Capítulo 5

La sala Sumartis todavía mostraba las custodias objeto de su próxima subasta. Aurora y Julián pidieron a la secretaria de Carlos Navarro que anunciara su visita, y permanecieron de pie ante una vitrina que exhibía un hermoso ostensorio de plata labrada. El director de Sumartis les saludó e invitó a pasar a su despacho. Se sentaron en dos sillas de brazos de acero frente a una mesa tapizada de papeles, carpetas, facturas, informes de tasación, y ocupada en parte por un ordenador Dell y una impresora láser Epson.

—¿Ha averiguado quién mató a Clara Letamendi? —le preguntó Carlos Navarro a Julián.

—Todavía no —respondió—. La teniente Santillana, de la Unidad Central Operativa, colabora con la policía.

—Tengo plena confianza en la Guardia Civil —dijo el director de Sumartis.

—Carecemos —mintió Aurora— de un sospechoso. Pero la investigación sigue su curso. Tarde o temprano daremos con el asesino.

—Le dije al señor Castilla —arguyó Carlos Navarro— cuanto sabía de Clara Letamendi y el Pardes rimmonim.

—Intentamos establecer el origen del libro —apuntó Aurora.

—Necesitamos —terció Julián— conocer su procedencia.

—La ley de protección de datos…

—Facilítenos las cosas —le pidió Aurora, sin evitar un tono amenazador—. No me obligue a solicitar una orden judicial de registro para incautarme de los documentos que considere oportunos.

Carlos Navarro resopló y reclinó la espalda en su butaca de piel. Odiaba los problemas. Por nada del mundo quería que le pusieran el despacho y la sala de subastas patas arriba. Si alguien levanta una alfombra, siempre encuentra polvo.

—Sólo les pido discreción —accedió el director de Sumartis a regañadientes—. En el mundo del arte la confidencialidad prima.

—El ejemplar del Pardes rimmonim que subastó —dijo Aurora, con la información que le había aportado Julián tras su anterior visita a la sala de subastas— pertenecía a la biblioteca del duque de Calabria.

Carlos Navarro se colocó frente al ordenador y tecleó el título del libro.

—Así es —dijo, con la vista clavada en la pantalla—. Era un hombre comprometido con la cultura y aficionado a la bibliofilia. Su biblioteca atesoraba más de tres mil volúmenes raros y curiosos.

—El duque —siguió Aurora— falleció y sus herederos decidieron vender el libro.

—En realidad —dijo Carlos Navarro— sus hijos, los herederos legales, querían desprenderse de la biblioteca entera. A ninguno le interesaba y representaba un escollo para vender la casa paterna: un caserón de La Moraleja valorado en dos millones y medio de euros.

—¿Qué hicieron con la biblioteca? —continuó Aurora.

—La ofrecieron a una institución —recordó—. No llegaron a un acuerdo económico y me consultaron. Les aconsejé efectuar una tasación individual de los libros y subastarlos por separado. Con un poco de paciencia obtendrán tres veces el valor de la venta unitaria de la biblioteca.

—¿Qué sabe del duque de Calabria?

—Poca cosa —rumió Carlos Navarro—. Heredó de su padre varias fábricas de manufacturación de cables eléctricos. Se dedicó por entero a mejorar la producción y los canales de distribución, y logró exportar a numerosos países. Ahora sus hijos dirigen una multinacional con ramificaciones en Estados Unidos, Sudamérica y Asia.

—¿Practicaba la cábala? —dijo Julián.

—El duque de Calabria se confesaba católico a machamartillo —afirmó el director de Sumartis, extrañado por la pregunta—. Sus hijos estudiaron en la Universidad de Navarra, sufragaba obras sociales de la Iglesia, entregó sustanciosas cantidades de dinero para la restauración de conventos, monasterios y ermitas, y podría jurarles que jamás se interesó por la cábala.

—¿Conoce la procedencia del Pardes rimmonim de su biblioteca?

—El duque —dijo Carlos Navarro, y pulsó de nuevo las teclas— documentaba todas sus adquisiciones. Como curiosidad personal me quedé las fichas del índice, las escaneé e introduje en el ordenador. Veamos —susurró y acercó los ojos a la pantalla—. Según consta, adquirió el Pardes rimmonim en enero de 1939, tres meses antes del final de la Guerra Civil, a un librero republicano del cali de Barcelona.

—Una antigua judería —dijo Aurora.

—La mayor de Cataluña —precisó el director de Sumartis—. Más de cuatro mil judíos vivían en la aljama barcelonesa, y pese a las persecuciones y purgas, muchos mantuvieron sus hogares hasta la abolición de la democracia y la implantación de la dictadura franquista.

—Franco convirtió a los judíos y masones —sentenció Julián— en su bestia negra.

—Un judío —dedujo Aurora— que precisaba dinero para huir.

—Eso parece —convino Carlos Navarro, sin apartar los ojos del monitor—. Las tropas fascistas cercaban la ciudad y el hombre temía por su vida. Lo vendió por doce mil pesetas, el equivalente a unos dos mil euros de hoy.

—Una cifra elevada para la época —afirmó Julián.

—El libro la valía —precisó Carlos Navarro.

—¿Qué más sabe de su origen? —insistió Aurora.

—Según consta en la ficha —relató Carlos Navarro— el librero le comentó al duque que el volumen perteneció al médico y alquimista Amatus Lusitanus. Un judío portugués del siglo XVI licenciado en Medicina por la Universidad de Salamanca que descubrió las válvulas que regulan la circulación de la sangre. Es cuanto puedo decirles. No figuran más anotaciones salvo el número de registro.

Aurora le agradeció la información recibida y se despidieron. Carlos Navarro respiró aliviado. La sala repleta de guardias civiles registrando las oficinas provocaría el recelo entre sus clientes habituales. No imaginaba una publicidad peor.

—El libro —dijo Julián, camino de su Opel Insignia— perteneció a un alquimista judío.

—¿Y qué?

—Los alquimistas también confeccionaban homúnculos.

—Nadie ha conseguido crear vida artificial —atajó Aurora—. Ni siquiera con los medios científicos actuales podría lograrse.

—¿Qué hiciste ayer?

—Volar de Tel Aviv a Madrid —dijo desconcertada—. ¿Recuerdas? Cuatro horas de avión. A tu lado.

—Me refiero al llegar a casa.

—Llamé a mis padres, lavé la ropa, atendí las llamadas del contestador…

—Yo dediqué la tarde a rastrear artículos científicos en Internet —dijo Julián—. Desde que los biólogos descifraron el genoma humano ha empezado una carrera desenfrenada para lograr la vida artificial.

—No seas ingenuo —le amonestó—. Nadie puede crear mamíferos, aves, reptiles, anfibios o peces. Es descabellado.

—Se han dado los primeros pasos —contraatacó Julián—. En 2002 se creó un virus artificial de una versión de la polio, en 2007 se trasplantó el genoma de una célula a otra, y en 2008 Craig Venter obtuvo un cromosoma sintético y en 2010 una bacteria.

—Debemos abandonar esta línea de investigación —protestó Aurora—. No conduce a ninguna parte. El libro no determina el móvil para el asesinato de Clara Letamendi. ¡Admítelo! Aunque contuviese claves cabalísticas, para descifrarlas bastaría fotocopiarlo en cualquier biblioteca. Creí que había quedado claro.

—Ese libro esconde algo —dijo Julián con determinación—. Estoy convencido.

Se sentó al volante de su Opel Insignia, metió la llave en el contacto para arrancar el motor y detuvo la acción. Tenía una corazonada y antes de cambiar el rumbo de la investigación quería comprobarla. Cinco coches por detrás del suyo otro vehículo arrancó el motor y su ocupante quedó a la expectativa. Varios conductores se detuvieron para preguntarle si abandonaba su plaza de aparcamiento y el hombre, con gafas de sol y una gorra negra de amplia visera que ocultaba su rostro, hizo un gesto de negación.

—El coche tiene un sistema bluetooth —dijo Julián—. Lo conectaré y haré una llamada a Antonio Espinola. Escucha la conversación.

—¿Quién es? —preguntó Aurora.

—El director del Departamento de Adquisiciones de la Biblioteca Nacional —la puso en antecedentes—. Le entrevisté y me comentó que el Pardes rimmonim estaba en el Departamento de Preservación y Conservación para su estudio. Si oculta algo, quizá lo hayan descubierto.

—Es mi última concesión —dijo Aurora—. Haz la llamada.

Julián marcó los números y esperó. Los timbrazos del teléfono al otro extremo de la línea se oyeron a través de los altavoces del Opel Insignia. Alguien descolgó.

—Soy Julián Castilla —dijo, por si acaso no reconocía su voz.

—Últimamente no coincidimos en ningún evento cultural —bromeó Antonio Espinola—. ¿Cómo le van las cosas?

—Bien —afirmó—. Sigo con el asunto de Clara Letamendi y quisiera hacerle unas preguntas sobre el Pardes rimmonim.

—Está en el Departamento de Preservación y Conservación —dijo—. Ha resultado ser una joya.

—¿Por qué motivo? —le tanteó Julián, a la expectativa—. No se trata de un ejemplar único. Se publicaron varias ediciones y se conservan otros volúmenes en distintas bibliotecas.

—Me refería —aclaró Antonio Espinola— a las acotaciones que han aparecido.

