4

Mike volvió a entrar en el gimnasio tras una breve pausa, y el café que llevaba en la mano estuvo a punto de caérsele.

Cuando se había marchado —no hacía ni media hora—, lo había dejado todo en orden. Pero ahora el pasillo estaba abarrotado de mujeres en tanga que llevaban sillas de un lado a otro.

—¿Qué cojones pasa, Sara? ¿Qué es esto? —le preguntó a su hermana, al verla entre las demás mujeres con una silla plegable.

—Es que hoy empieza la clase de aeróbic exótico —respondió ella con una enorme sonrisa—. Va a ser espectacular. Estamos a tope de gente. No cabe nadie más.

Mike se pasó la mano por el pelo e hizo una mueca. «Madre del amor hermoso…»

Nunca había visto nada igual. Su padre había hecho cambiar el espejo al día siguiente. Dos días después, todo estaba como nuevo y Sara había organizado los horarios. Ahora ofrecían un montón de cursos de mierda que iban a obligar a Kyra a pasarse media vida en el gimnasio. Tenía clases todos los días excepto los miércoles, que era cuando posaba en el centro comunitario. Tres días más tarde, no sólo tenían los cursos llenos, sino que además tenían lista de espera. Mike había tratado de convencer a su padre de que era una mala idea. Incluso se había ofrecido a pagar los espejos de su propio bolsillo. Se había ofrecido a pagar las reformas, los ingresos que dejaran de ganar… Estaba dispuesto a cualquier cosa para mantener a Kyra lejos del gimnasio. Había gritado, amenazado, rogado y sobornado, pero no había servido de nada.

En poco más de una semana, Kyra se había adueñado de su gimnasio. De su vida, para ser más exactos.

—Esa mierda no empieza hasta dentro de cuarenta minutos —refunfuñó Mike, mirando el reloj.

Sara se echó a reír.

—Bueno, ya sabes que mirar a Kyra es todo un espectáculo.

Mike se tragó una maldición. Sí, ya lo sabía. Llevaba una semana aguantando esa tortura. Las jodidas clases de aeróbic o de danza lo tenían tan excitado que apenas si podía pensar. Y el público —mayoritariamente masculino— que llenaba las paredes de la sala para ver el espectáculo en primera fila despertaba su instinto asesino.

Se abrió camino entre la multitud de mujeres tratando —en serio— de no mirar hacia el interior de la sala donde Kyra estaba bailando, pero fue inútil. Sus malditos ojos lo traicionaron, como siempre. Kyra era tan hermosa. Era preciosa cuando reía, cuando se enfadaba, cuando estaba triste…, pero cuando bailaba ya era algo de otro planeta. Daba igual el ritmo que sonara. Era como si la música la envolviera y la impulsara, poniéndola en movimiento. Y luego estaba su actitud descarada cuando bailaba. Era un todo. Su cuerpo era la perfección en movimiento.

«¡Mierda!» No debería haber vuelto a tocarla. Había tardado años en salir del pozo sin fondo de desesperación que le había causado su rechazo. Y ahora volvía a tener el tacto de su piel bien fresco en sus dedos. Burlándose de él. Igual que el beso que habían compartido. Su sabor, su olor, su sonrisa, todo su ser.

Ahora que Kyra había regresado, los sueños habían vuelto con ella. Sueños de los que Mike se despertaba con una erección enorme y dolorosa y con el corazón tan oprimido que apenas si podía respirar.

Al principio había conseguido evitarla, pero esa técnica ya no le servía porque, allá adonde iba, se la encontraba. O eso le parecía. Joder, no podía ir a nadar a la piscina después de correr con Max de buena mañana porque ella estaba allí dando clases de aquadance, sonriendo y tocándole mucho los cojones. Las clases eran a las ocho de la mañana. ¿Es que aquellas señoras —su abuela entre ellas— no tenían nada mejor que hacer a las ocho de la mañana?

Había ido invadiendo su espacio centímetro a centímetro y había acabado ocupando el gimnasio: su santuario. Y ahora ya no le quedaba ningún sitio donde refugiarse.

Se acabó el café de un sorbo, estrujó el vaso y lo tiró a la papelera antes de dirigirse hacia el tatami.

—Aquí estás —oyó Mike mientras alguien le tiraba de la camiseta hacia abajo.

Sonrió sin poder evitarlo.

—Hola, pequeñaja. He salido a buscar un café.

Sam lo miró con sus grandes ojos grises.

—¿Y a mí? ¿No me has traído nada?

Mike se metió la mano en el bolsillo trasero de los pantalones y sacó una piruleta.

—Toma.

La niña la aceptó con una sonrisa radiante antes de abrazarse con fuerza a su muslo, pegándole la cara a los pantalones.

—¡Te has acordado!

Sí, lo tenía bien entrenado.

Como si tener que ver a Kyra por todas partes no fuera ya lo bastante malo, encima tenía a Sam persiguiéndolo todo el día. Se suponía que la niña sólo tenía que ir al gimnasio un par de horas un par de días a la semana, pero en realidad estaba allí casi a diario. Al principio se había dedicado a perseguir a su padre mientras hacía recados y arreglaba cosas, pero pronto había cambiado de víctima, y ahora iba a todas partes donde iba Mike, persiguiéndolo con su preciosa sonrisa y sus adorables hoyuelos. Era incapaz de echarla de su lado. Lo había intentado, pero siempre con delicadeza. No podía ser maleducado con ella. No le salía. Además, tampoco habría servido de nada. Sam no se habría molestado y habría continuado persiguiéndolo y haciéndole preguntas sin parar.

Si Kyra había tardado poco más de una semana en adueñarse de su vida, Sam había tardado un instante. Sólo había tenido que sonreírle.

Cuando Mike acabó la clase, vio que Max se acercaba con el ceño fruncido.

—Tío, ¿sabes dónde andan mis alumnos de clase de kickboxing? Llevo esperándolos en el ring más de diez minutos. No hay nadie. ¿Se ha cancelado la clase y nadie me ha avisado?

—No, que yo sepa no se ha anulado. ¡Oh, mierda…! —exclamó Mike de pronto, sospechando dónde iba a encontrarlos.

Se dirigió a la sala donde estaba Kyra, con Max pisándole los talones.

Efectivamente allí estaban unos veinte tíos, con el equipo de kickboxing en las manos, alineados en la pared del fondo, con la boca abierta y los ojos a punto de salírseles de las órbitas.

«Joder, joder, joder», maldijo Mike.

Debería haber adivinado que eso iba a pasar. Había sucedido lo mismo con los otros tres cursos que había empezado a dar Kyra: el de hip-hop, el de abdominales y glúteos y el de gimnasia con música disco. Ver a quince mujeres saltando y sudando al ritmo de It’s raining men2 había provocado algunos daños colaterales entre los clientes masculinos del gimnasio. Al fin y al cabo, las únicas clases para mujeres que habían ofrecido antes de la llegada de Kyra habían sido las de defensa personal, y en esas clases los culos no se bamboleaban demasiado. Pero las cosas habían cambiado mucho últimamente. Sólo hacía falta echar un vistazo a esa panda de idiotas babeantes que trataban sin éxito de ocultar sus erecciones tras el equipamiento de kickboxing. Probablemente estaban a punto de romper los protectores que llevaban en la zona inguinal.

