10
Kyra se encontraba demasiado mal para responder al timbre. Sonó una vez. Dos. A la tercera se dio cuenta de que, fuera quien fuese el que estaba en la puerta, no tenía intención de marcharse. Tendría que levantarse o el ruido acabaría despertando a Sam. Malhumorada, apagó el programa de televisión que estaba viendo en la tele, y estaba tratando de incorporarse cuando sonó su móvil. Lo habría ignorado, pero lo tenía justo delante en la mesita del salón, así que abrió el mensaje.
Abre la maldita puerta o la echo abajo.Tú eliges.
Era Mike.
Le había dicho bien clarito hacía un rato que no quería verlo esa noche. Y ¿le había hecho caso? No.
Con una mano apoyada en el vientre, caminó encorvada hacia la puerta.
Al abrir, se lo encontró con una gran bolsa llena de bombones surtidos y dulces de crema de cacahuete de la marca Reese.
—Ya era hora, Rubita.
—Sam está durmiendo —lo regañó ella.
—Precisamente por eso no he dado puñetazos en la puerta. Estaba a punto de abrirla con una ganzúa.
Kyra quería replicarle, pero no tenía fuerzas ni para discutir.
—¿Qué haces aquí?
Él se acercó y le dio un suave beso en los labios.
—Tienes la regla, y recuerdo de qué iba esto.
Su respuesta la tomó por sorpresa.
—¿Cómo lo sabes?
—Llevo casi tres semanas follándote sin parar, nena. Y antes, al teléfono, estabas gruñona sin motivo. Te conozco. Viví contigo casi tres años. He traído pastelitos Reese y bombones. Necesitas chocolate y muchos mimos.
Kyra pestañeó con fuerza, tratando de mantener a raya las lágrimas que amenazaban con escapar de sus ojos. Podía usar las hormonas como excusa, pero la verdad era que la emocionaba ver que Mike seguía siendo su Mike, el Mike de siempre. Un poco más brusco, pero sensible por dentro. Y su Mike sabía que ella lo necesitaba.
Se aclaró la garganta antes de decir:
—A lo mejor he madurado y ya no como estas cosas.
Él la miró de arriba abajo. Kyra enderezó un poco la espalda para parecer más alta, pero no sirvió de nada.
—Sí, se nota que ya no te gustan estas cosas —replicó él entrando en la casa y cerrando la puerta. Al echar un vistazo al salón y ver la cantidad de envases vacíos, su expresión se endureció—. No sólo no lo has superado, sino que lo llevas peor que antes —añadió.
Bueno, llevaba años sin contar con el apoyo de Mike, así que, claro, había tenido que aumentar la dosis de chocolate. No obstante, no estaba dispuesta a admitirlo, así que se conformó con una verdad a medias.
—Es que ahora somos dos chicas en la casa.
—Nena, tu hija es demasiado joven para tener la regla.
—No dejo que Sam coma cosas con chocolate habitualmente. No te imaginas cómo se pone cuando toma cafeína y azúcar. Pero necesitaba comer dulces, así que me inventé la fiesta del chocolate. Una vez al mes comemos todo el chocolate que nos apetece. Y ese día del mes es hoy. —Se encogió de hombros y añadió—: El chocolate ayuda.
Mike alzó una ceja.
—¿Seguro?
No, la verdad era que no. No había bastante chocolate en el mundo para sustituir a Mike.
Sin responder, Kyra volvió al sofá. El vientre y los riñones le dolían demasiado para seguir hablando de pie.
—Ven aquí —dijo Mike, levantándola en brazos y dirigiéndose con ella hacia el sofá—. Sé lo que necesitas.
—Puedo ir andando —se quejó ella con la boca pequeña.
—A mí no me lo parece.
Kyra guardó silencio. Después de todo, ella estaba demasiado cansada y él tenía toda la razón del mundo.
Mike se sentó en el sofá y le dio un beso en los labios.
—Venga. Ya sabes de qué va esto. Déjame darte lo que necesitas —le dijo en voz baja, en tono tranquilizador, mientras le soltaba las manos que lo agarraban por la nuca.
Mike se echó de lado; la tumbó consigo y la colocó mirando hacia afuera para que la espalda de Kyra quedara pegada a su pecho y la cabeza le reposara sobre un brazo. Con el otro le rodeó la cintura, le apoyó la mano en el vientre y comenzó a masajeárselo suavemente mientras trazaba pequeños círculos.
