Capítulo 9
Se disponían a salir de la habitación y recorrer las calles de Praga en busca de un restaurante de cocina tradicional que preparaba una exquisita kulajda, una sopa de sabor agridulce, y un apetitoso vepro knedlo zelo, un asado de cerdo aderezado con chucrut, comino y knedlíky (panecillos de harina) que muchos checos consideraban el plato nacional. Julián extrajo la tarjeta que conectaba el circuito eléctrico, abrió la puerta y sonó el teléfono. Miraron el aparato desconcertados. Nadie, salvo el comandante Contreras, sabía que estaban en Praga. Aurora interrogó a Julián con la mirada. El comandante siempre la llamaba a su teléfono móvil. Julián cerró la puerta, retrocedió sobre sus pasos y descolgó.
—Sí —dijo a secas.
—Le hablo de recepción —dijo un empleado del hotel—. He mandado a un botones a su habitación con un envío para ustedes.
—Creo que se equivoca.
—Yo mismo he atendido al señor que lo ha entregado.
—¿Sigue ahí?
—No, señor Castilla —se excusó el recepcionista—. Lo dejó hace unas dos horas. No dijo que fuese urgente y como tenía trabajo…
—¿Puede describirle?
—Sí —dijo indiferente—. Un anciano delgado, vestido con un abrigo de lana…
Alguien llamó a la puerta.
—Gracias —se despidió Julián y colgó.
Aurora abrió y el botones le entregó un sobre. Julián le dio una propina y el muchacho regresó a su puesto. Observaron el envoltorio por ambas caras. Pertenecía al hotel y sólo figuraba el número de su habitación. Aurora rasgó la solapa y extrajo un papel, también con el membrete del hotel, y un texto escrito a mano en castellano:
Preciso hablar con ustedes lo antes posible. Acudan esta noche a las doce en punto a la Sinagoga Española 50.0902036 14.4207989
—Esos números… —murmuró Aurora para sí.
—Son idénticos a los que recibió Abraham Benari en Toledo y almacenaba su ordenador —advirtió Julián—. Unas coordenadas encriptadas en el sistema DD. La persona que ha dejado esta nota le remitió la carta al hotel Paraíso.
—¿Cómo ha dado con nosotros?
—Buena pregunta.
—Sabe que hemos descifrado las coordenadas —especuló Aurora—. Ha dejado esos números como seña de identidad. Para que confiemos en él.
—Comprueba que sean unas coordenadas.
—De inmediato.
Aurora conectó su iBook G4, buscó en Internet un conversor y puso en dos ventanas al efecto los números que figuraban en la nota. Pulsó una tecla y, de forma automática, aparecieron en la pantalla las coordenadas del sistema sexagesimal:
50° 5' 24.73" N 14" 25' 14.88" E
Las convirtió al sistema UTM de los GPS:
X = 458568.19 Y = 5548820.67 Huso = 33 Hemisferio = Norte
Luego obtuvo el lugar que señalaban.
Dusni, 12. Praga (Europa, República Checa)
Averigua —dijo a Julián— qué hay en esta dirección.
Abrió el mapa, situó la calle y vio que pertenecía al barrio de Josefov. Después rastreó los folletos turísticos hasta encontrar la dirección de las coordenadas. En la calle Dusni estaba la Sinagoga Española.
—Es la misma persona que envió la carta a Abraham Benari —afirmó Julián a la vista del resultado—. No tengo ninguna duda. Sabía que comprobaríamos las coordenadas. Por eso en la nota ha omitido la dirección de la sinagoga.
—Conoce la muerte del profesor Benari —dedujo Aurora.
—Y otras muchas cosas —suspiró Julián.
Cambiaron de planes y cenaron en el restaurante Palác Kinskych, próximo a la calle Dusni, un local muy animado que ocupaba parte del antiguo palacio de Goltz Kinsky, contiguo a la iglesia de Nuestra Señora de Tyn, para estar cerca de la Sinagoga Española y llegar puntuales a la cita.
Quince minutos antes de la medianoche salieron del restaurante y se adentraron en el barrio de Josefov. Oculto entre las sombras, el conductor del Skoda les observó. Sus órdenes le obligaban a seguirles día y noche. Las tiendas de recuerdos y artesanía habían cerrado sus puertas, los edificios monumentales permanecían en silencio, sin la algarabía de los visitantes, y los miles de turistas que recorrían a diario sus calles las habían abandonado. Buscaron el número 12 de la calle Dusni y llegaron a la Sinagoga Española o Spanelská, un templo utilizado por los judíos sefardíes que llegaron a Praga en el siglo XVI huyendo de las persecuciones de la Inquisición.
Julián miró su reloj. Faltaban tres minutos para las doce de la noche. Esperaron y el tañido de las campanas de las iglesias y conventos de la Ciudad Vieja les señalaron el momento de entrar. Empujó la puerta. El chirrido de las bisagras reverberó en el interior del templo. Dos lámparas permanecían encendidas. Aurora se acarició de manera instintiva la cintura. Echaba en falta su Browning. Admiraron la decoración dorada de techos y paredes, y la proliferación de estrellas de David en las bóvedas.
—¿Hay alguien? —gritó Julián.
—Pasen —dijo en castellano un anciano que emergió de detrás de una columna.
Se acercó a ellos, inclinó la cabeza a modo de saludo, les rogó silencio con el dedo índice apoyado en los labios y cerró la puerta de la sinagoga con una gruesa llave de hierro. A continuación apagó las luces y les condujo a una salita alumbrada por dos quinqués de aceite de parafina, de paredes y bóveda también doradas, presidida por una gran estrella de David pintada en la pared de cabecera y debajo una menorá de cobre reluciente como el oro. Les ofreció dos sillas de madera y acolchado de terciopelo y, sin preguntarles, les sirvió dos vasitos de café con cardamomo.
El anciano se acomodó en otra silla frente a ellos. Les separaba una preciosa mesa circular de alpaca, sostenida por tres patas de madera de teca labradas con motivos vegetales, y la superficie grabada con una réplica del Templo de Salomón protegida por un cristal.
—Me llamo Ebam Peleg —dijo, tras el primer sorbo de café— y soy el rabí de la Sinagoga Española. ¿Habían estado antes en Praga?
—Sí —respondió Julián.
—¿Les gusta mi sinagoga?
—Es preciosa —respondió Aurora, sincera.
—Se construyó en 1590 —relató Ebam Peleg—, en el solar de la Vieja Escuela judía. En 1689 un incendio la arrasó y años después se reconstruyó y convirtió en la sede de los reformadores judíos.
—Un templo —terció Julián— que se aparta de la ortodoxia.
—Aquí —insistió el rabí sin contener su emoción— se celebraron los primeros rezos acompañados de música. Su organista, Frantisek Skroup, compuso la canción ¿Dónde está mi hogar?, el himno nacional checo.
—Habla un castellano bastante correcto —dijo Julián.
—Pertenezco —aclaró el rabí— a una familia de judíos sefardíes. Mis antepasados vivieron en la judería de Ciudad Real.
—¿Cómo dio con nosotros? —inquirió Julián, ansioso por conocer sus intenciones.
—De casualidad —suspiró—. Estaba en la expendeduría de tiques del cementerio judío y les oí preguntar por hechos raros ocurridos en Josefov. Al decirles que murió una arqueóloga, sus caras cambiaron de expresión.
—Ya… —musitó Aurora.
—¿Quiénes pensó que éramos? —siguió Julián.
—Periodistas o policías —aventuró el rabí—. ¿Me equivoco?
—Ambas cosas. —Julián sonrió—. Ella es policía.
—Guardia Civil —especificó Aurora.
—Y yo periodista —subrayó Julián—. Trabajo para el diario El País.
—¿Qué investigan en Praga? —les tanteó Ebam Peleg.
—La muerte de seis personas —acometió Aurora—. Entre ellas, el asesinato del profesor Abraham Benari. ¿Le conocía?
—De sobra saben que sí —afirmó Ebam Peleg con un nudo en la garganta—. Por eso han dado credibilidad a mi nota. Dejarles la dirección de la sinagoga encriptada en sus coordenadas DD les ha convencido. ¿Estoy en lo cierto?
—Ha facilitado las cosas —admitió Julián.
—Decidí seguirles —expuso—. Katherine Jones y Abraham Benari colaboraban y si les interesaba su muerte, debía hablar con ustedes.
