Capítulo 2
La Comandancia de la Guardia Civil de Toledo quedaba extramuros de la ciudad vieja, cerca del río Tajo y del hospital de la Virgen de la Salud. La teniente Aurora Santillana aparcó su Mégane Coupé en batería, descendió del vehículo y se encaminó hacia la puerta de acceso. Vestía de paisano, con chaqueta de lana y pantalón tejano, y presentó su TIP[1] al guardia de la entrada. Le preguntó por el despacho del comandante y él le indicó que subiera al primer piso. Dejó su credencial visible en el bolsillo superior de la chaqueta, subió un tramo de escaleras y recorrió un largo pasillo. Un rótulo en la pared le indicó el lugar. Entreabrió un poco la puerta y solicitó autorización para entrar.
—¿Da su permiso, mi comandante?
—Pase…, pase… —dijo Alberto Contreras, de uniforme y sentado frente a una mesa repleta de papeles y carpetas.
—Se presenta la teniente Aurora Santillana, señor —dijo, y se cuadró marcial.
—Siéntese, por favor —le ofreció, y se levantó para saludarla de manera cordial, sin ceñirse al protocolo militar—. ¿Se ha instalado ya?
—Todavía no, señor. Acabo de llegar de Madrid.
—He ordenado —dijo el comandante— acondicionarle una habitación en la zona del personal transeúnte. Espero que esté cómoda durante su estancia entre nosotros.
—Pasaré poco tiempo en el cuartel —afirmó la teniente Santillana. Sacó un sobre del bolsillo interior de la chaqueta y se lo entregó—. Le agradecería que me pusiera al corriente lo antes posible.
El comandante Alberto Contreras leyó la orden emitida por la Subdirección General de Operaciones para que la teniente Aurora Santillana, de la Unidad Central Operativa, adscrita al Departamento de Investigación Criminal, se desplazara a Toledo y se pusiera a su disposición.
—Todo en regla —asintió el comandante tras leer la orden. Cogió una carpeta de encima de la mesa y se la dio—. Contiene el informe preliminar que redactó la Guardia Civil antes del dictamen forense, y el resultado de la inspección del Grupo de Criminalística tras procesar la escena. He solicitado la intervención de la UCO porque el asesinato tiene derivaciones internacionales.
—¿Podría hacerme un resumen? —le pidió la teniente a la vista del voluminoso informe.
—Recibimos una llamada del gerente del hotel Paraíso —relató el comandante Contreras— para denunciar la aparición de un cadáver. La encargada de la limpieza encontró a un hombre, cuya descripción y fotografías contiene el informe, muerto sobre la cama. A primera vista parecía un fallecimiento por causas naturales. Algo repentino. Estaba vestido y mantenía los zapatos puestos. Se avisó al juez y al forense y se procedió al levantamiento del cuerpo.
—¿Un extranjero?
—Eso parece —dijo el comandante—. Se registró como Abraham Benari, de nacionalidad israelí. Aunque todavía no hemos acreditado su identidad.
—¿Carecía de pasaporte?
—Déjeme que le explique —solicitó el comandante, e hizo un gesto para rogarle paciencia—. Durante la inspección ocular los agentes no hallaron nada revuelto, el cadáver no presentaba signos de violencia, sus objetos personales, ropa y artículos de higiene permanecían intactos, salvo el pasaporte y los posibles documentos acreditativos que portara: tarjetas de crédito, cheques de viaje, permiso de conducir, tarjeta sanitaria…
—¿Dinero?
—Ni un céntimo —dijo—. Sospechamos de un robo perpetrado por algún empleado del hotel que aprovechara la circunstancia de la muerte natural del huésped.
—Un listillo que habría sacado partido de la situación.
—Al principio —argumentó el comandante Contreras— nada indicaba que fuese un asesinato y varios empleados disponen de llaves maestras.
—El forense emitió su dictamen —predijo la teniente Santillana— y el caso dio un giro de ciento ochenta grados.
—Eso es —confirmó, y le tendió una segunda carpeta con el informe del Instituto de Medicina Legal—. Léalo con calma —le recomendó—, no tiene desperdicio.
—¿Cotejaron sus huellas dactilares en nuestros archivos?
—Sí —dijo—. No estaba fichado. Hemos remitido la dactiloscopia a la Interpol israelí y solicitado su colaboración para confirmar la identidad de la víctima y localizar a sus familiares. Cuando obtengamos respuesta se lo comunicaré.
—Gracias, mi comandante.
—Cualquier cosa que precise —se ofreció—, no dude en acudir a mí. Este caso ha revolucionado a la ciudad. Las autoridades civiles me presionan para que esclarezcamos el asunto cuanto antes. Toledo vive del turismo y una buena imagen es fundamental.
—Trabajaré —dijo la teniente Santillana— en colaboración con mis compañeros de la Unidad Central Operativa. Espero no incordiarle demasiado, mi comandante.
—Manténgame informado —le ordenó, y se levantó para despedirla—. Pediré a un agente que la acompañe a su habitación.
La teniente Santillana asintió y abandonó el despacho. Regresó al Mégane Coupé y retiró su equipaje: una maleta repleta de mudas de ropa, pantalones, camisas y jerséis, una bolsa de tela con un abrigo tres cuartos y una chaqueta de cuero negra, otra bolsa de plástico con varios pares de zapatos y una cartera de mano con un ordenador portátil.
Un compañero la condujo hasta su alojamiento. Una alcoba de paredes desnudas, equipada con una cama individual, calefacción de radiador, una mesita de noche, un armario de puertas correderas y perchas de plástico, y un baño independiente con ducha de plato, váter, lavabo y espejo. Corrió las cortinas de su única ventana. La habitación tenía unas magníficas vistas al aparcamiento.