Kyra se tensó durante unos segundos, pero luego soltó el aire que había retenido al notar que la tensión la abandonaba en cada una de sus caricias. Cerró los ojos y se mordió el labio inferior para que dejara de temblarle.
«Dios mío. ¿Cuántas veces he soñado con esto?» Demasiadas.
—¿Mejor así? —le preguntó él dándole un beso en la coronilla.
Ella asintió con la cabeza. No se atrevía a hablar por si se le rompía la voz. Decir «mejor» era quedarse corto. Estaba mucho mejor. Muchísimo mejor de lo que había estado en tanto tiempo. Desde antes de dejar a Mike.
—Me alegro. No podía quedarme en casa sabiendo que estabas sufriendo —añadió Mike—. De hecho, deberías haberme llamado tú en vez de mentirme por teléfono para librarte de mí.
El corazón de Kyra se le encogió en el pecho al oírlo.
—Mike…
—Enciende la tele, nena —la interrumpió él acariciándole la cabeza con la barbilla—, aunque te advierto que no me apetece nada el atracón de telenovelas sudamericanas que me espera. Menuda manera más rara tienes de olvidarte de todo.
Ella cogió el mando a distancia.
—Ya no veo telenovelas. Me he reciclado: ahora veo «CSI».
Mike se echó a reír.
—Ahora sí que nos entendemos, Rubita.
Kyra pulsó un botón y en la tele aparecieron imágenes de «CSI». Suspirando, se arrebujó entre los brazos de Mike, apoyando una mano sobre la de él.
La sensación de su mano sobre el vientre le calmaba mucho el dolor, desde siempre. La sumía en una especie de trance. Se le relajaban todos los músculos y, después de un rato de ver la tele, siempre se dormía. Mike había hecho eso con ella durante cinco años. Durante los dos años que salieron juntos mientras ella aún vivía en casa de Cynthia, la iba a buscar, la llevaba a su casa y cuidaba de ella. Cynthia no dejaba que pasara la noche fuera, así que, cuando Kyra se relajaba lo suficiente para quedarse dormida, él la devolvía a su habitación.
—Me alegro de que apruebes mi decisión —dijo ella—. Sé lo mucho que sufrías con las telenovelas.
—No, no te lo puedes imaginar, pero si todavía te gustaran, seguiría viéndolas contigo.
Kyra estaba segura de ello porque Mike era así. Era un hombre distinto en algunas cosas, pero si en algo no había cambiado era en el modo de tratar a las mujeres de su vida. De hecho, el interior de Mike era básicamente el mismo; lo que había cambiado era el envoltorio.
—No es que me queje pero, por curiosidad, ¿por qué has dejado de ver telenovelas? Te gustaban mucho.
—Me tocaban las narices. La vida real no es así. En la vida real uno se jode la vida solito, sin necesidad de ningún villano que maquine ni interfiera en tus cosas. Al menos, en mi caso fue así.
Se había encontrado sola, desorientada, con un bebé a su cargo y un marido ausente, y no podía echarle las culpas a nadie más que a su mala cabeza. Nadie se había propuesto arruinarle la vida por diversión; se había ocupado ella solita. Había rechazado a Mike. Y había tomado todas las demás decisiones que la habían llevado a estar donde estaba. No había ninguna suegra maléfica trazando planes para separar a los amantes. Ningún exmarido celoso. Ningún padre mafioso. Nadie la había obligado a hacer nada engañada ni en contra de su voluntad. Y estaba muy enfadada consigo misma por haberse jodido la vida de esa manera. No podía echarle la culpa a nadie y, francamente, muchas noches habría deseado poder hacerlo para librarse de ese peso.
—Kyra…
Ella se tensó y el vientre volvió a contraérsele por el dolor al darse cuenta de que había hablado demasiado. Sacudió la cabeza débilmente.
—Grissom está investigando quién atropelló a un universitario. Sus compañeros tratan de descubrir al asesino —murmuró ella intentando cambiar de tema y poniéndolo al corriente del capítulo al mismo tiempo.
—Vale, nena. No te preocupes. Ya lo pillaré. Tú relájate.
Kyra pensó que iba a ser incapaz de relajarse, pero no le costó nada.