—Controló nuestros pasos —determinó Aurora, enfadada consigo misma por haber bajado la guardia. Nunca pensó que alguien pudiera vigilarles en Praga.
—Les vi entrar en la comisaría de la plaza Karlovo —relató Ebam Peleg—. Eso me ratificó en mi convencimiento de que eran policías o periodistas. Esperé a que salieran, les seguí hasta el hotel Four Seasons y decidí dejarles la nota. Necesitaba hablar con ustedes.
—¿Cómo se enteró de la muerte del profesor Benari? —intervino Julián.
—Recibo a diario el periódico Ha’aretz —dijo el rabí—, editado en Tel Aviv, y publicaron un amplio reportaje. El profesor Benari era una persona importante en Israel. Como sabrán, dirigía la cátedra de Cábala de la Universidad Hebrea de Jerusalén.
—¿En qué consistía la colaboración entre Katherine Jones y Abraham Benari? —le interrogó Aurora para entrar de lleno en materia.
—La profesora Jones utilizaba el programa GHJ-1235-X —aclaró Ebam Peleg— para interpretar las tablillas cabalísticas que aparecían en la excavación de la tumba del rabí Low.
—Y usted —dedujo Julián, con un sorbo de café en la boca— a su vez colaboraba con el profesor Benari.
Ebam Peleg asintió con un leve movimiento de cabeza.
—¿Cómo ayudaba a Abraham Benari? —inquirió Aurora.
El rabí permaneció callado. Paladeó el último sorbo de café aderezado con cardamomo, al estilo de los beduinos del Néguev, y posó el vasito sobre el cristal de la mesa de alpaca.
—Abraham —arrancó decidido— intentaba recuperar una de las láminas del Libro de Dios que en el siglo XVI se conservaban en la sinagoga Altneu.
—¿Con ese fin le remitió las coordenadas de Toledo? —siguió Julián.
—Sí —admitió Ebam Peleg—. Abraham había estado en Praga para analizar con su programa la simbología de las sinagogas Altneu y Pinkas y el cementerio judío, y obtener información sobre el posible destino de las láminas.
—¿Qué ocultan esos lugares? —dijo Aurora, sin comprender la importancia de los mismos.
—La sinagoga Altneu —la complació el rabí— conserva inscripciones ocultas en sus piedras, como las marcas de cantería de los maestros picapedreros medievales, que Abraham intentaba interpretar con su programa.
—¿Qué pretendía descubrir? —profundizó Julián.
—Una pista sobre el paradero del Libro de Dios —afirmó tajante—. Una tradición asegura que el rabí Low dejó las claves para su hallazgo en las inscripciones de la sinagoga Altneu o Vieja Nueva, como se conoce en castellano.
—¿Y la sinagoga Pinkas? —terció Aurora—. En sus paredes sólo están grabados los nombres de las víctimas del Holocausto.
El rabí cogió aire y les miró a la cara. A la tenue luz de los quinqués sus ojos brillaban en la oscuridad como los de un gato.
—Antes de la Segunda Guerra Mundial —expuso Ebam Peleg— en Josefov vivían algunos de los cabalistas más notables del mundo. Al invadir los nazis la ciudad se ocultaron y cambiaron de identidad. Fueron detenidos, como la mayoría de mis compatriotas, y murieron en el gueto de Terezín.
—Sigo sin comprender qué esconde la sinagoga Pinkas —insistió Aurora.
—Esos cabalistas —siguió el rabí de la Sinagoga Española— trabajaron durante años para descifrar los símbolos de la sinagoga Altneu y el cementerio judío, y recuperar el Libro de Dios. Una misión eterna de los judíos desde su desaparición. Pero a su muerte sus nombres permanecieron en secreto, al igual que los estudios que habían realizado.
—Sus identidades figuran encriptadas en las paredes de Pinkas —caviló Julián.
—Sí —ratificó Ebam Peleg—. Camufladas en el laberinto de casi ochenta mil nombres. Los encargados de confeccionar la lista de las víctimas del Holocausto, viejos judíos que vivieron en el gueto de Terezín, decidieron mantener en secreto los nombres de los cabalistas por respeto a sus maestros. El profesor Benari intentaba descifrar esos nombres para acceder a sus estudios.
—¿Cómo pensaba hacerlo? —preguntó Aurora.
—¿Han visitado la sinagoga Pinkas? —Julián asintió—. Entonces habrán observado que los nombres de las víctimas están grabados en tres colores: amarillo, rojo y negro. Tres colores de un alto contenido simbólico.
—Una especie de criptograma —dedujo Julián.
—Más o menos —convino el rabí—. El amarillo se relaciona con el símbolo del oro, del Sol o la luz, y personifica la eternidad y la gloria, algo que sólo puede lograrse con el conocimiento supremo de la cábala.
—¿Y el rojo y el negro? —preguntó Aurora, que paladeaba a pequeños sorbos el café con cardamomo.
—El rojo —siguió Ebam Peleg— simboliza el fuego y la sangre, y se considera el color de la vida y la fertilidad. Mis antepasados creían que protegía de los peligros y pintaban a los animales y a las casas de rojo para librarlos de las influencias malignas. ¿Logran ver su significado? —Asintieron y el rabí continuó—: Por último, el negro se relaciona con el absoluto, y en muchas culturas las Diosas Madres, las diosas de la fecundidad, son negras.
—Los tres colores hablan de los secretos de la vida —susurró Julián, admirado de los conocimientos del rabí.
—Abraham —siguió Ebam Peleg— opinaba que las letras y los colores habían sido combinados para encriptar el nombre de los cabalistas que murieron en el gueto de Terezín. Si lograba desentrañar sus identidades tendría una oportunidad de acceder a sus estudios y avanzar en la búsqueda del Libro de Dios.
—¿Y el cementerio de Josefov? —insistió Aurora, que le escuchaba atenta.
—Tanto la profesora Jones como Abraham Benari —dijo el rabí— estaban convencidos de que la tumba del rabí Jehuda Low ben Bezazel ocultaba claves muy importantes sobre los secretos de la creación de vida artificial.
—¿Sólo porque una leyenda le atribuye la creación de un golem? —incidió Julián.
—Es un factor a tener en cuenta —determinó Ebam Peleg.
—¡Se trata de una leyenda! —protestó Aurora, sin comprender la importancia que los judíos le atribuían.
—Las leyendas —dijo Ebam Peleg— casi siempre tienen un trasfondo de realidad, aunque muy enmascarada por el paso de los siglos y las aportaciones posteriores. La tumba del rabí Low muestra indicios que dan credibilidad a la confección del golem y su conocimiento de la fórmula para la creación de seres artificiales.
—Fórmula —dijo Aurora— que grabó en tres láminas de oro.
—El Libro de Dios —musitó el rabí.
—Háblenos de esos indicios —le pidió Julián, metido de lleno en la conversación.
—Primero está el nombre del rabí —comenzó Ebam Peleg—. ¿Saben qué significa Low?
—«León» —respondió Julián—, si los folletos turísticos no mienten.
—Correcto —afirmó Ebam Peleg complacido—. El león aparece como el primero de los cuatro reyes, simbolizados por animales, que Yahvé hizo aparecer ante los ojos del profeta Ezequiel junto al río Kebar, y que san Juan reconoció en su visión en la isla de Patmos.
—Un animal —señaló Aurora— que simboliza la revelación de un conocimiento divino.
—El secreto de la creación —remató Julián.
—La interpretación simbólica de un nombre —rechazó Aurora— no otorga acta de veracidad a una leyenda.
—Los judíos —le rebatió Ebam Peleg— tenían al león por un animal solar relacionado con la luz y la sabiduría, e identificaban a Yahvé con un león. Salomón hizo fundir un león de oro y otro de plata para colocarlos en la entrada del Templo de Jerusalén, el templo de la sabiduría.
—Una tumba cargada de simbolismo —admitió Aurora.
—Hay evidencias todavía más sorprendentes —afirmó Ebam Peleg—. A ambos lados de la tumba del rabí Low se alinean las treinta y tres estelas funerarias de sus discípulos predilectos.
—Un número simbólico —conjeturó Julián, y recordó las enseñanzas sobre la secuencia de Fibonacci y el número 137.
—El número de la vida —dictaminó el rabí—. A las treinta y tres semanas un ser humano puede abandonar el claustro materno y sobrevivir por sus propios medios.
—Otro número para devanarse los sesos —suspiró Aurora.