Pidiéndole paciencia a Dios, Mike se plantó ante ellos y los fulminó con la mirada. Luego chaqueó los dedos.

—¡Largo de aquí! —murmuró con los dientes apretados, tratando de no interrumpir la clase.

Nadie le hizo ni caso. De hecho, aquellos a los que estaba tapando la vista se inclinaron a un lado para poder seguir disfrutando del espectáculo. Cuando Mike se volvió para ver qué los hacía babear de esa manera, su mandíbula fue a parar al suelo. Kyra estaba sentada en una silla, mirando hacia el respaldo, sofocada y cubierta de sudor. Tenía las piernas totalmente abiertas a lado y lado y se arqueaba lentamente arriba y abajo al ritmo de la música, con su larga melena rozando el suelo. Hizo algo con los brazos y se impulsó. Levantó una pierna por encima de la silla y volvió a arquear la espalda mientras levantaba las dos piernas a la vez.

Su polla se puso firme tan deprisa que Mike sospechó que le había roto los pantalones. No le extrañaba que todos esos tipos se estuvieran cubriendo sus partes con los cascos.

¿Qué demonios era eso? Sara lo había llamado aeróbic exótico. Vale, él no era un experto en la materia, pero eso no se parecía a ninguna clase de aeróbic que hubiera visto antes.

Era mucho más parecido a follar. Mucho más.

—Caray… —oyó decir a Max a su lado—. No me extraña que me hayan dado plantón. Deberíais trasladar las clases de Kyra al fondo del gimnasio. Así al menos podría pescarlos y meterlos en el ring a la fuerza mientras se dirigen hacia allí. O no —añadió, lo que provocó un gruñido de su amigo.

—Yo también quiero hacer eso —dijo Sam a su espalda.

—No, no quieres hacerlo, pequeñaja —repuso Mike. Acto seguido, se volvió hacia los mirones con los puños tan apretados que no sentía los dedos—. Tenéis dos segundos para salir de aquí. Si queda algún gilipollas después, me ocuparé de patearle el culo con tanta fuerza que tendrá que llevárselo a casa en una caja —dijo sin importarle si interrumpía o no la clase. Bastante hacía conteniéndose, porque lo que le apetecía era partirles la cara a todos por estar allí mirando a Kyra. Y a Sara, que también participaba en la clase.

Max dejó escapar un silbido y señaló hacia el fondo de la sala.

—Espero que tengas un buen seguro, tío, porque Christy está ahí. Si mi hermano entra y se encuentra a su mujer bailando a lo Dirty Dancing con una silla enfrente de un público tan… crecido, se va a poner como una fiera.

—Pues que pida tanda y haga cola —replicó Mike. Porque el que iba a ponerse como una fiera era él. Con el rabillo del ojo vio que Kyra lo estaba mirando con desconfianza, pero no había parado la clase.

—¿Qué le pasa en el hombro izquierdo? —preguntó Max en voz baja.

—No lo sé.

Mike ya se había dado cuenta de que lo movía lo menos posible, pero tenía tanta gracia bailando y sus movimientos eran tan fluidos que casi no se notaba.

Max miró a Kyra, volvió a mirar a Mike y sacudió la cabeza.

—Estás bien jodido, amigo. De más de una manera. Y no sólo por Cole.

—Lo superaré —refunfuñó Mike al tiempo que sacaba a los rezagados a empujones.

—Pues a mí no me lo parece —murmuró Max a su lado.

«Ya», pensó Mike. A él tampoco se lo parecía.

Eso ya pasaba de castaño oscuro. Su padre tenía que entender que las cosas no podían seguir así. El gimnasio no estaba equipado para manejar esos niveles de estrógenos. Estaba lleno a rebosar de testosterona, lo que lo convertía en un polvorín. Pero antes de que pudiera encontrar a Dan, su abuela lo interceptó.

—¿Estabas viendo la clase de aeróbic exótico? Me preguntaba si Kyra podría dar una clase parecida para la tercera edad. Los andadores le darían un punto interesante, ¿no crees?

Mike no supo si echarse a reír o a llorar.

—No empieces…

Su abuela lo agarró del brazo.

—Mike, necesito que me hagas un favor.

Él resopló antes de responder:

—Ni lo sueñes.

Seguía enfadado con ella por la encerrona de la última clase de pintura al natural. Mike había decidido que lo mejor sería no ir. Aunque sabía que todos los solteros de Alden —y la mitad de los casados— se habían ofrecido para posar junto a Kyra, confiaba en que su abuela elegiría a alguien de confianza y no a un perro en celo, lo que excluía al noventa y nueve por ciento de los candidatos. Podía elegir a un ciego. O a alguien sin brazos. O, mejor aún, a un ciego sin brazos, ¿no? Pues no. El día antes de la clase su abuela le había comunicado que habría no uno, sino dos modelos masculinos sustituyéndolo. Ambos bomberos, de veintipocos años. Querían probar posturas creativas, le había dicho. Mike había apretado los dientes con fuerza pero no se había rendido. Le daba igual lo que ocurriera. Le. Daba. Lo. Mismo. Pero, tras pasar una horrible noche en blanco, se había acercado al centro comunitario sigilosamente cinco minutos antes de que empezara la clase, había amenazado a los dos tipos, los había enviado a sus casas y había ocupado su lugar.

Rebecca le había dirigido una de esas sonrisas sabelotodo que tanto le tocaban las narices. Cada vez que él se lo echaba en cara, ella pestañeaba como si no supiera de qué le estaba hablando. Y eso era exactamente lo que estaba haciendo ahora: pestañeando con inocencia y fingiendo no verlo.

—Le dije a Greta que le llevaría a Sam. Kyra va a quedarse aquí un par de horas más y luego tiene que ir a ver a tu padre para firmar el contrato. Se va a hacer demasiado tarde para Sam.

—Y ¿a mí qué me cuentas?

—No me encuentro muy fina y Greta no puede venir a recoger a la niña. Necesito que la lleves a casa.

Mike no quería empezar a llevar a la niña arriba y abajo y, desde luego, no quería encariñarse más con ella. Su vida ya era bastante complicada, no necesitaba más mierdas.

—¿No puede llevarla mamá? ¿O Sara?

—Tu madre se ha ido a Boston y no volverá a tiempo. Y Sara se ha apuntado a todas las clases de Kyra.

—¿Y Wilma?

Normalmente Wilma llevaba a su abuela y a Sam a casa de Greta y pasaba la tarde con ellas.

—No puede. Ha tenido un accidente.

—¿Qué? ¿Dónde? —preguntó Mike, preocupado. Quería tanto a Wilma y a Greta como a su propia abuela.

Rebecca buscó su teléfono móvil, pulsó varias teclas y se lo dio.