Cuando se hubo calmado lo suficiente, Mike aprovechó que había bajado la guardia para susurrarle al oído:
—Así que aquí es adonde fue a parar mi camiseta. Hace siete años.
—Mmm —murmuró ella.
Pensaba que Mike no se había dado cuenta porque no había hecho ningún comentario cuando le había abierto la puerta, pero debería haber sabido que a él no se le escapaban ese tipo de detalles.
Kyra cogió un dulce de crema de cacahuete, le quitó el envoltorio, le dio un mordisco y le ofreció el resto a él. Trató de no fijarse en cómo aprovechaba para lamerle las yemas de los dedos.
—¿Siempre duermes con mis camisetas?
Ella se encogió de hombros sin apartar la vista de la tele.
—A veces.
Al menos, siempre que se encontraba mal, como ese día, o cuando estaba baja de moral. La había lavado tantas veces que ya no conservaba su olor, pero se la seguía poniendo. Seguía comprando el mismo jabón que cuando vivían juntos para recrear su olor artificialmente, pero no había funcionado. El olor de Mike era único. ¡Y lo había echado tanto de menos!
—¿Por qué no me la dejaste el otro día, cuando me manché de zumo?
Kyra estaba demasiado floja para mentir, así que le dijo la verdad:
—No quería arriesgarme a que te la llevaras.
—No lo habría hecho. Puedo darte otras si quieres. Sólo tienes que pedírmelas. Y ni siquiera eso. Cuando vengas a mi casa, quédate a dormir y elige las que quieras.
Tenía razón. Podía arrasar sus cajones y renovar su arsenal. Aunque no sabía si sería suficiente. La verdad era que no sobreviviría si volviera a perder a Mike una vez más.
—Ya, mucho palabrerío, pero no me has devuelto la que te llevaste el otro día.
—Bueno, ya que sacas el tema, ¿de quién era esa camiseta? ¿De Josh?
—¿Josh?
—Sam mencionó a un tal Josh. ¿Quién es?
—El hermano de Alexa y guitarrista de Amantis. Pero no, la camiseta era mía.
Mike había fruncido el ceño cuando Sam había nombrado a Josh el día de la pizza, pero no había comentado nada hasta ese momento.
—Me alegro. No me gustaría que me dieras ropa de otro hombre.
—No hay otro hombre. Ni hay camisetas de nadie más que tú en esta casa.
—Me alegro —repitió él, cogiendo otro dulce de crema de cacahuete y dándoselo a Kyra antes de volver a apoyarle la mano en el vientre por debajo de la camiseta.
Tras disfrutar mucho viendo un par de capítulos llenos de sangre y vísceras, Mike preguntó:
—Y, cuando te quedas sin capítulos de «CSI», ¿qué ves?
—«Pesca radical».
Durante unos segundos, Mike se quedó demasiado sorprendido para responder.
—¿«Pesca radical»? ¿El programa sobre los pescadores en el mar de Bering? No es muy relajante, precisamente.
—Me gusta ver a esos tipos trabajando en esas condiciones tan duras. Pienso que, si ellos son capaces de sobrevivir, yo también.
Mike maldijo entre dientes.
—Joder. Pensaba que con el tiempo el dolor habría aflojado.
—Pues no —dijo ella.
Y eso que llevaba años tomando la píldora. En teoría, eso también tendría que haberla ayudado con el dolor menstrual, pero no había sido así. En parte por eso se había pasado a los implantes de hormonas.
Tampoco le habían servido de nada.
Cuando su vientre volvió a contraerse dolorosamente, Kyra se tensó, pero Mike siguió acariciándola y murmurándole palabras de consuelo hasta que lo peor pasó.
—Ya estoy mejor —susurró.
—¿Cómo te las has apañado todos estos años?
—Apretando los dientes.
Como había hecho con todo lo demás. Por fortuna, ese dolor tan fuerte sólo lo tenía una vez al mes.
—¿Tu ex no…?
—¿Si me ayudaba? —Kyra resopló burlona—. Drake nunca estaba en casa y, si por casualidad coincidía que estaba allí cuando me venía la regla, ya se encargaba de desaparecer rápidamente.
Notó que Mike se ponía tenso pero, aparte de un par de maldiciones, no dijo nada más. Kyra puso la mano sobre la suya y entrelazó los dedos con los de él.
—Gracias, pero estoy segura de que tienes cosas mejores que hacer un domingo por la noche que…
Él la interrumpió.