—Según el cristianismo —dijo Ebam Peleg—, que asimiló creencias mucho más antiguas, Jesucristo vivió treinta y tres años, y la zona entre los ríos Tigris y Eufrates, donde supuestamente estuvo el jardín del Edén, se sitúa en la latitud 33° 33' 33". Para los judíos este número también está cargado de simbolismo porque David reinó treinta y tres años.
—Nada es casualidad —afirmó Aurora.
—De eso puede estar segura —convino Ebam Peleg—. Tampoco es casualidad que los grados de la masonería sean treinta y tres, que las tres partes de La divina comedia se compongan de treinta y tres cantos, y que el eje del ser humano, la columna vertebral, esté formada por treinta y tres vértebras durante la etapa fetal y la niñez. Después, en la edad adulta, se convierten en veintiocho debido a que los huesos del sacro y el cóccix se sueldan. La tumba del rabí Low —concluyó el rabí con voz grave— entraña una enseñanza hermética sobre la creación de seres artificiales. No les quepa ninguna duda.
—¿Y Toledo? —dijo Julián, mordido por la curiosidad—. ¿Qué buscaba el profesor Benari en la capital manchega?
—Lo mismo que en Praga y en otros centros importantes del judaísmo —respondió Ebam Peleg.
—Una fórmula —interpretó Aurora—, un número de oro capaz de propiciar la vida de seres artificiales.
—Abraham —aclaró el rabí para demostrarles su buena voluntad— rastreaba huellas del saber cabalístico de los judíos para acceder a esa fórmula o al mismo Libro de Dios.
—La judería de Toledo —apuntó Julián— figuró entre las más importantes del mundo.
—El profesor Benari —dijo el rabí— estaba convencido de que los judíos toledanos poseyeron el secreto de la creación.
—¿Lo grabaron en las sinagogas de El Tránsito y Santa María la Blanca y en la cueva de Hércules? —dudó Aurora.
—Hice mis propias averiguaciones —expuso Ebam Peleg—. Mi familia procedía de Ciudad Real, como les he dicho, pero teníamos parientes en Toledo y sus archivos familiares, tras generaciones de pasar de padres a hijos, quedaron finalmente en mis manos. Gracias a ellos descubrí que la cueva de Hércules ocultaba enseñanzas cabalísticas y El Tránsito y Santa María la Blanca inscripciones y símbolos esotéricos relacionados con la cábala de la creación, cuyo análisis podría aportar un poco de luz en la búsqueda de la vida artificial.
—¿Comunicó sus sospechas al profesor Benari? —preguntó Julián.
—Estaba en Toledo y pensé que sería una buena ocasión para comprobar los datos sobre el terreno. Los tres lugares —siguió— componen un triángulo, al igual que las sinagogas Altneu y Pinkas y el cementerio de Josefov. Un símbolo de la creación.
—Le remitió una carta —dijo Julián— con los tres puntos encriptados en sus coordenadas DD.
—Sí. —Ebam Peleg cabeceó—. Siempre utilizábamos ese sistema. Resulta más difícil de interpretar si cae en manos ajenas.
—Pudo llamarle por teléfono o mandarle un correo electrónico —alegó Aurora.
—Internet pertenece a un mundo ajeno a mí —se justificó Ebam Peleg— y las comunicaciones telefónicas son inseguras. Debería saberlo. Como puede comprobar, vivo con la austeridad del Medievo.
—¿Por eso desprecia la luz eléctrica?
—Esa menorá —dijo el rabí, y señaló el candelabro de siete brazos que presidía la salita— se alumbra sólo en las fechas más importantes para los judíos, y estos quinqués conservan su fuego de manera perenne.
—¿Qué sabe del Libro de Dios?
—Poca cosa —admitió Ebam Peleg contrariado—. El rabí Low recibió de Yahvé el secreto de la creación, confeccionó un golem, y grabó la fórmula en tres láminas de oro que recibieron el nombre de Libro de Dios. Guardó las láminas en la sinagoga Altneu, la cual regentaba, hasta que alguien las robó.
—¿Quién? —soltó Aurora.
—Jamás se ha sabido.
—¿Felipe II? —le tiró de la lengua.
—Una vieja tradición le señala como el culpable —admitió el rabí a la defensiva—, pero nunca se ha demostrado. Le interesaba la alquimia y pudo ordenar el robo.
—Un momento —dijo Julián, e hizo un gesto de pausa con las manos. Meditó unos segundos, y habló—: Al inicio de nuestra conversación ha mencionado que el profesor Benari buscaba sólo una lámina de las tres que componen el libro.
—Según la misma leyenda —argumentó el rabí— por circunstancias desconocidas sólo una lámina llegó a poder del Rey.
—Lo sé —dijo Julián, pensativo.
—¿Adónde fueron a parar las otras dos? —inquirió Aurora.
—Felipe II mandó a Praga a tres de sus mejores agentes para robar las láminas —relató Ebam Peleg—, pero, como ya he dicho, por razones misteriosas sólo uno regresó a Madrid.
—¿Qué les ocurrió a los otros?
—Murieron —espetó Julián, que había seguido la narración con interés.
El rabí guardó silencio. La placidez de su rostro se había visto alterada por la afirmación del periodista. Les observó y luego se levantó con esfuerzo por el rato que llevaba sentado. Los huesos de sus rodillas crujieron como ramas secas.
—Deben irse —dijo.
—¿Les mataron unos hombres vestidos de hábito negro y la cara cubierta por una máscara de cuero? —le presionó Julián.
Ebam Peleg les dio la espalda. Caminó en silencio hacia las mesitas que sostenían los quinqués y rellenó sus depósitos de aceite de parafina para evitar que se apagaran. A continuación avivó la mecha para aumentar la luz en los tubos de cristal. Sirvió otra ronda de café con cardamomo, de una cafetera de metal que mantenía caliente sobre las brasas de un escalfador, y recuperó su silla.
—¿Cómo han sabido de la existencia de los hombres enmascarados?
—En nuestra investigación —dijo Aurora para ganarse su confianza— nos cruzamos con un tipo que vestía de esa guisa.
El rabí se sumió de nuevo en un profundo silencio. Paladeó un sorbo de café y suspiró con la profundidad de un atleta de maratón al cruzar la meta.
—Háganme un resumen de lo sucedido —les rogó con semblante serio.
—Un anticuario y su guardaespaldas —narró Aurora— perseguían el Libro de Dios con fines económicos y para conseguir sus propósitos asesinaron al profesor Benari, a la profesora Katherine Jones y a Clara Letamendi, una tasadora de obras de arte que adquirió un ejemplar del Pardes rimmonim.
—Ahora comprendo muchas cosas —musitó el rabí.
—Detuvimos al anticuario y a su guardaespaldas —continuó Aurora— y mientras les interrogábamos irrumpió en la escena un hombre vestido de negro, con la cara cubierta por una máscara, y los asesinó.
—Intentaba proteger el secreto —murmuró Ebam Peleg para sí.
—Ese mismo individuo —continuó Julián— asesinó a un hacker al que acudimos para acceder a la información que contenía el ordenador del profesor Benari y sospechamos que robó unos planos en la Biblioteca Nacional de Madrid.
—Para más inri —resopló Aurora— hace más de setenta años alguien vio a unos sujetos de las mismas características en una tumba que pudo ocultar esa lámina del Libro de Dios que llegó a manos de Felipe II y, puestos a especular, tres libros que un experto relaciona con la obtención de la vida artificial fueron sustraídos de la Biblioteca Nacional de Madrid y nunca han sido recuperados. En mi opinión esos tipos los robaron.
—Suspendan la investigación —espetó Ebam Peleg—. Sus vidas corren peligro.
—¿Sabe quiénes son los hombres de negro?
—Sí —dijo en un tono apenas audible.
—¿Quiénes? —insistió Aurora, rígida por la tensión.
Ebam Peleg se tomó su tiempo antes de responder. Bebió los restos de café de su vasito y exhaló el aire de los pulmones. Debía convencerles del peligro que les acechaba. El conductor del Skoda escuchaba la conversación a través de la claraboya de cristal de la bóveda con un micrófono de contacto y alta sensibilidad acoplado a unos auriculares.
—Pertenecen —dijo el rabí de sopetón— a la Sociedad de los Nueve Desconocidos.
—¿Una sociedad —incidió Julián— al estilo de los illuminati, masones, templarios, cátaros…?
—La sociedad más secreta —afirmó el rabí— de cuantas existen y han existido.