Julián miró a Aurora, sonrió satisfecho y abrió su libreta de notas.

—Perteneció a un alquimista de nombre Amatus Lusitanus —leyó.

—Eso explica —dijo Antonio Espinola en la soledad de su despacho— la escritura invisible que ocupa los márgenes blancos de las páginas.

—Le agradecería información.

—Al efectuar el estudio microscópico de las fibras del papel para su posterior tratamiento y conservación —expuso—, el restaurador descubrió trazos de escritura invisible.

—¿Un texto redactado con tinta simpática? —inquirió Julián.

—Eso es —convino Antonio Espinola—. Se utilizó cloruro de cobalto, imperceptible a temperatura ambiente. Reaparece al calentarse y al enfriarse vuelve a desaparecer.

—El alquimista que poseyó el libro —desconfió Julián— vivió en el siglo XVI. ¿Existía ya el cobalto?

—Como elemento puro —aclaró Antonio Espinola— lo descubrió Brand en el siglo XVIII, pero desde la antigüedad se emplearon minerales y productos de cobalto para colorear el vidrio. En el siglo XVI —determinó— sólo utilizaban tintas simpáticas los alquimistas y los servicios secretos de reyes y papas para enviar correos confidenciales.

—El invento tiene sus años.

—Los alquimistas —apostilló— elaboraban tintas simpáticas para escribir fórmulas magistrales o textos que pretendían mantener en secreto.

—¿De qué hablan esas acotaciones?

—Vaya a saber —resopló el director del Departamento de Adquisiciones al micro del teléfono—. Son inscripciones cabalísticas parecidas a las marcas de cantería medievales. Un cúmulo de signos indescifrables. Ni siquiera siguen las leyes de Zipf.

—Acláreme este punto, por favor.

—George Kingsley Zipf —dijo—, lingüista y filólogo estadounidense, aplicó el análisis estadístico al estudio de diversas lenguas y determinó que en cualquier idioma un número de palabras se usa con mucha frecuencia y, en contrapartida, otro número se utiliza muy poco. El análisis matemático de los caracteres de una escritura, alfabética o simbólica, como en este caso, permite saber si pertenece a un idioma o no.

—Comprendo.

—Sólo en la última página —le confió Antonio Espinola— aparece una frase, perdida en su mayor parte, escrita con tinta simpática y en latín.

—¿Qué dice?

—Nada relevante —afirmó sin darle importancia—. «Filipus II, rex et imperator…». Parece una dedicatoria o un post scriptum.

—Curioso —musitó Julián, mientras anotaba el texto en latín.

—Todavía hay algo más curioso —dijo Antonio Espinola—. Las acotaciones están en las páginas 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89…

—¿Qué tiene de extraño?

—¡Forman la secuencia de Fibonacci! —exclamó—. Los denominados «números de la vida» o «ecuación de Dios». ¿Ha oído hablar de Fibonacci?

—No —dijo Julián, sin dejar de anotar la información aportada por el director del Departamento de Adquisiciones de la Biblioteca Nacional.

—Leonardo de Pisa —relató Antonio Espinola, para que comprendiese la importancia de la secuencia—, llamado Fibonacci debido a la contracción lingüística de filius Bonacci, «hijo de Bonacci», nació entre 1170 y 1180. Tras estudiar los métodos de la aritmética oriental, en especial de Siria y Egipto, escribió el Liber abaci y propagó en Europa el uso numérico de los árabes.

—Un matemático genial.

—Tan sabio que sus postulados se mantuvieron inalterables durante tres siglos.

—Siga, por favor —le solicitó Julián.

Aurora ni siquiera pestañeaba. Atendía a la conversación con interés.

—El Liber abaci —continuó Antonio Espinola—, Libro del ábaco o Libro de cálculo, se divide en quince capítulos. La parte algebraica se inspira en los Elementos de Euclides y el Hibbur ha mesihá weha tisbóret o Tratado de geometría y medición del judío catalán Abraham Bar Hiyya, más conocido como Savasorda por su cargo de sahib es-sorta o «jefe de la guardia». Al parecer, en su juventud residió en la corte musulmana de Lérida o Zaragoza y pudo estudiar las matemáticas árabes y escribir el Yêsodé ha-têbuna u-migdal ha-emuná o Fundamentos de la inteligencia y torre de la creencia, una enciclopedia de aritmética, geometría y óptica.

—¿Fibonacci estudió la aritmética hebrea? —inquirió Julián—. ¿Las obras de Abraham Bar Hiyya?

—La hebrea y la árabe —precisó Antonio Espinola—. Sus conocimientos le llevaron a establecer una sucesión particular. Tomó los números árabes empezando por el cero y sumó a cada número el precedente para formar una cadena de propiedades increíbles: 0 + 1 = 1; 1 + 1= 2; 2 + 1= 3; 3 + 2 = 5; 5 + 3 = 8; 8 + 5 = 13; 13 + 8 = 21… y así hasta el infinito.

—¿Qué pretendía?

—Demostrar —respondió— que el universo, en el sentido más amplio de la palabra, se rige por leyes matemáticas. Esta progresión —especificó— se ajusta a la filotaxia o regla de crecimiento de los seres vivos. Fibonacci descubrió que existía una estrecha relación entre su secuencia y la estructura de las espirales.

—¿Todas las espirales de la naturaleza siguen los números de Fibonacci?

—Hasta que nadie demuestre lo contrario, sí —determinó Antonio Espinola—. Los botánicos descubrieron que las plantas de pétalos o tallos en espiral se comportaban según la secuencia de Fibonacci, los zoólogos estudiaron la concha del nautilo y también comprobaron que respondía a la fórmula matemática de Fibonacci, del mismo modo que las semillas de los girasoles, las celdas de las colmenas, el árbol genealógico de los zánganos, los ciclones, los fractales…

—¿Una secuencia matemática regula la vida?

—Aunque le parezca imposible —afirmó Antonio Espinola—. El romanesco, un híbrido del brécol y la col Brassica oleracea, creado hace treinta años en el Scottish Horticultural Research Institute, presenta el mejor ejemplo de geometría fractal de la naturaleza. Para colmo los astrónomos aseguran que las estructuras espirales de la Vía Láctea y del sistema solar también se comportan según los números de Fibonacci.

—En pocas palabras —reflexionó Julián—, la secuencia de Fibonacci regula la vida de los seres vivos.

—Incluso algunas obras literarias —remató— como la Eneida de Virgilio. Si quiere más información, la revista Fibonacci Quarterty dedica sus páginas por entero a esta secuencia.

Julián tuvo un pálpito. Pasó las hojas de su libretita y buscó el nombre del programa creado por Abraham Benari: GHJ-1235-X. Lo cotejó con la sucesión de Fibonacci y observó que coincidían los cuatro primeros números. No podía tratarse de una mera casualidad.

—Señor Espinola —dijo—, preciso hacerle otra consulta.

—Si la respuesta está a mi alcance será un placer ayudarle.

—¿Le dicen algo las letras G, H, J y X?

A priori nada.

—La G, la H y la J —precisó Julián—, separadas por un guión, están delante del número 1235, y la X detrás, separada por otro guión.

Antonio Espinola trasladó a un papel las letras y los números (GHJ-1235-X) y los contempló unos segundos. Julián y Aurora esperaron impacientes su dictamen. En los altavoces del Opel Insignia sólo se escuchaba el ruido de fondo de las interferencias.

—Los números —rompió Antonio Espinola su silencio— corresponden a la primera secuencia de Fibonacci. Las letras…, me ayudaría saber a qué idioma pertenecen para emitir un veredicto.

—Al hebreo —aventuró Julián.

—Eso complica las cosas —afirmó—. El hebreo se considera una lengua mágica que sirve de base a la cábala. Incluso algunos esoteristas asimilan los veintidós arcanos mayores del tarot a las veintidós consonantes del alfabeto hebreo. Espere un momento.

—Tómese el tiempo que precise.

El director del Departamento de Adquisiciones de la Biblioteca Nacional posó el auricular en la mesa y se levantó para coger un libro sobre gramática hebrea de la estantería que cubría parte de la pared de su despacho. Lo abrió y recuperó el teléfono.

—Tengo ante mí —dijo— una tabla de las consonantes del alefato y su valor numérico. La G, ghimel, equivale al tres, la H, he, al cinco, y la J, jeth, al ocho. Tres, cinco y ocho. De nuevo la secuencia de Fibonacci.

—¿Y la equis?

—No pertenece —dijo Antonio Espinola— a la secuencia establecida por Fibonacci. En matemáticas se utiliza como signo internacional de la incógnita, o la primera de las incógnitas si se plantean varias. En hebreo corresponde a la schin, de valor trescientos, y para los cristianos simboliza el monograma de Cristo, el crisma o crismón. En definitiva —concluyó—, esa clave alfanumérica remite a la «ecuación de Dios».

—¿Qué interpretación le atribuye a la dedicatoria a Felipe II?

—Los técnicos que la estudian —señaló— todavía no se han pronunciado. Mi olfato me dice que guarda relación con Fibonacci.

—¿De qué manera?

—La secuencia de Fibonacci permite llegar al número de oro, el número phi.

—Desconozco de qué me habla.