—No hay ningún sitio en el mundo donde preferiría estar. Quiero estar contigo. Y mañana te traeré la mecedora.
—No. Quédatela. Me gusta saber que hay algo mío en tu casa.
Mike se quedó inmóvil.
—¿De verdad crees que eso es lo único tuyo que hay en mi casa?
—Hum, sí, creo que sí.
—Mañana te traeré la mecedora —repitió él al cabo de un rato en un tono más brusco que antes—. Y, por cierto, no quiero verte por el gimnasio mañana.
—Pero tengo que…
—Llama y di que estás enferma.
—Mañana estaré mejor. Ya sabes que el peor es el primer día.
—Te digo que mañana no vas a trabajar.
—Vale —se rindió Kyra, dándole golpecitos en la mano.
No quería discutir. Iría al gimnasio sin su permiso. Había ido a trabajar muchas veces dopada hasta las cejas con analgésicos. Sin duda podía dar un par de clases de aeróbic.
Él tampoco parecía tener ganas de discutir. Y, como la conocía bien, se sacó el móvil del bolsillo lateral de sus pantalones cargo y marcó algunos números.
—Mike, ¿a quién llamas?
Antes de que pudiera responder, alguien contestó al otro lado de la línea.
—Buenas, hermanita. Kyra está enferma. Cancela sus clases de mañana. Sí, se lo diré. Adiós. —Tras dejar el teléfono en la mesita, al lado del de ella, siguió masajeándole el vientre—. Problema resuelto.
Kyra se encontraba demasiado mal para discutir.
—Definitivamente, no eras así de mandón cuando vivíamos juntos.
—Era un veinteañero, Rubita. Todavía se me podía manipular. Pero dejaste escapar tu oportunidad. Ahora soy un treintañero. Tengo unas costumbres muy arraigadas y tendrás que acostumbrarte a ellas.
Cuando Kyra estaba a punto de replicar, sonó su teléfono. Era un mensaje. Tras leerlo, hizo un ruido de extrañeza con la boca cerrada.
—¿Qué pasa? —preguntó Mike.
—No estoy segura. Supongo que Sara estaba con tu abuela, porque sabe que me encuentro mal. Me ha enviado un mensaje deseándome que me recupere pronto acompañado de cuatro emoticonos: dos corazones y dos… ¿cacas? No entiendo lo que quiere decirme.
Mike miró la pantalla y se echó a reír.
—No son cacas, nena. Son bombones Hershey’s Kisses. O eso es lo que ella piensa.
—¿Me tomas el pelo? —Lo que Rebecca le había enviado eran los típicos emoticonos de cacas con ojos.
—Qué va —repuso Mike—. Llevo meses tratando de explicarle que no son bombones, pero no me cree. Wilma y Greta tampoco me creen. Deberías leer los mensajes de su grupo. Entre el autocorrector y los emoticonos que usan, son dignos de ver.
—¡Anda ya! ¡Te estás burlando de mí!
—¡Que no, te lo juro! Pero bueno, cada vez que me mandes a la mierda, entenderé que quieres regalarme bombones —replicó él, y su risa retumbó dentro de Kyra.
Ella se contagió de su buen humor y empezó a reír, cada vez con más fuerza, hasta que no pudo parar. Antes de que Mike llegara, le dolía hasta respirar. Ahora se estaba partiendo de risa, temblando de arriba abajo y, aunque le seguía doliendo la tripa y los riñones, era mucho más soportable.
—Cómo lo echaba de menos, nena —susurró él cuando se calmaron un poco.
—¿Echabas de menos verme enferma?
—No, eso nunca he podido soportarlo, y lo sabes. Echaba de menos charlar contigo, reír contigo, cuidar de ti.
—Yo también lo echaba de menos —repuso Kyra—. Mucho. Todo el tiempo.
Le cubrió la mano con la suya y se arrebujó contra su pecho. Su aroma la envolvía. Sus caricias la calmaban. Poco a poco se fue durmiendo, sintiéndose más relajada de lo que había estado en siete años. Lo último que oyó antes de caer dormida fue:
—Ya no tendrás que apretar los dientes nunca más.
