II

Praga

Viernes, 18 de enero de 1585

EL informe del marrano o judío converso había puesto en alerta a Bernardino de Mendoza, superintendente general de Inteligencia y Secretos. Desde su despacho de la Cancillería de España en París coordinaba la mayor red de espionaje del mundo, y nada escapaba a su control y tutela en nombre del Rey. El informe de su agente resultaba perturbador. La confesión del alquimista tenía fundamento. En la judería de Praga se daba por cierta la existencia del Libro de Dios y, según confidencias, se guardaba en la sinagoga Altneu. Bernardino de Mendoza suspiró preocupado, abrió un cajón de la mesa, cogió una hoja de papel y leyó los tres nombres que había escrito un mes y medio antes en su celda del monasterio de San Lorenzo de El Escorial: los agentes a quienes había encomendado robar el libro.

Lucas de Allende, capitán de los Tercios de Flandes y experto en operaciones de inteligencia, estaba al mando de la misión. Le secundaban Domingo de Aranda, soldado de infantería que había servido a las órdenes de Bernardino de Mendoza en Orán, y Martín de Ayala, bregado en cien batallas junto al duque de Alba en los Países Bajos y experto cerrajero capaz de abrir con destreza cualquier cierre por complicado que fuese. Los tres habían llegado a Praga por separado y reunido en una fonda de mercaderes de la Ciudad Pequeña, a orillas del Moldava y próxima al puente de Piedra. Protegidos por el anonimato entre comerciantes de diferentes nacionalidades, pergeñaron un plan para culminar con éxito su misión. Durante días habían vigilado la sinagoga Altneu y sus calles adyacentes, los horarios del rabino y los itinerarios que seguía, las horas de menor afluencia de fieles, las vías de escape, y estudiaron con detenimiento la puerta y las ventanas de la sinagoga, los puntos más vulnerables del edificio.

Habían decidido robar el libro la noche del sabbat, amparados en la fiesta que prohibía a los judíos realizar cualquier trabajo físico. Los tres agentes de Bernardino de Mendoza observaron que los hebreos seguían a rajatabla las indicaciones del Shemoth o Éxodo (XX, 9 - 11): «Seis días trabajarás y en ellos harás todas tus faenas; pero el séptimo descansarás en honor del Señor, tu Dios. No harás trabajo alguno (…) porque en seis días hizo el Señor los cielos y la tierra, el mar y cuanto hay en ellos, y el séptimo descansó. Por ello bendijo el Señor el día del sábado y lo santificó». Sólo la oración y el reposo estaban permitidos. Los judíos se regían por una lista, confeccionada en época talmúdica, que recogía las treinta y nueve actividades prohibidas, derivadas de los trabajos para la construcción del Templo de Salomón. Durante el sabbat tenían prohibido trabajar, manejar dinero, encender fuego, cocinar, entregarse al placer conyugal o curar una herida.

La puesta de sol del viernes marcaba el inicio del sabbat. Los agentes de Bernardino de Mendoza se ocultaron en la penumbra de un portal cercano a la sinagoga Altneu. A medida que el sol declinaba sobre las techumbres, los comercios y talleres cerraban sus puertas y las calles quedaban desiertas. Ni siquiera había luz en las casas porque la prohibición de encender fuego se extendía a las lámparas de aceite y velas. Sólo los judíos más previsores prendían velones antes del comienzo del sabbat. Las farolas de las calles, alimentadas con teas, tampoco alumbraban como el resto de las noches. La oscuridad se convertía en su aliado. Confiaban en robar el libro, compuesto por tres láminas de oro, y desaparecer antes del alba del sábado. Al despuntar el día, los fieles acudirían a la sinagoga para leer la parashah, la parte de la Tora que correspondía a la semana en curso, y quizá descubrirían el robo.

Lucas de Allende observó la calle. Un claro de luna perfilaba la silueta de la sinagoga Altneu. A través de sus vidrieras se percibía el leve resplandor de la ner tamid, la lamparilla que ardía ante el tabernáculo de manera permanente en recuerdo de la luz eterna del Templo de Salomón. Oyó el chirriar lejano y sordo de la puerta al abrirse y vio al rabino abandonar apresurado el edificio. Como todos los judíos, estaba obligado a respetar las leyes del sabbat. Lucas de Allende esperó a que se alejara, desenfundó su pistola de llave de chispa y ordenó avanzar a sus hombres por turnos, despacio, atentos al menor ruido y a la presencia de extraños. Se desplegaron en los aledaños de la sinagoga, para controlar todos los accesos, y comprobaron que el lugar fuese seguro.