—El número phi —expuso Antonio Espinola—, «número de oro» o «sección áurea» equivale a 1,6180339886… y así hasta el infinito, y para los astrónomos esta proporción resume la física del cosmos. Para que lo entienda —sintetizó—, el número phi y la secuencia de Fibonacci son una misma cosa: la expresión de la fórmula de la vida que rige las construcciones de la antigüedad, entre ellas el monasterio de San Lorenzo de El Escorial.

—¿Cómo enlaza la secuencia de Fibonacci con el número phi?

—Dividiendo los números de Fibonacci —respondió Antonio Espinola, y cogió una calculadora que tenía encima de la mesa—. Haga la prueba —le retó—. Al dividir 5 entre 3 aparece ya el número phi, 1,6, y a medida que avanzan las divisiones se incrementan los decimales. —Tecleó la calculadora—. Al llegar a 121.393 dividido por 75.025 se obtiene el número phi: 1,618033988670443… Si continuásemos las divisiones obtendríamos más decimales, hasta el infinito.

—Los números de la creación —susurró Julián, y anotó la última secuencia dictada a través del teléfono.

—¿Precisa alguna cosa más? —le apremió Antonio Espinola—. Tengo una llamada urgente por otra línea.

—No —dijo Julián—. Gracias.

Colgó el teléfono y desconectó el sistema bluetooth.

—El Pardes rimmonim —murmuró Julián, a la vista de las anotaciones— sí ocultaba algo.

—Reconozco —admitió Aurora— que estaba equivocada. Los datos aportados por Antonio Espinola me plantean otra duda: ¿cómo supieron los asesinos de Clara Letamendi que el libro escondía información? Ha permanecido oculta cuatro siglos y se ha descubierto al someter las hojas a un análisis microscópico.

—Otro interrogante —convino Julián—. Desde 1939 el libro perteneció al duque de Calabria. ¿Quién podía conocer su escritura invisible?

—Quizá —reflexionó Aurora— la respuesta esté en la ascendencia judía del librero barcelonés.

—Habrá que preguntárselo a los asesinos cuando les echemos el guante —sentenció Julián—. Estoy seguro de que tienen mucha información.

—¿Cómo vamos a localizarles? —planteó Aurora—. Si la grabación del hotel mostrase sus caras, pediría una identificación a través del programa FACE.

—¿Un juguetito de la UCO?

—Nuestro ordenador central —le confió— almacena millones de imágenes del control de pasaportes y de las bases de identificación de los respectivos archivos del documento nacional de identidad, y programas informáticos como el FACE, capaces de efectuar búsquedas minuciosas en función de los rasgos faciales.

—¿Qué hacemos? —suspiró Julián.

—Se me ocurre una manera —determinó Aurora—. Interrogar a los empleados del hotel Paraíso, a los vecinos del bloque de Clara Letamendi y al director de Sumartis, e intentar obtener un retrato robot. Tú les viste y podrás certificar la fiabilidad del mismo.

—Perderíamos demasiado tiempo —argumentó Julián para rechazar su plan—. A Clara Letamendi la mataron de madrugada. Dudo que algún vecino viera a los asesinos. La policía les ha interrogado. Respecto a los empleados del hotel, se cruzan con cientos de huéspedes cada día y no creo que les recuerden. Y Carlos Navarro no querrá hablar otra vez con nosotros. El último día le dejaste temblando.

—Si dispusiésemos de una huella —lamentó Aurora—, aunque sólo fuese parcial, también sería fácil. Pero nos enfrentamos a gente entrenada. No han cometido ningún error. Nadan y guardan la ropa. Además —suspiró—, ya deben de andar muy lejos.

—Si Abraham Benari buscaba algo en Toledo —arguyó Julián— y sus asesinos tienen su ordenador, quizá sigan en la ciudad.

—Toledo —resopló Aurora— tiene más de sesenta y siete mil habitantes y recibe miles y miles de turistas cada día. ¿Cómo vamos a encontrarles?

—Tengo una idea.

—Espero que sea buena.

—Abraham Benari —expuso Julián— se alojó en el hotel Paraíso, cerca del hospital de Tavera, un monumento que visitan cientos de personas a diario. —Hizo una pausa y consultó su libreta de notas—. Según el forense —continuó— le mataron alrededor de la doce y media de la mañana.

—Lo recuerdo —asintió Aurora.

—Llamemos al guía que nos acompañó a los tres puntos de las coordenadas DD —caviló Julián— y preguntémosle si algún compañero suyo estaba a esa hora con un grupo de turistas en el hospital.

—¿Para qué? —dijo Aurora sin comprender sus intenciones.

—Los turistas —argumentó Julián— toman cientos de fotografías. En alguna pueden aparecer los asesinos.

—¿Pretendes analizar miles de fotografías?

—Proponme una alternativa mejor y la aceptaré.

—Esta bien —admitió Aurora, y le acarició la cara—. Equivocaste tu profesión —bromeó—, deberías haber sido guardia civil.

—¿Me imaginas con un tricornio en la cabeza?

—Un día te dejaré el mío. Seguro que estás guapísimo.

Julián buscó entre las hojas de la libreta la tarjeta que les entregó el guía oficial de Toledo y Aurora le llamó desde su iPhone. Sin mencionar su condición de teniente de la Guardia Civil, ni el asesinato que investigaban, le pidió que localizara a algún compañero suyo que estuviese en el hospital de Tavera el día y a la hora de la muerte de Abraham Benari. Gregorio Álvarez atendía en ese momento a un grupo de turistas alemanes y acordó llamarla al regresar a la Oficina de Turismo y recabar la información.

—¿Qué hacemos mientras? —dijo Aurora.

—¿Te apetece una hamburguesa? —le preguntó Julián—. Se me ha despertado el gusanillo.

—Si entras en un McDonald’s o un Burger King —le amenazó—, te retiro la palabra.

—¡Por quién me tomas! —Se hizo el ofendido—. Estamos cerca de Fast Good, el restaurante de Ferrán Adriá que ha elevado la comida rápida a los altares.

—Ya decía yo…

Bajaron del automóvil y caminaron por la calle Juan Bravo hasta encontrar el Fast Good, un restaurante de diseño vanguardista y comida rápida de alta calidad. El hombre que esperaba con el motor de su coche en marcha les vio alejarse por la acera. Giró la llave de contacto, se bajó y les siguió. Casi logran darle esquinazo. Julián y Aurora entraron en el Fast Good, pidieron dos hamburguesas, cogieron de un estante una botella de tres octavos de Viña Pomal reserva y se sentaron a una mesa.

—¿Qué tal? —dijo Julián.

—Buenísima.

—Carne de ternera de primera —paladeó— condimentada con hierbas y especias, y en su punto justo de cocción.

Sonó el teléfono de Aurora. Se enjuagó la boca con un sorbo de vino y contestó la llamada.

—Sí —dijo.

—Tengo la información —afirmó Gregorio Álvarez—. He revisado los partes de trabajo de ese día y sobre las doce y media Pedro Molina estaba en el hospital de Tavera con un grupo de turistas. ¿Para qué desean verle?

—Perdimos —improvisó Aurora— unas gafas de sol en el hospital y el portero del hotel Paraíso nos ha dicho que las tenía un guía, pero no se acordaba del nombre.

—Encontrarán a Pedro Molina —siguió Gregorio Álvarez— a partir de las seis de la tarde en la agencia Toletours de la plaza de las Cuatro Calles.

Aurora colgó y transmitió la información a Julián, quien, como tenía por costumbre, la trasladó a su libreta. Un pequeño archivo con los datos esenciales de la investigación.

—Debemos irnos —dijo Aurora—. Tenemos una hora larga hasta Toledo.

—¿Dónde vas a quedarte esta noche?

—En la Comandancia —dijo resignada.

—Vayamos al Parador —le propuso, y le acarició la mano—. Algunas habitaciones ofrecen unas vistas inmejorables de Toledo. Me gustaría despertarme a tu lado y contemplarlas en silencio.

—No puedo —alegó—. Si el comandante se enterara…

—Ponle una excusa —protestó Julián—. Dile que tus padres te necesitan y debes regresar por las noches a Madrid.

—No sé…

—Te quiero —musitó Julián, y la besó con suavidad en los labios.

—¿De verdad? —susurró Aurora, flotando en una nube de sensualidad.

—Jamás pensé —le confesó Julián— que volvería a pronunciar estas palabras.

—Todas las noches de mi vida —susurró Aurora— las pasaré contigo.

La plaza de las Cuatro Calles se hallaba en pleno casco histórico de Toledo, cerca de la mezquita de las Tornerías, convertida en Centro de Promoción de la Artesanía de Castilla-La Mancha. La agencia Toletours ocupaba los bajos de un edificio de estilo neo-mudéjar, encajonado entre dos callejuelas, junto a una tienda de artesanía de damasquinado y una perfumería Bodybell. Aurora empujó la puerta y entraron. Un joven, que rondaba la treintena, ordenaba papeles atrincherado detrás de una mesa.

—¿Pedro Molina? —dijo Aurora.

—Ustedes deben de ser…

—Julián Castilla y Aurora Santillana —se presentó ella—. Venimos de parte de Gregorio Álvarez.

—Siento decirles —atajó Pedro Molina dispuesto a regresar a su tarea— que no he encontrado ningunas gafas de sol. Habrá sido otro compañero. Lo siento.

Aurora sacó la cartera y le mostró su Tarjeta de Identificación Profesional y su placa con el escudo de la Benemérita. El guía posó los papeles sobre la mesa.