Cuatro episodios más tarde, Kyra estaba dormida. Su cuerpo finalmente se había relajado. Mike soltó el aire lentamente y se relajó también. Odiaba verla sufrir. Durante los años que habían pasado separados, se había preguntado un millón de veces cómo debían de irle las cosas sin él. Se volvía loco pensando que otro hombre la estaría consolando. Pero ahora que sabía que nadie lo había hecho, y que había tenido que pasar todo ese dolor sola cada mes, se lo llevaban los demonios.
Mike se había dado cuenta de lo que le ocurría en cuanto ella le había colgado el teléfono, así que había comprado los dulces y se había plantado en su puerta. Durante el camino se había ido diciendo que ojalá los bombones no hicieran falta. Esperaba que las molestias que le daba la regla se hubiesen aplacado durante esos años. Pero cuando ella abrió la puerta y la vio, blanca y encorvada, sujetándose el vientre con las manos, se le hizo un nudo en el pecho.
Ni siquiera se había calmado al ver que llevaba puesta una de sus viejas camisetas. Joder, se la veía tan diminuta y frágil.
Kyra se revolvió entre sus brazos.
—¿Mike?
—Estoy aquí, gatita.
Al ver que ella no decía nada, insistió:
—¿Querías algo?
—No. Sólo me aseguraba de que eras tú de verdad, y no un sueño.
A Mike se le secó la garganta y tuvo que tragar saliva varias veces para poder hablar.
—Vamos, te llevaré a la cama.
Kyra no dijo nada pero, cuando él se puso de pie con ella en brazos, ocultó la cara en su hombro. Tras acostarla, Mike se tumbó a su lado por encima de la colcha, acariciándola con cariño mientras la sujetaba con fuerza por la cintura. Sabía que corría el riesgo de hacer un agujero en la ropa con su erección, pero no podía apartarse.
—Mike, ¿qué haces?
—Tumbarme a tu lado. Duerme. Yo te cuido.
—Estás cachondo.
Él sonrió.
—Ya lo sé.
Kyra titubeó.
—¿Quie… quieres? Sé que nunca te importó, pero…
—No, no me importa que tengas la regla, pero sé que a ti sí. Estás incómoda y te duele, así que nada de sexo. No me pasa nada por aguantarme un par de días.
Aunque estaban a oscuras, Mike notó que ella se ruborizaba. Era adorable.
—No hay nada de lo que avergonzarse, nena. Ya sabes lo mucho que me gustaba.
Kyra no tenía el cuerpo para fiestas pero, cuando se le pasaba el dolor, solía convertirse en una gatita muy ardiente, que podía correrse tan sólo con frotarse contra él, sin darle tiempo a quitarse la ropa.
Nunca tenían relaciones completas cuando tenía la regla porque ella no se sentía cómoda, pero eso no les impedía jugar tanto como podían.
—No te preocupes por mi erección —siguió diciendo él, tratando de borrar esas imágenes de su mente. No necesitaba torturar a su polla ya dolorida más de lo necesario—. Lo peor que puede pasar es que me corra en los pantalones. Y no sería la primera vez, para qué negarlo.
Ella se echó a reír.
—Pues todas esas veces fueron culpa tuya. Por tozudo.
—Es verdad.
Kyra había tratado de convencerlo de que ya estaba preparada para acostarse con él desde que cumplió los diecisiete, pero él había insistido en que esperaran hasta que tuviera dieciocho. No había querido que se sintiera presionada de ninguna manera para que no se arrepintiera de su primera vez. Pero ella no estaba de acuerdo, y había probado todos los trucos que estaban al alcance de su mano para hacerlo cambiar de opinión. Mike había ganado, pero al final del año Kyra había hecho que se corriera en los pantalones tantas veces que se ruborizaba sólo de recordarlo.
—No pienso hacerlo con condón cuando me acueste contigo —le había dicho él entre gruñidos un día en que los toqueteos habían subido tanto de intensidad que había estado a punto de rendirse—. Más te vale ir al médico a que te recete la píldora. Te garantizo que, cuando cumplas los dieciocho, no voy a dejarte salir de la cama. Tengo tantas ganas acumuladas… Lo más probable es que te deje embarazada el primer día.
Ella lo había mirado horrorizada.
—No puedo tener un bebé ahora.
Él se había encogido de hombros.
—Preferiría dejarte embarazada más adelante, pero si te quedaras ahora, también me parecería bien. No me importa. Tú eliges.