Mike vio que le mostraba una conversación del grupo de Las chicas de oro de Alden que su abuela compartía con Greta y Wilma.

El primer mensaje era de Wilma. Había llegado hacía media hora.

Iba volviendo a Alden con el pedal a fondo cuando mis tetas neumáticas se han pinchado. Estoy esperando al club de asistencia en carretera. No llego a tiempo.

El siguiente mensaje decía:

Maldito autocorrector. Mi neumático se ha pinchado, no mis tetas.

Y el siguiente:

Mis tetas se pincharon hace dos décadas. Un día estaban allí y, al día siguiente, ¡bam!, ya no estaban.

«Oh, Dios mío.»

Había más mensajes. Mike se ordenó no seguir leyendo, pero no fue lo bastante rápido y, sin querer, leyó algo del siguiente mensaje, escrito por Greta, sobre sus tetas marchitándose.

No. Iba a quedar traumatizado de por vida.

—¡Abuela! ¡De verdad! —protestó devolviéndole el teléfono.

—¿Qué?

—Demasiada información. ¿Rachel viene de camino? —Rachel era la nieta de Wilma, y su principal aliada a la hora de mantener a las abuelas a raya.

—Sí. Y deberías haber dejado de leer después de la primera línea.

Lo había intentado. Dios era testigo de que lo había intentado. Pero, al parecer, la coordinación ojo-cerebro no era lo suyo.

—En fin, el caso es que has terminado tus clases por hoy —siguió diciendo ella como si no acabara de quemarle las retinas—. Eres el único que puedes llevarla.

Mike abrió la boca, pero antes de que pudiera decir nada, Sam empezó a saltar y a tirarle de la camiseta como una loca.

—¡Bieeen! ¿Podré montar en esa camioneta grande y brillante que la yaya Rebecca me enseñó?

Oír a Sam llamar yaya a su abuela le encogió el corazón. Joder, Max tenía razón: estaba bien jodido.

La niña estaba entusiasmada, y su abuela parecía estar francamente cansada. Demasiado cansada para ir andando hasta allí.

—No te acostumbres —murmuró Mike en dirección a su abuela antes de volverse hacia Sam—. De acuerdo —le dijo a la niña—. Pero tengo que cambiarme primero.

—¡Sí!

Cuando salió del vestuario, ella lo estaba esperando en la puerta.

—Vamos pequeñaja, tu carruaje aguarda.

Sam se echó a reír.

—¿Podremos parar en Arnie’s a comprar un helado?

Esa niña era casi tan golosa como su madre.

No sabía si le dejarían tomar helados antes de la cena, así que se volvió hacia su abuela. La anciana se limitó a sonreír.

—Se lo prometí. No hace falta que vuelvas. Lo tenemos todo controlado por aquí.

—Pues pararemos en Arnie’s —suspiró Mike.

Le constaba que su hermana Lisa le patearía el culo si dejaba que sus sobrinas tomaran helado antes de cenar, pero no pensaba ir a preguntárselo a Kyra. No habían vuelto a hablar desde la otra noche en The Shack, y no tenía intención de empezar ahora.

De camino a la camioneta, Sam le dio la mano, sin dejar de charlar por los codos. Cuando Mike bajó la mirada hacia ella y la vio sonreír, el corazón se le encogió de dolor en el pecho.

¿Cómo coño podía protegerse de eso? No sólo llevaba enamorado como un idiota de la madre desde siempre. Ahora era la hija la que lo obligaba a quererla con cada gesto, con cada sonrisa. Y él no quería quererla. Cogerles cariño era darles carta blanca para que le rompieran el corazón. No las quería en su vida porque sabía que no podían quedarse allí.

Kyra había roto su relación con él. Se había marchado y se había enamorado de otro. Pero él no. Él se había quedado allí y nunca lo había superado. El abandono de Kyra lo había derribado y había tardado años en volver a levantarse. Y tenía la sensación de que esa vez, si no se protegía, caería y no podría volver a levantarse nunca más.

En Arnie’s había más niños, pero Sam no se apartó de su lado y siguió hablando como una ametralladora sin fijarse en los demás. En el gimnasio, Mike ya se había percatado de ello. No parecía saber cómo relacionarse con los demás niños.

Cuando llegaron a casa de Cynthia, aparcó el coche frente a la puerta. Hacía siglos que no lo hacía. La casa era vieja y bastante pequeña, pero se veía sólida. Estaba construida con tablones blancos. Los postigos de las ventanas eran de madera oscura. La casa, rodeada por un porche, estaba en medio de un trozo de tierra muy bonito, aunque se veía algo abandonado. Al fijarse un poco más, se dio cuenta de que la casa no estaba en mejor estado. La finca al completo estaba muy dejada. Cynthia había muerto hacía varios años y, sin nadie que se ocupara de la propiedad, ésta se había ido deteriorando. La pintura había empezado a saltar en varios sitios y las ventanas no cerraban correctamente. Una estaba rota y cubierta con cinta de embalaje. Los canalones del agua estaban oxidados, la rampa de acceso a la casa, agrietada, y el porche se inclinaba hacia la derecha.

Al llegar a los escalones, Sam los subió haciendo una complicada coreografía. Un salto a la izquierda, otro a la derecha y de nuevo a la izquierda hasta llegar arriba.

—Los escalones están chungos —indicó sin mirar atrás—. No pises la parte derecha del primer escalón ni la parte izquierda del segundo. Y el tercero, si no lo pisas, mejor que mejor.

«¿Chungos?» Eso era ser muy generoso. Los escalones estaban hechos una mierda, no había otra manera de decirlo. Se doblaban y crujían como una cosa mala. Parecía que fueran a romperse sólo con mirarlos. Con dificultad, Mike logró subir al porche sin lesionarse. Llegó a tiempo de ver cómo Sam cogía la llave de debajo del felpudo y abría la puerta.

—¿Guardáis la llave debajo del felpudo? —preguntó él horrorizado, olvidándose de los escalones. Los problemas de seguridad de la casa eran espantosos, pero dejar la llave debajo del felpudo ya era tentar a la suerte.

—No tenemos nada que puedan robarnos. Y dice mamá que esto no es como Nueva York o como Los Ángeles. Pasa —dijo ella invitándolo con la mano.

Alden era una localidad pequeña, pero la casa estaba a las afueras, lejos de las calles más transitadas. Su única vecina era Greta, una señora de ochenta años que, aunque estaba en tan buena forma como Rebecca, no era Chuck Norris.

Sin embargo, mirándolo por el lado bueno, si los ladrones se animaban a usar la llave para entrar en la casa, tendrían que enfrentarse a la trampa mortal de los escalones.

Tenían muchas posibilidades de no salir con vida del intento.

Una vez dentro, Mike estuvo a punto de tropezar con unas cajas que había en el suelo.

—Eso es la mesita de la tele, y eso, una cómoda. Las compramos en IKEA, pero aún no hemos tenido tiempo de montarlas.

Mike alzó una ceja. La Kyra que había conocido odiaba los puzles, y era incapaz de seguir las instrucciones de montaje. Aunque estaba preciosa cuando lo intentaba, con la ropa torcida, soltando maldiciones entre dientes y soplándose el flequillo.