—¿A qué viene esto? —preguntó sorprendido.

—Investigamos —dijo Aurora— la muerte de un turista en el hotel Paraíso.

—Algo he leído en los periódicos.

—Necesitamos contactar —le explicó— con las personas que formaban ese día su grupo.

—Déjenme ver. —Buscó entre los montones de albaranes, presupuestos y folletos que llenaban la mesa, cogió unas hojas y las leyó—. Aquí está —resopló—. Un grupo de jubilados americanos, de Filadelfia, estado de Pensilvania.

—¿Dónde se alojaban? —terció Julián.

—En Madrid —dijo Pedro Molina, y aclaró—: visitan Toledo como parte de las excursiones que les ofrecen en la capital. Vienen en el tren de alta velocidad, les espero en la estación con el autocar e iniciamos un circuito de mediodía. Les llevo a comer asado y luego de vuelta a la estación. Ahí termina mi cometido.

—¿Están en Madrid?

—No —dijo—. Al día siguiente iban a Segovia y a La Granja, y al otro regresaban a Estados Unidos.

—¿Me permite ver los papeles?

—Claro —asintió Pedro Molina—. La agencia de Madrid me remite por fax la relación de clientes que forman el grupo. Figuran sus nombres, dirección, número de teléfono y pasaporte, y otros datos útiles en caso de que pierdan o les roben el bolso o la cartera. Lo cual sucede a menudo. Es gente mayor y nosotros nos encargamos de presentar las denuncias.

—Háganos fotocopias —le pidió Aurora.

Pedro Molina se levantó, fotocopió las hojas y se las entregó. Aurora y Julián salieron de la agencia.

—No servirá de nada —protestó Aurora, y agitó los papeles delante de sus narices—. Viven en Filadelfia.

Julián les echó un vistazo. El grupo lo formaban veinte personas: siete parejas y seis turistas individuales.

—Sólo tenemos que hacer trece llamadas —calculó—, pedirles que nos envíen las fotografías que tomaron en Toledo y echarles un vistazo.

—En cuanto menciones las palabras «periodista» o «policía» —contrapuso Aurora— te colgarán el teléfono. Nadie quiere problemas.

—Diré que pertenezco a la agencia de viajes —planeó Julián sin ningún pudor—, que hemos organizado un concurso fotográfico entre nuestros clientes y que para participar tienen que mandarnos por correo electrónico las fotografías de su visita a Toledo.

—Mientes bien. No te costará ningún esfuerzo.

—El ganador —remató Julián su plan— recibirá una estancia gratuita de una semana para dos personas en la ciudad española que elija o cuatro mil dólares. Brillante, ¿no? Hasta yo participaría. —Sonrió.

—Las pruebas obtenidas de manera ilícita carecen de validez judicial.

—¿Quién va a enterarse? —protestó Julián, cansado del pesimismo de Aurora—. Si identificamos a los asesinos dices que has recibido una denuncia anónima y santas pascuas.

—Caminas sobre arenas movedizas.

—Para ser corresponsal de guerra —se defendió— hay que despojarse de muchos prejuicios.

—¿Harás tú las llamadas? —inquirió Aurora.

—Sin inconveniente.

—Preferiría quedarme al margen —se sinceró—. Si algo sale mal me juego el puesto.

Cenaron en el restaurante del Parador y luego subieron a su habitación. Aurora abrió el programa Dashboard de su iBook G4 y consultó la diferencia horaria entre España y Filadelfia: seis horas. Julián miró el reloj de la pantalla: las diez de la noche. Esperaría hasta las doce, las seis de la tarde en Filadelfia, para efectuar las llamadas. A esa hora calculó que los componentes del grupo ya estarían en sus casas. Los americanos cenan pronto.

Se tumbó en la cama y repasó las cientos de notas acumuladas en su libreta. Aurora no comprendía cómo podía aclararse en aquel batiburrillo de escritura. Dejó su Browning en un cajón de la mesita de noche, se quitó la ropa, se puso un pijama de pantalón corto y camiseta, y se acostó a su lado con el ordenador apoyado en el regazo. Llevaba su propia estadística del caso. Pinchó el icono del programa Pages e introdujo varias notas en un modelo preestablecido que utilizaba para presentar sus informes.

Julián estaba convencido de que su plan daría resultado. Faltaban diez minutos para la medianoche, cogió su teléfono móvil e hizo la primera llamada. Sonó el pitido de conexión y carraspeó.

Hello! —dijo una voz de mujer.

Mrs. Ashle?

Yes —respondió con acento de Filadelfia—. Who’s speaking, please?

I am Pedro Molina, of the travel agency Poletours.

What is it, mister Molina? —dijo cordial, sin advertir el cambio de voz debido al eco de la linea—. A beautiful city, Toledo. It seems anchored in the Middle Ages.

—Señora Ashley —atajó Julián, directo a su objetivo—, la agencia ha convocado entre sus clientes un concurso fotográfico sobre la ciudad y nos gustaría contar con su participación. —Aurora le observaba en silencio, sorprendida de su facilidad para embaucar a la gente—. ¿Qué me dice? Hay cuatro mil dólares de premio o su equivalente: una semana en un hotel de primera en la capital de España que usted y su esposo elijan.

Great! —exclamó, entusiasmada—. What do we have to do?

—Sólo tiene que enviarnos —respondió— las fotografías que tomaron durante su visita a Toledo. Un jurado procederá a seleccionarlas y si resultan agraciados se les comunicará por teléfono.

Okey. Thanks.

Patty Ashley se comprometió a remitirle las fotografías a la dirección de correo electrónico que Julián le facilitó. Marcó el siguiente número. Pertenecía a Christopher Stafford, un turista individual. La conversación se desarrolló en términos semejantes y el señor Stafford también quedó en mandarle una copia digital de las fotografías que había tomado durante su estancia en Toledo. A las tres de la madrugada, las nueve de la noche hora de Filadelfia, efectuó la última llamada. Apagó su teléfono móvil y sonrió satisfecho.

—¿Te enviarán las fotografías? —dijo Aurora.

—Todos se han comprometido.

—Diciéndoles que participarán en un concurso —desconfió de la eficacia de su método— te arriesgas a que sólo te lleguen las mejores.

—Los turistas son vanidosos por naturaleza —afirmó Julián convencido—. Les he visto en decenas de países y al segundo día ya creen que lo saben todo, que son los mejores fotógrafos, que nadie ha comprado más barato que ellos… Me mandarán todas las fotografías. Ya lo verás.

Aurora apagó la luz de la mesita de noche y se acurrucó junto a él. A los pocos minutos oyó su respiración profunda, pausada. Se había dormido. Le besó y le deseó buenas noches.

Durmieron hasta que el cuerpo les dijo basta. Aurora se levantó, corrió las cortinas y el sol entró como el destello de un rayo. De manera instintiva miró el reloj: las diez y media de la mañana. Julián también se levantó. La abrazó de la cintura por detrás y le mordisqueó el lóbulo de la oreja. Ella ronroneó somnolienta y contemplaron la panorámica de Toledo que les brindaba su habitación.

Algunas personas del grupo prometieron enviarle las fotografías de inmediato y Julián deseaba comprobar los resultados. El hecho de utilizar cámaras digitales facilitaba las cosas. Aurora llamó al servicio de habitaciones y pidió que les subieran el desayuno: bollería variada, café y leche, y macedonia de frutas. Se metió en el baño y se puso un albornoz para recibir al camarero. Julián aprovechó para afeitarse y ducharse. Al salir la mesa estaba preparada. Desayunaron y planearon analizar las fotografías que les hubiesen llegado esa misma mañana.

Aurora retiró los platos y cubiertos, se sirvió una segunda taza de café con leche y colocó su iBook G4 encima de la mesa. Lo enchufó a la red y conectó su módem USB. Le pidió a Julián su dirección de correo electrónico y el código de acceso, y entró en el servidor. Tenía dieciséis mensajes: tres de agencias de prensa sobre eventos culturales y trece de los componentes del grupo de Filadelfia. Su suerte había cambiado. Los turistas americanos le habían remitido las fotografías. Abrió los e-mails. Tras unas líneas de cortesía un archivo adjunto contenía las imágenes. Trasladó los archivos a la memoria de su ordenador: en total 1.834 fotografías en diversas resoluciones.

—Verlas —protestó Aurora— nos llevará todo el día.

—Pediremos otro termo de café. —Julián sonrió, y se sentó a su lado.

—Eliminaré —dijo Aurora— las que no pertenezcan al hospital de Tavera o sus inmediaciones.

—Bien pensado.

Pulsó una tecla y la pantalla se dividió en treinta rectángulos ocupados por fotografías. Pinchó con el ratón las del hospital de Tavera o sus alrededores y desechó el resto. Reinició el proceso con otra tanda de imágenes. Una hora y media más tarde concluyó la selección. Reunió las fotografías en una carpeta y observó el número que figuraba en una ventana de la pantalla: 360.

—Todas —observó Julián— llevan el código horario y pertenecen al día y hora que nos interesa.

—Pensé que sería más difícil —admitió Aurora—. Las fotografías del interior del hospital las dejaré aparte. No creo que los asesinos del profesor Benari se entretuvieran en hacer visitas turísticas.

