Nota del Autor

Esta novela está basada en algunos hechos y personajes históricos aunque sujetos a las necesidades de la narración. El resto de protagonistas pertenecen a la ficción y cualquier parecido con personas vivas o muertas es una mera coincidencia.

Los datos aportados sobre Bernardino de Mendoza, superintendente general de Inteligencia y Secretos del rey Felipe II, corresponden a su biografía[27]. Hombre de talante aventurero, nació en algún lugar de la Alcarria (quizá en Guadalajara, en la casa solariega de su familia) en 1541. Tras estudiar Humanidades en el Colegio de San Ildefonso de Alcalá de Henares, entró al servicio del Rey en 1560, peleó como soldado en numerosas batallas y pronto se hizo cargo de los servicios de información o inteligencia, entendiendo por inteligencia «el conjunto de acciones secretas dirigidas a conocer o a cambiar lo que ocurre en el extranjero[28]».

Su participación en las actividades políticas y militares del reinado de Felipe II le llevaron a contar con el mejor servicio de espionaje de su tiempo, dotado de un presupuesto anual de 32.000 ducados (Inglaterra contaba sólo con 16.000 ducados). Bernardino de Mendoza utilizó el dinero para pagar sobornos y reclutar espías. Organizó una red de comunicaciones basada en la seguridad, desarrolló numerosos sistemas de cifrado, utilizó tintas simpáticas, y entre sus operaciones más brillantes figuran la infiltración de un agente en el barco de la expedición de Martín Frobisher a Canadá, o el envío a don Juan de Austria del retrato de Radcliffe, que tenía la misión de asesinarle. Gracias al retrato pudo ser identificado y detenido.

Bernardino de Mendoza murió en 1604, a la edad de sesenta y tres años (sobrevivió a Felipe II seis años) y se llevó muchos secretos del reinado a su tumba (descubierta en el siglo XIX por Juan Catalina García en la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción de Torija). La dinastía de los Mendoza y la iglesia citada han sido estudiadas por Jesús Sánchez López en su obra La iglesia de los Mendoza de Torija (Aache Ediciones, Guadalajara, 2004).

Las aficiones alquímicas del rey Felipe II y los secretos herméticos reflejados en su obra magna, el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, están ampliamente documentados en numerosos libros. Destacan por su rigor y aportaciones bibliográficas La cara oculta de Felipe II, de Juan García Atienza (Martínez Roca, Barcelona, 1998), Arquitectura y magia, de René Taylor (Siruela, Madrid, 2000) y los artículos «La panacea áurea; alquimia y destilación en la corte de Felipe II» (Dynamis, 1997, pp. 107 - 140) y «Los alquimistas de Felipe II» (Historia 16, n° 12, 1977, pp. 49 - 55). Debemos destacar que Felipe II negaba en público la astrología judiciaria, la magia o la alquimia, aunque en privado se servía de ellas. Sus muchos asesinatos por encargo (Voltaire decía que Felipe II sujetaba la cruz en una mano y cometía asesinatos con la otra), sus aficiones esotéricas y su sometimiento a los dictados de la Iglesia auspiciaron y forjaron la leyenda negra de España.

El mismo día en que murió Felipe II (el 13 de septiembre de 1598) se colocó la última piedra del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, y ese año también murió Benito Arias Montano (1527 - 1598), sacerdote y humanista que participó, en calidad de teólogo, en el Concilio de Trento y combatió las tesis luteranas de la comunión. Protegido por Felipe II, su gran obra, la Biblia Políglota de Amberes, una edición discutida y sometida a juicio por la Inquisición, deja constancia de sus conocimientos sobre exégesis. Debido a esos conocimientos, resulta interesante la signatura que Benito Arias Montano colocó en numerosos libros de la biblioteca del monasterio de El Escorial, que, por encargo del Rey, catalogaba y ordenaba.

Los libros más comprometidos lucen la signatura, ∞ = 5. Mario Roso de Luna, astrónomo y teósofo (1872 - 1931), en De Sevilla al Yucatán, asimila el número cinco al ser humano (con este número se le representaba en el pentaclo[29]) y su relación con el macrocosmos. El padre José de Sigüenza, en Historia de la Orden de San Jerónimo, opina que esta signatura (que interpreta como a — 5) identificaba los libros copiados por orden expresa del Rey y cuyo manejo, debido a su contenido (mágico, esotérico o alquímico), estaba reservado a muy pocas personas. En ambos casos la signatura deja constancia de la importancia de estos libros conservados en la biblioteca de El Escorial.