Pasados unos minutos Martín de Ayala cruzó a la carrera la explanada que le separaba de la puerta de entrada al templo y se mantuvo agazapado a la espera. Sus compañeros cerraron el círculo y tomaron posiciones para vigilar las bocacalles. Nadie perturbaba la paz del día sagrado de los judíos. Domingo de Aranda ahuecó las manos alrededor de la boca y emitió un profundo y breve uuu-ju…, uuu-ju…, uuu-ju…, la voz del búho real que habían acordado como señal. Martín de Ayala se desabrochó el chaquetón de piel, sujetó su pistola al cincho y sacó un hatillo repleto de llaves, ganzúas, agujas, palanquetas, limas, barrenas de distinto calibre, una navajita y un berbiquí. Se echó el aliento en las yemas de los dedos, para mitigar el frío y recuperar la sensibilidad, e inspeccionó la cerradura. Nada complicado, como había previsto. Cogió una ganzúa del tamaño apropiado, hurgó con maestría en el ojo del cierre y deslizó el pasador. Guardó las herramientas en el hatillo, cogió aire y emitió la ululación del búho real para reclamar la presencia de sus compañeros. Al oír la señal corrieron a su lado. Martín de Ayala empujó la puerta y entraron en la sinagoga. Luego volvió a cerrarla.

Domingo de Aranda, cumpliendo las órdenes del capitán, vigilaba la entrada. A través de una mirilla de latón en forma de menorá, el candelabro sagrado de siete brazos, atisbaba la calle. Lucas de Allende y Martín de Ayala prendieron unas velas para alumbrarse. Desconocían dónde escondía el rabino el Libro de Dios y cruzaron miradas de preocupación. Registrar el edificio palmo a palmo les llevaría más tiempo del que disponían.

—Mi capitán —le reclamó Domingo de Aranda en voz baja, sin perder de vista la calle.

Lucas de Allende se acercó hasta la posición de vigilancia de su compañero.

—Decidme.

—Durante mi servicio en Orán —expuso Domingo de Aranda—, entré en contacto con los judíos exiliados de Mallorca, tras la conquista de las Pitiusas por los reyes de la Corona de Aragón…

—Conozco vuestra hoja de servicios —le interrumpió Lucas de Allende con indiferencia—. ¿A qué viene eso ahora?

—Si los judíos de Praga —argumentó Domingo de Aranda— se rigen por las mismas leyes y costumbres que los mallorquines, los libros más sagrados los guardan y recitan en la tebah y la bimah.

—¿El arca santa de los rollos de la Tora y el pupitre de lectura?

—Sí, señor.

—Empecemos por ahí.

Domingo de Aranda permaneció junto a la puerta con un ojo pegado a la mirilla. Lucas de Allende inspeccionó la bimah, la mesa o tribuna que servía para leer la Tora, y encontró unas tefillin o filacterias, las estrechas tiras de cuero con fragmentos de pergamino y pasajes sagrados que los judíos se ataban a la cabeza y al brazo izquierdo durante la oración de la mañana. Martín de Ayala se encargó de la tebah, el arca sagrada orientada hacia Jerusalén. Una especie de armario rectangular colocado en posición vertical y dividido en tres compartimentos cerrados por puertecitas de madera de ébano decoradas con versículos de la Tora en letras de pan de oro. Abrió las puertas del estante superior, sin ninguna dificultad, pues carecían de cerradero. Contenía cuatro rollos de la Tora que posó sobre la tarima del tabernáculo. Los liberó de su tig o estuche protector, retiró las mitpahot o telas de lino y los desenrolló para inspeccionarlos. Luego abrió el compartimento del medio. Guardaba varias copias del Talmud de Jerusalén, los libros sagrados que recopilaban la tradición oral de los hebreos. Por último, registró el tercer estante. Al igual que los anteriores carecía de cierre y estaba repleto de libros: volúmenes del Sefer ba-Zobar, una obra cabalística que intentaba describir la vida interior de la divinidad y el destino del ser humano. Martín de Ayala resopló y cabeceó resignado.