Colocó las imágenes seleccionadas en la pantalla y eliminó las que mostraban las dependencias interiores del hospital de Tavera. En total 50. La cifra se reducía. Sólo quedaban para analizar 310.

—Los turistas —dedujo Aurora a la vista de algunas instantáneas— tomaron fotografías al entrar en el hospital y al salir. Dividámoslas en dos grupos.

—¿Según su código horario?

—Sí. La mayor parte se registraron a las doce horas y quince minutos —señaló en la pantalla una fotografía—, la hora en que el grupo llegó al hospital de Tavera. El resto, alrededor de la una y veinte, la hora en que finalizó la visita.

Dividió las fotografías: 208 mostraban un código horario alrededor de las 12.15 horas y 102 sobre las 13.20 horas.

—Comencemos por el primer grupo —determinó Julián—. A Abraham Benari le asesinaron en torno a las doce y media.

Retiró las imágenes y seleccionó la primera del primer grupo. A diferencia de las cribas anteriores, esta vez la fotografía ocupaba por completo la pantalla del ordenador. Mostraba un primer plano de la portada del hospital. Aurora miró a Julián, asintió y procedió a visionar la siguiente: una fotografía de la fachada lateral y varios peatones que caminaban por la acera. Recortó la imagen de los viandantes y la amplió al máximo. Julián negó con la cabeza. Ninguno se parecía al hombre del bléiser marrón y al negro de cabeza rapada que le acompañaba como un perro faldero. Colocó una tercera instantánea con peatones también captados de manera casual por el fotógrafo. Julián la estudió con atención y la rechazó.

Cada fotografía que Aurora situaba en la pantalla Julián la escudriñaba hasta el mínimo detalle. Se fijaba en las personas que se colaban en las imágenes o en los automóviles estacionados. Quedaban sólo diez del primer grupo de 208. Aurora situó otra fotografía en la pantalla. Mostraba una vista lateral del hospital de Tavera tomada con una óptica angular. Como en otras ocasiones, amplió a los peatones y Julián acercó los ojos a la pantalla. Le dolían las cervicales debido a la mala postura que adoptaba en la silla. Difuminados por la distancia, dos hombres caminaban por la acera del hospital, en dirección contraria al hotel Paraíso. La corpulencia de uno de ellos le hizo sospechar.

—Recorta —le pidió a Aurora, que apuraba su tercera taza de café con leche— estas dos siluetas y amplíalas al máximo.

Pulsó algunas teclas, accionó el ratón, y los dos hombre llenaron la pantalla aunque de forma borrosa. Julián respiró con profundidad y echó el cuerpo hacia atrás.

—Les tenemos —dijo.

—¡Maldita sea! —exclamó Aurora—. Están de espaldas.

—¿A quién pertenece la fotografía?

—A los señores Amstrong —dijo, tras consultar los correos electrónicos.

—Lo recuerdo —asintió Julián—. Hablé con Eddie Amstrong. Me comentó que había hecho muchas fotografías.

—Quizá aparezcan en otras de la misma serie —planteó Aurora.

Julián asintió y ella comprobó la hora en que se había tomado la instantánea: las 12.31 horas; y el modelo de la cámara digital: una Canon Ixus 980 IS.

—Hemos tenido suerte —suspiró—. La cámara trabaja a quince megapíxeles. Podré ampliar las fotografías y conservar cierta nitidez.

Buscó el resto de instantáneas tomadas por Eddie Amstrong, hizo las operaciones necesarias y los sujetos aparecieron en otras dos imágenes.

—Tampoco nos sirven —protestó Julián—. También los muestran de espaldas.

—Se marchaban del hotel.

—Eso parece. Ya habían hecho su trabajo.

—Espera un momento —dijo Aurora, y amplió un poco más las fotografías. Los píxeles se convirtieron casi en cuadrículas—. Mira. —Señaló un sector de la pantalla—. ¿Qué dirías que lleva el tipo corpulento en la mano?

—¿Una cartera? —dudó Julián, a causa de la borrosidad de la ampliación.

—La funda de un portátil —precisó Aurora—. El ordenador de Abraham Benari.

—Son ellos —dijo Julián—. Sin ninguna duda.

—No podemos identificarles —lamentó Aurora—. La suerte les acompaña.

—Quizá no —musitó Julián, y se masajeó las cervicales—. Repasemos las fotografías del primer grupo.

—¡Hay doscientas ocho!

—Si llevaban el mismo vehículo que el día de la subasta —arguyó— van en busca de un BMW-525 de color azul.

Aurora manipuló de nuevo el teclado. Su manejo del ordenador sorprendía a Julián. Repasaron las imágenes del primer grupo y aislaron las que mostraban coches de color azul. Después las ampliaron una a una para comprobar la marca y el modelo de los vehículos. Varias fotografías registraban un BMW-525 de color azul estacionado en la acera opuesta a la fachada lateral del hospital de Tavera, cerca de un restaurante chino.

—Selecciona —dijo Julián— la que consideres más apropiada para leer la matrícula.

Aurora pinchó varias imágenes, estudió su calidad y escogió dos. Luego las amplió hasta el límite de la resolución. Respiró aliviada. Las horas de trabajo, de dejarse la vista en la pantalla del ordenador, habían dado fruto. La matrícula del BMW-525 de color azul se distinguía, aunque con dificultad. La anotó: 4813-GGK.

—Averigua a quién pertenece —dijo Julián, sin disimular su excitación.

—Está hecho.

Aurora dio las órdenes precisas a su ordenador, introdujo su clave y accedió al sistema Duque de Ahumada, la base central de datos de la Dirección General de la Guardia Civil. Buscó el archivo Traffic-CR[12] e introdujo la matrícula. De inmediato obtuvo la respuesta. El vehículo pertenecía a la agencia AVIS de alquiler de automóviles. Consultó en Internet el número de teléfono de la empresa y llamó. El director de flotas consultó los datos que le dictó y la remitió a la oficina que la empresa tenía en el aeropuerto de Barajas. Efectuó una segunda llamada.

—Un BMW-525 —repitió el encargado de la agencia AVIS del aeropuerto, para tener la certeza de que había registrado bien los datos facilitados por Aurora— de color azul, matrícula 4813-GGK. Espere un momento —dijo y accedió desde su PC a la cartera de clientes—. Está alquilado —afirmó al recuperar el teléfono.

—¿A nombre de quién?

—Artexport —leyó en la pantalla—, una empresa domiciliada en la calle Florida, 835 de Buenos Aires, Argentina.

—¿Figura el nombre del conductor?

—Sí —dijo el encargado de la agencia—: René Chénier, con carné de conducir expedido en la República de Haití. ¿Precisa el número?

—De momento no. ¿Se trata de un hombre de color negro?

—Sí —certificó—. Un tipo muy corpulento. Le recuerdo.

—¿Pagó con tarjeta de crédito?

—Una VISA platino —respondió— a nombre de Osvaldo Sousa y cargo a Artexport.

Aurora le agradeció la información y colgó.

—Son nuestros —dijo satisfecha—. Pediré a la UCO que solicite a la Agrupación de Tráfico, a la Policía Nacional y a las policías locales y autonómicas la localización del vehículo y me informe.

—Insiste en que no intervengan —dijo Julián—. Debemos tener cautela hasta estar seguros de que asesinaron a Clara Letamendi y Abraham Benari.

—Lo haré —convino Aurora—. Solicitaré también información a la Interpol sobre René Chénier y Osvaldo Sousa.

—¿Qué hacemos mientras? —preguntó Julián.

—Se me ocurren un montón de cosas. —Aurora sonrió—. Aunque lo mejor será vestirnos y salir a comer. Son las dos de la tarde. Hemos pasado la mañana encerrados en la habitación.

Habían terminado el segundo plato, se disponían a pedir los postres y sonó el iPhone de Aurora. Cogió el teléfono, esbozó una sonrisa de complicidad y le mostró la pantallita a Julián. Le llamaban de la Unidad Central Operativa.

—La policía municipal de Madrid —dijo, tras una corta conversación telefónica— ha localizado el BMW en el aparcamiento del hotel Villamagna.

—Debemos irnos.

—He pedido que controlen sus movimientos y que bajo ninguna circunstancia intervengan.

Julián apremió al camarero para que le trajese la cuenta y fueron en busca de su Opel Insignia.

Aparcó frente al hotel Villamagna, un establecimiento de lujo y reputación en la capital. En la rampa que conducía al paseo de la Castellana estaba el BMW-525 de color azul. Aurora efectuó una llamada a la UCO para que retiraran la vigilancia. Desde ese momento ella se encargaría de controlar la situación. Esperó unos minutos y miró a su alrededor. Un joven, que llevaba un auricular acoplado al oído, cabeceó y se marchó. Entraron en el hotel, se dirigieron a la recepción y se identificó como teniente de la Guardia Civil.

—¿Están alojados —preguntó— los señores Osvaldo Sousa y René Chénier?

El empleado rastreó en el ordenador el listado de reservas y asintió.

—Habitaciones 203 y 206.

—Gracias —dijo Aurora, y le ordenó—: No les pase ninguna llamada hasta nuevo aviso.

—Como mande.

Subieron a la segunda planta y buscaron la habitación 206. Julián pegó la oreja a la puerta y escuchó el parloteo de una retransmisión deportiva. René Chénier, el negro de cabeza rapada, estaba dentro. Aurora le pidió que se apartara, desenfundó su pistola, tiró de la corredera para situar una bala en la recámara y golpeó la puerta con los nudillos.