—Hable claro —dijo Aurora, un tanto confusa por su afirmación.
—¿Están dispuestos a aceptar —les desafió Ebam Peleg— que alguien gobierna el mundo por encima de los intereses de los gobiernos y sus países?
—¿Se refiere al Club Bilderberg?
—No —dijo Ebam Peleg con frialdad—. Hablo de los Nueve Desconocidos. Los hombres más poderosos del planeta.
—Empiece —le rogó Julián, y retrepó la espalda en su silla para ganar comodidad—. Cualquier información puede sernos útil.
—Como en otras muchas sociedades —comenzó Ebam Peleg—, el número de sus miembros está cargado de simbolismo. El nueve, en la mayoría de las culturas, se considera la cifra del Ser Supremo que induce a la totalidad, representada por el diez. Para los hebreos el nueve simboliza la Verdad Absoluta, y resulta sorprendente que la suma de los nueve primeros números naturales tenga como elemento mágico el nueve.
Aurora hizo el cálculo.
—Disculpe —le interrumpió—. La suma de los nueve primeros números da cuarenta y cinco.
—Sí —sonrió Ebam Peleg, y le explicó—: En cábala el número secreto se obtiene reduciendo las cantidades a una sola cifra. Cuarenta y cinco: cuatro más cinco suman nueve.
—¿Quién fundó la Sociedad de los Nueve Desconocidos? —dijo Julián para centrar la charla.
—Asoka —respondió Ebam Peleg—. El mayor iniciado de la India. ¿Conocen su historia?
—No —admitieron al unísono Julián y Aurora, impacientes por escucharla de boca del rabí.
—En realidad —aclaró Ebam Peleg— se llamaba Maurya Vardhana y se ganó el epíteto de Asoka, «sin dolor», porque nació sin lastimar a su madre. Algunos textos antiguos le citan como Pidayasi o «de amable mirada», y también como Devanampiya, «el amado de los dioses».
—Por los sobrenombres —conjeturó Aurora— se trató de un rey benevolente.
—Al principio de su reinado —continuó el rabí—, en el siglo ni antes de nuestra era, Asoka figuró en la lista de los gobernantes más sanguinarios de la India. Atacó y conquistó el reino de Kalinga, que se extendía de Calcuta a Madrás, arrasó poblados enteros y pasó a cuchillo a hombres, mujeres y niños. Al finalizar la contienda, su ejército había hecho ciento cincuenta mil prisioneros y ordenó degollar a más de cien mil.
—¿Otra leyenda? —Julián desconfiaba de la veracidad del relato.
—Mi narración —especificó— se ciñe a documentos históricos como el Edicto de la Roca de Shahbazgarthi, en Pakistán.
—Hechos comprobados —asintió Aurora, satisfecha.
—Tras conquistar Kalinga —siguió Ebam Peleg—, Asoka sufrió una transformación espiritual. Abandonó las armas y se dedicó a difundir el budismo dentro y fuera de sus fronteras. De su nueva orientación espiritual perviven múltiples edictos en inscripciones repartidas por su vasto imperio.
—¿Qué promulgaban sus edictos? —intervino Julián.
—La necesidad —contestó— de practicar una serie de reglas morales basadas en la paciencia, la caridad y el amor a los semejantes. Para difundir esta doctrina Asoka mandó alzar infinidad de columnas de piedra con inscripciones morales que incluían la «rueda de la doctrina», símbolo de la revelación de la verdad. En Sarnath se conserva una de estas columnas rematada por leones.
—El símbolo de la luz y la sabiduría —recordó Julián— que también figura en la tumba del rabí Low.
—Asoka —prosiguió Ebam Peleg— predicó el vegetarianismo y prohibió las bebidas alcohólicas, los sacrificios de animales y el mal uso de la ciencia.
—¿De qué manera? —preguntó Aurora.
—Mediante un servicio de inspectores —dijo— que vigilaban la aplicación de sus principios.
—¿Persiguió a los alquimistas, astrónomos y galenos? —preguntó Julián.
—No —contestó Ebam Peleg, y les aclaró—: Bajo su reinado la ciencia se hizo hermética. Asoka prohibió su difusión para evitar que los seres humanos hicieran un mal uso de ella.
—¿Cómo?
—Ocultó los avances científicos —determinó el rabí— y fundó la Sociedad de los Nueve Desconocidos para custodiarlos.
—¿Disponía Asoka de conocimientos avanzados? —le planteó Aurora.
—¿Han visitado la India?
—Varias veces —respondió Julián—. La primera en el 81, durante las revueltas sijes del Punyab.
—En Delhi —expuso el rabí—, en el patio de la mezquita de Quwat ai-Islam, se alza un sólido pilar de hierro que recibe el nombre de «columna de Asoka».
—Lo recuerdo —dijo Julián—. Está a los pies del alminar de Qutub, una torre de la victoria construida en el siglo XIII por el sultán Qutub al-Din Aybak.
—¿Qué tiene de especial una columna de hierro? —preguntó Aurora.
—Pesa seis toneladas —especificó Ebam Peleg—, mide nueve metros de alto y, pese a ser de hierro y permanecer a la intemperie, nunca se oxida.
—¿Por qué?
—Ahí está el misterio —incidió el rabí—. El acero se conoce desde la más remota antigüedad y, según los historiadores, pasó de la India a Egipto hacia el año 1600 antes de nuestra era. Ahora bien —subrayó—, una cosa es el acero y otra muy distinta el acero inoxidable.
—Inventado a principios del siglo XX —añadió Julián.
—A finales del XIX —puntualizó Ebam Peleg— se efectuaron las primeras aleaciones de hierro con cobre y níquel que resistían la oxidación.
—Los siglos XIX y XX —señaló Julián— quedan muy lejos del reinado de Asoka.
—Nueve hombres gobiernan el destino del mundo —afirmó Aurora sin disimular una sonrisa—. Increíble. Menuda locura. Si hablásemos del G8[22], el G20[23], el FMI[24] o los intereses económicos de las grandes multinacionales, estaría dispuesta a aceptarlo, pero una sociedad milenaria…
—Cuesta admitirlo —reconoció el rabí de la Sinagoga Española—. Lamento no poder ofrecerles una prueba irrefutable de su existencia. Sin embargo, a lo largo de la historia varios personajes de relevancia han mantenido contactos con ellos.
—¿El hombre del hábito negro y máscara de cuero —receló Julián— pertenece a la Sociedad de los Nueve Desconocidos?
—Pienso que sí —afirmó Ebam Peleg—. Los Nueve Desconocidos, en opinión de muchos autores, son inmortales, gobiernan el mundo desde un lugar remoto e ignorado y tienen un nutrido grupo de adeptos. El hombre que vieron está a su servicio. Forma parte de la Sociedad. Visten el hábito negro y la máscara de cuero en el cumplimiento de una misión, siempre que la indumentaria no les delate. Son camaleónicos. Aunque sin el hábito y la máscara también se les puede reconocer.
—¿Cómo? —inquirió Aurora.
—Les falta el dedo meñique de la mano derecha —especificó Ebam Peleg—. Se lo amputan como símbolo de perfección.
Julián y Aurora sintieron sus entrañas removerse. El sicario que asesinó a Águila Negra carecía del dedo meñique derecho y, en opinión del forense, le había sido amputado mediante cirugía. Los «fantasmas» que Anselmo Heredia vio en la tumba de Bernardino de Mendoza también carecían del dedo meñique de la mano derecha.
—¿Por qué se cortan un dedo? —dijo Julián, sin comprender los motivos.
—¿Recuerdan mis palabras —acometió el rabí— sobre el simbolismo del número nueve? —Ambos asintieron—. El nueve representa al Ser Supremo. Por eso se cortan un dedo de la mano y al hacerlo asumen la totalidad simbolizada por el diez y el uno.
—Nueve dedos en las manos —contó Aurora en voz alta— y diez en los pies suman diecinueve, y el número secreto de diecinueve es diez.
—Buena reflexión —admitió el rabí—. Pero, como les he dicho, el número secreto sólo consta de una cifra, y diez, reducido a un dígito, da uno. El número del absoluto, de la mónada indivisible, de Dios o Yahvé.
—¿Los Nueve Desconocidos —siguió Julián— visten igual que sus adeptos?
—Sí —respondió el rabí.
—¿Qué secretos científicos se supone que protegen? —inquirió Aurora.