Estacionar en el casco histórico de Toledo resultaba desesperante: calles estrechas, algunas peatonales, y todas regidas por el sistema ORA[2]. Julián Castilla dio algunas vueltas infructuosas y decidió alejarse y dejar su Opel Insignia un poco más abajo de la plaza de Zocodover, en el aparcamiento subterráneo del Miradero. Preguntó a un peatón por la calle de la Trinidad y le indicó que caminara en dirección a la catedral. Recorrió callejuelas repletas de bares, restaurantes y asadores, tiendas de recuerdos turísticos, de imaginería, espaderías y cuchillerías, talleres de damasquinado y obradores de mazapán, y desembocó en la parte trasera de la catedral cuyas dimensiones la situaban entre los templos más grandes de la cristiandad. Avanzó un poco y encontró la calle de la Trinidad, estrecha, en fuerte pendiente y flanqueada por edificios de estilo castellano y balcones de forja. Buscó el número 8, la sede de la Consejería de Cultura, Turismo y Artesanía de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, y se detuvo ante una portada de ladrillo y piedra enmarcada por dos columnas de fuste liso y un arco blasonado con la flor de lis. Empujó la puerta de madera claveteada y entró. El vigilante jurado inspeccionó su carné de prensa, comprobó que su nombre y apellidos figuraban en la lista de citas diarias y efectuó una llamada telefónica. Luego le entregó una identificación interna, le pidió que la llevara visible y le indicó que subiera a la primera planta. La secretaria de Juan Alanos, director general de Patrimonio Cultural y Museos, le esperaba para conducirle al despacho de su jefe.
—Bienvenido a Toledo —le recibió Juan Álanos—. ¿Le apetece un café? Hace un frío que pela.
—Con un poco de leche, por favor.
Tomó asiento. Juan Álanos pidió a su secretaria dos cafés con leche y atendió una llamada telefónica que retenía en espera. Pasados unos minutos, la secretaria regresó con los cafés en dos vasitos de plástico.
—Según me comentó —dijo Juan Álanos después de colgar, apremiado por miles de asuntos—, está interesado en el trabajo de Clara Letamendi para esta consejería.
—He sabido —dijo Julián Castilla— que buscaba obras de arte.
—Del presupuesto de la Consejería de Cultura —expuso el director general de Patrimonio— se destina una partida a la adquisición de bienes relacionados con nuestra Comunidad Autónoma. Clara Letamendi rastreaba en los mercados nacionales e internacionales obras de pintores que trabajaron en Toledo durante los siglos XVI y XVII.
—¿Con qué finalidad?
—Adquirirlas y depositarlas en nuestros museos para ampliar sus colecciones.
—¿Puede concretar?
—Muchos historiadores —le complació— consideran la pintura del Greco propia de una ciudad decadente y arruinada, sin tener presente que durante la segunda mitad del siglo XVI Toledo vivió su época de mayor esplendor cultural.
—El auge de Toledo —le contradijo Julián Castilla— se produjo en los siglos XII y XIII, en plena efervescencia de la Escuela de Traductores.
—Me refería —señaló Juan Alanos— sólo a la pintura.
—Comprendo.
—Toledo —continuó Juan Alanos— reunió en el siglo XVI a la flor y nata de la cultura. En sus calles coincidieron El Greco, Cervantes, Lope de Vega, Góngora, Santa Teresa, San Juan de la Cruz… Las industrias toledanas exportaban sus productos a Europa y los alfares, orfebres, tejedores, herreros, armeros, miniaturistas e impresores tenían en Toledo los gremios artesanales más importantes de la Península.
—Corría el dinero —dijo Julián Castilla— y la pintura se benefició de la bonanza económica.
—Sin olvidar —apuntó— la importancia de la universidad y los colegios y estudios instalados en diferentes conventos. En aquellos tiempos se alzaron el hospital de Tavera, el sagrario y ochavo de la catedral, el Ayuntamiento, la iglesia de San Juan Bautista, Zocodover y numerosos palacios y patios.
—¿Qué pintores le interesaban?
—Luis de Velasco, Pedro de Orrente, Blas del Prado —desgranó Juan Álanos de memoria—, Luis de Carvajal, Juan Correa, Pedro Berruguete, Antonio del Rincón y El Greco, por supuesto.
—Autores de primera línea —meditó Julián Castilla en voz alta—. Poco frecuentes en los mercados de arte y subastas.
—Nadie —sonrió Juan Álanos— ha dicho que el encargo fuese fácil.
—¿Localizó Clara Letamendi algún cuadro? ¿Efectuó alguna compra?
—Pasó un informe —admitió el director general de Patrimonio— para la adquisición de un San Juan Bautista del Greco de la colección privada de un broker neoyorquino.
—¿Un sujeto en apuros económicos?
—El hombre —convino Juan Álanos— pertenecía al círculo empresarial de Bernard Madoff, quebró y estaba dispuesto a venderlo para salir a flote. En esas negociaciones andaba Clara Letamendi hasta su muerte.
—¿Hizo una tasación del lienzo? —preguntó, con la intención de hallar un móvil a su asesinato.
—Me aconsejó pagar entre ochocientos mil y un millón de euros.
—Un valor escaso —reflexionó Julián Castilla— para una obra del Greco.
—Los precios —le rebatió Juan Álanos—, según me explicó Clara Letamendi, se fijan según los vaivenes del mercado, y al parecer los cuadros del Greco han caído en picado. En abril de 2007 Christie’s de Nueva York sacó a subasta El soplón, un retrato de 1570 pintado en Roma, del que se conocen dos versiones: una en la Galería de los Uffizi y otra en el Palacio Real de Génova. El precio de salida se estipuló en cuatro millones de euros y tuvieron que retirarlo ante la falta de pujas.
—¿Puede facilitarme el nombre del vendedor?
—Lo siento —cabeceó Juan Álanos—. Intento colaborar al máximo, pero me pide un dato confidencial y tengo que negárselo. Espero que lo comprenda. Seguimos negociando y la publicidad perjudicaría nuestros intereses.
—En periodismo —alegó Julián Castilla para justificarse— nunca hay preguntas indiscretas. Tenía que intentarlo.
Juan Álanos sonrió y le acompañó a la puerta. Se despidieron y Julián escuchó los tres tañidos de una campana lejana. Se le había hecho tarde. Aprovecharía para almorzar y transcribir a su libreta un montón de notas. Clara Letamendi vivía sumergida en un mundo de ambiciones, envidias y traiciones. El mercado del arte movía miles de millones de euros y muchas manos pugnaban por hacerse con un pellizco.