—Qui est lá? —gritó alguien desde dentro, y bajó el volumen del televisor.

—Servicio de habitaciones, señor Chénier —dijo Aurora, también elevando la voz.

El ruido del pestillo la puso en tensión. Empuñó el arma con las dos manos y la alzó a la altura de sus ojos. El negro abrió la puerta y, antes de que pudiera reaccionar, le encañonó.

—Guardia Civil —espetó Aurora con frialdad—. Apoye las manos en la nuca y gire despacio hacia la pared. —El hombre negro obedeció—. Regístrale —dijo a Julián, como si hablara a un compañero.

—Cometen un error —protestó René Chénier, con dejo afrancesado.

—¡Silencio! —le ordenó Aurora.

Cerró la puerta y Julián cacheó al hombre de cabeza rapada. Sujeto a su cinturón encontró un revólver Smith & Wesson 686, con cañón de 63,5 milímetros y empuñadura de goma Hogue. El arma preferida de los guardaespaldas y matones.

—Está limpio —afirmó Julián al concluir el cacheo. Vació el tambor del revólver y lo arrojó sobre la cama.

—Colócale —dijo Aurora, sin dejar de apuntarle— las manos a la espalda e inmovilízaselas.

Julián le retorció el brazo con una llave de judo que había aprendido de joven. El hombre negro dibujó una mueca de dolor en su cara. Aurora registró la habitación sin encontrar nada de interés.

—¡Quiero hablar con un abogado! —insistió René Chénier en su protesta—. ¡Soy víctima de un atropello!

—¡Cállese! —gruñó Aurora.

Él esbozó una sonrisa burlona.

—Esto no quedará así —les amenazó.

—Escúcheme bien —dijo Aurora, y le empujó el mentón hacia arriba con el cañón de su Browning—: a la mínima le vuelo los sesos. ¿Entendido? ¡Responda!

—Su negligencia les costará cara.

—Vamos a ir a la habitación de su jefe —dijo Aurora—. Dirá que tiene algo para él. Nada más. Si varía un milímetro el guión se arrepentirá.

Julián agarró al hombre negro y lo empujó hacia la puerta. Si intentaba zafarse le rompería el brazo. Aurora abrió y salieron al pasillo. Por suerte estaba vacío. Se plantaron frente a la habitación 203 y Julián llamó.

—¡Ya va…! ¡Ya va…! —dijo una voz de marcado acento porteño.

—¡Soy René, jefe! —gritó el hombre negro, con el cañón de la pistola hundido en su riñón derecho—. ¡Traigo una cosa para usted!

—¡Ché, boludo! —rezongó Osvaldo Sousa desde el interior de la habitación. Abrió la puerta en pantalón de pijama y desnudo de cintura para arriba—. ¿Qué diablos…?

—¡Guardia Civil! —gritó Aurora—. ¡Levante las manos! ¡Vamos! ¡Obedezca!

Osvaldo Sousa se quedó petrificado y miró a su guardaespaldas con desprecio. Le había traicionado. Julián empujó al hombre negro y los cuatro entraron en la habitación. Colocó a René Chénier y Osvaldo Sousa contra la pared y Aurora le entregó sus grilletes.

—Átales al radiador —dijo, y procedió a leerles sus derechos—: «Tienen derecho a guardar silencio, a designar libremente a un abogado, a que se informe a un familiar o persona que designen…».

—¡A la mierda! —masculló el hombre negro.

Aurora se calló, enfundó su pistola y echó una ojeada a la habitación. Encima del escritorio había un ordenador portátil Sony VAIO conectado a la red y a su lado un cenicero repleto de colillas de Dunhill International.

—Soy ciudadano argentino —protestó Osvaldo Sousa—. Pónganme en contacto con mi embajada. Tengo derecho a efectuar una llamada.

—Antes —dijo Aurora con voz de mando— deberá responder unas preguntas.

—Calle, jefe —le aconsejó el otro—. No dé bola a este par de connards. No tienen nada.

—¿De qué nos acusan? —se envalentonó Osvaldo Sousa.

—De las muertes —dijo Aurora— de Clara Letamendi y Abraham Benari.

—Se equivocan —contraatacó Osvaldo Sousa—. No conocemos a ninguno de los dos. ¡Llamen a mi embajada!

—Yo —dijo Julián, sin reprimir una risa burlona— preferiría cumplir condena en España antes que en Argentina. Aquí las cárceles son más decentes.

—Anda a cantarle a Gardel —arremetió Osvaldo Sousa—. Nadie irá al talego.

—Les vi en Sumartis —relató Julián para mostrar sus cartas—. Salieron detrás de Clara Letamendi en el BMW-525 que alquilaron en la agencia AVIS del aeropuerto. La siguieron hasta su domicilio y la asesinaron. Encontré una colilla de Dunhill International en la escalera. El ascensor estaba averiado y tuvieron que subir y bajar a pie.

—La colilla —opuso Osvaldo Sousa, tranquilo— pudo arrojarla cualquiera. No soy el único del mundo que fuma cigarrillos Dunhill International.

Julián se acercó a la cara del hombre negro y la observó con detenimiento. En la mejilla derecha, casi cicatrizada, conservaba la huella del arañazo que le hizo Clara Letamendi al defenderse.

—A éste —se burló Julián— van a rifárselo los maricones de la cárcel. Los tipos de color y corpulentos ponen muy cachondos a los «osos».

—¡Que te den…! —dijo René Chénier.

—En cuanto comparen tu ADN —le amenazó Julián— con los restos de piel hallados bajo una uña de Clara Letamendi será fácil situarte en la escena del crimen. Van a caerte de veinte a treinta años.

—Piénseselo —le aconsejó Aurora—. El ordenador del profesor Benari —señaló el portátil— también le sitúa en la habitación del hotel Paraíso de Toledo. Las cámaras de seguridad registraron su entrada. En cuanto a usted —se dirigió a Osvaldo Sousa—, el ADN de una colilla de Dunhill International hallada en el sifón del váter también le incrimina. Sólo precisamos comparar los marcadores genéticos para acusarle.

Osvaldo Sousa sintió el suelo temblar bajo sus pies. Tenían suficientes pruebas para acusarles de dos asesinatos. No se imaginaba en la cárcel. Siempre se había librado. Miró a su guardaespaldas. Aguantaba bien el tipo y decidió cargarle el muerto, convertirlo en su cabeza de turco particular. Para eso le pagaba.

—René les asesinó —dijo de sopetón.

El hombre negro abrió los ojos como platos y se abalanzó contra su jefe.

Fils de pute! —gritó, mientras con la mano libre le atizaba manotazos.

—¡Quietos! —vociferó Julián, y se las vio y deseó para separarles.

—Me ordenó matarles —confesó René Chénier, excitado—. Debía simular una muerte natural. Inyectarles un émbolo en las venas. Merde! Así nadie sospecharía.

—Clara Letamendi —dijo Julián— opuso resistencia y la estrangulaste.

—La femme resultó brava.

—¿Dónde aprendió la técnica del émbolo? —le interrogó Aurora.

—En el Corps des Léopards —confesó, derrumbado por la traición de su jefe. No se comería él solo el marrón.

—¿Por qué mataron a Clara Letamendi y Abraham Benari? —inquirió Julián a Osvaldo Sousa.

—Soy persona de bien —alegó en su defensa—. Jamás ordené matar a nadie.

Trou du cul —le despreció René.

—¿Qué buscaban en el piso de Clara Letamendi? —siguió Aurora.

Osvaldo Sousa la miró y decidió pergeñar su propia estrategia de defensa. Si le convenía, ante el juez cambiaría su versión de los hechos. Una colilla de cigarrillo le situaba en el escenario pero no le convertía en el asesino material.

—Compró —dijo— un libro que me interesaba y acudí para hacerle una oferta.

—¿A la una de la madrugada? —ironizó Julián.

—Me cuesta dormir.

—¿Qué interés tiene ese libro? —acometió Aurora.

—Para mí ninguno —respondió Osvaldo Sousa, y sus palabras sonaron sinceras—. Soy anticuario y un cliente me encargó adquirirlo.

—Deme su nombre.

—Aaron Russo —respondió sin vacilar—. Un importante naviero de Rosario. Se enriqueció exportando productos agrícolas de la Pampa. Colecciona arte y ediciones raras e incunables.

—¿Por qué buscaba esa edición? —insistió Julián.

—Alguien le llenó la cabeza de pájaros —despreció el anticuario argentino—. Hace años Aarón conoció en México a un exiliado catalán de origen judío. Le dijo que antes de la guerra regentaba en Barcelona una librería de lance y que para huir de las tropas franquistas tuvo que vender un ejemplar único del Pardes rimmonim y que no descansaría hasta recuperarlo.

—Conozco la historia.

—Entonces sabe que digo la verdad. —Osvaldo Sousa sonrió—. Según le relató el librero a Aarón —siguió, para intentar convencerles— el volumen ocultaba las claves de otro libro, el llamado Libro de Dios. Un texto sagrado para los judíos que desapareció de una sinagoga de forma misteriosa. Aarón, por respeto a sus antepasados, estaba comprometido en su búsqueda.

Julián miró a Aurora. Su conversación con Eliyahm Karaskash, el rav de la yeshivá de los jasiditas, cobraba un protagonismo inesperado.