Al día siguiente, Kyra le había pedido que la acompañara al centro de salud. Había empezado a tomar la píldora y, durante los cuatro últimos meses antes de cumplir los dieciocho, lo había provocado sin piedad cada vez que se enrollaban. Sólo el hecho de pensar en la posibilidad de penetrarla sin nada que se interpusiera entre sus sexos hacía que se volviera loco de lujuria, pero había resistido.
El susurro de Kyra lo devolvió al presente:
—Pues si no quieres sexo…
Mike se echó a reír.
—No te equivoques, cariño. Quiero sexo, ni te imaginas cuánto. Pero quiero que pasemos al siguiente nivel. Quiero más.
Mike sintió que ella se tensaba entre sus brazos.
—¿Qué quiere decir exactamente más? —preguntó muy despierta.
Al parecer, iba a tener que deletreárselo.
—Lo quiero todo. Absolutamente todo —dijo Mike—. Para empezar, quiero quedarme a dormir. Toda la noche. No quiero tener que volver a levantarme de madrugada. Ni volver a esconderme. No quiero esconderme de nadie, joder.
Kyra se tensó un poco más.
—Pero…
—El fin de semana que viene mi hermana estará por aquí —añadió él—. Viene de visita con su familia. Quiero que Sam y tú vayáis a la barbacoa en casa de mis padres.
Asustada, Kyra trató de levantarse de la cama, pero él tuvo que agarrarla con más fuerza para impedírselo.
—Me parece mala idea, Mike.
Él se colocó entonces encima de ella, aprisionándola con las caderas.
—Entiendo tus condiciones. Sé que no hay futuro para lo nuestro. Sé que te marcharás, y sabes que no te seguiré, pero ahora estás conmigo. Y, mientras eso dure, quiero poder follarte hasta que ninguno de los dos sea capaz de caminar, pero también quiero hacer todo lo que hacen las parejas normales sin tener que preocuparme de si hay gente a nuestro alrededor o no. No permitiré que me apartes de tu lado o que te tenses cuando trate de tocarte delante de alguien. No puedo más.
Realmente lo llevaba muy mal.
Como lo de tener que ir a la boda de James solo, sin ella. Kyra se había excusado diciendo que en esa fecha estaría en Nueva York, pero estaba seguro de que no habría aceptado acompañarlo si se lo hubiera pedido.
—Sam…
—Deja de usar a tu hija como escudo. Siempre dices que lo haces para protegerla, para que no se encariñe conmigo, pero no es verdad. Lo haces para protegerte a ti misma, porque tienes miedo. Sam no tiene nada que ver en esto. ¿Sabes una cosa, gatita? Esa niña ya me ha cogido cariño. Me cogió cariño la primera vez que me vio y decidió seguirme por todo el gimnasio. A estas alturas no puedes obligarla a romper el contacto conmigo porque no servirá de nada.
—Lo sé —admitió Kyra en voz baja—. Te tiene en un pedestal.
—Como yo a ella.
—Temo que Sam piense que…
—¿Qué? ¿Que puede contar conmigo? ¿Que estaré ahí siempre que me necesite? Pues que lo piense. Es la verdad. Yo no soy Drake. Siempre que me necesite, estaré ahí. Me da igual dónde viváis o lo que haya sucedido entre nosotros.
Kyra asintió. Lo sabía. Y, al parecer, eso aún la asustaba más.
—No pienso seguir ocultándome como si fuera tu secreto inconfesable —añadió él en voz baja pero severa.
—No eres mi secreto inconfesable.
—Entonces ¿por qué no quieres ir a casa de mis padres la semana que viene? ¿Te da miedo que te contagiemos algo?
—¡Claro que no!
—Entonces ¿por qué? —exclamó él, perdiendo la paciencia.
—No me da miedo, pero me da muchísima vergüenza. ¡Por eso! La cagué mucho. Te abandoné. Deberían odiarme. Y, en vez de eso, vuelvo al pueblo en mi peor momento, sin dinero, sin nada, y todos se desviven por ayudarnos a mí y a mi hija. Una niña que no es tuya.
Mike se compadeció de ella.
—Kyra…
—¿Sabes? Cuando volví a Alden con Sam y Drake para ir al entierro de mi padre adoptivo, tu madre y tu abuela vinieron a preguntarme si la niña era tuya. Me partió el corazón tener que decirles que no. Tu madre me dijo que no sabía qué había pasado entre nosotros pero, que fuera lo que fuese, estaba segura de que había sido un error. Que me había equivocado casándome con otro hombre y que nunca iba a encontrar a otro como tú. Tu familia te quiere. Y saben que yo te hice daño.