Se sacudió los recuerdos y miró a su alrededor. Se le hizo un nudo en el estómago al darse cuenta de que la casa estaba tan mal por dentro como por fuera. Estaba limpia, pero los muebles eran tan viejos como Mike, o más. Bueno, excepto las cajas de IKEA. Y había ropa tirada por todas partes. Al parecer, Kyra seguía siendo tan desordenada como siempre.

—Esta casa era de mi abuela Cynthia —dijo Sam.

—Lo sé.

—¿Ya lo sabías? —preguntó la niña interesada—. ¿Habías estado aquí antes?

—Sí, muchas veces cuando tu madre y yo éramos pequeños. —Y no tan pequeños. Hasta que Kyra cumplió los dieciocho y se independizó, Mike había pasado muchos ratos en esa casa. Y en el jardín.

—La abuela Rebecca me contó que mamá y tú erais muy buenos amigos. ¿Jugabais juntos?

A pesar de todo, Mike no pudo contener la risa.

—Sí, podría decirse que jugábamos juntos.

Mike se arrepintió de su respuesta enseguida, porque la niña siguió preguntando.

—¿Cómo juga…?

En ese momento, alguien llamó a la puerta abierta, lo que le evitó tener que responder.

—Hola, ¿hay alguien en casa? ¿Sam?

Era Greta.

—Oh, Mike, estás aquí —comentó la anciana entrando en el salón.

—Hoy me ha tocado ser el chófer de la señorita Samantha —aclaró él.

La chiquilla arrugó la nariz.

—Me llamo Sam. Samantha es nombre de niña.

—Eres una niña, cariño —le recordó Greta.

—Pero es que es un nombre de niña coqueta. Y yo no soy coqueta —insistió ella—. Marcy es una niña coqueta. Y Marcy no me gusta.

—Vale, vale —se rindió Greta, echándose a reír. Luego se volvió hacia Mike y le preguntó—: ¿Te quedas a cenar?

—No.

—Sí —respondió Sam casi a la vez.

Él negó con la cabeza.

—Tengo que marcharme, pequeñaja. Debo ayudar a mi padre a cerrar el gimnasio.

—Pero es que quería presentarte a mi osito de peluche.

—Cielo —dijo Greta—, le presentarás a tu osito otro día. Ahora vamos a prepararte un baño mientras se hace la cena.

A Sam no le hizo mucha gracia, pero accedió a regañadientes.

—¿La próxima vez? —le preguntó a Mike con una mirada esperanzada mientras se dirigía a la escalera.

—La próxima vez, pequeñaja.

Sam sonrió.

Mierda. Iba a tener que buscar una excusa para no volver nunca más a esa casa.

Saludó a Greta con la cabeza y se marchó tan deprisa que estuvo a punto de romperse una pierna cuando el tercer escalón del porche cedió.

Al día siguiente, en una pausa entre clases, Kyra iba a buscar una botella de agua a la máquina expendedora de bebidas cuando se fijó en un grupo de unas quince mujeres que reían y charlaban animadamente mientras salían del vestuario. Iban todas vestidas con pantalones de yoga y camisetas ajustadas a juego de color fucsia. Sinful iba en cabeza.

«¿Sinful? ¿Qué demonios hace aquí?»

Kyra pensó que debía de estar más deshidratada de lo que se imaginaba, ya que empezaba a ver espejismos.

Se fijó mejor y comprobó que no alucinaba. Efectivamente, era Sinful, la stripper de Mike. Incluso con ropa desenfadada y sin maquillaje estaba espectacular. Y la alegre rubia que iba a su lado, la pequeña con las tetas enormes, era la chica que bailaba en la pista central cuando estuvo en el club. Y también estaba Red, que se acercaba a ella con unas gafas de montura negra y el pelo más alborotado de lo habitual.

—¡Kyra, qué sorpresa! ¿Qué haces por aquí?

¿Qué hacía ella allí? ¿Qué hacía la plantilla completa de Culos Arriba por allí? ¿Un show privado? Antes de poder preguntárselo, Red dio una vuelta completa delante de ella.

—¿Qué te parece?

En la parte de atrás de la camiseta se leía: «Somos strippers, ¿cuál es tu excusa?». En la parte delantera decía: «Culos Arriba».

Bueno. Si alguien tenía alguna duda acerca de quiénes eran aquellas chicas, las camisetas se las disiparían.

—No son muy discretas.

Red se echó a reír.

—No, la discreción no es nuestro fuerte.

—¿Qué hacéis aquí? ¿El club os paga actividades para unir al equipo?

—Casi. Sinful ha conseguido clases de defensa personal para todas. ¿No es fantástico?

—Vaya, qué detalle. Es buena consiguiendo lo que se propone. —Y, al parecer, se había propuesto clavarle las garras a Mike.

—Sí, es genial. Siempre se preocupa por las necesidades de los demás.

—¿En serio? No jodas.

—Sí, por eso Mike se pasaba tanto por el club para hablar con ella —siguió diciendo Red, que al parecer no se había dado cuenta del enfado de Kyra—. Estaban acordando los horarios. Ha habido varios incidentes en el club y, aunque los seguratas se ocupan de estas cosas, no pueden estar en todas partes a la vez. El club está en una zona bastante aislada y, cuando nos vamos solas, es peligroso. Sinful oyó hablar de las clases de Mike y se puso en contacto con él.

«¿Qué?»

Kyra se atragantó al respirar.

—¿Qué quieres decir? Pensaba que Mike iba allí a verla, es decir, como cliente.

Red se echó a reír con ganas.

—Pero ¿qué estás diciendo? —exclamó entre carcajadas—. Sinful es la gerente del local. Nunca hace numeritos privados para los clientes. Y créeme, Mike tampoco lo aceptaría. He visto a un montón de chicas abalanzándose sobre él y siempre las rechaza a todas.

Kyra no estaba lista para aceptar lo que estaba oyendo.

—Tal vez sea un rácano —repuso.

Red puso los ojos en blanco.

—Cualquiera de las chicas se habría ido con él gratis si él hubiera querido. Se están peleando para quedarse con él como sparring durante la clase.

«Sí, no me extraña», pensó Kyra, que no pudo evitar una punzada de celos.

—No os preocupéis —dijo—. Normalmente arrastra a alumnos de kick boxing o a tipos que vienen a hacer pesas hasta la clase de defensa personal para hacer de sparring. —Kyra lo había visto hacía un par de días, en su otra clase de defensa personal—. Pero con lo guapas que sois y con la ropa que lleváis, no creo que tenga que traer a nadie a rastras esta vez. Seguro que se presentan voluntarios para que les deis una paliza.

—Me alegro de oírlo. No tengo el cuerpo para peleas de gatas. —Echando un vistazo al atuendo de Kyra, Red le preguntó—: ¿Y tú? ¿Vienes a entrenar? Pensaba que esto era un gimnasio para hombres.

—De hecho, trabajo aquí. Soy la nueva monitora.