—¿Aarón Russo es judío? —inquirió Julián.

—Sí —respondió Osvaldo Sousa, en un tono despectivo que dejaba claro su antisemitismo—. En Argentina reside la mayor comunidad judía de Hispanoamérica y la sexta más numerosa fuera de Israel. En Buenos Aires tenemos el único McDonald’s del mundo de comida kosher.

—¿Por qué se retiró de la subasta? —insistió Julián—. Para adquirir el libro sólo debía pujar un poco más que Clara Letamendi.

—Trabajo a comisión —arguyó— y había rebasado el límite de mis ganancias. Además —aclaró—, sabía que ella pujaba en nombre del Ministerio de Cultura y supuse que no renunciaría a llevarse el libro.

—Háblenos del Libro de Dios —dijo Aurora.

—Aaron —afirmó Osvaldo Sousa— estaba convencido de la existencia de ese libro. El boludo creía en las leyendas judías. Según la tradición el Libro de Dios lo componen tres láminas de oro de un valor incalculable. Aarón quería el Pardes rimmonim para descifrar su secreto y acceder al conocimiento del Libro de Dios. Llevaba años intentando averiguar su paradero.

—¿Qué papel jugaba el profesor Benari en esta historia?

—Les he dicho cuanto sé —le desafió Osvaldo Sousa—. Tengo derecho a guardar silencio.

—¿Para qué se llevaron su ordenador? —le presionó Julián.

—Solicito el habeas corpus —exigió Osvaldo Sousa, desafiante.

—En menos de setenta y dos horas —les pronosticó Aurora— estarán ante el juez y les garantizo que decretará su ingreso en prisión incondicional sin fianza. Me encargaré personalmente de convencerle.

—Pelotuda.

Aurora se acercó al ordenador del profesor Benari, pulsó el teclado y la pantalla permaneció inalterable con un fondo abstracto.

—No han podido entrar en el sistema —afirmó—. Se precisa una clave de acceso.

—El profesor se la llevó a la tumba —supuso Julián—. ¿Qué hacemos con ellos?

—Llamaré a la Central —dijo Aurora— para que les trasladen a dependencias policiales. Debo tomarles declaración.

—Estos imbéciles —receló Julián— se han cerrado en banda. Cambiarán su versión ante el juez. Negarán todo lo que han dicho.

—Tenemos suficientes pruebas para enchironarles. —Aurora cogió su iPhone y habló con sus compañeros de la UCO—. En diez minutos —dijo al colgar— estarán aquí.

—Muchas piezas siguen sin encajar —acometió Julián, pensativo—. ¿Cómo supieron de la existencia del programa GHJ-1235-X?

—Habrá que investigar —sentenció Aurora—. De momento hemos cazado a los asesinos de Abraham Benari y Clara Letamendi. Ya puedes escribir tu artículo.

—Todavía hay demasiados flecos sueltos.

—Sí —admitió Aurora—. Pero estos dos pasarán una temporada entre rejas.

Alguien llamó a la puerta de la habitación. Aurora miró su reloj. Habían transcurrido ocho minutos.

—Ya están aquí mis compañeros —supuso.

Abrió y se quedó paralizada ante una imagen fuera de tiempo y lugar. Un sujeto vestido de hábito negro, la cara oculta tras una máscara de cuero rígido y una capucha calada, levantó la mano derecha. La llevaba enfundada en una bolsa de plástico. Aurora intuyó la maniobra, gritó «arma» y se abalanzó sobre Julián. Rodaron por el suelo. El misterioso personaje disparó dos veces. Aurora intentó repeler la agresión. Desenfundó su Browning y abrió fuego. Sus proyectiles se estrellaron en la pared del pasillo. El sujeto había desaparecido. Se había esfumado como una aparición. Julián se acercó a Osvaldo Sousa y René Chénier. Sujetos al radiador, habían quedado a merced del sicario. Las balas habían impactado de lleno en sus cabezas. Dos disparos certeros. Un charco de sangre se extendía bajo sus pies.

—¡Joder! —exclamó Julián—. ¿Qué ha pasado?

Aurora observaba la escena, con la pistola todavía en la mano. Los guardias civiles que acudían a hacerse cargo de los detenidos asomaron en la puerta de la habitación.

—¡A sus órdenes, teniente! —dijo el cabo al mando de la patrulla, un compañero de la UCO.

—¡Cierren todas las salidas! —les apremió Aurora, y enfundó su arma—. ¡Registren el hotel de arriba abajo! ¡Un asesino anda suelto!

A través de su emisora el cabo de la Guardia Civil pidió refuerzos e impartió las instrucciones precisas.

—Nos hemos librado por los pelos —suspiró Aurora.

—¿Quién demonios era? —dijo Julián, sin salir de su asombro—. Ocultaba el arma en una bolsa de plástico.

—Para recoger los casquillos —dedujo Aurora—. Ha utilizado una pistola y no quería dejar ninguna huella.

—Un profesional.

—De los buenos —determinó convencida—. Dos únicos disparos y les ha volado la cabeza a estos desgraciados.

—¿Has visto lo mismo que yo?

—Si te refieres a una especie de monje, sí.

—Creí sufrir una alucinación.

—Teniente —dijo el cabo—, las salidas del hotel han sido clausuradas. El edificio está acordonado. Vamos a proceder a registrarlo planta por planta y nos ayudaría tener una descripción del individuo.

—Vestía un hábito de color negro —dijo Aurora para sorpresa del cabo—, llevaba una máscara de cuero y disparó con una pistola desde el interior de una bolsa de plástico.

—Teniente…

—¡Busquen a un fraile o algo parecido! —ordenó—. Extremen las precauciones. Es peligroso.

El cabo transmitió la descripción por la emisora.

—¿Ordena alguna cosa más, teniente?

—He solicitado a la Interpol información sobre las dos víctimas —dijo Aurora, y señaló los cuerpos de Osvaldo Sousa y René Chénier—. Pregunte a la UCO si les ha llegado.

—De inmediato —dijo el cabo, y se marchó.

Los guardia civiles vaciaron las habitaciones anejas, trasladaron a los huéspedes a la recepción y precintaron el pasillo con cinta plástica. Un hombre vestido de traje y corbata, acompañado de tres policías nacionales, se abrió paso.

—¿Quién está al mando del operativo? —vociferó fuera de sí.

—Yo —dijo Aurora.

—¿Y quién cono es usted? —la increpó.

—La teniente Santillana —respondió Aurora, y le mostró su TIP—, de la Unidad Central Operativa.

—Soy el comisario Ramón Abascal —se presentó, y exhibió su placa—, de la Brigada de Homicidios. Debo pedirle que retire a sus hombres. Es nuestra jurisdicción —protestó.

—¿Quién les ha avisado?

—La dirección del hotel.

—Investigaba un asesinato en Toledo —arguyó Aurora—, seguía a los asesinos y al proceder a su detención alguien les ha matado.

—Debería haber comunicado el operativo —le reprochó Ramón Abascal— a la Comisaría General de Policía Judicial. Hubiésemos colaborado.

—No tuve tiempo —replicó enojada por su arrogancia—. Podían darse a la fuga.

—Bastaba una llamada —bufó el comisario Abascal, desbordado.

—¡Cabo! —gritó Aurora—, retire a los nuestros. La Policía Nacional controla la situación —gruñó molesta.

—Tengo que rogarle —dijo el comisario Abascal, en tono imperativo— que vaya a la Brigada a prestar declaración.

—Desde luego —aceptó, y abandonó la alcoba.

El comisario les dio la espalda, para organizar a sus hombres, y Julián aprovechó para coger el ordenador de Abraham Benari.

—¿Qué haces? —le increpó Aurora—. ¿Has perdido el juicio? Robar la prueba de un asesinato se considera un delito grave.

—Nadie tiene por qué enterarse.

Cogió a Aurora y la arrastró pasillo adelante hasta desaparecer de la vista del comisario. Llamó a los ascensores y descendieron a la recepción. Las salidas estaban vigiladas por policías nacionales. Aurora mostró su TIP y les dejaron abandonar el hotel. Los guardias civiles se habían replegado y aguardaban montados en sus vehículos. Un furgón mortuorio y una unidad de la policía científica, del Laboratorio de Actuaciones Especiales, estacionaron frente a la entrada.

—Regresen a la base —ordenó Aurora al cabo.

—Espero el informe que ha solicitado —la puso al tanto—. La UCO ha quedado en remitírmelo al hotel.

—Gracias, cabo —dijo—. En cuanto llegue entréguemelo. Mientras, reúnase con sus compañeros. No quiero problemas con la Nacional.

—Sí, teniente.

Aurora se giró y encaró a Julián.

—Devuelve el ordenador —le dijo en tono imperativo.

—Esconde muchas claves —protestó—. Precisamos averiguar qué contiene.

—El acceso —le recordó Aurora— está protegido por una contraseña confidencial. Entrégaselo a la policía. Tienen expertos y obtendrán la información.

—¿Crees que van a tomarse este caso en serio?

—Hay dos víctimas —alegó.

—Conozco el procedimiento policial —afirmó Julián—. Dos extranjeros, con un nivel de vida alto, asesinados por un sicario profesional es igual a un ajuste de cuentas entre bandas de narcotraficantes.