—Según la tradición —relató Ebam Peleg—, cada uno de los nueve custodia un libro con el saber de la Humanidad. El primero, y más importante, está dedicado a la microbiología y contendría las claves del proceso de la vida. Por eso se le conoce como el Libro del origen. El segundo hablaría de los secretos de la guerra psicológica y las técnicas de propaganda. El tercero, de la fisiología, y enseñaría cómo matar a un ser humano sólo con tocarle, invirtiendo su flujo nervioso…
—Algunas de esas enseñanzas —dedujo Aurora— forman parte de las artes marciales.
—El cuarto libro —siguió Ebam Peleg— registra el proceso de la transmutación de los metales. El quinto estudiaría los medios de comunicación. El sexto, los secretos de la gravitación. El séptimo, la cosmogonía de la Humanidad. El octavo, la luz, y el noveno, dedicado a la sociología, formularía reglas sobre la evolución de las sociedades para evitar su caída.
—Nueve libros esenciales —suspiró Julián.
—Al principio fueron diez —confesó el rabí—. Pero uno escapó a la tutela de la Sociedad y, de alguna manera, certifica la existencia del resto.
—¿A qué libro se refiere? —le preguntó Aurora.
—Al manuscrito Voynich —respondió Ebam Peleg.
—¿Qué enseñanzas guarda? —siguió Julián.
—Nadie lo sabe —lamentó Ebam Peleg—. Les relataré lo poco que sé —dijo dispuesto a abrirles los ojos a un mundo que desconocían por completo.
—Le escuchamos.
—El famoso alquimista John Dee —arrancó el rabí— regaló al emperador Rodolfo II de Praga un libro que el duque de Northumberland robó de un monasterio durante sus campañas militares en defensa de Enrique VIII…
—Un momento… —le pidió Julián, revisó sus notas y comprobó que los nombres de John Dee y Rodolfo II habían aparecido en diversos momentos de su investigación relacionados con la alquimia y la confección de homúnculos—. Siga, por favor —dijo sorprendido.
—El manuscrito —continuó Ebam Peleg— se atribuyó a Roger Bacon, un alquimista inglés del siglo XIII que estudió en las universidades de Oxford y la Sorbona y se interesó por la criptología, como demuestra su obra Epistola de secretis artis et naturae. Aunque parece demostrado que el origen del libro es mucho más antiguo.
—¿Ese manuscrito —le preguntó Julián— ha llegado hasta nuestros días?
—Sí —respondió Ebam Peleg.
—¿Lo ha visto? —inquirió Aurora.
—En una ocasión —admitió—. Se trata de un volumen en octavo, de quince por veintisiete centímetros, escrito con pluma de ave, sin cubiertas y, según la numeración, ha perdido veintiocho páginas de las doscientas cuarenta del total.
—¿Dónde lo vio? —incidió Julián.
—Todo a su tiempo —le calmó el rabí—. El texto muestra varios colores y los dibujos que posee representan mujeres desnudas, diagramas y plantas desconocidas.
—¿En qué idioma está escrito?
—En alguna lengua críptica de ascendencia medieval —aventuró Ebam Peleg—. El manuscrito permaneció en poder de Rodolfo II y procedió a su estudio Jacobus Horcicky, conocido como Sinapius, un alquimista a cargo de la Farmacia Real de Praga que curó de una enfermedad al emperador.
—¿Está documentada la historia del manuscrito? —quiso cerciorarse Aurora, para valorar en su justa medida la información.
—Desde que apareció en la corte de Praga, sí —sentenció el rabí—. Horcicky poseyó el manuscrito hasta 1622, cuando lo entregó a Georgius Barschius, otro alquimista de los muchos que pululaban por la corte de Rodolfo II. En 1666 pasó a manos de Johannes Marcus Marci, rector de la Universidad de Praga, que lo cedió para que intentara descifrarlo al célebre jesuita Athanasius Kircher, especialista en jeroglíficos reconocido entre los científicos más importantes de su época.
—Un manuscrito con claves secretas —apuntó Julián—, como el Libro de Dios.
—¿Cómo llegó hasta la actualidad? —le interrogó Aurora.
—A eso voy —dijo el rabí de la Sinagoga Española—. En 1680 Athanasius Kircher, incapaz de desvelar su contenido, regaló el libro a la biblioteca de los jesuitas y en 1912 un librero llamado Wilfred Voynich lo adquirió al colegio de Mondragone, en Frascati, una ciudad del Lacio.
—El librero —dedujo Julián— da nombre al manuscrito.
—Así es —convino Ebam Peleg—. Su título original se desconoce.
—Si tan importante es —incidió Aurora—, ¿por qué no actuó la Sociedad de los Nueve Desconocidos para protegerlo?
—La Sociedad sí entró en acción —expuso el rabí—. Pero comprendió que robar y ocultar el manuscrito no serviría de nada.
—¿Conoce los motivos? —insistió Julián.
—Wilfred Voynich —prosiguió Ebam Peleg— trasladó el manuscrito a Estados Unidos y lo mostró a numerosos especialistas en lenguas antiguas, jeroglíficos y criptografía, sin que nadie pudiera descifrar su Voynich decidió ampliar su campo de investigación e hizo cientos de fotocopias y las repartió entre los grandes especialistas del mundo. Robar el libro no serviría de nada. La Sociedad reaccionó tarde. Por alguna causa, antes de 1912 desconocía la existencia del manuscrito Voynich.
—Entiendo —musitó Julián.
—Pese a ello —aclaró el rabí—, la Sociedad de los Nueve Desconocidos no permaneció de brazos cruzados. En 1919 un grupo de fotocopias llegó a poder del profesor William Romaine Newbold, decano de la Universidad de Pensilvania y especialista en criptología y lenguas muertas.
—Otro intento de descifrarlo.
—Romaine Newbold —continuó Ebam Peleg—, al parecer, desencriptó el manuscrito y, a partir de 1921, impartió varias conferencias para dar a conocer sus descubrimientos.
—¿Había algo sorprendente? —dijo Aurora.
—Según Newbold —les explicó el rabí—, el texto de algunas páginas hablaba de la nebulosa Andrómeda, de la estructura de la célula y de la formación de embriones humanos como fruto de la unión del esperma y un óvulo…
—Un manuscrito —le interrumpió Julián— que también trata del origen de la vida.
—En parte.
—Caso resuelto —bufó Aurora, con un cabeceó de resignación.
—En este punto —relató Ebam Peleg— entró en escena la Sociedad de los Nueve Desconocidos para obligar a Newbold a retractarse de cuanto había dicho. El decano de la Universidad de Pensilvania se desdijo de sus afirmaciones, confesó haber perdido la clave y se mostró incapaz de descifrar más páginas del libro. Murió en 1926 sin aportar nada nuevo. Mientras, un colega suyo, el profesor Manly, refutó sus investigaciones, aseguró que ciertos signos de la escritura del manuscrito Voynich eran simples deformaciones del papel, y poco a poco el interés por el libro desapareció.
—Ante la imposibilidad de recuperar el libro —vaticinó Aurora— la Sociedad de los Nueve Desconocidos amenazó a Newbold para que callara.
—Eso debió de ocurrir —admitió el rabí—. Los Nueve Desconocidos no asesinan salvo en contadas ocasiones. Romaine Newbold temió por su vida y borró cualquier pista de la clave que pudiera conducir al verdadero contenido del manuscrito.
—¿Primero intimidan? —le preguntó Julián, pensando en el anónimo que recibió Aurora.
—Sí —respondió el rabí—. Para los Nueve Desconocidos la vida es sagrada.
—Los modernos criptógrafos —le planteó Aurora— trabajan con ordenadores muy sofisticados para desencriptar textos. ¿Nadie ha vuelto a intentarlo?
—Todos los esfuerzos han sido en vano —lamentó Ebam Peleg—. En 1944 William Frederick Friedman, un célebre especialista en criptografía de ascendencia judía, premiado en numerosas ocasiones por los gobiernos estadounidenses, se propuso descifrar el manuscrito Voynich utilizando un ordenador RCA-301 de segunda generación y llegó a la conclusión de que el texto, además de estar cifrado, correspondía a una lengua artificial.
—¿Dónde se conserva en la actualidad? —dijo Julián.
