VI

Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial

Miércoles, 13 de marzo de 1585

La nieve embarraba los caminos y dificultaba el galope de las caballerías. Bernardino de Mendoza partió de Madrid al anochecer y pernoctó en una casona de Galapagar habilitada para este menester. Había solicitado una reunión urgente con Felipe II, para entregarle la única lámina del Libro de Dios que obraba en su poder, y debía presentarse sin demora en el monasterio de San Lorenzo de El Escorial.

Pedro del Hoyo, secretario personal del Monarca, le esperaba en la puerta del cenobio acompañado de un lacayo. Le ordenó hacerse cargo de las caballerías y el carruaje y, sin perder tiempo, condujo a Bernardino de Mendoza al gabinete privado del Rey. Felipe II firmaba documentos. Al verles interrumpió su labor y despidió a los escribanos que le asesoraban. Pedro del Hoyo anunció al superintendente general de Inteligencia y Secretos y se retiró sin darles la espalda.

—Bernardino —le saludó Felipe II emocionado—, me alegro de veros.

El superintendente general de Inteligencia se cuadró marcial e inclinó la cabeza.

—Majestad —dijo solemne.

—¿Cuánto tiempo ha pasado?

—Poco más de tres meses, señor.

—¿Habéis cumplido la misión que os encomendé? —inquirió Felipe II impaciente.

—Ha habido problemas, señor —dijo sin entrar en detalles, y le entregó una cajita de madera forrada de terciopelo.

Felipe II la abrió. Contenía una lámina de oro. La miró ensimismado, pasó las yemas de los dedos sobre las letras y símbolos que mostraba, y se acercó a una ventana para percibir mejor los signos grabados en su superficie. En su parco entender, se trataba de fórmulas mágicas. Los rayos del sol penetraban con fuerza y la lámina dibujaba escardillos sobre las cortinas, el mobiliario y las paredes. Despedía irisaciones de un amarillo intenso y rojo púrpura. El Rey cerró la cajita y la dejó encima de la mesa.

—¿Y las otras dos láminas? —preguntó.

—Las hemos perdido, señor.

—¡Qué…!

—Cumplí vuestras órdenes —relató Bernardino de Mendoza con la conciencia tranquila y el honor incólume—, y pedí a un agente infiltrado en Praga que averiguara la veracidad de la información que me confiasteis.

—¿El marrano de la aljama de Gerona?

—Sí, señor —asintió—. Desempeñó su misión a rajatabla. Se ganó la amistad de un comerciante de la judería, primo del rabí Jehuda Low ben Bezazel, y éste le aseguró que las tres láminas del Libro de Dios estaban ocultas en algún lugar de la sinagoga Altneu.

—¿Le confió el secreto sin más?

—Entre los judíos —argumentó Bernardino de Mendoza— nadie da crédito a la existencia de dichas láminas. Lo consideran sólo una leyenda. Pero la información de que disponíais vos cambiaba los hechos.

—Bien —suspiró el Rey—. ¿Dónde está el problema?

—Elegí para la misión —prosiguió Bernardino de Mendoza— a tres de mis mejores hombres: el capitán Lucas de Allende, que estaba al frente del operativo, y los soldados Domingo de Aramia y Martín de Ayala.

—Al capitán —recordó Felipe II— le conocí durante una recepción en palacio. Sirvió en Flandes.

—Sí, señor. —Bernardino de Mendoza confirmó sus palabras.

—Hubiese sido más discreto —opinó el Rey— mandar sólo a un hombre.

—Para garantizar la misión —arguyó el superintendente general de Inteligencia— debía desplazar a tres agentes. Uno por cada lámina.

—No discutiré vuestras razones —convino el Rey—. Seguid.

—Se trasladaron a Praga por separado para no levantar sospechas. Se instalaron en una fonda de la Ciudad Pequeña y pergeñaron la operación sobre el terreno.

—Actuaron con la cautela que exigía su misión —reflexionó Felipe II.

—Tras días de vigilancia —relató Bernardino de Mendoza—, de estudiar las costumbres de la comunidad judía y las vías de escape, decidieron asaltar la sinagoga Altneu una noche de sabbat.

—El momento más oportuno —convino Felipe II, conocedor de las costumbres hebreas.

—Penetraron en la sinagoga sin ningún contratiempo —expuso Bernardino de Mendoza para satisfacerle— y en el arca sagrada descubrieron un compartimento secreto que guardaba las láminas de oro.

—Entonces —levantó Felipe II la voz— tuvieron en su poder las hojas del Libro de Dios.

—Como les ordené —siguió, dejando la cuestión planteada por el Monarca en el aire—, se repartieron las tres láminas y partieron por separado a los puertos de Venecia, Génova y Nápoles para embarcar y regresar a España.