—Nada, señor —dijo ante la mirada atónita de Lucas de Allende.

—¿Quién guardaría oro —reflexionó el capitán— en un arca carente de pestillos o candados? Busquemos en otro lado.

—El mejor cerrojo —opuso Martín de Ayala, buen conocedor de la materia— permanece invisible al ojo.

—¡Explicaos! —le ordenó Lucas de Allende nervioso.

—Algunos muebles —determinó convencido— albergan compartimentos secretos.

—Razón tenéis —asintió Lucas de Allende—. Registrad a fondo la tebah.

Martín de Ayala golpeó con los nudillos las paredes del armario para descubrir espacios huecos. Luego inspeccionó los compartimentos. Pasó las yemas de los dedos por los ángulos y la base. En el tercer estante, el más bajo, observó una leve imperfección de la madera. Acercó la llama de la vela. Un listón sobresalía poco menos de un milímetro. Comparó la disposición y anclaje con los de los otros estantes. El carpintero que confeccionó el arca había pulido y encerado las tablas con tal maestría que apenas se percibían las juntas de las uniones.

—Aquí hay algo, capitán —susurró.

Lucas de Allende miró perplejo el interior del compartimento.

—¿Estáis seguro?

—El ebanista que ensambló las tablas —señaló— lo hizo con tanta delicadeza y oficio que la base parece una sola pieza de madera.

—Proceded —gruñó Lucas de Allende, apremiado por el tiempo transcurrido.

Martín de Ayala extrajo de su hatillo de herramientas el berbiquí, le colocó la barrena más fina de que disponía y perforó la junta a la altura del desnivel. Luego introdujo por el agujero un pedacito de alambre, lo empujó hasta el fondo, presionó para doblar la punta y tiró con suavidad hacia arriba. La tabla cedió lo suficiente para insertar una palanqueta y levantarla. A la escasa luz de la vela, oculto en un doble fondo, se adivinaba un pedazo de tela.

—Daos prisa —dijo Lucas de Allende impaciente.

Martín de Ayala retiró el resto de las tablas sin dificultad, y dejó al descubierto un compartimento secreto que escondía tres fardelejos de seda roja atados con una cinta del mismo tejido y color. Lucas de Allende cogió uno. Notó el peso del metal, lo desenvolvió y observó asombrado el brillo del oro en la palma de su mano. Repitió la operación con los otros dos y contempló estupefacto las tres láminas de oro que componían el Libro de Dios. Tres láminas de quince centímetros de largo por diez de ancho y medio de grosor, grabadas con letras del alefato y símbolos cabalísticos y geométricos que componían una jerigonza indescifrable.

—Viene alguien —alertó Domingo de Aranda desde la puerta.

El rabino, sirviéndose de un candil de aceite, caminaba apresurado hacia la sinagoga contraviniendo las prohibiciones del sabbat.

—Ocultémonos —ordenó el capitán Lucas de Allende, y sopló las velas para apagarlas.

Los tres agentes se escondieron en diferentes posiciones. Domingo de Aranda permaneció tras una celosía que separaba la sala de la asamblea del vestíbulo, Lucas de Allende encontró refugio en los bancos reservados para las mujeres y Martín de Ayala en el hueco de una hornacina que almacenaba las oofarot o trompetas utilizadas en las ceremonias del Año Nuevo. El capitán les indicó con gestos que mantuvieran las pistolas de chispa enfundadas. Un disparo resonaría en la quietud de la noche como un trueno y alborotaría a la comunidad.

El rabino introdujo una llave en la cerradura y abrió. Guiado por la luz del candil se dirigió a la bimah. Había olvidado las filacterias y las necesitaba para los rezos matutinos del sabbat. Cogió las tiras de cuero. Estaban revueltas y anudadas de forma caótica. Maldijo el contratiempo. Las filacterias, según las leyes judías, debían anudarse de una manera precisa para conferirles poderes de unión con la divinidad. El resto de ataduras se consideraba una blasfemia. Recordó a Abraham Abulafia y su Teoría de los nudos y sintió un escalofrío intenso. Los nudos o kesber atenazaban el cuerpo e impedían alcanzar la espiritualidad. Debían desenredarse para lograr la plenitud de espíritu y permitir volar al alma. El rabino se secó el sudor de la frente con un pañuelo de hilo. ¿Quién había cometido semejante tropelía? Había sido el último en abandonar la sinagoga y recordaba haber dejado las filacterias extendidas sobre la bimah. Alzó el candil, para esparcir la escasa luz que emanaba a su alrededor, y observó azorado el arca sagrada con las puertas abiertas, los rollos de la Tora esparcidos sobre la tarima, junto a los volúmenes del Talmud de Jerusalén y el Sefer ha-Zobar.