—¿Olvidas que tengo que prestar declaración?

—A eso voy —incidió Julián—. En cuanto les digas que el asesino vestía como un monje, que el profesor Benari perseguía la fórmula de la creación de la vida artificial, que en la Edad Media un tal Low dio vida a un golem, que al parecer existen tres láminas de oro, el Libro de Dios, con dichas claves, que Osvaldo Sousa y René Chénier asesinaron a Clara Letamendi para hacerse con un libro del siglo XVI que contiene parte de esa fórmula o la manera de interpretarla, etcétera, etcétera…, puedo asegurarte que te mandarán al psiquiatra.

Aurora meditó sus palabras. Julián le había abierto los ojos. Investigaban una trama nada convencional y la exposición veraz y rigurosa de los hechos resultaba poco convincente. Nadie la tomaría en serio, se burlarían de ella y se convertiría en el hazmerreír de la profesión.

—Tú ganas —cabeceó resignada—. Otra vez te sales con la tuya. Nunca me pidas una muestra de mi amor. Te he dado ya suficientes.

—Debemos averiguar —reflexionó Julián más tranquilo— quién ha matado a Osvaldo Sousa y René Chénier, su móvil, y cómo supieron ellos de la existencia del programa GHJ-1235-X.

—Nos ocultaron información —afirmó Aurora.

—Era predecible.

—¿Qué les digo a los sabuesos de la Brigada de Homicidios? —dijo Aurora, como si meditara en voz alta—. Me obligarán a rellenar un informe.

—Bajo ningún concepto —le aconsejó Julián— menciones el ordenador. Diles que gracias a las cintas de seguridad del hotel Paraíso y a mi colaboración diste con los asesinos de Clara Letamendi y Abraham Benari, pero que desconoces el móvil de los asesinatos. Les estabas interrogando cuando alguien les mató.

—Te llamarán a declarar.

—Toreo bien esas reses.

—¿Y el ordenador? —inquirió Aurora—. Desencriptar una clave de acceso no está al alcance de cualquiera. Puedo intentar que Daniel Marín nos eche una mano. De manera extraoficial, claro.

—Déjalo. —Julián rechazó su oferta—. Haría demasiadas preguntas.

—Ninguno de nosotros —arguyó convencida— tiene los conocimientos necesarios. Me manejo bien con los ordenadores, pero ando lejos de ser una hacker.

—Conozco a la persona indicada —le confió—. Mientras cumples el protocolo con la Brigada me encargaré del asunto. Te llamaré esta noche y hablamos.

Julián hizo intención de besarla, pero el cabo de la Guardia Civil le interrumpió.

—Teniente —dijo con unos folios en la mano—, acaban de llegar vía e-mail los informes de la Interpol que había solicitado. He pedido que los imprimieran y aquí los tiene.

—Buen trabajo —le agradeció Aurora—. Ya puede regresar a la base con sus compañeros.

El cabo subió a una furgoneta y los vehículos de la Guardia Civil abandonaron el recinto del hotel Villamagna. Julián y Aurora hojearon los papeles. Había dos grupos grapados de manera independiente. El primero lucía el membrete de la Policía Federal de Argentina y el segundo, de la Policía Nacional de la República de Haití. Correspondían a los informes policiales de Osvaldo Sousa y René Chénier. Los leyeron con atención. Osvaldo Sousa, un empresario argentino nacido en Mendoza en julio de 1954, tenía un amplio historial policial. Sus padres regentaron una importante bodega y poseyeron extensos viñedos que su hijo heredó y vendió para dedicarse a la compraventa de arte. Durante las dictaduras de Videla y Galtieri trapicheó con cuadros robados, según informes de varias policías sudamericanas, y al frente de un grupúsculo de fascistas asaltó las viviendas de algunos opositores que aparecieron poco después muertos o fueron declarados «desaparecidos». Realizó compras ilegales de arte para prebostes del régimen y obtuvo su protección. En 1983, al implantar Raúl Alfonsín la democracia, desapareció del país ante las acusaciones de corrupción y asesinato denunciadas en algunos periódicos y reapareció tres años después al promulgarse la ley 23492 de Punto Final, que paralizaba los procesos judiciales contra los autores de detenciones ilegales, torturas y crímenes cometidos durante las dictaduras militares. Se estableció en Buenos Aires y fundó Artexport, la principal empresa y galería de arte argentina. La última página del informe la ocupaba una orden de busca y captura internacional expedida por la Interpol argentina que reclamaba a Osvaldo Sousa para interrogarle como imputado en la muerte de Aaron Russo, naviero y coleccionista de arte que pereció en un accidente de tráfico sospechoso.

—La codicia les pudo —dedujo Aurora a la vista del informe—. Mataron a Aaron Russo para apoderarse del libro. Osvaldo Sousa vio posibilidades de negocio.

—Calificó las láminas del Libro de Dios «de valor incalculable». —Julián sonrió—. Creo que también le dio crédito a la leyenda.

Aurora pasó las hojas y leyeron el segundo informe. Pertenecía a las actividades de René Chénier, natural de Puerto Príncipe, capital de la República de Haití, nacido en abril de 1960 de padres desconocidos. Abandonado por sus progenitores, se crió y educó en varios orfanatos. A los dieciocho años le detuvieron por actividades ilegales (eufemismo que utilizaba la policía haitiana para los delitos de prostitución masculina: René Chénier había ejercido de gigoló en las playas frecuentadas por turistas americanas de edad avanzada). En 1979 ingresó en el Cuerpo de los Leopardos, fundado en 1971 por Jean Claude Duvalier, alias Bébé Doc, para contrarrestar la influencia de los tonton macoute, la policía secreta de François Duvalier. En 1986, tras la insurrección que acabó con la dictadura de Bébé Doc, René Chénier abandonó la milicia, se trasladó a Argentina, para huir de la justicia haitiana, e ingresó al servicio de Osvaldo Sousa. La policía le consideraba autor material de quince asesinatos cometidos durante su permanencia en el Cuerpo de los Leopardos, y de otros cinco como sicario a sueldo.

—Tiene causas pendientes —dijo Aurora al concluir la lectura— en Haití, República Dominicana, Uruguay, Panamá y Argentina.

—Los Leopardos —arguyó Julián— sólo aceptaban a tipos sin escrúpulos.

—¿Qué significa tonton macoute?

—Deriva del francés tonton, «tío», y macoute, «saco» —expuso Julián—, y proviene de un cuento popular haitiano que asustaba a los niños con «el tío del saco».

—Mi madre —recordó Aurora— me metía miedo con un personaje parecido, «el hombre del saco».

—La policía secreta de François Duvalier —dijo Julián—, alias Papa Doc, practicaba el vudú y los haitianos creían que Duvalier encarnaba a Baron Samedi, «el Señor de los Cementerios».

—Dos elementos de cuidado —resopló Aurora fatigada—. Identificar a su asesino será difícil. Tenían decenas de enemigos. Cualquiera pudo matarles.

—Deja que se encargue Baron Samedi de ellos.

—Debo marcharme —dijo Aurora, al tiempo que miraba su reloj—. Cuando termine de declarar aprovecharé para presentarme en la UCO y aclarar lo sucedido esta tarde. Llámame por la noche y ponme al corriente.

Julián asintió, miró a su alrededor, y la besó.

Un taxi dejó a Aurora frente a la puerta de su edificio, pagó la carrera y se apeó. Había declarado en la Brigada de Homicidios según los consejos de Julián y después había ido a la UCO para dar su versión de lo sucedido en el hotel Villamagna. Sus superiores respaldaban su actuación. Confiaban plenamente en ella. Pulsó el botón del ascensor y subió a la tercera planta. Abrió su apartamento, entró y casi pisa un sobre que alguien había deslizado por debajo de la puerta. Lo cogió. El papel amarilleaba y carecía de destinatario y remitente. Rasgó la solapa, convencida de que se trataba de una convocatoria de la comunidad de vecinos, y extrajo un pergamino con dos frases de caligrafía cuidada:

Abandone la investigación.

Una retirada a tiempo es la mejor victoria

Metió el pergamino y el sobre en una bolsita de plástico de las que utilizaba para congelar alimentos y llamó al Laboratorio Central de Criminalística de la Guardia Civil para que fueran a recogerla. No se trataba de una convocatoria de la junta de vecinos. Luego inspeccionó palmo a palmo el apartamento. Todo permanecía en orden. Conectó el módem USB a su iBook G4 y accedió al megaordenador Duque de Ahumada. Revisó los archivos que contenían información de los asesinatos cometidos en los últimos veinticinco años, y en ninguno el sicario se parecía al tipo que había entrado en el hotel Villamagna y asesinado a Osvaldo Sousa y René Chénier. Cerró el ordenador y lo guardó en su funda. Poco después llamaron a la puerta. Por la mirilla observó a dos compañeros de la Guardia Civil. Les abrió y se identificaron como miembros del Gabinete de Criminalística. Acudían a recoger el sobre y el pergamino. Les entregó la bolsita y les apremió para que del laboratorio le pasaran el informe lo antes posible. Los guardias civiles asintieron. Aurora cerró la puerta y deslizó el fiador. Había anochecido y estaba cansada. Había tenido un día muy agitado. Se desnudó y se metió en la cama. Antes de apagar la luz de la lamparita de noche metió una bala en la recámara de su Browning y la colocó al alcance de su mano.