Red abrió mucho los ojos.

—¿Das clases de danza?

—Nada del otro mundo —respondió Kyra tocándose el hombro—. Un poco de hip-hop, baile moderno y aeróbic exótico.

—¡Madre mía! ¿Me estás diciendo que la Kyra Brims de «Menea el trasero» da clases de baile en Alden? Me tomas el pelo, ¿verdad? Espera a que se lo diga a las chicas. Voy a ver si podemos añadir un par de clases al horario.

—Vale —replicó Kyra.

Acababa de empezar, pero sus grupos eran ya de lo más variopintos. Tenía desde adolescentes hasta amas de casa cincuentonas. Sería divertido ver cómo encajaban en el grupo las strippers.

—Entonces ¿te quedas en el pueblo?

Kyra negó con la cabeza con tanta fuerza que casi se mareó.

—No. Sólo mientras… me recupero. Me marcharé cuando esté bien del todo.

—Ya me lo imaginaba. ¿Qué va a hacer alguien como tú en un sitio tan pequeño?

En ese momento, alguien se echó a reír y Kyra se volvió hacia el sonido. Sinful estaba junto a Mike, riendo con la cabeza echada hacia atrás. Tenía una mano apoyada en su brazo mientras él sonreía y le decía algo. Las demás chicas empezaron a reír también.

—¿Qué tal van las cosas con el señor Alto y Guapo? —murmuró Red—. ¿Tan conflictivas como el otro día?

—Pues sí —respondió Kyra encogiéndose de hombros.

—Y, a pesar de todo, ¿te contrató?

—Me contrató su padre. A Mike no le hace ninguna gracia. No soporta tener que verme por aquí.

Y eso cuando no la ignoraba directamente, que era lo más habitual. Ella procuraba hacer lo mismo, pero era muy difícil. Lo veía a todas horas, oía su voz por todas partes. Y, para acabar de empeorar las cosas, Sam se había encariñado con él desde el primer momento y no se separaba de su lado. Y no sólo en el gimnasio. El día anterior, cuando Kyra había llegado a casa después de trabajar, Sam le había contado lo bien que se lo había pasado con Mike, que le había comprado un helado y la había llevado a casa en su camioneta. Enterarse de que uno de los hijos predilectos del pueblo casi se había lesionado por culpa de sus escalones de mierda había sido el golpe de gracia.

—Pues a mí me parece que lo que no soporta es no tenerte. Y punto —contestó Red—. Mira.

Mike la estaba observando. Había una docena de strippers revoloteando a su alrededor y él la estaba observando con una expresión de ironía.

—Probablemente espera que me disculpe —dijo ella—. Lo acusé de montárselo con Sinful.

El muy cabrón podría haberle aclarado las cosas, pero no. Había preferido guardar silencio y dejar que Kyra pensara que se acostaba con strippers. Pues no pensaba disculparse. Ya podía esperar sentado.

—Creo que, viniendo de ti, aceptaría cualquier cosa, cariño: una disculpa, una mamada, una sonrisa…, lo que sea. Créeme.

Kyra no estaba tan segura, aunque no pensaba comprobarlo.

A esas alturas, los hombres habían comenzado a salir de sus salas de entrenamiento y estaban observando a las chicas con curiosidad. Empezaba a montarse un alboroto en el pasillo. No era de extrañar. Cuando no eran un grupo de divertidas abuelas eran unas strippers despampanantes. Ir al gimnasio Haddican se estaba convirtiendo en un espectáculo asegurado.

—Tengo que irme —dijo Red, subiéndose las gafas con un dedo y guiñándole el ojo—. Quiero examinar a esos tiarrones más de cerca antes de elegir pareja.

Faltaban diez minutos para que empezara la siguiente clase de Kyra, pero no pensaba quedarse allí viendo cómo el tío bueno de Mike interactuaba con quince strippers bien dotadas que se lo comían con los ojos. Antes habría preferido tragar cristales rotos, muchas gracias.

Lo último que Kyra esperaba ver ese domingo a través de la ventana de la cocina era a Mike acercándose a la casa, con una expresión de enfado en la cara y una caja de herramientas en la mano. Aguardó a oír el timbre de la puerta conteniendo el aliento pero, al ver que tardaba, fue al recibidor y curioseó por la mirilla. Mike estaba inspeccionando los escalones del porche.

Kyra aprovechó que se sentía belicosa para abrir la puerta de golpe.

—¿Qué haces aquí?

Él no la miró.

—Estos escalones están hechos una mierda. Los estoy reparando.

Kyra ya sabía que estaban hechos un desastre, pero no le hizo ninguna gracia que él se lo recordara.

—No son tus escalones. No tienes por qué hacerlo. No quiero que…

Mike le dirigió una sonrisa burlona.

—Sí, ya lo sé. No quieres ni necesitas nada que venga de mí. Lo dejaste muy claro la otra noche, pero me da igual. Pienso repararlos igualmente. No lo hago por ti. Esta jodida casa se está cayendo a pedazos, y hay una niña pequeña viviendo ahí. Por no hablar de mi abuela, que se pasa el tiempo viniendo de visita.

A Kyra se le hizo un nudo en la garganta y se ruborizó ante sus palabras tan poco delicadas. Tenía razón. Su hija no debería estar viviendo en esas condiciones.

Acababa de cobrar el primer cheque como pago a las clases que daba en el gimnasio. Le había parecido un pago tan generoso que no creyó que Dan le hubiera descontado nada por el espejo roto. Cuando había ido a comentárselo, él se había echado a reír.

—Eres la primera persona que ha venido a quejarse por cobrar demasiado.

—Pero…

—¿Quién manda aquí, Kyra?

—Tú.

—Eso es, cariño. Y yo decido cuánto te pago —había añadido antes de marcharse.

Pero, aunque sólo hacía unos días que había cobrado ese generoso cheque, ya casi se lo había gastado todo. Y lo poco que le quedaba tenía que guardarlo para comer. No le quedaba dinero para hacer reparaciones. Aunque le dolió decirlo, lo dijo igualmente:

—No tengo dinero ahora mismo. No podré pagarte hasta la semana que viene.

—Joder, no me insultes —protestó él mirándola fijamente—. Me conoces lo suficiente para saber que no pienso cobrarte.

Kyra estaba a punto de replicar, pero en ese momento Sam apareció corriendo a su espalda.

—¡Miiiiiikkkeeee! —gritó mientras se lanzaba sobre él—. ¿Qué estás haciendo? Oh, qué divertido. ¿Puedo ayudarte, por favor?

Él sonrió por primera vez desde que había llegado.

—Claro, pequeñaja. Si a tu madre le parece bien…

—¿Mami?

Kyra titubeó.

—No deberíamos molestar a Mike.

—No lo molestaré. Te lo juro. Me portaré bien. Porfa…

—Vale, pero ten mucho cuidado. Y no te acerques al martillo. Ni a los clavos. Ni a los tablones. Podrías clavarte una astilla.

Sam hizo un mohín.

—Pero entonces ¿qué hago?