—En 1930 —respondió el rabí de la Sinagoga Española—, tras la muerte de Wilfred Voynich, el manuscrito quedó en propiedad de su viuda, Ethel Boole, y en 1961 lo vendió a Hans Peter Kraus, un librero de Nueva York. Kraus lo puso a la venta por ciento sesenta mil dólares. Permaneció expuesto algún tiempo y durante un viaje a Nueva York tuve ocasión de verlo. Nadie se interesó por adquirirlo y en 1969 Kraus lo cedió a la BibliotecaBeinecke de la Universidad de Yale, donde permanece en depósito con la signatura MS408.
—En su opinión —se interesó Julián—, ¿qué enseñanzas alberga el manuscrito?
—Pienso —dijo Ebam Peleg cauteloso— que desvela el secreto de las novas y los quásares. Una fuente de energía millones de veces superior a la bomba atómica y tan sencilla de manejar que incluso un hombre del siglo XIII podría hacerlo. Esa capacidad de destrucción hizo que los Nueve Desconocidos actuasen.
—Ha dicho —recordó Aurora— que el manuscrito se conservaba en un monasterio saqueado por el duque de Northumberland.
—Sí.
—¿Conoce su procedencia primigenia?
—No. —El rabí cabeceó—. Se ha atribuido a Roger Bacon, como he comentado, pero todo apunta a que el alquimista se limitó a copiar en clave un documento más antiguo que perteneció al rey Salomón y contenía los grandes misterios de la Humanidad. Un ejemplar del Libro de Salomón ardió en 1350 por orden del papa Inocencio VI, convencido de que enseñaba un método para invocar al diablo.
—Todo un compendio del saber —afirmó Julián—. Aunque nada demuestra que existan la Sociedad de los Nueve Desconocidos ni los libros en cuestión.
—Disponemos —argumentó Ebam Peleg para convencerles— del testimonio de personajes como Ram Mohan Roy, un intelectual indio del siglo XIX líder del movimiento religioso Brahmo Samaj, la Sociedad de Devotos del Verdadero Dios, que creía en la existencia de los Nueve Desconocidos, igual que Subhas Chandra Bose, un político también indio de mediados del siglo XX que desapareció en circunstancias extrañas.
—¿Qué le pasó? —dijo Aurora.
—Oficialmente —expuso el rabí— su avión se estrelló en 1945 en la prefectura de Taihoku, en la isla de Taiwán.
—Un accidente aéreo —aventuró Julián—. ¿Qué tiene de misterioso?
—En 1999 —siguió el rabí— el Gobierno indio creó la comisión Mukherjee para esclarecer las circunstancias de la muerte de Subhas Chandra Bose, y tras seis años de investigaciones y viajes a Japón, Taiwán y Rusia, determinó que el accidente aéreo jamás aconteció.
—Vaya… —Aurora suspiró.
—Su desaparición sigue siendo un misterio —subrayó Ebam Peleg— y algunas voces señalan a los Nueve Desconocidos como responsables.
—¿Le asesinaron?
—Me atrevería a afirmar —opinó el rabí— que le ayudaron a ocultarse. Le protegieron de los servicios de inteligencia británicos, que habían puesto precio a su cabeza. Chandra Bose, como Asoka, también sufrió una transformación espiritual en abril de 1919 al contemplar la matanza de Jallianwalla Bagh, en la que cientos de manifestantes fueron asesinados a sangre fría por el coronel Dwyer para reprimir una protesta pacífica.
—Todo son especulaciones —bufó Julián abatido.
—La Sociedad de los Nueve Desconocidos —argumentó el rabí— se considera el secreto mejor guardado del mundo. Lo poco que sabemos se debe a Louis Jacolliot y Talbot Mundy.
—¿Tuvieron acceso a la Sociedad? —desconfió Aurora.
—Louis Jacolliot —continuó Ebam Peleg—, un abogado francés del siglo XIX que ejerció de juez en la India y Tahiti, afirmaba haber mantenido contactos con los Nueve Desconocidos y, supuestamente, le mostraron unas tablillas, redactadas en sánscrito, que hablaban de la historia del continente de Rutas, en el océano índico, destruido hace quince mil años con armas muy sofisticadas.
—Suena al mito de la Atlántida.
—Eso mismo supuso Jacolliot —convino el rabí—. Reubicó el continente en el Pacífico y lo relacionó con la Atlántida.
—Este testimonio —dijo Julián— parece poco fiable.
—Por su parte —siguió Ebam Peleg— Talbot Mundy, un seudónimo que ocultaba a William Lancaster Gribbon, que escribió algunas obras como Walter Galt, también aseguraba tener contactos con la Sociedad de los Nueve Desconocidos. Talbot Mundy vivió en la India y en 1927 publicó el libro The nine unknown men[25], que habla de una manera amplia de esta Sociedad.
—Los testimonios —señaló Aurora— se remontan a finales del siglo XIX y principios del XX. Un período muy alejado para darles credibilidad. Nadie puede interrogar ya a los protagonistas.
—Una época —justificó el rabí— de agitación intelectual y bélica que vio grandes avances científicos. Según la opinión de varios autores, Jagdish Chandra Bose, pionero de la radio en la India que produjo las ondas cortas de cinco milímetros y construyó el primer diodo semiconductor, recibió sus conocimientos de los Nueve Desconocidos.
—¿Qué base tiene su afirmación? —receló Julián.
—Neville Mott —respondió Ebam Peleg—, que en 1977 recibió el Premio Nobel de Física, en cierta ocasión declaró que los estudios de Jagdish Chandra Bose estaban sesenta años por delante del saber científico de su época.
—Dio a entender —reflexionó Aurora— que sus descubrimientos contaban con fuentes que escapaban a la comprensión de la física de su tiempo.
—Planteaba una duda —admitió el rabí— sobre el origen de sus investigaciones.
—¿Existen manifestaciones recientes de la Sociedad de los Nueve Desconocidos? —dijo Julián.
—La última —le complació Ebam Peleg— se produjo con otro científico indio, el doctor Vikram Sarabhai, padre del programa espacial de la India, que falleció en 1971 de un ataque al corazón. Muchas voces le señalan como beneficiario del saber de los Nueve Desconocidos.
—¿Conoce los detalles de su fallecimiento? —inquirió Aurora, alertada por el tipo de muerte del doctor Vikram Sarabhai.
—Sí —dijo el rabí—. El doctor Sarabhai estaba de visita en Thiruvananthapuram para asistir a la ceremonia de colocación de la primera piedra de la estación de tren de Thumla. Se sintió cansado, se acostó y murió.
—¿Pudieron silenciarle? —dijo Julián.
—¡Quién sabe! —resopló Ebam Peleg—. Tanto al doctor Sarabhai como al profesor Bose se les preguntó por la Sociedad de los Nueve Desconocidos y negaron cualquier contacto con ella.
—Si mantuvieron los vínculos que les atribuyen —incidió Julián—, parece lógico que los negaran.
—La creencia en un reino subterráneo que gobierna la Tierra —afirmó el rabí de la Sinagoga Española— es tan antigua como la propia Humanidad. Hesíodo, que vivió cinco siglos antes que Asoka, en su Teogonía habla de treinta mil inmortales que vigilan las obras de los mortales.
—Cuando el río suena —dijo Aurora, haciendo gala de su ironía— agua lleva.
—Místicos como Ramón Llull —intentó el rabí convencerla— creyeron en el mundo subterráneo de Aghartta, compuesto por numerosas galerías extendidas por Asia cuya capital, Chang Shambala o la «Fuente de la Sabiduría», estaría bajo el desierto de Gobi.
Julián hojeó su libreta de notas. El nombre de Ramón Llull, místico y alquimista mallorquín del siglo XIII, también había salido a colación en varias ocasiones.
—¿Ramón Llull —inquirió, y cerró la libreta— investigó la Sociedad de los Nueve Desconocidos?
—No —cabeceó Ebam Peleg—. Pero estaba convencido de la existencia de un reino subterráneo que gobernaba los destinos del mundo. En 1305 intentó llegar a las tierras del preste Juan, el soberano todopoderoso de dicho mundo.
—¿Logró su objetivo? —preguntó Aurora.
—El alquimista —siguió Ebam Peleg— solicitó al último Gran Maestre de la Orden del Temple, Jacques de Molay, un salvoconducto para adentrarse en los territorios prohibidos de Asia, pero se lo negó debido al peligro que entrañaba penetrar en unas tierras dominadas por el islam.
—Estamos —dijo Julián— hablando del siglo XIII.
—Exacto —ratificó Ebam Peleg—. Las primeras noticias del preste Juan aparecen en el siglo XII, en las crónicas del obispo Otto de Freising, hijo de Leopoldo III.