—Pero no te odian. Ni a Sam. Os quieren a las dos.
Las cortinas estaban descorridas, así que Mike vio perfectamente las lágrimas que se deslizaban por las mejillas de Kyra.
—Lo siento mucho, cariño —añadió ella—. Siento haberte dejado. Siento que Sam no sea tuya. Siento haberte hecho sufrir tanto. Siento haber sido tan inmadura como para dejar lo más importante de mi vida para ir en busca de tonterías.
—No me parece que la fama o la realización personal sean tonterías —susurró Mike secándole las lágrimas.
No obstante, había tardado años en comprenderlo, en comprenderla a ella.
Kyra negó con la cabeza.
—No es tan maravilloso como lo había imaginado. Ni tan gratificante. Sin ti me sentía perdida.
—Deberías haber venido a buscarme.
—Me daba demasiada vergüenza volver a Alden. Te había dejado tirado. Y quería que mi bebé fuera tuyo, pero no lo era.
—Te habría recibido con los brazos abiertos, gatita. Y ti y a tu bebé.
Los preciosos ojos de Kyra estaban tristes, resignados.
—Tenía que intentar hacer funcionar mi matrimonio. Se lo debía a mi hija. Y aún quería hacer realidad mis sueños. Además, tú estabas muy ocupado follándote a todo lo que se te ponía por delante, ¿ya no te acuerdas?
Cuando Mike bajó la vista y maldijo entre dientes, ella hizo una mueca.
—Perdona. Eso no venía a cuento.
—Sólo para que conste, empecé a hacerlo después de verte con Sam en brazos y aquel capullo arrogante a tu lado. Me pasé una semana entera borracho. Estaba tan herido y furioso que no sabía cómo seguir adelante con mi vida.
—Y decidiste empezar a entrenar para participar en las olimpiadas del sexo —replicó ella.
Mike la acarició la cara.
—Si hubiera pensado que tenía alguna oportunidad contigo, habría ido al fin del mundo a buscarte. Me dijiste que no querías casarte y, un año después, te encuentro casada con otro. Pensé que lo que no querías era casarte conmigo. Y, sobre lo de las olimpiadas del sexo, te aseguro que no me sirvieron de nada. Era inútil, nena, porque ninguna de ellas eras tú.
—¿Y Melanie?
Mike negó con la cabeza.
—Melanie es una mujer hermosa y encantadora, pero no estaba enamorado de ella. Salimos unas cuantas veces, pero cuando volviste me di cuenta de que no tenía sentido.
Ni siquiera se había acostado con ella. Pensó que, tal vez si se olvidaba del sexo, podría lograr una relación que funcionara. Que no sentiría esa inquietud en las tripas después del sexo; esa necesidad de salir corriendo. Sin embargo, no había funcionado.
Mike siguió abrazándola, meciéndola entre sus brazos con la cabeza hecha un lío.
—Fue el mayor error de mi vida —murmuró.
—¿El qué?
—Dejarte salir de mi vida después de que me rechazaras. Ése fue el mayor error de mi vida, y no he pasado ni un solo día sin lamentarlo. Joder. No debería haberte dejado marchar. Debería haberte obligado a escucharme. Tendríamos que haber llegado a un acuerdo. Tendría que haberme quedado a tu lado, aunque no nos hubiéramos casado. Pero estaba herido en mi orgullo. Fui un inmaduro. Te dejé marchar y esperé a que volvieras a mí. Me negué a aceptar que tú también tenías tus razones.
—Yo también me porté como una cría inmadura. En vez de hablar las cosas, te pegué la bronca por declararte. Estábamos juntos. Teníamos una relación. Debería haberlo hablado contigo antes de aceptar el empleo.
—Tú sólo querías bailar, nena. Y yo debería haberme asegurado de hacerlo realidad. Debería haberme asegurado de que cumplías tu sueño mientras yo te guardaba las espaldas. Pero, en vez de eso, te arrojé a los tiburones. Te dejé sola, sin protección.
Mike no había querido romper con su vida en Alden. Allí tenía su familia, el gimnasio, los amigos. Sí, tenía responsabilidades, pero ni siquiera se había planteado la posibilidad de ceder, de llegar a un acuerdo.