La teniente Aurora Santillana deshizo su maleta y colgó la ropa en las perchas de plástico del armario. Luego enchufó su ordenador iBook G4 de 15 pulgadas a la red eléctrica, le conectó un módem USB y lo dejó en stand by encima de la mesita de noche. Miró la pantalla de su iPhone 3 GS y vio que tenía un mensaje de sus padres en el buzón de voz. Lo escuchó. Su padre se interesaba por su salud y su madre bromeaba sobre la posibilidad de que se hubiese fugado con un novio. Hacía dos semanas que no hablaba con ellos y la embargó un sentimiento de culpa. Ni siquiera disponía de tiempo para ocuparse de su familia. Su trabajo la absorbía por completo. A sus padres les habría gustado verla casada, disfrutar de unos nietos y tenerla cerca. Pero los planes de futuro que soñaban para su hija se trocaron al ingresar en la carrera militar. Nunca les había presentado a un novio formal. Los hombres huían de su lado al decirles que pertenecía a la Guardia Civil. Sentía envidia de sus amigas de colegio, casadas, con hijos y una vida familiar estable. «Vas a quedarte para vestir santos», la amonestaba cada cumpleaños su madre, sin comprender qué pintaba una mujer en un mundo de hombres. A sus treinta y ocho años todavía conservaba un buen físico, aunque las primeras arrugas dibujaban diminutos surcos en la comisura de sus ojos.
Se quitó sus Panama Jack y la cartuchera, con su Browning Forty Nine del calibre 9 milímetros Parabellum, cargador de dieciséis proyectiles y poco más de setecientos gramos de peso, apartó el edredón nórdico y se tumbó en la cama para leer los informes que le había facilitado el comandante.
El relato del forense ocupaba varias páginas. La mayoría mostraban ilustraciones explicativas del procedimiento seguido, de las marcas sospechosas halladas en el cuerpo y de la situación de la víctima en el escenario. Los microhematomas post mortem coincidían con la posición del cadáver y el forense determinaba que el cuerpo no había sido movido. La hora de la muerte se establecía alrededor de las doce y media de la mañana.
En otras páginas figuraban los distintos parámetros de los análisis realizados, su evaluación técnica y conclusiones. Pasó los folios y buscó el resumen final del dictamen. La víctima, sin indicios aparentes de muerte violenta ni resistencia a la agresión, había fallecido a causa de un colapso cardíaco producido por un émbolo inyectado en la arteria humeral, a la altura del borde del pliegue del codo. Un punto próximo a la división de la arteria humeral en las dos ramas terminales de las arterias radial y cubital. Se miró el brazo para situar con precisión el lugar. Para inyectarle una burbuja de aire en el brazo alguien había inmovilizado a la víctima. Como mínimo, pensó, participaron dos personas en la comisión del asesinato.
Cogió la segunda carpeta: el informe elaborado por sus compañeros del Grupo de Criminalística de la Guardia Civil. El primer folio especificaba las características de la víctima: un hombre de rasgos caucásicos, de unos sesenta años de edad, pelo castaño aunque con abundantes canas, complexión física normal y manos cuidadas sometidas a manicura. El último dato descartaba un montón de profesiones. Según constaba en el registro de huéspedes del hotel se llamaba Abraham Benari, de nacionalidad israelí, aunque esta identificación, como advertía una nota, estaba sujeta a la comprobación por parte de la Interpol.
La siguiente página mostraba una buena colección de fotografías de la víctima tomadas desde todos los ángulos, en planos medios, cortos y primeros. Estaba tendida sobre la cama y el cobertor y las sábanas, en orden, indicaban que había sufrido una muerte dulce, sin oponer resistencia a los agresores. Seguramente se desplomó a causa del colapso cardíaco. Diversos objetos y espacios fueron sometidos al test del luminol, para detectar restos de sangre imperceptibles a simple vista, y dieron un resultado negativo. Otro factor que descartaba el empleo de la violencia activa.
La inspección de la cerradura de la puerta de acceso a la habitación ponía de manifiesto pequeños arañazos en los pitones, fruto de la utilización de una ganzúa eléctrica para abrirla. Una herramienta fácil de adquirir a través de los muchos catálogos de Internet que las ofertaban. Intentó imaginarse la escena. Dos hombres o más abrieron de golpe la puerta, se abalanzaron sobre la víctima, la inmovilizaron, quizá con algún fármaco anestesiante por inhalación, y le inyectaron una burbuja de aire en la arteria para simular una muerte natural. De producirse así, tenían fijado su objetivo de antemano. Su reconstrucción mental de los hechos le parecía poco convincente y pensó en otra posibilidad más factible. Los asesinos entraron en la habitación y esperaron la llegada de Abraham Benari. Al abrir la puerta le atacaron por sorpresa, le inmovilizaron e interrogaron sobre algún asunto de su interés. El hombre se negó a responder o por el contrario largó de plano, y finalmente le mataron para quitárselo de en medio y evitarse problemas. En ambos casos el modus operandi descartaba el ajuste de cuentas perpetrado por sicarios llegados de países del Tercer Mundo. El asesino material encajaba en el perfil de un cirujano o un torturador, una persona con amplios conocimientos médicos y anatómicos.
El estudio dactiloscópico de la escena del crimen reproducía las huellas de la víctima y otras muchas halladas en la habitación. La mayoría correspondían a Abraham Benari y el resto a empleados del hotel. Se les había citado en la Comandancia e interrogado por separado para descartar su participación. El noventa por ciento tenían coartada para la franja horaria en que el forense situaba la muerte de Abraham Benari y el resto figuraban entre las personas de confianza de los dueños del establecimiento. Tras investigar su vida personal y antecedentes penales, el informe concluía que ninguno resultaba sospechoso.