La tradición alquímica sobre los golems hizo correr ríos de tinta en unas épocas en que el proceso de fecundación apenas se conocía. Para los alquimistas medievales crear seres artificiales resultaba posible. La historia asegura que el rabí Low de Praga tuvo como sirviente a un golem. Esta leyenda, la más famosa de todas, está ampliamente documentada en el libro de Chajim Bloch, Der Prager golem (Berlín, 1915), y las tradiciones judías sobre esta creencia han sido analizadas por Moshe Idei en El golem, tradiciones mágicas y místicas del judaísmo sobre la creación de un hombre artificial (Siruela, Madrid, 2008).

Muchos lectores pensarán que intentar crear vida artificial resulta imposible. Si ocurrió en el pasado, queda en el misterio de la historia. Desde un punto de vista racional, a tenor del estado de la ciencia en épocas remotas, puede negarse casi con certeza, pero también debe tenerse en cuenta que la creación de seres humanos artificiales figura en el ideario de numerosos cuentos, leyendas y mitos, como el de Prometeo (creó un ser humano de arcilla), y ha sido una constante del pensamiento científico del hombre.

Esta obsesión por dominar los secretos de la vida ha quedado plasmada en obras de amplia difusión mundial, como Frankenstein o el moderno Prometeo, de la escritora Mary Wollstonecraft Shelly, la novela gótica más famosa de la historia, que abrió el camino a los modernos escritores de ciencia ficción (Frankenstein se considera la primera novela de este género).

Mary Wollstonecraft Shelley publicó su novela en 1818 y originó el primer debate sobre la ética de la ciencia moderna. En aquella época nadie se tomó en serio que un científico pudiera crear, con fragmentos de cadáveres, un cuerpo humano y darle vida mediante una descarga eléctrica. Pero la novela de Mary Wollstonecraft Shelley tenía un trasfondo científico muy en boga en la medicina de su tiempo. En la misma línea apuntaba la novela El esqueleto del conde, de Elisabeth Caroline Grey, cuyo argumento se basa en la muerte de una joven y su posterior resucitación gracias a una descarga eléctrica.

En 1752 Benjamin Franklin (1706 - 1790) realizó su famoso experimento de la cometa y la llave y demostró que el rayo estaba compuesto de electricidad. Un año antes había publicado Experimerits and observations on electricity, que dividió en dos partes, y a raíz del experimento de la cometa le añadió una tercera. En esta obra atribuía los fenómenos eléctricos a la presencia de un fluido eléctrico, negativo o positivo, según las propiedades de los cuerpos. En aquellos años Luigi Galvani (1737 - 1798), médico, fisiólogo y físico italiano, profesor auxiliar en la Facultad de Medicina de Bolonia, había aplicado en su laboratorio una pequeña descarga eléctrica a la médula espinal de una rata muerta y observado cómo se producían contracciones musculares de cierta intensidad. Este hecho bastó para que Galvani asimilara la electricidad animal al fluido o fuerza vital. En 1791 publicó el resultado de sus experimentos con el título De viribus electricitatis in motu musculari commentarius, y la teoría galvánica del fluido vital se hizo de dominio general entre los científicos.

Andrew Crosse (1784 - 1855), físico inglés contemporáneo de Mary Wollstonecraft Shelley, estaba convencido de la teoría galvánica del fluido vital. En su mansión de Fyne Court (a diez kilómetros de Taunton, en las Quantock Hills) experimentaba en solitario la formación de diferentes sales y sustancias mediante la aplicación de electrolitos en disolución sometidos a la acción constante de la electricidad. En 1837 Crosse observó algo en las probetas que ha pasado a engrosar la lista de los grandes misterios de la biología. En la soledad de su laboratorio, Crosse intentaba obtener cristales de silicato mediante una corriente eléctrica inducida a una piedra porosa sumergida en una solución de silicato de potasio. A las dos semanas de iniciar el experimento vio unas excrecencias blancas en la superficie de la piedra. Cuatro días más tarde esas partículas habían generado varios filamentos y un mes después se habían desarrollado con la apariencia de unos insectos que catalogó como ácaros. Crosse comprobó maravillado cómo los insectos se movían y se desprendían de la piedra. Por este método obtuvo más de cien ejemplares de los supuestos ácaros.