Mike le dirigió una sonrisa.

—Puedes hacer un montón de cosas. Para empezar, vamos a la camioneta a buscar material. Luego te subirás a los tablones y tendrás que saltar para comprobar si son resistentes. ¿Qué te parece?

—¡Genial! —respondió la chiquilla radiante antes de sentarse junto a él—. ¿Quién te enseñó a hacer esto?

—Mi padre me enseñó. Antes me dedicaba a construir casas.

—¿En serio? ¡Vayaaa! ¡Cómo mola! Yo también quiero aprender. Quiero construir una casa en el árbol y…

Sintiéndose totalmente olvidada y fuera de lugar, Kyra permaneció unos instantes escuchando a su hija hablar con Mike antes de volver a entrar en la casa. Llena de vergüenza, ternura, dolor y orgullo que se mezclaban en su interior, regresó a la cocina para ocuparse de los platos sucios. El problema era que, desde la ventana, veía a Mike y a Sam. Los vio dirigirse a la camioneta y regresar con un montón de tablones de madera. Sam corría en círculos alrededor de él, señalando y riendo. Ver a su hija relacionarse con Mike era casi insoportable pero, como era masoquista, no podía apartar la mirada.

Mike fijó un par de escalones y no dejó que Sam saltara encima hasta que comprobó que aguantaban su peso. Cuando estuvo convencido, permitió que la niña atacara los escalones con saña.

A Mike se le daban muy bien los niños. Siempre se le habían dado bien. Su hermana Lisa, un año menor que él, se había quedado embarazada a los diecisiete, así que a los diecinueve años Mike había empezado a convivir con un bebé, ya que Lisa había seguido viviendo en casa de sus padres durante varios años antes de irse de casa para vivir con el padre de su bebé, tan joven como ella. Incluso entonces, Mike había seguido haciendo de canguro de Ashley. Muchas veces, la niña salía con Mike y con Kyra.

Mientras otros chicos trataban de aparentar que eran tipos duros afirmando que no querían una familia, Mike siempre había dejado claro que él sí la quería. Pero no la tenía. Tenía treinta y dos años y aún no tenía esposa ni hijos. Había querido darle hijos a Kyra, pero ella se había negado. Y había acabado quedándose embarazada de esa escoria que era Drake. Bueno, al menos Drake nunca había tratado de cortarle las alas. Todo lo contrario. Cuanto más trabajaba, más se aprovechaba de su éxito y menos ayudaba en casa. Aunque la verdad era que nunca había ayudado. El lado negativo era que no había podido contar con el apoyo de nadie y que su hija había tenido un padre desastroso. En resumen, que la había cagado pero bien.

Quitándose esos pensamientos de la cabeza, Kyra echó un último vistazo al porche, donde Mike y Sam estaban cambiando un escalón, y se obligó a apartarse de la ventana.

Tras una semana de trabajar todas las tardes en el gimnasio y varias mañanas en la piscina, no había tenido tiempo de recoger la casa. El edificio estaba viejo y se caía a pedazos. Contra eso no podía hacer nada, pero no pensaba permitir que encima se las comiera la mierda.

Por muy desordenadas que hubieran sido Sam y ella, la casa era tan pequeña que la tuvo lista en un momento. Volvió al salón e, ignorando los electrodomésticos antiguos, los muebles que no combinaban entre sí, el empapelado descolorido de las paredes y los suelos desgastados, se dirigió hacia la más grande de las cajas de IKEA. Ya era hora de tener una cómoda con cajones donde guardar la ropa.

Arrastró la caja hasta su habitación. Al cabo de un rato, su hija entró en casa gritando:

—¡Mamá, ha venido Greta. Nos vamos un rato al parque, ¿vale?!

—Ah, vale.

Kyra salió a la puerta principal y saludó a su vecina. Vio que Mike ya no estaba en los escalones, pero oyó martillazos y vio que la camioneta seguía en el mismo sitio. Mirando a su alrededor, lo descubrió fijando la barandilla del otro lado del porche.

Despidió con la mano a Sam y a Greta y volvió para montar la cómoda, aunque en esos momentos parecía cualquier cosa menos una cómoda. En el último instante, antes de sentarse, decidió regresar a la cocina.

Ahora que Sam ya no estaba por en medio, Mike ya no tenía que mostrarse educado con ella, y probablemente no querría verla, pero hacía mucho calor. A Mike le encantaba la limonada casera, así que le llenó un vaso y se lo llevó al porche. No obstante, como era una cobarde, dejó la bandeja con el vaso y unas galletas en la mesa, al lado del columpio, y se marchó sin decir nada.

Él ni siquiera pareció darse cuenta de su presencia.

No estaba segura de cuánto tiempo había pasado cuando la voz de Mike la sorprendió. Alzó la mirada y lo vio apoyado en el quicio de la puerta, sudado y sexi, con los musculosos brazos llenos de tatuajes y cruzados sobre el pecho.

—¿Qué haces? —preguntó al tiempo que señalaba el montón de piezas que tenía desperdigadas por el suelo.

Ella suspiró frustrada.

—Estoy montando esta cómoda, pero está claro que me falta el gen nórdico, porque no entiendo las instrucciones de IKEA.

Por primera vez vio que Mike le sonreía a ella, aunque fuera débilmente.

—Ya sabes que nosotros somos de origen irlandés —repuso—. No somos nórdicos, pero creo que me las apañaré. —Se sentó a su lado y cogió las instrucciones. Tras un par de vistazos a las hojas desordenadas y al mueble, dijo—: Vale, ya sé dónde te has equivocado.

—¿Dónde? Aquí, ¿verdad? —preguntó ella, señalando un dibujo de la tercera página.

Mike negó con la cabeza y sus labios se curvaron en una de esas sonrisas lentas, eternas, sexis, tan suyas.

—No, Rubita. Justo al principio de la primera página. Vamos a empezar de cero.

¿La primera página? Ahora entendía por qué el mueble se parecía más a un ovni que a una cómoda.

Trabajaron codo con codo en silencio, desatornillando las piezas. Kyra era muy consciente de que estaban a solas en su dormitorio. Los anchos hombros de Mike y sus largas piernas ocupaban casi todo el espacio, y su aroma lo invadía todo.

Siguió sus instrucciones para montar el cuerpo del mueble. Luego pusieron los cajones, lo que resultó ser mucho más complicado. Al menos, para ella. Cuando hubo acabado de montar el primero, Mike ya había terminado los otros cinco y los estaba poniendo en su sitio.

—Mi primera cómoda de IKEA —dijo Kyra, sentándose en la cama y admirando el mueble acabado—. Es decir, la primera en la que no sobran piezas. Habría tardado semanas en hacerlo yo sola. Gracias.

—No hay de qué. Tengo mucha experiencia. A Lisa le encanta IKEA, y Hank es un gran tipo pero no sabe ni cambiar una bombilla, así que, cada vez que voy a visitarlos, ella me pide que le monte algo.

—¿Cómo está Lisa? —preguntó Kyra. Toda la familia de Mike seguía en Alden, pero aún no había visto a Lisa.