La única huella del asesino la aportaba el laboratorio de genética. Tres páginas mostraban gráficos de los alelos del ADN de Abraham Benari comparados con otra muestra de ADN obtenida de una colilla de Dunhill International. Sus compañeros de criminalística habían desmontado todos los conductos de evacuación de aguas de la habitación para rastrear posibles pistas y en el sifón del váter descubrieron la colilla. Extrajeron una muestra de ADN y procedieron a compararla con el ADN de la víctima. El resultado dio negativo. Pertenecían a individuos diferentes. Por otra parte, los análisis de sangre, de mucosa gástrica y pulmonar de Abraham Benari no mostraban restos de nicotina y le descartaban como fumador activo. Se interrogó a los empleados del hotel y ninguno consumía cigarrillos de dicha marca.
Cabeceó y reconstruyó la escena con los nuevos datos. Después de matar a Abraham Benari los asesinos permanecieron un rato en la habitación. Alguien se fumó un cigarrillo para calmar los nervios, arrojó la colilla al váter y tiró de la cadena para deshacerse de ella sin contar con que los filtros flotaban en el agua. La teniente Santillana se sentó en el borde de la cama, cogió su ordenador, entró en Internet y buscó la página web de la marca Dunhill International. La fabricaba la British American Tobacco y los cigarrillos se vendían en un paquete cuadrado de color rojo.
Desconocía el móvil pero excluía el robo. Sus asesinos se llevaron el dinero, las tarjetas de crédito, el pasaporte y el resto de documentos sólo para confundir a los investigadores. En sus veinte años de servicio en el Departamento de Investigación Criminal de la Unidad Central Operativa jamás unos ladrones habían matado a su víctima y simulado una muerte natural. Se enfrentaba a criminales altamente cualificados, a individuos formados en algún cuerpo de elite del ejército, la inteligencia o las fuerzas especiales. Suspiró preocupada. El caso se complicaba. Le ocuparía más tiempo del previsto.
El comandante le había asegurado que cotejaron las huellas de Abraham Benari en sus archivos sin hallar nada. Desconfió de la búsqueda de sus compañeros, poco habituados a enfrentarse a crímenes de delincuencia especializada. Tecleó el ordenador y entró en el sistema Duque de Ahumada, título que ostentaba Francisco Javier Girón y Ezpeleta, cofundador de la Benemérita, y que recibía una gran base de datos instalada en el edificio de la Dirección General de Guardia Civil de Madrid. Accedió con su código al archivo BASETER, que almacenaba la información de personas sospechosas de estar relacionadas con el terrorismo nacional e internacional, y chequeó el nombre y las huellas de Abraham Benari sin obtener ningún resultado. Su posible nacionalidad israelí le había llevado a sospechar que pudiera tratarse de un asunto de terrorismo.
Luego accedió al CODIS[3], una base de datos con millones de muestras de ADN recopiladas por la Guardia Civil en distintos escenarios, y ninguna coincidía con la muestra extraída de la colilla de Dunhill International. Siguió la búsqueda por el megaordenador Duque de Ahumada y comprobó casos similares acaecidos en España los últimos diez años. Las escasas muertes por émbolo venoso que registraba el fichero se produjeron en intervenciones quirúrgicas con circulación extracorpórea.
Por último, cambió su código de acceso y penetró en la BSDN[4], una base de datos de utilización conjunta de los distintos servicios de policía: Guardia Civil, Policía Nacional, policías autonómicas, y todos los cuerpos y fuerzas de seguridad de los países acogidos al Acuerdo de Schengen. Su búsqueda también resultó estéril. Abraham Benari no aparecía en ningún archivo. Permaneció frente a su ordenador personal e introdujo los datos esenciales del informe forense y de criminalística, y una serie de anotaciones personales. Al terminar lo desconectó, cogió su iPhone 3 GS y registró una serie de teléfonos relacionados con el caso por si en algún momento los necesitaba: el número de la Comandancia, el personal del comandante Contreras, el del hotel Paraíso y el del Instituto de Medicina Legal de Ciudad Real y Toledo.
Estaba cerca del restaurante Adolfo, de acreditada fama en Toledo por la calidad de sus viandas y bodega, y decidió regalarse una deliciosa comida. Se la había ganado. Siguió la calle Hombre de Palo, repleta de tiendas con estatuas de Don Quijote y Sancho Panza, y pronto encontró el edificio que albergaba el restaurante. Accedió al interior, a través de un vestíbulo de estucos venecianos, y el mâitre le acomodó en una mesa. A la vista de la carta, Julián Castilla se decidió por un lomo de cordero con frutos secos y una botella de Dominio de Valpusa Emeritus, un vino de la Denominación de Origen La Mancha.
El camarero le sirvió una copa de vino y le ofreció un ejemplar de La Tribuna de Toledo. Su cordero tardaría unos treinta minutos en estar listo. Asintió, paladeó el vino, y hojeó el diario. Le sorprendió la cantidad de noticias que ni siquiera merecían una línea en los periódicos de ámbito nacional: «Ocho espaderías podrán acogerse a la marca “Hecho en Toledo”», rezaba un titular: «Unas ocho empresas, con alrededor de cien trabajadores, podrán acogerse a la marca de calidad “Hecho en Toledo”, que pasará este mes por el pleno del Ayuntamiento para proteger a las espadas toledanas de sus imitaciones asiáticas…».
Pasó algunas hojas y se topó con una noticia inesperada: «Turista asesinado en hotel Paraíso. La Guardia Civil investiga el asesinato del ciudadano israelí Abraham Benari, hallado muerto en su habitación por una empleada del hotel. A falta de un comunicado oficial esclarecedor de los hechos por parte del Gabinete de Prensa de la Comandancia de Toledo, este periódico ha podido saber de fuentes fidedignas que la Guardia Civil dispone de una prueba de ADN, extraída de una colilla de cigarrillo Dunhill International, para seguir la pista del presunto asesino…». Leyó el texto varias veces e intentó hallar puntos de contacto con la muerte de Clara Letamendi. No podía tratarse de una mera casualidad. Un paquete de cigarrillos Dunhill International costaba cuatro euros, un precio que lo apartaba del consumo masivo. El camarero dejó sobre la mesa su plato de cordero con frutos secos y le abstrajo de sus pensamientos. Dio un sorbo de vino, trasladó el contenido de la noticia a su libreta y ensartó un trozo de carne en el tenedor. Deliciosa. Antes de marcharse de Toledo recabaría información en la Comandancia de la Guardia Civil.