—Mike…
—Y lo he pagado. Llevo siete años pagándolo. Y ¿todo por qué? Por mi jodido orgullo.
Su ego herido era la única excusa que tenía para no haber ido a buscarla y solucionar las cosas hablando.
Kyra lo abrazó con fuerza.
—No fue culpa tuya, cariño.
Ya podía repetirlo tantas veces como quisiera, pero nunca se libraría de la culpabilidad.
Mike se despertó con la cara de Sam a escasos centímetros de la suya.
—¿Te has quedado a dormir? —le preguntó la niña frotándose los ojos.
«¡Oh, mierda!»
Miró hacia abajo. Al menos, estaba vestido.
—Tu mamá no se encontraba bien, así que me quedé a cuidarla —respondió en un susurro.
—¿Ya se encuentra bien?
—Sí, pequeñaja, ya se encuentra bien. ¿Tienes hambre?
Sam asintió.
—Me dijo que me prepararía gofres.
—Vamos antes de que se despierte. Necesita descansar. Yo prepararé el desayuno.
—¿Sabes hacer gofres? —preguntó la niña escéptica.
—Pues sí —le aseguró él guiñándole un ojo—. No me salen tan ricos como a la abuela Rebecca o a mi madre, pero sí me salen bastante decentes.
Mike se levantó de la cama con cuidado, tapó bien a Kyra y se volvió hacia Sam. Cuando la niña alzó los brazos, él la levantó.
—¿Puedo ayudarte? Siempre ayudo a mamá —le dijo mientras entraban en la cocina.
—Claro.
Mike la sentó en la encimera, sacó un bol de un armario y se dirigió a la nevera a buscar los huevos.
Se dio cuenta de que Sam no era especialmente madrugadora, porque se movía con lentitud y no hablaba tan deprisa como de costumbre. Por alguna razón, parecía un poco insegura. Ni siquiera cuando él le habló de la fiesta de la espuma que la pequeña esperaba con tanta ilusión, la niña se animó.
Mientras preparaban el desayuno codo con codo, Sam le preguntó a bocajarro:
—Mike, ¿yo te gusto?
Él se quedó de piedra.
—Claro, pequeñaja. ¿Por qué no ibas a gustarme?
Ella se encogió de hombros.
—Quiero gustarte. Mamá es más feliz cuando tú estás cerca. Papá… A papá no le gusto. Por eso nunca iba a casa.
Mike se quedó pasmado. ¿Habría sido capaz ese pedazo de capullo de decirle a su propia hija que no le gustaba?
—Sam, estoy seguro de que a tu padre le gustas.
La niña bajó la vista.
—Una vez estaba gritando y lo oí decir que era un estorbo.
«Menudo imbécil.»
Mike respiró hondo para calmarse.
—Cariño, los mayores a veces dicen cosas que no sienten. Y estoy seguro de que él no lo sentía así. No tienes que preocuparte de nada. A mí siempre me gustarás. Pase lo que pase, estés donde estés, siempre podrás contar conmigo.
Las palabras de Mike parecieron calmarla un poco, porque Sam asintió solemnemente y siguió batiendo los huevos.
Aunque tardó un poco en quitarse de encima el sueño, cuando lo hizo empezó a hablar sin parar sobre la fiesta de la espuma a la que quería ir, y sobre la casa en el árbol que quería construir en el patio.
Cuando ya casi habían acabado, Mike oyó ruido en el dormitorio de Kyra. Poco después, ella entró en la cocina. No sabía si ella esperaba que desapareciera antes del amanecer, pero el caso es que parecía inquieta, preocupada.
Se acercó a ellos.
—Eh…, buenos días —los saludó sin mirar a Mike a los ojos.
No pensaba dejar que Kyra volviera a erigir muros entre ellos. Estaba harto de eso. Así que la agarró por la nuca y la acercó a él.
—Buenos días, preciosa —dijo antes de besarla en los labios. Fue un beso breve pero firme. Además, no la soltó enseguida. Permaneció unos segundos mirándola fijamente y acariciándole la mejilla con el pulgar.
Kyra se ruborizó.
—Buenos días —susurró contra sus labios mirándolo con cariño.
—¡Puaj, qué asco! —exclamó Sam de pronto, aunque, al mirarla de reojo, Mike comprobó que tenía una sonrisa de oreja a oreja.