrado?

—Lo único que cualquier infeliz necesita es la identificación adecuada. Yo tengo una que dice que estoy capacitado para ejercer en los juzgados de California.

—Yo también necesitaré una.

—Eso es fácil. Conozco a un mejicano en Tijuana. Puede conseguir el equipo completo: carnet de conducir, tarjetas de crédito, todo por quinientos.

—Joder. Cuando entré aquí solo costaba ciento cincuenta.

—La inflación, hermano, la inflación. Te veo muy bien.

—Tú también, excepto por el pelo.

—Me da un aspecto distinguido, imbécil. Lo diré de otra forma, la pasma no molesta a los hombres mayores de pelo blanco.

—Oí que estabas al mando ahí fuera y que luego desapareciste.

—He vuelto a la hierba. Tengo un par de mejicanos locos que lo manejan.

—¿Tráfico?

El Greco asintió.

—Tú ya sabes.

—¿Mucho?

El Greco se encogió de hombros.

—No sé. Tampoco muevo toneladas…

—¿Sabes algo de Big Joe?

—No.

—Lo trasladaron a Pelican Bay. Tiene cáncer y no le dan la condicional para que reciba tratamiento.

—Joder. Lo visité en la cárcel el año pasado cuando estaba con el emplazamiento. Se encontraba estupendamente. Puede que sea el tipo más duro que conozco. Mentalmente, quiero decir.

—Eso es lo importante, joder.

El Greco se le acercó más y bajó la voz.

—¿Qué piensas hacer cuando salgas?

—Intentaré levantarme algo de pasta, ¿tú qué crees?

—¿Tienes algo en marcha?

Troy negó con la cabeza y sonrió.

—Después de una década aquí dentro, ¿qué podría tener? Lo que quiero hacer es ganar pasta y largarme del país antes de que se vuelva totalmente fascista sin darnos cuenta.

—Oye, hermano, ¿no te habrás convertido en un revolucionario en la cárcel?

—No, joder. Soy capitalista hasta la médula. Pero en diez años la población de la cárcel ha pasado de treinta mil hasta casi cien mil. Esto no hace más que empeorar, tío. El miedo, hermano, el miedo.

—Son los negros, tienen a todo el mundo acojonado.

—Sí, pero no pueden aprobar leyes que sean solo para negros. Además, para ellos, yo ya soy un viejo blanco negro. Cualquiera con antecedentes se convierte en un negrata automáticamente.

—Hablas muy raro, hermano. Troy sonrió y asintió.

—¿Qué cojones esperabas después de pasarme doce años en el cubo de la basura? Pero no me he vuelto loco de remate. Lo único que se necesita es saber un poco de historia y mirar los hechos de frente. Pero a la mierda todo eso. Sé que no has recorrido más de seiscientos kilómetros y te has colado en San Quintín para escuchar lo que tengo que decir sobre el estado de la nación. ¿Qué pasa?

—Te voy a meter en el negocio para que ganes un montón de dinero.

—No soy ningún traficante. Eso se parece demasiado a… un negocio.

—No es nada de eso. Tengo un abogado especializado en casos de droga importantes. Está dispuesto a dar un chivatazo para que les desplumen.

—Joder, cuéntame más, hombre.

—Necesitarás un socio.

—Tengo a dos esperándome.

—¿Los conozco?

—Creo que no. Diesel Carson y Mad Dog McCain.

El Greco negó con la cabeza.

—Son del norte, San Francisco y Sacramento. Son legales. Uno está loco pero ¿qué cojones tiene eso de malo?

—Nada. Este es el trato con el bocas. Quiere el veinticinco por ciento.

—¡El veinticinco por ciento! Y una mierda. Si le diera el veinticinco por ciento, tendría que robarle después o me sentiría como un gilipollas. Él se quedará en la cama con su vieja mientras yo me juego el culo.

El Greco le hizo un gesto a Troy para que bajara el tono de las protestas.

—Nosotros contaremos el dinero primero —le dijo a Troy cuando este terminó—. No tendrá ni idea de cuánto nos llevamos. Le daremos el veinticinco por ciento de la cantidad que le digamos. Podemos conseguir incluso cinco veces esa cantidad.

—Eso no lo habías dicho.

—Es que no me has dejado, cabronazo.

—Sabes que no me van los juegos con trampa. Me gusta llegar hasta el final sin ningún as en la manga.

—Ya sé que no. Por eso he venido a verte. Conozco a otra gente que ya está metida de lleno en asuntos turbios… No tengo que esperar a que salgan de San Quintín. El problema es que…

—Te da miedo confiarles tanta pasta. Son del tipo que prefieren cargarse a alguien cuando llega la hora de pagar.

—Hay mucho dinero sobre la mesa. —El Greco sonrió. Le brillaban los ojos—. Pero confío en ti al cien por cien.

—Ya conoces mi historial.

—Bueno, ¿cuántos días te quedan?

—Veintiuno y una mañana.

El Greco archivó el dato mentalmente y asintió.

—¿Te la dan para Los Ángeles?

—No, no. Para San Francisco.

—Eres de Los Ángeles. Nacido y criado entre los ricos y famosos. Aún me acuerdo de lo que escribiste en la pared del centro de menores: Troy de Beverly Hills.

Aquel recuerdo les arrancó una carcajada tan escandalosa que el guardia del otro lado de la sala les miró con el ceño fruncido.

—Te hacen volver al condado de donde has venido. Me pescaron en Frisco —dijo Troy—. Esa aún nos está jodiendo. —Será mejor que me largue antes de que me encierren por pasármelo demasiado bien en San Quintín. Te daré un número en el que podrás dejarme mensajes.

—Ahora mismo puedo recordarlo pero tendré que escribirlo en cuanto salga de la sala de visitas.

—Será mejor que te lo envíe. —El Greco se levantó—. No pondré el código de la zona.

—No le prestarán ninguna atención. Pon que es el número de la tía Maude o algo así. —Troy se levantó en frente del Greco. Miró al otro guardia que le hizo un gesto con la cabeza permitiéndoles que se estrecharan la mano—. Me alegro de que hayas venido, hermano —dijo.

—Yo también me alegro de haberlo hecho. Creo que sacaré algo de pasta de este viaje.

El Greco se dirigió a la salida, se dio la vuelta y se despidió con la mano mientras el guardia giraba la llave y le abría la puerta. Troy le saludó ligeramente y pensó en el Greco bajo las luces de neón de North Beach cuando cayera la noche sobre San Francisco.

—Joder —dijo y se dirigió hacia el patio principal.