El mâitre del restaurante Adolfo le facilitó un plano de Toledo y le indicó la dirección de la Comandancia de la Guardia Civil. Al sentarse al volante de su Opel Insignia, Julián Castilla introdujo los datos en el GPS y esperó a que procesara la ruta. Media hora después estacionaba su vehículo frente al cuartel.
El guardia civil de la puerta le condujo a una salita y le pidió que esperara. Llamó a otro compañero, hablaron unos segundos y desapareció. Poco después acudió a su encuentro una mujer vestida de chaqueta de lana y pantalón tejano, morena, de pelo corto, delgada y de físico agraciado.
—Soy la teniente Santillana —se presentó—. ¿Preguntaba por mí?
—¿Dirige la investigación del asesinato de Abraham Benari?
—Sí —respondió intrigada—. ¿Quién es usted?
—Disculpe —dijo Julián Castilla, y le mostró su credencial de periodista.
—Lo siento —se desentendió la teniente—. Lidiar con la prensa no forma parte de mi cometido. Se ha equivocado de persona. Debe preguntar por el responsable de comunicación y medios.
—Quiero hablar con usted —insistió.
—Cíñase a los cauces oficiales —le aconsejó la teniente—. Si me excusa…
Le dio la espalda dispuesta a marcharse.
—Sé quiénes le han matado —soltó Julián Castilla, y esperó su reacción.
La teniente Santillana se quedó paralizada. Se dio la vuelta despacio y le miró desconcertada. Hablaba en plural y su teoría del asesinato mantenía la participación de dos personas como mínimo.
—¿Qué ha dicho?
—He visto a los asesinos —insistió Julián Castilla—. Podría identificarles.
—Si dice la verdad —determinó decidida—, tengo que tomarle declaración.
—No pienso someterme a un interrogatorio.
—Puedo denunciarle —le amenazó— por negarse a colaborar.
—Hágalo —la desafió Julián Castilla—. Será su palabra contra la mía.
La teniente le aguantó la mirada. No parecía amedrentado. Estaba dispuesto a marcharse y dejarla con la palabra en la boca. Debía cambiar su estrategia.
—¿Qué pretende? —dijo en tono conciliador—. ¿Por qué ha venido a verme?
—Para intercambiar información.
—El juez ha decretado el secreto de sumario —esgrimió a la expectativa—. Aunque quisiera, el deber me impide revelar datos de la investigación.
—La creía más inteligente —dijo Julián Castilla, giró sobre sus talones y caminó hacia la salida.
La teniente le vio alejarse. No podía dejarle marchar. Disponía de información valiosa sobre el caso que investigaba.
—¿Para qué periódico trabaja? —preguntó para retenerle.
—El País —respondió Julián Castilla, y esperó a que ella diera el siguiente paso.
—De acuerdo —cedió—. Acompáñeme. Hablaremos en privado.
Julián Castilla sonrió y la siguió hasta una salita sin ventanas, dotada de una mesa, una lámpara de techo y dos sillas. Dedujo que se trataba de una habitación utilizada para interrogar a los detenidos. Tomaron asiento frente a frente.
—Lamento —dijo la teniente— no poder ofrecerle nada de beber.
—No importa.
—¿Quiénes le asesinaron?
—No tan deprisa —la frenó Julián Castilla desconfiado—. Es su turno.
—¿Por qué le interesa la muerte de Abraham Benari? —le interpeló la teniente.
—Investigo un asesinato con un posible punto de unión.
—Pregunte —accedió Aurora Santillana—, pero con una condición: no publicará nada sin mi permiso.
—Trato hecho —aceptó—. ¿Estaba relacionado Abraham Benari con el mundo del arte?
—Lo desconozco —respondió la teniente sorprendida por la pregunta—. Falta corroborar su filiación. Hemos remitido sus huellas y ADN a la Interpol israelí y esperamos la respuesta.
—¿Cómo le mataron?
—Lo siento —se negó a contestar—. Es información reservada.
—Sincérese conmigo —intentó Julián Castilla convencerla—. Voy a ayudarla a cazar a los asesinos.
La teniente Santillana respiró con profundidad y soltó el aire de los pulmones despacio. La información que le solicitaba podría comprometerla.
—¿Protegerá mi identidad?
—Jamás revelaría una fuente.
—Salvo que un juez se lo ordenase —receló.
—Si eso ocurriera —levantó Julián Castilla la mano derecha como si jurase de manera solemne—, le doy mi palabra de honor de que mantendré la confidencialidad aun a riesgo de ser acusado de desobediencia.
Aurora Santillana asintió. Un periodista protegía sus fuentes como los hindúes sus vacas sagradas y debía inspirarle confianza para que soltara cuanto sabía.
—Intentaron —le confesó— aparentar una muerte natural.
—¿De qué manera?
—Una burbuja de aire —especificó—, inyectada en la arterial humeral, le provocó un colapso cardíaco.
—¿A qué hora sitúa el forense la muerte?
—Hacia las doce y media de la mañana.
—Una última cuestión —dijo Julián Castilla para tranquilizarla—. He leído en La Tribuna de Toledo que disponen de una muestra de ADN obtenida de una colilla de Dunhill International. ¿Es cierto?
—Sí —dijo a secas.
—Su turno —accedió Julián Castilla, dispuesto a responder a sus preguntas.
—Ha dicho —empezó la teniente Santillana— que investiga una muerte con un vínculo común. Póngame en antecedentes.
Julián Castilla meditó unos segundos, consultó su libreta de notas y le hizo un resumen del artículo que documentaba sobre las inversiones en arte, su presencia en la sala Sumartis, la puja por adquirir un libro entre Clara Letamendi, tasadora y asesora en temas de arte, y un hombre vestido con un bléiser marrón y su acompañante, un hombre negro de cabeza rapada, muy fornido y de aspecto grotesco, su breve charla con Clara Letamendi, su asesinato, los datos aportados por una fuente confidencial (el inspector José Sandoval) sobre los pormenores del mismo, su hallazgo de una colilla de Dunhill International en la escalera del domicilio de Clara Letamendi, su viaje a Toledo para recabar información acerca de la búsqueda de cuadros que realizaba por encargo de la Junta de Comunidades y su lectura en La Tribuna de Toledo de la noticia sobre el asesinato de Abraham Benari.