Baruch hashem Adonai![5] —susurró.

Se acercó alterado a la tebab y descubrió que su doble fondo había sido violentado. Los latidos del corazón se desbocaron en su pecho como si Azazel, el demonio del desierto que citaba el Vayikrá o Levítico, se le hubiese aparecido en carne y hueso. Masculló unas palabras incomprensibles, invocó a Yahvé y se aprestó a salir para dar la voz de alarma. Avanzó a paso ligero hacia la puerta, tiró de la manija para abrirla, y Domingo de Aranda salió de detrás de la celosía armado de un marrillo. Le golpeó en la nuca y el rabino se desplomó sin sentido.

—¿Quién es? —preguntó Lucas de Allende de pie junto al cuerpo.

—El rabí de la sinagoga —respondió Domingo de Aranda, que se había encargado de seguirle y estudiar su rutina—, Jehuda Low ben Bezazel.

—¿Qué hacemos, señor? —bufó Martín de Ayala.

—No permanecerá inconsciente mucho tiempo —aventuró Lucas de Allende—. Unos quince o veinte minutos —elucubró—. Es un hombre fuerte.

—Matémosle —sugirió Domingo de Aranda.

—Eso empeoraría la situación —arguyó Lucas de Allende—. ¡Atadle de pies y manos y amordazadle! Ganaremos unas horas hasta que descubran el robo.

Martín de Ayala cogió las filacterias y ató al rabino de pies y manos. Domingo de Aranda se desanudó el pañuelo que llevaba al cuello y le amordazó para evitar que gritara y pidiera auxilio al recobrar la conciencia. Mientras, Lucas de Allende envolvió las láminas de oro del Libro de Dios en sus telas protectoras de seda roja y anudó las cintas.

—Debemos marcharnos —dijo—. El tiempo juega en nuestra contra. —Se guardó una de las láminas y entregó las otras dos a sus hombres—. Seguid las instrucciones, tomad los caminos acordados y recordad que al llegar a Madrid debéis entregarlas al superintendente Bernardino de Mendoza en persona. Nadie más debe saber de nuestra misión y de este misterioso libro. ¡Cumplid vuestras órdenes, soldados!

—¡Sí, señor! —respondieron al unísono.

Lucas de Allende extendió el brazo derecho a la altura de su cintura, con la palma de la mano hacia abajo, y Domingo de Aranda y Martín de Ayala colocaron las suyas encima.

—¡Por Dios, España y el Rey! —pronunció Lucas de Allende alzando la voz por primera vez.

Ad astra per aspera![6] —respondieron Domingo de Aranda y Martín de Ayala.

—Saldremos a intervalos —propuso Lucas de Allende.

Domingo de Aranda miró a través de la mirilla. La calle estaba desierta y en silencio. Asintió con un gesto y Martín de Ayala liberó el pestillo de la cerradura y abrió la puerta.

—Vos primero, capitán —dijo.

—Que Dios os acompañe, caballeros —se despidió Lucas de Allende.

—Suerte, señor —le deseó Domingo de Aranda, y le vieron desaparecer engullido por la oscuridad de la noche.

—Espero reencontraros en Madrid —dijo Domingo de Aranda a su compañero—. Cuando esto termine debemos celebrarlo con unos vasos de vino.

—¿Conocéis la taberna del Traganiños, en la calle Tudescos? —inquirió Martín de Ayala.

—¡Y quién no! —exclamó—. En la trastienda una escuela de pícaros enseña con un arnequín a sustraer la cica.

—Dejad aviso y me reuniré con vos.

Domingo de Aranda salió de la sinagoga y se perdió en las calles del barrio judío. Martín de Ayala sacó una ganzúa de su hatillo de herramientas, cerró la puerta del templo y desapareció en la noche al igual que sus compañeros.