—¿Dónde arranca el convencimiento en la existencia de un mundo subterráneo?
—Varios papas y reyes —afirmó el rabí— aseguraban mantener correspondencia epistolar con el preste Juan, y el emperador Federico II de Staufen recibía regalos de dicho personaje.
—Una leyenda que pervive a lo largo de la historia —opinó Julián.
—En el siglo XV —continuó Ebam Peleg— la figura del preste Juan renació gracias a las crónicas de un joven castellano llamado Pedro Tafur. En ellas relataba que, hallándose en el monasterio de Santa Catalina del Sinai, se cruzó con un viajero español convertido al islam que afirmaba proceder de una tierra extraña y misteriosa cuyos habitantes, sabios y poderosos, conocían los secretos del mundo y lo gobernaban.
—El calor del desierto provoca alucinaciones —bromeó Aurora.
—Es una posibilidad —admitió el rabí para evitar un debate que consideraba estéril—. Pedro Tafur, bajo el reinado de Juan II de Castilla, recorrió tres continentes y dejó una obra muy interesante, Andanzas y viajes de Pedro Tafur por diversas partes del mundo conocido, que ha pasado los análisis más rigurosos de los historiadores. Su descripción de Roma se considera un ejemplo de la literatura descriptiva de viajes. Eso obliga a dar credibilidad a sus palabras sobre el viajero del Sinai.
—¿Algún científico ha dado crédito al mundo subterráneo? —le interpeló Aurora.
—Leonard Euler —se defendió el rabí—, el matemático más importante del siglo XVIII, sostenía la existencia de un mundo subterráneo, y Edmund Halley, el célebre astrónomo inglés descubridor del cometa que lleva su nombre, también creía en un mundo oculto bajo la corteza terrestre. Sus teorías sobre la «tierra hueca» las recogió John Cleves Symmes, capitán de infantería y héroe de la guerra estadounidense de 1812, y proclamó las hipótesis de las esferas concéntricas y los vacíos polares.
—Julio Verne —apostilló Julián— escribió Viaje al centro de la Tierra, pero eso no demuestra que tal mundo exista.
—En 1927 —insistió Ebam Peleg en su argumentación— René Guénon, matemático, filósofo y metafisico francés, publicó su obra El Rey del Mundo y daba crédito a un gobierno mundial subterráneo, y Ferdinand Ossendowski, un científico polaco del siglo XIX afincado en Rusia, en los relatos de sus viajes por Mongolia asegura que varios lamas le hablaron de un reino subterráneo gobernado por el Rey del Mundo. Los lamas confiaron a Ossendowski que en el futuro estallaría una guerra tecnológica global, debido al materialismo de la raza humana, y el trigésimo Rey del Mundo, Rudracakrin, abandonaría su refugio milenario para acabar con la violencia.
—Parece describir la situación actual —elucubró Aurora.
—También le dio credibilidad —continuó el rabí de la Sinagoga Española— Nicolái Konstantínovich Roerich, un filósofo, pintor, escritor y arqueólogo que en marzo de 1925 emprendió una expedición de veinticinco mil kilómetros y cinco años de duración por gran parte de Asia, incluyendo los reinos de Sikkim, Ladakh y Tibet.
—¿El promotor del pacto internacional de su nombre? —le preguntó Julián.
—El mismo —afirmó Ebam Peleg—. La expedición debía estudiar la botánica, etnología e idiomas de la región, pero según parece el verdadero objetivo de Roerich era encontrar Shambala para devolver al Rey del Mundo un chintamani, una gema que otorgaba deseos y le había confiado la Liga de Naciones.
—¿Llegó a Shambala?
—Aseguró que estaba en la región de Altai —dijo el rabí—. En su obra Shambala, in search of the new era, Roerich la describe como una ciudad sagrada.
—Nicolái Roerich —dijo Julián, extrañado por las afirmaciones del rabí— figura entre los grandes hombres de la historia universal. ¿Seguro que habla del impulsor del Pacto Roerich?
—Sí —insistió Ebam Peleg con autoridad—. Roerich mantuvo contactos con el reino subterráneo y recibió el encargo de hermanar a los países del mundo. Se entrevistó con numerosos mandatarios y en 1929 redactó el Pacto Roerich para proteger con la Bandera de la Paz los tesoros culturales de la Humanidad en caso de conflicto bélico.
—Durante la invasión de Irak —resopló Aurora escéptica— no sirvió de mucho. El Museo Nacional de Antigüedades de Bagdad quedó arrasado.
—En 1954 —siguió Ebam Peleg, como si no la hubiese oído— el Pacto Roerich se utilizó en la Convención Internacional de La Haya para redactar el Tratado de Protección de los Valores Culturales.
—Denos una prueba —le pidió Aurora— de carácter incuestionable.
—Nada —sentenció Ebam Peleg— contiene la verdad absoluta. De todas maneras, intentaré complacerla. —Meditó unos segundos y arrancó—: Las noticias más fidedignas sobre un reino subterráneo que gobierna el mundo llegaron en época relativamente reciente, en 1957, al hacerse público el diario secreto de Richard Evelyn Byrd.
—Un aviador estadounidense que sobrevoló el Polo Norte y la Antártida —recordó Julián.
—Sí —dijo—. ¿Conoce su historia?
—El año 2009 —explicó— escribí un artículo sobre sus exploraciones con motivo del ochenta aniversario de su vuelo al Polo Sur. Se trataba de un científico, de un oficial de la marina americana.
—Por eso —subrayó Ebam Peleg— su testimonio adquiere un valor extraordinario.
—¿Alguien puede aportarme datos? —protestó Aurora.
—Hasta donde sé —habló Julián—, exploró los Polos y descubrió el territorio de Mary Byrd Land e importantes cadenas montañosas.
—Correcto —dijo el rabí—. En febrero de 1947, durante un vuelo ártico, el contraalmirante Richard Evelyn penetró por accidente con su avión en un país subterráneo, se entrevistó con el Rey del Mundo y recibió un mensaje para los líderes del planeta.
—¡Fantasía! —espetó Aurora.
—Verdad o mentira —incidió Ebam Peleg—, un mes después, según relata Richard Evelyn en su diario, al regresar a Estados Unidos informó al Pentágono del incidente. Le retuvieron más de seis horas, le interrogaron los servicios de inteligencia y varios psicólogos evaluaron su estado mental. Finalmente, le pusieron bajo control de la Seguridad Nacional, le prohibieron hablar de lo sucedido y le recordaron que debía acatar las órdenes en su calidad de militar de alto rango.
—¿Obedeció?
—Sí —dijo el rabí de la Sinagoga Española—. La última anotación de su diario secreto la registró el 30 de diciembre de 1956, y tres meses después, en marzo del 57, murió.
—¿Quién reveló su diario? —preguntó Julián.
—Ray Palmer —dijo Ebam Peleg—, editor de la revista Flying Saucers, publicó un relato completo de los descubrimientos de Richard Evelyn basado en su diario secreto. El Gobierno de Estados Unidos destruyó casi todas las copias y prohibió a los aviones sobrevolar los Polos. Una prohibición que todavía perdura.
—La teoría de la conspiración —protestó Aurora— es tan vieja como la Humanidad.
—Debería leer —le propuso Ebam Peleg— el diario secreto de Richard Evelyn. Las afirmaciones que vierte ponen los pelos de punta.
—Para mí —intervino Julián— hay un hecho incuestionable. He visto con mis ojos al tipo que asesinó a Osvaldo Sousa y René Chénier, y vestía con hábito negro, máscara de cuero y, como supimos después, le faltaba el dedo meñique de la mano derecha.
—Un enviado —susurró Ebam Peleg— de los Nueve Desconocidos.
—Yo también le vi —contraatacó Aurora—. Nadie puede negar la evidencia. Pero me resulta difícil admitir que ese individuo pertenece a una sociedad secreta que lleva activa, como poco, dos mil quinientos años.
—Desde el reinado de Asoka —puntualizó el rabí.
—Si la Sociedad de los Nueve Desconocidos —planteó Julián— protege y oculta los avances científicos que pueden dañar a la Humanidad, quizá robó las láminas del Libro de Dios.
—El libro se guardaba en la sinagoga Altneu —arguyó Ebam Peleg— y los Nueve Desconocidos jamás profanarían un templo.
—A mí —dijo Aurora abatida— esta historia me desborda.