Crosse pensó que la piedra no estaba lo suficientemente esterilizada al someterla al experimento y repitió el proceso cuidando la esterilización al máximo para evitar que albergase huevos de insectos. Para su sorpresa, cuantas veces repitió la prueba aparecieron los misteriosos ácaros: se alimentaban, desarrollaban y reproducían, y solamente morían al someterlos a temperaturas muy bajas. Animado por el éxito, Crosse utilizó cadáveres de humanos convencido de que mediante descargas eléctricas podría devolverles la vida. Jamás resucitó a un ser humano fallecido, pero sus experimentos se anticiparon al moderno desfibrilador, un aparato que restituye el ritmo cardíaco eléctrico y mecánico en las paradas cardiorrespiratorias producidas por una fibrilación o taquicardia ventricular.

Andrew Crosse ha pasado a la historia entre los grandes científicos del mundo. Gracias a sus estudios vaticinó la fabricación de diamantes artificiales, predijo, treinta años antes de la invención del telégrafo, que mediante la electricidad podría comunicar su pensamiento hasta los rincones más apartados del planeta e ideó un sistema para transformar el agua salada en dulce con aplicación de la electricidad. Sin embargo, el reconocimiento de sus colegas nunca le llegó en vida. Al hacer pública la creación de posibles seres artificiales (ácaros), algo que Crosse nunca afirmó de una manera rotunda, la clase universitaria y, en especial, la Iglesia le dieron la espalda. Crosse sufrió numerosos ataques hacia su persona y llegó a escribir: «Me he encontrado con tanta violencia y abuso, tantas calumnias y malas interpretaciones a causa de mis experimentos, que, en pleno siglo XIX, parece que haya cometido un crimen…».

Sus compañeros de ciencia le repudiaron y la Iglesia le excomulgó y sometió en efigie a un exorcismo. En mayo de 1855 una grave enfermedad dejó a Andrew Crosse paralizado y en julio del mismo año murió. Su mansión de Fyne Court ardió de manera misteriosa y se perdieron para siempre sus archivos, que, supuestamente, contenían las claves para la creación de seres artificiales.

El mismo fenómeno de la creación de seres artificiales (ácaros) lo relata otro hombre de ciencia, William Henry Weckes (1790 - 1850), cirujano en Sandwich (Inglaterra). Weekes tendió un cable de acero del campanario de la iglesia de San Pedro a la torre de la iglesia de San Clemente, a unos trescientos veinte metros de distancia. En el centro del cable hizo una conexión con la chimenea de un vecino y lo condujo hasta el interior de su laboratorio para captar la electricidad atmosférica. De esta manera reprodujo los experimentos de Crosse, con sumo cuidado para evitar las contaminaciones externas, y afirmó que se producían los ácaros y también una mancha de color verde, que identificó con un hongo, donde vivían y se desarrollaban dichos insectos. Sorprende que Weekes desconociera el hongo del que hablaba pese a haber estudiado e identificado todas las especies de Inglaterra. No existen pruebas de los hallazgos de Andrew Crosse o de Henry Weekes. Los biólogos modernos señalan la posibilidad de que las piedras utilizadas en sus experimentos contuvieran formas de vida parasitaria resistentes a los métodos de esterilización empleados en su época.

Hagamos un inciso en esta breve exposición de la facultad del hombre para crear vida artificial. Entre el 14 de septiembre y el 14 de octubre de 1865 Jules Verne publicó en el Journal des Débats Politiques et Litéraires su relato De la Terre á la Lune, trajet direct en 97 heures, y cinco años más tarde, en 1870, apareció Autour de la Lune. Los científicos de la época nunca tomaron en serio las predicciones del escritor francés. A mediados del siglo XIX resultaba impensable que un ser humano pusiese un pie en la Luna. Ni siquiera se creía en la pervivencia del ferrocarril como medio de transporte. Ramón Mesonero Romanos (1803 - 1882), célebre escritor madrileño, aseguraba que el ferrocarril jamás podría circular por la Península debido a su accidentada geografía, y varios físicos de su tiempo afirmaban que los trenes nunca sobrepasarían los cuarenta kilómetros a la hora o correrían el peligro de descarrilar. En 1848, gracias a la iniciativa de Miguel Biada, se inauguró la primera línea férrea de España entre Barcelona y Mataró. En la actualidad el dangan ressha («tren bala») sobrepasa los 500 km/h y desde su puesta en funcionamiento, en 1962 (en aquella época rodaba a 200 km/h), descarriló por primera vez el 23 de octubre de 2004 debido al terremoto de Chuetsu. Ciento cuatro años después del relato de Jules Verne, el 21 de julio de 1969, el astronauta Neil Amstrong, a bordo del Apolo XI, conquistaba la Luna y pronunciaba una frase histórica: «That’s one small step for man; one giant leap for mankind[30]».