—Se mudó a Arizona con Hank cuando lo trasladaron allí. Ya tienen tres niños.

—Así que sigue con su novio del instituto.

—Sí, están mejor que nunca. En contra de los pronósticos de los pesimistas. La última vez que estuve allí, seguían comportándose como adolescentes, besándose y metiéndose mano por las esquinas. Ashley estaba horrorizada.

Kyra se echó a reír.

—¿Cómo está Ashley? La última vez que la vi tenía… ¿seis años?

—Está genial. Preciosa como su madre. Ahora tiene trece y Hank se está volviendo loco con todos los chicos que tiene siempre a su alrededor. Dice que no piensa dejarla salir hasta que cumpla los veintiuno. Que tenga suerte —añadió Mike, echándose a reír—. Esa niña sabe sumar y restar. Trata de explicarle que su madre se quedó embarazada a los diecisiete y que ella no puede salir hasta los veintiuno.

—Pues sí.

Ambos guardaron silencio.

Mike estaba de pie en medio del diminuto dormitorio, dirigiéndole una mirada tan intensa que Kyra se sintió desnuda.

Se levantó de la cama de un salto.

—¿Quieres más limonada?

Tenía que sacarlo de allí. Toda esa escena iba a aparecer en sus sueños esa noche. No necesitaba empeorar las cosas.

Él asintió y la siguió hasta la cocina.

Kyra se lavó las manos y observó cómo Mike se lavaba las suyas y se echaba agua en la cara.

«Ay, Dios, qué guapo es.» Sobre todo así, un poco sudado por el calor y el esfuerzo.

Kyra se apresuró a buscar la limonada, antes de que hiciera algo de lo que pudiera arrepentirse.

—Gracias por ser tan amable con Sam —le dijo—. Sé que ha estado molestándote en el gimnasio.

De hecho, Mike y Rebecca eran los dos únicos temas de conversación de Sam últimamente. Y el resto de la familia de Mike. Kyra suponía que era porque ella no había sido capaz de proporcionarle una. Siempre habían estado las dos solas.

—Sam no me molesta —respondió él con brusquedad.

Kyra tuvo la sensación de que en realidad lo que quería decir era: «Sam no es quien me molesta».

Sirvió la limonada en dos vasos y le ofreció uno sin decir ni una palabra. Luego se aclaró la garganta.

—Así que Sinful es la directora de Culos Arriba…

Él asintió.

—Pero me dejaste que creyera…

Mike entornó la mirada.

—Te dije que lo de Sinful era un tema de negocios. No es culpa mía si piensas que me dedico a contratar strippers en mi tiempo libre.

—Sí, bueno, lo siento.

Bebieron en un silencio incómodo. Kyra se dio cuenta de que su cocina nunca estaba tan silenciosa. Se volvió hacia la pila y se dio cuenta sorprendida de que el grifo ya no goteaba.

—¿Cómo es que…? —empezó a preguntar, señalándolo con el dedo.

Mike se encogió de hombros.

—Sam me dijo que el grifo goteaba, así que lo he arreglado. Y de paso he fijado un par de ventanas del salón que no cerraban bien.

—Gracias, pero…

—Pero nada —replicó él—. La cerradura de la puerta es una mierda. No tengo material aquí para cambiarla; lo haré mañana. Mientras tanto, ni se te ocurra dejar la llave debajo del felpudo. Aunque, a decir verdad, lo que tendríamos que hacer es cambiar la puerta entera. La que tienes ahora se cae sólo con soplar.

Kyra tuvo la sensación de que acababan de darle una bofetada. Sintió que era una niña pequeña a la que acababan de echarle una bronca. Pues que le dieran mucho por saco. Mike no era nadie para darle lecciones.

—¿No tienes nada mejor que hacer un domingo? —replicó—. ¿Como montártelo con aquella bomba pelirroja de The Shack? ¿O ya has cambiado de pareja?

Mike se tensó y ella se arrepintió de sus palabras inmediatamente. Al fin y al cabo, lo que había dicho Mike sobre la casa era lo que ella misma había pensado un millón de veces.

—Lo siento —se disculpó—. No es asunto mío.

—Tienes razón —replicó él con dureza—. No es asunto tuyo. Joder, fuiste tú la que no aceptaste mi ofrecimiento. ¿Qué más te da si ella aceptó lo que tú no querías?

«Tal vez sí lo quería —dijo su cerebro traidor—. Tal vez aún lo quiero.»

Gracias a Dios, Kyra logró mantener la boca cerrada. Pero al parecer Mike la oyó igualmente, porque sus ojos centellearon y dio un paso en su dirección. Con la encimera a su espalda, no podía retroceder.

Kyra contuvo la respiración cuando él la agarró por la cintura, la sentó en la encimera y se colocó entre sus piernas, apoyando una mano a lado y lado.

—¿O sí lo querías?…

Kyra le sostuvo la mirada desafiante. No sabía cómo lo había logrado, pero lo hizo.

—No me la tiré —dijo Mike finalmente. Tenían las narices tan pegadas que casi se estaban rozando.

Kyra sabía que debía guardar silencio. Eso tenía muchas posibilidades de explotarle en la cara. Pero, sin romper el contacto visual, añadió:

—Te fuiste con ella.

—No me la tiré —repitió él enfadado—. La acompañé a buscar un taxi y luego volví a casa. Solo.

Ella no supo qué decir a continuación, así que se quedó callada. No debería sentirse aliviada, pero no podía evitarlo.

—Hace tiempo que no me tiro a nadie —siguió diciendo Mike—. Desde antes de que volvieras a Alden.

—No te he pedido explicaciones.

—No te las daría si me las pidieras —replicó él en un tono intimidatorio. Bajó la mirada hasta los labios de Kyra y la dejó ahí.

Ella sabía que no debía moverse, pero no pudo contenerse. Desde su último baile, no había podido pensar en nada más que en tocarlo. Haciendo un gran esfuerzo para mantener el pulso firme, alargó la mano hasta su recia cara, le acarició la barba de pocos días y le pasó el pulgar por los labios tal como había hecho él en The Shack.

Mike no se movió, pero sus anchos hombros se tensaron y la vena de la sien empezó a latirle con más fuerza.

—Mike, lo que dije en The Shack acerca de que no eras lo bastante bueno…

Él la interrumpió:

—Ahórratelo. No quiero oírlo. No quiero hablar.

Perfecto. No sería ella la que le diera explicaciones que no quería escuchar.

Permanecieron quietos un buen rato, en silencio. Los únicos sonidos que se oían a su alrededor eran los de su respiración. Los ojos de Kyra se desviaron hacia los labios de Mike, que estaban a escasos centímetros de los suyos. Dios, lo necesitaba. Necesitaba sentir esa boca en la suya. Pero él no la besó. Con los labios le acarició la mejilla, la mandíbula y el cuello, rozándola con la punta de la lengua de vez en cuando. El cuerpo de Kyra reconoció su aroma y su contacto y reaccionó inmediatamente. Pero cuando le echó los brazos al cuello y trató de besarlo, él la agarró el pelo y se lo enrolló en el puño, impidiéndolo.