—¿Dónde —inquirió Julián, y clavó la mirada en el rabí— se esconde la lámina que supuestamente poseyó Felipe II?
Ebam Peleg guardó silencio, se acarició la barbilla y se levantó. Cogió uno de los quinqués, dio longitud a la torcida para avivar la llama y les pidió que le acompañaran. Les condujo a una habitación contigua a la salita, que almacenaba viejos muebles de la sinagoga, y señaló una trampilla de cemento a ras del suelo. Le pidió a Julián que la alzara y les invitó a descender por una angosta escalera de hierro oxidado. Aurora se apoyó en la barandilla y sus manos se mancharon de herrumbre. Se limpió en las perneras del pantalón. La escalera terminaba en una cripta circular abovedada. Las paredes estaban repletas de estanterías de madera con volúmenes encuadernados en piel y redactados en ladino y hebreo.
La cúpula de la bóveda la decoraba una estrella de David y las losetas de barro cocido del pavimento componían un nudo de Salomón. En las estanterías de la parte más alta se apilaban infinidad de carpetas con hojas de papel raído sujetas por cordones de seda. El rabí posó el quinqué sobre un montón de libros.
El conductor del Skoda cambió de posición y con el micrófono de alta sensibilidad rastreó las voces. Las ondas del aparato penetraban muros de hasta cuarenta centímetros de espesor. Escuchó de nuevo la conversación, aunque con más dificultad y, por si algo escapaba a su comprensión, la registró en una grabadora digital Olympus LS-11.
—¿Dónde estamos? —dijo Aurora, con la sensación de haber descendido al centro de la Tierra.
—En la antigua cripta de la Escuela Judía —les situó Ebam Peleg—. La utilizo para guardar los archivos de la sinagoga y los míos propios. Ahí —le indicó a Julián— encontrará una escalerita de tres peldaños. Cójala y baje la quinta carpeta empezando por la derecha.
Julián obedeció. Se encaramó a la escalerita y entregó al rabí una carpeta de color marrón cerrada por cordones de seda azul. Deshizo los nudos y la abrió. Contenía un montón de sobres. Buscó entre los envoltorios, cuyo papel amarilleaba y se descomponía debido al paso del tiempo, las malas condiciones de almacenamiento y la acción de los insectos, y separó uno. Dejó la carpeta junto al quinqué y extrajo la epístola que contenía. Se la mostró. Estaba escrita a pluma y las palabras, difuminadas debido al tiempo transcurrido, apenas podían leerse.
—Esta carta —dijo Ebam Peleg— pertenece a la correspondencia que mantuvieron mi bisabuelo y mi abuelo. Mi bisabuelo vivió en Madrid hasta su muerte y mi abuelo, tras la reorganización de la monarquía austríaca, se trasladó a Viena al convertirse los países checos: Bohemia, Moravia y una parte de Silesia, en provincias austríacas.
—¿La carta habla de los Nueve Desconocidos? —dijo Julián.
—No —respondió el rabí, y esbozó una sonrisa—. Cita el posible paradero de la lámina que quizá llegó a poder de Felipe II.
—Está en el monasterio de El Escorial —dijo Aurora, con la información aportada por fray Agustín Valbuena.
—Mi bisabuelo —continuó el rabí— regentaba una pastelería en la calle San Ginés de Madrid que suministraba dulces al palacio de Isabel II. Una tarde acudió a efectuar una entrega y escuchó de casualidad una conversación.
—¿Qué dice la carta? —le apremió Julián.
—Está en ladino —afirmó el rabí—. Les leeré un párrafo al pie de la letra. —Se puso unas gafas de presbicia, se acercó a la luz del quinqué, y dijo—: «Sé que nuestra comunidad busca el Libro de Dios desde el mismo día de su desaparición, y que nuestros sabios cabalistas jamás han hallado una pista de sus ladrones. Por eso mis palabras deben tomarse con la prudencia y resignación que el patriarca Abraham enseñó a nuestro pueblo. Hace unos días entregué un pedido en palacio y, mientras esperaba la firma de los albaranes para su posterior cobro, escuché un fragmento de conversación que mantenían dos altos funcionarios. La Reina había solicitado ver una lámina de oro que se guardaba en la cámara de los secretos de Estado. Uno de los personajes habló de una chiquillada sin importancia…».
—¿Es todo? —protestó Julián.
—Mi bisabuelo —dijo Ebam Peleg— pensó que esa lámina podría pertenecer al Libro de Dios. Pero la comunidad nunca dio valor a sus palabras.
—¿Por qué iba a dárselo? —inquirió Aurora, con la sensación de haber perdido la noche.
—Sólo quería facilitarles toda la información que poseo —se justificó el rabí.
—¿El profesor Benari conocía esta carta? —dijo Aurora.
—Desde luego.
—¿Y qué opinaba? —siguió Julián.
—Tampoco le dio importancia.
—¿Qué piensa usted?
—Lo mismo que mi bisabuelo —arguyó Ebam Peleg—. ¿Para qué guardar una simple lámina de oro en la cámara acorazada que custodiaba los secretos de Estado?
—La carta —observó Aurora— habla de una chiquillada. Los propios funcionarios descartan que se trate de algo importante. El libro se robó en el siglo XVI e Isabel II reinó en el XIX. Todo esto es absurdo.
—¿Cuándo está fechada la carta? —preguntó Julián.
El rabí acercó el papel a la luz del quinqué.
—El 25 de noviembre de 1843 —dijo—. Cinco días después de la coronación de Isabel II. Quizá el funcionario hablaba de chiquillada porque la Reina sólo tenía trece años.
Julián anotó la fecha en su libreta y regresaron a la salita. El silencio de la sinagoga les permitió escuchar los tres tañidos horarios de las campanadas de la iglesia de Nuestra Señora de Tyn. Aurora miró su reloj sorprendida. Habían pasado tres horas sin darse cuenta.
—Debemos marcharnos —dijo.
—Abandonen la investigación —les aconsejó Ebam Peleg—. Si se acercan a los Nueve Desconocidos o al Libro de Dios, sus vidas corren peligro.
Agradecieron al rabí la información y abandonaron el templo. El conductor del Skoda recogió el micrófono de alta sensibilidad, sacó su teléfono satélite y transmitió la conversación que había grabado.
El barrio de Josefov estaba solitario. Sólo los camiones de la recogida de basuras transitaban por sus calles. Un viento helado y húmedo, debido a la cercanía del río, azotaba el asfalto. El metro había cerrado sus puertas y encontrar un taxi resultaba imposible.
—Caminemos —propuso Julián—. Estamos cerca del hotel.
Aurora se aferró a su brazo, miró en todas direcciones y echó a andar con buen paso.
—Tengo frío —musitó, arrebujada en su chaqueta.
—Para mí —dijo Julián— esto ha terminado.
—¿Abandonas?
—¿Qué más puedo hacer? —le preguntó—. El presupuesto y el tiempo que me había concedido el periódico se han agotado. No tengo nada coherente para escribir mi artículo. La información que he acumulado sólo sirve para redactar un libro de ciencia ficción.
—Vimos a ese hombre —dijo Aurora, sin dejar de mirar a sus espaldas de trecho en trecho.
—Hasta hace cinco minutos tú eras la escéptica —le reprochó Julián.
—Tengo que serlo —arguyó— para analizar la información. No puedo creerme lo primero que suelta un viejo rabí encerrado en una sinagoga que alumbra con quinqués.
—A mí también me cuesta creer la historia de los Nueve Desconocidos, el Libro de Dios, la creación de vida artificial…
—A Osvaldo Sousa y a René Chénier —planteó Aurora— les asesinó un tipo vestido de hábito negro y máscara de cuero al que faltaba el dedo meñique de la mano derecha.
—Hay miles de chalados sueltos por el mundo.
—El asesinato del anticuario y su guardaespaldas quedará impune.
—No me incumbe —se desentendió Julián de mal humor—, y a ti tampoco. Depende de tus compañeros de la Brigada de Homicidios de la Policía Nacional. Ellos dirigen la investigación. Te echaron del escenario del crimen con cajas destempladas. Olvídate. Tú mejor que nadie conoces la cantidad de asesinatos que quedan sin resolver. ¿Quieres una lista?
—Las investigaciones nunca se abandonan —esgrimió Aurora en su defensa y la de sus compañeros.
—Mañana regresamos a Madrid —determinó Julián decidido, y ella asintió.