La teniente Santillana le escuchó con atención y al terminar se peinó los cabellos con los dedos, recostó la espalda en la silla y cabeceó contrariada. Una simple colilla carecía de utilidad como prueba salvo que el ADN perteneciese a la misma persona.
—¿Conserva la colilla?
—No —dijo Julián Castilla—. Jamás pensé que fuese determinante en otro asesinato. Se trataba de una prueba periodística, sin valor judicial. La obtuve de manera ilegal desde el punto de vista de un juez.
—Entonces —concluyó— sirve de poco. Coincido en que pertenece a una marca de cigarrillos poco común, pero miles de personas la fuman.
—Esos individuos mataron a Clara Letamendi —insistió Julián Castilla—. Estoy convencido.
—Si existiese otra conexión entre ambos asesinatos las cosas cambiarían.
—Busquémosla —propuso Julián Castilla decidido—. Si les hubiese visto estaría tan convencida como yo.
—¿Qué propone?
—Trabajemos juntos —se atrevió a plantearle—. Tengo una idea.
—Le escucho.
—Llame al hotel Paraíso y averigüe si dispone de circuito cerrado de vigilancia.
—No es preciso —rechazó la teniente Santillana con una sonrisa—. Como la mayoría de hoteles de cierta categoría tiene instaladas cámaras de video vigilancia. Mis compañeros de criminalística revisaron las imágenes sin hallar nada relevante.
—Sus compañeros desconocían qué buscaban —refutó Julián Castilla—. Si los asesinos estuvieron en el hotel les identificaré con facilidad.
La teniente meditó la propuesta y le pareció un procedimiento acertado. Revisar los DVD’S les llevaría poco tiempo y le permitiría descartar las cámaras como prueba. De hecho había pensado comprobar ella misma las imágenes. Miró la hora en su reloj de pulsera. Las seis de la tarde. Sacó su iPhone 3 GS y llamó al hotel Paraíso. Julián Castilla la oyó preguntar por el gerente, identificarse como miembro del Departamento de Investigación Criminal de la UCO y asentir con monosílabos.
—El gerente —dijo al colgar— nos espera dentro de media hora.
—No perdamos tiempo.
Julián Castilla se levantó dispuesto a marcharse.
—Espere un momento —le pidió la teniente Santillana—. Antes tengo que recoger un par de cosas.
Al regresar había cambiado la chaqueta de lana por un abrigo tres cuartos que disimulaba el arma sujeta a su cintura y en la mano derecha cargaba un portaordenador. Julián Castilla se ofreció a llevarla en su coche y aceptó gustosa.
El hotel Paraíso, un establecimiento de cuatro estrellas y diseño funcional, estaba en la calle Cardenal Tavera, justo al lado del antiguo hospital de Tavera fundado en el siglo XVI por el prelado que le daba nombre. Un lugar turístico debido al sepulcro en mármol blanco del primado, atribuido a Berruguete, y al retrato Mujer barbuda, del Españoleto, que tomó como modelo a una dama napolitana.
Julián Castilla estacionó su Opel Insignia en la puerta del hotel, en el espacio reservado a los autocares y a la carga y descarga del equipaje de los huéspedes, y el portero se acercó para rogarles que retiraran el vehículo. La teniente Santillana se identificó como miembro de la Guardia Civil y el hombre les pidió disculpas. Les había confundido con turistas. Cada día decenas de ellos intentaban aparcar sus automóviles en la zona reservada a los clientes.
Entraron en el hotel, se dirigieron a la recepción y preguntaron por el gerente. Un joven les pidió que esperaran en los sillones del vestíbulo y llamó a Alfredo Alarcón a su despacho. A los pocos minutos se reunió con ellos.
—¿Vienen a visionar las imágenes?
—Intentaremos —dijo la teniente Santillana— no causarle demasiadas molestias.
—¿Cuántas cámaras de seguridad hay? —terció Julián Castilla, sin preámbulos de cortesía.
—Cuatro —dijo Alfredo Alarcón—. Una controla la recepción, otra la caja y la ventanilla de cambio, la tercera la escalera y la cuarta los ascensores. Cualquier persona que entra o sale por el vestíbulo queda registrada en el sistema de seguridad.
—¿Y el resto de accesos?
—Sólo tenemos dos más —especificó el gerente—: uno para proveedores y otro para empleados.
—Sin cámaras.
—Tuvimos que retirarlas —les explicó Alfredo Alarcón— debido a las presiones del comité de empresa. Alegaban que invadían la intimidad del personal al ser zonas de uso exclusivo de los trabajadores.
—Un punto débil en la seguridad —incidió la teniente.
—De ninguna manera —rechazó el gerente—. Retiramos las cámaras y colocamos a un vigilante jurado.
—¿Las veinticuatro horas del día? —quiso cerciorarse Julián Castilla.
—Por supuesto —afirmó—. Los últimos meses ha habido varios robos de productos sanitarios y ahora para nuestra desgracia…
—Encontraremos a los asesinos —le tranquilizó la teniente Santillana.
—Si quieren —les ofreció Alfredo Alarcón— pueden utilizar mi despacho. Estarán más cómodos.
—Gracias. Sólo precisamos los DVD’S.
—Aquí los tienen —dijo, y les entregó una bolsa con dieciséis DVD’S de seis horas de duración cada uno, que correspondían a las cuatro cámaras—. Cuando terminen devuélvanmelos.
El gerente del hotel Paraíso regresó a sus quehaceres y la teniente y el periodista se acomodaron en un sofá de piel de diseño vanguardista. Aurora Santillana abrió su ordenador iBook G4, lo posó encima de una mesa de centro e introdujo el primer disco de la cámara identificada como «Recepción». A su lado Julián Castilla seguía el proceso atento. La pantalla quedó a oscuras. Lo extrajo y metió el segundo, luego el tercero…
—¿Problemas? —supuso Julián Castilla, neófito en informática.