—A mi manera —murmuró con los dientes apretados, mirándola fijamente.

A pesar de que se estaba negando a sus deseos, un escalofrío de placer recorrió el cuerpo de Kyra al notar que le tiraba del pelo.

—Si quieres que hagamos esto, tiene que ser a mi manera —repitió—. Échate hacia atrás y apoya las manos en la encimera.

Aunque iba en contra de todos sus instintos, Kyra obedeció. Él le llenó el pecho de besos por encima del top con suma delicadeza y luego le mordisqueó el pezón. Cuando ella dio un brinco por la sensación, Mike la sujetó con la otra mano por la parte baja de la espalda y la atrajo hacia sí para pegarla a su entrepierna. Su exageradamente rígida entrepierna.

Mike besaba como los ángeles, usando la cantidad justa de ternura y de agresividad, tomando el control de la situación y dejando un reguero de escalofríos a su paso.

Kyra tenía unas ganas locas de besarlo, pero en esa postura y con él agarrándola del pelo, no podía hacer nada más que aceptar lo que él quisiera darle.

Él trasladó entonces la atención a su otro pecho, frotando su erección contra su sexo mientras le torturaba el otro pezón.

—Mike…

Él fue dándole mordisquitos y lametones por la mandíbula, marcándole la piel a fuego. Pero cuando ella trató de besarlo otra vez, él apartó la cara. Estaba respirando con dificultad. Kyra sentía su necesidad, pero también su enfado, que transmitía en fuertes oleadas. Ambas emociones se retroalimentaban.

—He dicho a mi manera —repitió Mike con un gruñido, antes de atraparle el labio inferior entre los dientes y tirar de él con los ojos brillando de lujuria.

Una descarga de electricidad recorrió el cuerpo de Kyra. Se contrajo por dentro y notó una oleada de calor que descendía hasta lo más hondo de su ser.

Ése no era el amante que ella había conocido. No era el mismo Mike que había esperado a que cumpliera los dieciocho para despojarla de su virginidad, sin ceder ante el acoso de Kyra, por mucho que ella tratara de hacerlo cambiar de opinión. Y lo había intentado muchas veces, y de maneras no muy decentes. No era el mismo Mike que se había asegurado de que estaba lista para recibirlo haciendo que se corriera tres veces con ayuda de las manos y la boca antes de penetrarla para causarle el mínimo dolor posible, mientras él se corría en las sábanas de tan excitado que estaba.

No era el mismo amante que la había besado sin parar mientras estaba dentro de ella, tranquilizándola, diciéndole lo mucho que la amaba. Lo preciosa que era. Cuánto la deseaba.

No era el mismo amante que la había lavado al terminar y que la había abrazado hasta que se había quedado dormida.

Este hombre era mucho más duro. Le tiraba del pelo, no permitía que se moviera con libertad y no dejaba que lo besara. En The Shack había sentido por un momento al Mike de antes cuando la había besado, pero esa puerta se le había cerrado en las narices. Dolía mucho, porque se había percatado de cuánto necesitaba esa conexión. Necesitaba notar esos labios contra los suyos; esa lengua en su boca.

Pero, a pesar de que Mike ya no era el amante atento que había conocido, no podía negarle nada. No importaba lo brusco y maleducado que fuera, aceptaría cualquier condición que le impusiera porque aún lo deseaba.

—A tu manera —susurró.

Mike le levantó la camiseta de tirantes y tiró del sujetador hacia arriba, dejándole los pechos al descubierto. Luego resiguió su torso con un dedo de arriba abajo. Al llegar al pantalón, continuó bajando hasta llegar a su entrada. La acarició con el pulgar por encima de la tela y Kyra se estremeció.

—Enséñamelo —le ordenó él con una expresión salvaje en el rostro.

—¿Qué?

Antes de darse cuenta de lo que estaba pasando, Mike le cogió el pantalón por la entrepierna y rasgó la tela. Un segundo después, Kyra tenía las bragas colgando de la pierna izquierda. Estaba totalmente expuesta ante él.

—Como una muñequita —dijo él, acariciando su piel depilada y deslizando los dedos a lo largo de su abertura—. Y ya estás húmeda. ¿Me deseas?

Kyra asintió, incapaz de pronunciar una palabra, arqueándose contra su mano y ahogando un gemido al notar el contacto de sus dedos callosos.

—Sácamela —le ordenó él entonces con voz ronca.

Mike siempre había sido de los que decían cosas bonitas en la cama.

Ahora lo único que salía de su boca eran órdenes bruscas.

Para su sorpresa, eso también funcionaba. Estaba excitada.

Con manos temblorosas, Kyra le desabrochó los vaqueros y su polla salió disparada. Con ímpetu.

Era grande.

Y tenía un piercing.

«Oh, Dios mío.»

Que estaba bien dotado no era nada nuevo. Y que tenía el miembro más bonito que había visto nunca tampoco lo era. Pero el piercing, sí. Tenía dos bolitas de metal, una encima de la cabeza acampanada y otra por debajo. Apa-no-sé-qué, creía que se llamaban ese tipo de piercings.

Incapaz de apartar la mirada, empezó a respirar sonoramente mientras el sexo se le humedecía aún más.

—Ya veo que te gusta —susurró él.

Agarrándoselo por la base, apoyó su miembro en sus labios inferiores. Kyra gritó al notar el contacto y se tensó por completo. Lentamente, él deslizó su erección a lo largo de los suaves pliegues. La bolita metálica inferior estaba fría, sobre todo en contraste con su ardiente carne. Cuando Mike acercó la punta a la entrada, Kyra aspiró con fuerza y contuvo el aliento, preparándose para su embestida. Que no llegó. Él volvió a moverla entonces hacia arriba y le acarició el clítoris con la punta, suave como el terciopelo.

Kyra gimoteó. Hacía tanto tiempo. Y llevaba tantos años soñando con eso. Pero no era un sueño. Era el auténtico Mike el que estaba entre sus piernas, mordisqueándole los pezones, con el pene presionándole el clítoris.

Era demasiado. Tenía una sobrecarga sensorial. Le clavó las uñas en los antebrazos y echó la cabeza hacia atrás. Se apoyó contra él con las piernas temblorosas.

—Mike, me corro.

Se agarró a su cuello y se mantuvo abrazada a él con fuerza mientras él movía las caderas. El orgasmo la sorprendió. El sexo se le contrajo bruscamente en el momento en que gritaba el nombre de él.

Todavía temblando por los coletazos del orgasmo y respirando con dificultad, Kyra agarró el pene y se lo colocó en la entrada de su zona más íntima. Su cuerpo lo recordaba. Cómo le gustaba notar a Mike en su interior. Era lo mejor. Necesitaban un condón. Lo quería dentro de ella ya. Pero entonces él dio un paso atrás.

—Parece que, al final, sí que te sirvo para un polvo por despecho —dijo metiéndosela dentro de los pantalones y, acto seguido, se marchó.