—Ahora comprendo —dijo Felipe II— la necesidad de desplazar a tres hombres.

—Me consta —continuó Bernardino de Mendoza— que llegaron a los puertos citados. Pero ocurrió algo espantoso, Majestad…

—¡Por Dios! —gruñó el Rey ante su silencio—. Me tenéis en ascuas. Dadme todos los detalles. Os lo ordeno.

—El capitán Lucas de Allende —obedeció— se enroló en una carraca lusitana rumbo al puerto de Barcelona. Pero la noche antes de zarpar, mientras paseaba por los muelles, un hombre intentó matarle.

—Debo entender —dijo Felipe II— que salió ileso del atentado.

—Abatió al agresor de un pistoletazo —especificó Bernardino de Mendoza— y trajo su lámina de oro a Madrid. La que ahora obra en vuestro poder.

—¿Habéis averiguado de quién se trataba y los motivos de semejante acción?

—No, señor —admitió Bernardino de Mendoza—. Según el informe presentado por el capitán Lucas de Allende, nunca le había visto antes. Vestía hábito negro y cubría su rostro con una máscara de cuero.

—¿Insinuáis que pertenecía a la Iglesia?

—El capitán —aclaró Bernardino de Mendoza— ha refutado esa posibilidad.

Felipe II respiró preocupado. Cogió del brazo a Bernardino de Mendoza, le llevó hasta unos sillones y le pidió que se sentaran. El peso de la responsabilidad le fatigaba.

—¿Qué suerte corrieron los otros soldados?

—Domingo de Aranda —expuso Bernardino de Mendoza— apareció degollado en el camarote de timoneles del Tromp, un galeón de los Países Bajos que zarpó de Génova rumbo a los puertos de Marsella y Valencia.

—Que Dios le tenga en su gloria —susurró Felipe II.

—A Martín de Ayala —siguió— le hallaron los cartujos de San Martino de Nápoles desangrado en la celda que ocupaba a la espera de embarcar rumbo a España.

—Sufragad en mi nombre —dijo el Rey— una misa por sus almas.

—Las láminas que portaban Martín de Ayala y Domingo de Aranda —concluyó su relato— desaparecieron.

—¿Conocía alguien su misión?

—Nadie, señor —aseguró convencido—. Se mantuvo en secreto. Sólo vos, un servidor y los tres agentes estaban al corriente.

—¿Habéis interrogado a los testigos?

—Los crímenes —admitió Bernardino de Mendoza— se perpetraron en silencio, con premeditación y alevosía. No hubo testigos.

—¿Sospecháis quién asesinó a nuestros hombres?

—Tarde o temprano lo descubriré, señor —dijo Bernardino de Mendoza en tono de juramento—, y haré justicia.

—¿Pudieron descubrir su condición de agentes del Rey?

—Imposible —determinó—. Jamás cometieron una indiscreción. Siempre deposité mi plena confianza en ellos.

—Agradezco vuestros desvelos —dijo Felipe II fraternal—. Recibid mi pésame por la muerte de los soldados. Ordenaré a la tesorería real que entregue a sus familiares directos una pensión vitalicia.

—Vuestra generosidad os honra, señor —alabó Bernardino de Mendoza—. Si no ordenáis nada más, quisiera retirarme. Asuntos de Estado urgentes me requieren en Madrid.

—Quedaos un momento —le rogó el Rey—. Quiero teneros de testigo.

Bernardino de Mendoza permaneció sentado. Felipe II se levantó, cogió una campanilla y la hizo tintinear. Al instante entró un sirviente, a quien ordenó ir en busca de Pedro del Hoyo.

—¿Habéis mandado llamarme? —dijo el secretario al presentarse ante el Rey.

—Sí —suspiró Felipe II—. Quiero entregaros algo. Pero antes debo pediros que juréis guardar secreto.

Felipe II abrió un cajón de su mesa de despacho, cogió una Biblia Regia y le pidió a Pedro del Hoyo que manifestara su juramento. El secretario posó la mano derecha sobre el ejemplar de las Sagradas Escrituras y levantó la izquierda.

—Juro por mi conciencia y honor —dijo ceremonioso— guardar y hacer guardar cuanto Su Majestad me confíe.

Felipe II cogió la caja de madera forrada de terciopelo y se la entregó. Pedro del Hoyo la abrió y contempló la lámina de oro del Libro de Dios.

—Entregadla —le ordenó el Rey— a los alquimistas de la torre de la Botica. Que descifren su contenido e informadme de inmediato. No os importe la hora, ni el acto que presida. En cuanto sepáis algo, comunicádmelo.

—A vuestras órdenes, Majestad.