—Ninguno —dijo la teniente—. Los grabo para tener una copia. Quizá la precisemos en otro momento.
—Buena idea.
La teniente Santillana trasladó a la memoria de su ordenador los dieciséis discos.
—¿Por dónde empezamos? —preguntó indecisa.
—No creo —conjeturó Julián Castilla— que se arriesgaran a toparse con el vigilante. Comencemos por las cámaras de los ascensores y la escalera.
La teniente Santillana asintió y procedió a situar en la pantalla el primer archivo de imágenes identificado como «Ascensores». El monitor mostró en la parte inferior derecha un código horario y un videograma estático.
—¿Podrá reconocerles? —dudó.
—Sin confusión —aseguró Julián Castilla.
—Ver los dieciséis DVD’S a tiempo real —le explicó la teniente— nos llevaría cuatro días. Pasaré los videogramas a velocidad alta y los detendré un poco antes de las doce y media de la mañana, la hora de la muerte de Abraham Benari. Si observa algo sospechoso indíquemelo y congelaré las imágenes.
El periodista mostró su conformidad y la teniente pinchó con el cursor el icono de play. Las imágenes se sucedieron en la pantalla con una rapidez vertiginosa, al ritmo desenfrenado del código horario que transformaba las horas de grabación en segundos. Pasados unos instantes habían agotado el primer DVD. Alrededor de las doce y media las imágenes mostraban a un grupo de huéspedes recién llegados al hotel situados frente a los ascensores, mientras otros descendían y se dirigían a la calle o al resto de instalaciones del hotel.
—¿Nada? —inquirió la teniente.
—Quizá subieron por la escalera —supuso Julián Castilla— para evitar entretenerse esperando los ascensores y llamar la atención.
—Veamos las imágenes de la cámara que controla la escalera.
Julián Castilla aprobó su decisión. A las habitaciones sólo se accedía por la escalera principal o los ascensores. Si el hombre del bléiser marrón y su guardaespaldas negro de cabeza rapada habían asesinado a Abraham Benari, alguna de las dos cámaras les habría grabado. La teniente pinchó de nuevo el icono de play, aumentó la velocidad de reproducción y las imágenes corrieron en la pantalla.
—¡Deténgase! —exclamó Julián Castilla con un golpe de voz.
—¿Ha visto algo?
—Retroceda unos videogramas.
La teniente Santillana pulsó el ratón y las imágenes avanzaron a saltos, mostrando un videograma tras otro como si fuesen fotografías. La franja con los dígitos de control horario señalaba las once y treinta minutos de la mañana. Julián Castilla acortó la distancia de sus ojos respecto a la pantalla del ordenador para percibir mejor los detalles. La cámara enfocaba el arranque de la escalera en modo de gran angular. Un hombre se cogía al pasamanos para subir. No vestía un bléiser marrón, pero le acompañaba un hombre negro de proporciones descomunales con la cabeza rapada al cero.
—Son ellos —musitó.
La teniente congeló la imagen en la pantalla y observó a los dos hombres. Conscientes de la existencia de una cámara de seguridad, bajaban la mirada para ocultar sus rostros. Avanzó y retrocedió la grabación, para visionar videograma a videograma la escena completa, y ninguna imagen mostraba sus caras. Aumentó con el zum varias secuencias. Sólo se definía la cabeza rapada del hombre negro.
—¿Está seguro? —dudó la teniente Santillana—. La calidad de la grabación…
—Busque —la interrumpió Julián Castilla agitado— en las imágenes de la recepción.
—¿Piensa que se registraron en el hotel?
—Tuvieron que preguntar —argumentó sin certeza— el número de la habitación que ocupaba Abraham Benari.
Aurora Santillana cabeceó. Retiró de la pantalla las imágenes de la escalera y colocó la grabación de la cámara que controlaba el mostrador de la recepción. El periodista había acertado. Ella misma detuvo el vídeo al observar a dos hombres, uno blanco vestido de traje y abrigo, y el otro negro, con una chupa de cuero marrón y la cabeza rapada al cero. Pasó las imágenes a cámara lenta y en modo de zum, y les observó acercarse al mostrador, hablar con un empleado y retirarse. Para evitar que sus rostros fuesen registrados por la cámara mantuvieron las cabezas agachadas. Luego volvió a avanzar y a retroceder las imágenes a velocidad alta.
—¿Qué pretende? —dijo Julián Castilla desconcertado.
—Reconocer en la grabación a Abraham Benari —respondió la teniente sin apartar la vista de la pantalla—. Debo comprobar si estaba en la habitación o llegó después que sus asesinos.
Detuvo las imágenes. El videograma mostraba a Abraham Benari entrando en el hotel por la puerta principal a las doce y tres minutos. Como suponía, sus verdugos le sorprendieron al llegar a la habitación. Respiró y siguió con el visionado a velocidad normal. Julián Castilla comprendió que intentaba establecer la hora en que los asesinos abandonaron el hotel. Aurora Santillana pulsó una tecla y dejó en la pantalla una imagen de los dos hombres registrada por la cámara de la escalera. La franja horaria señalaba las doce y cuarenta y cinco minutos de la mañana.
—Permanecieron una hora y cuarto en la habitación —caviló Julián Castilla.
—Lo supuse —dijo la teniente Santillana—. Controlaban sus movimientos. Le esperaron dentro y le atacaron.
—De las doce y tres minutos, la hora en que Abraham Benari accedió a la habitación, a las doce y media, la hora en que el forense establece su muerte, transcurren veintisiete minutos —calculó Julián Castilla, pensativo—. Tardaron casi media hora en matarle. ¿Por qué?
—Antes le interrogaron —dedujo la teniente—. Querían obtener información.
—Después de asesinarle todavía tardaron quince minutos en salir.
—El tiempo preciso —evaluó la teniente— para registrar la habitación.
—Debemos encontrarles —soltó Julián Castilla—. Esos tipos son peligrosos.
—No podemos identificarles —lamentó—. Ninguna imagen muestra sus caras.