Dentro de cien, doscientos, quinientos o mil años, el ser humano puede dar otro gran salto y obtener la fórmula de la creación. La ciencia ha demostrado que la palabra «imposible» no figura en su diccionario. La carrera hacia la consecución de la vida artificial recibió su pistoletazo de salida en 1869 cuando Johan Friedrich Miescher (1844 - 1895), un biólogo suizo que impartió clases en la Universidad de Tubinga, descubrió que cierto material extraído de las células del pus humano y de los núcleos celulares, desde el punto de vista químico, resultaba muy distinto de las proteínas por el hecho de contener fósforo y resistir a la destrucción de ciertas enzimas como la pepsina. Friedrich Miescher dio a este material el nombre de nucleína y actualmente la ciencia lo denomina ácido desoxirribonucleico (ADN).

Hasta los años cuarenta del siglo XX se desarrollaron diversos métodos para sintetizar el ADN y establecer la naturaleza química de sus componentes y la esencia de los enlaces entre los mismos. Estas técnicas permitieron conocer las estructuras básicas del ADN: cuatro moléculas diferentes entre sí agrupadas bajo la denominación de nucleótidos. El estudio de las propiedades físicas del ADN demostró que se trataba de un polímero, es decir, de una cadena muy larga de moléculas, y se supo que la mayor parte del ADN de las células estaba incluido en los cromosomas.

En 1953 se produjo un gran avance en el conocimiento del ADN. James Watson y Francis Crick, dos científicos de la Universidad de Cambridge, sintetizaron al completo su información química y física y definieron su estructura en forma de doble hélice. Este descubrimiento valió a Watson y Crick el Premio Nobel de Medicina en 1962. La importancia de la identidad de la doble hélice (o «llave de la vida») la pusieron de manifiesto las investigaciones de Oswald Avery, Alfred Hershey y Margaret (hace, que en 1972 describieron al ADN como portador de la información genética. La carrera hacia la consecución de la vida artificial había cruzado su ecuador.

A estos descubrimientos se sumó el realizado por Stanley Miller (1930 - 2007), un químico que trabajó en el laboratorio de Harold Urey (1893 - 1981), premio Nobel de Química en 1934 por su descubrimiento del agua pesada. Miller realizó la primera síntesis de compuestos orgánicos obtenida en un laboratorio y reprodujo el estado de la atmósfera terrestre en el momento de la formación de las primeras moléculas biológicas. Para ello introdujo en un circuito cerrado una mezcla de agua, amoníaco, metano e hidrógeno, los calentó y sometió a descargas eléctricas (quizá, después de todo, Andrew Crosse y William Henry Weekes andaban bien encaminados). Como resultado de las reacciones apareció una mezcla de ácidos orgánicos, de aminoácidos (glicina, alanina, etcétera, componentes de las proteínas de los organismos) y urea.

Algunos años después se logró sintetizar de forma abiótica diversas moléculas biológicas. Juan Oró (1923 - 2004), químico leridano doctorado en la Universidad de Houston que trabajó para la NASA, en 1961 demostró la síntesis artificial de la adenina a partir de una mezcla de ácido cianhídrico y amoníaco, un componente de los ácidos nucleidos. En otro experimento añadió a su mezcla básica formaldehído y descubrió los azúcares ribosa y desoxirribosa, también componentes de los ácidos nucleidos. Este conjunto de experimentos permitieron conocer cómo se originó la vida en la Tierra. Las afirmaciones bíblicas sobre el creacionismo, ya rebatidas por Charles Darwin (1809 - 1882), padre de la teoría de la evolución, fueron negadas de forma incuestionable por la ciencia y cayeron definitivamente en el olvido.

En 1990 la comunidad científica internacional inició el Proyecto Genoma Humano (PGH), con una duración estimada de quince años. En 1996 la empresa estadounidense Celera Genomics anunció la intención de obtener por su cuenta el genoma humano empleando una técnica (shotgun sequencing) desarrollada por sus investigadores. En febrero de 2001 se publicaron las secuencias genéticas obtenidas por los dos equipos de investigación. Este primer análisis confirmó que el ser humano posee 30.000 genes, muchos menos de los que suponían los biólogos, 100.000. En abril de 2003 los responsables del PGH anunciaron al mundo la conclusión de la secuencia y la decodificación del 99,99 por ciento del genoma humano. Se había dado el primer paso para comprender los mecanismos de la vida.