—Han asesinado a dos personas —razonó el periodista—. Tarde o temprano se confiarán y cometerán un error.
—Su modus operandi —meditó la teniente— carece de un patrón lógico. Quizá esté equivocado y no sean los asesinos.
—Estoy convencido —gruñó Julián Castilla molesto—. Les vi en la sala de subastas, la marca de las colillas coincide y aparecen en las grabaciones del hotel. Tres hechos irrefutables. ¿Qué más quiere?
—A Abraham Benari —la teniente Santillana exponía sus dudas— le mataron con un sistema «limpio» para camuflar el asesinato como una muerte natural. En mi opinión sus verdugos tienen conocimientos médicos o han sido entrenados en algún cuerpo de elite.
—¿Qué insinúa? —dijo Julián Castilla, sin comprender su lógica.
—A Clara Letamendi la estrangularon —argumentó la teniente Santillana—. No intentaron disimular su muerte. Desde mi punto de vista los dos asesinatos presentan un patrón diametralmente opuesto. Parecen cometidos por personas distintas.
Julián Castilla reclinó la espalda en el sofá. La teniente le planteaba una duda razonable. ¿Por qué ocultar un asesinato y despreocuparse de otro? A simple vista carecía de sentido.
—En el domicilio de Clara Letamendi —conjeturó Julián Castilla— algo les salió mal.
—La mujer se defendió —señaló la teniente Santillana.
—Discúlpeme —se excusó el periodista.
Se levantó y alejó unos pasos. Pulsó un botón de la agenda de su teléfono móvil. Sonaron unos timbrazos al otro lado de la línea y alguien descolgó.
—Comisaría General de Policía Judicial —respondió la telefonista a cargo de la centralita—. ¿Dígame?
—Póngame con el inspector Sandoval —solicitó—, de la Unidad Central de Criminalística.
—¿De parte de quién, por favor?
—Julián Castilla —dijo—, del periódico El País.
—Manténgase a la espera —le pidió la telefonista de forma mecánica—. Le paso…
La voz de la encargada de la centralita enmudeció y en el auricular sonó música orquestal.
—El vino blanco —dijo el inspector Sandoval tras unos segundos— estaba exquisito. El tinto lo reservo para una ocasión especial. He mirado en Internet y la botella cuesta sesenta euros.
—En 2007 —apostilló Julián Castilla— la revista Wine Spectator lo catalogó entre los diez mejores vinos del mundo.
—Cuando quieras mándame otra botella —bromeó.
—No la mereces —le increpó—. Me has ocultado información.
—¿De qué me hablas?
—El caso Clara Letamendi.
—Vulneré el secreto de sumario por hacerte un favor —arreció el inspector Sandoval molesto—. Te revelé datos confidenciales.
—Ha aparecido otro muerto en Toledo y sospecho de los mismos asesinos.
—Llama a la policía —le aconsejó el inspector Sandoval preocupado— o te meterás en un buen lío.
—Colaboro con la Guardia Civil —replicó, sin entrar en detalles—. Mi reputación está a salvo. ¿Tienes a mano el informe de la autopsia?
—Sí —admitió—. Guardamos una copia en el departamento.
—Consúltalo. Algo se nos pasó por alto.
El inspector José Sandoval abrió un cajón de su mesa, cogió la copia y releyó los folios del dictamen forense.
—No veo nada extraño —afirmó—. Lo único de interés para la investigación está en la muestra de ADN obtenida del fragmento de piel hallado bajo una uña de la víctima, que permite establecer la tipología racial del asesino e identificarle cuando le detengan.
—Comprendo.
—Si me dices qué buscas quizá pueda ayudarte.
—Ni siquiera yo lo sé —musitó Julián Castilla fatigado—. Estoy perdido. Al tipo de Toledo le mataron mediante un émbolo.
—¡Joder! —exclamó el inspector Sandoval—. Clara Letamendi —dijo a la vista del informe forense— mostraba la marca de un pinchazo en el brazo izquierdo, a la altura del pliegue del codo, sobre la arteria humeral.
—Eso cambia las cosas.
—A priori no le di importancia —se justificó—. Figura en una anotación marginal. Su análisis de sangre descartaba la administración de fármacos o drogas por vía intravenosa y el forense desechó la prueba.
—En el fondo te mereces otra botella de vino.
Julián Castilla colgó y regresó junto a la teniente. Había guardado su ordenador, devuelto los DVD’S al gerente del hotel y parecía dispuesta a marcharse.
—Tengo novedades —dijo, algo misterioso.
—¿Ha identificado a los asesinos? —se burló.
—Clara Letamendi —argumentó el periodista sin atisbo de bromear— mostraba la huella de un pinchazo en el brazo izquierdo, en el codo. Creo que intentaron matarla con el mismo procedimiento que a Abraham Benari pero se defendió; el hombre negro perdió los nervios y la estranguló.
—¿Confía en su fuente?
—Al cien por cien. —Sonrió con malicia—. Pertenece a su mismo gremio.
—Eso cambia las cosas —admitió Aurora Santillana pensativa—. Debemos hallar la conexión entre Clara Letamendi y Abraham Benari. Estoy convencida de que los móviles de sus asesinatos están relacionados.
—¿Se conocerían? —aventuró Julián Castilla.
—No anticipemos acontecimientos —le aconsejó la teniente—. Esperemos a recibir el informe de la Interpol israelí. Será esclarecedor.
—¿Vive en Toledo? —inquirió el periodista, para dar un giro a la conversación.
—Me alojo en la Comandancia —respondió la teniente—. Me he trasladado desde Madrid para dirigir la investigación. La Guardia Civil de Toledo carece de especialistas en delitos de ámbito internacional.
—Yo también vivo en Madrid.
—Se le ha hecho tarde —dijo Aurora Santillana tras consultar su reloj.
—Nadie me espera —alegó despreocupado—. Dormiré en el Parador. ¿Le apetece cenar conmigo? Conozco un restaurante en las afueras que prepara la mejor perdiz estofada de la Mancha.
Aurora Santillana sonrió. A las nueve de la noche nadie le haría una proposición mejor. Después de un día de trabajo intenso se merecía una buena cena.