John Craig Venter, presidente y fundador de Celera Genomics, premio Príncipe de Asturias en 2006 y polémico pionero de la biotecnología, anunció en octubre de 2007 que había sintetizado un cromosoma artificial a partir de elementos químicos, como paso previo a la creación de la primera forma de vida artificial. Para ello reconstruyó 381 genes de la bacteria Mycoplasma genitalium, que habita en algunas células del tracto intestinal y respiratorio de los primates, y obtuvo una sucesión de 580.000 nucleótidos o letras químicas que codifican la información y permiten a la bacteria reproducirse o crecer. Craig Venter logró sustituir el cromosoma original por el artificial y a este híbrido lo denominó Mycoplasma laboratorium. Tres años más tarde, en mayo de 2010, las agencias de prensa de todo el mundo se hicieron eco de una noticia publicada por la prestigiosa revista Science. Craig Venter sorprendió de nuevo al mundo con el anuncio de la creación de la primera célula artificial. El sueño de conseguir vida artificial se había hecho realidad. La famosa frase de Freidrich Nietzsche, «Dios ha muerto», cobraba actualidad. Tomando como modelo natural la bacteria Mycoplasma mycoides, Venter creó la Mycoplasma mycoides JCV1-syn 1.0 (denominada así para ditemiciar la bacteria artificial de la natural). Craig Venter pretende ahora diseñar un alga artificial que fije el C02 atmosférico y lo convierta en hidrocarburos.

La aplicación práctica de estos experimentos permitirá, en un futuro próximo, la generación de nuevos biocombustibles y medicamentos, limpiar de residuos tóxicos zonas contaminadas y reparar genes dañados abriendo en los campos de la química y la medicina un amplio espectro de posibilidades para curar enfermedades genéticas hasta ahora mortales. Tras hacerse pública en 2007 la síntesis del cromosoma, Craig Venter declaró: «[Se trata] de un paso filosófico muy importante en la historia de nuestras especies. Vamos a pasar de leer nuestro código genético a poder escribirlo y eso nos otorga la capacidad hipotética de hacer cosas que nunca hemos contemplado». Acusado por algunos de sus colegas de intentar monopolizar los descubrimientos y carecer de sentido ético en sus investigaciones, cuando le preguntaron sobre la ética de estas manipulaciones dijo: «Todo tipo de tecnología se presta a abusos; un martillo puede utilizarse para construir una casa o para romperle la cabeza a alguien». El debate está servido.

El conocimiento del genoma humano ha permitido avanzar en la investigación genética y descubrir nuevos factores que obligan a cambiar muchas de las ideas preconcebidas. La primera consecuencia ha sido el hecho de replantearse la noción del gen. Las últimas investigaciones apuntan a una menor importancia de la secuencia de nucleótidos en sí misma y un papel más destacado de la molécula de ARN[31] como resultado de su transformación o de la transferencia de información del ADN al ARN. Los biólogos han propuesto un nuevo concepto, el transcriptoma, al que otorgan una mayor importancia funcional que al genoma conocido hasta la fecha. Estos avances permiten afirmar que la creación de vida artificial será una realidad en un plazo relativamente corto de tiempo. ¿Cuántos años transcurrirán hasta llegar al golem?

La vida y obra de Isabel II está ampliamente documentada en historias de carácter general. Quienes deseen acercarse a la figura de esta controvertida reina pueden consultar Isabel II, una reina y un reino, de José Luis Cornelias (Ariel, Barcelona, 1999), Isabel II de España, de René Luard (Juventud, Barcelona, 1958), Isabel II, biografía de una España en crisis, de José María Echevarría (Ediciones 29, Madrid, 1973), e Historia de la guerra civil y de los partidos liberal y carlista, de Antonio Pirala (2ª edición, aumentada con la regencia de Espartero, 6 tomos, Mellado, Madrid, 1868 - 1871), entre otras muchas obras publicadas.

La ceremonia de imposición por parte de Isabel II de la primera piedra de la Biblioteca Nacional de Madrid se describe según los datos aportados por dos documentos: Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos (1 de enero de 1966) y la también revista ilustrada El Museo Universal (29 de abril de 1866).

Fin