XXXIV
La decisión correcta

«Tiempos difíciles se acercan, Harry…

Muy pronto todos tendremos que decidir

entre lo que es correcto y lo que es fácil.»

Harry Potter y el cáliz de fuego

SEGÚN NOS DIRIGÍAMOS a casa del Ruso fui reflexionando sobre mi jugada a cuatro bandas y lo que había sacado en claro. Antes de regresar, había contactado con cuatro personas, esperando que alguno me ayudase y alguno se destapase como el traidor.

A Eliot, que seguía conduciendo en absoluto silencio, le había pedido que encontrase información sobre el calvo de la cicatriz. Lo había hecho. ¿Era verdadera o falsa? Aún lo ignoraba, pero me la había dado.

Travis había estado trabajando para localizar desde dónde se había grabado el vídeo y había resultado ser la casa de Eliot. ¿Sería cierto o le estaría tendiendo una trampa? Y de ser cierto, ¿a cuántas bandas jugaba Eliot? Había fingido traicionarme y ahora de nuevo estaba de mi parte. ¿Iba a estar cambiando de bando constantemente?

A John le había contado de antemano que volvía a casa pero le había pedido que no se lo dijese a nadie. Y luego habíamos ido juntos a La Fábrica. Había disparado a aquella chica, que afortunadamente no era Susan, sin pensárselo dos veces. Y se había destapado como un maldito ladrón. ¿Pero era también un secuestrador y un psicópata?

Por último, a William le había dicho que regresaba y que hiciese correr la voz de que conseguiría el dinero para el Ruso. Después, cuando me tuvo atado a la silla en casa de Eliot, me dijo que obedecía órdenes y que sólo le interesaba el dinero. Que se lavaba las manos. Y que a Susan la tenía el Ruso. Ahora William estaba muerto y yo no sabía si lo que me había contado era cierto o no. Rompí el silencio para preguntárselo a mi compañero:

—¿William decía la verdad?

—¿Sobre qué?

—Sobre el calentamiento global.

No pareció gustarle mi sarcasmo. Respondió gruñendo:

—William era un traidor, ya lo has visto.

—No pregunto eso. Quiero saber para quién trabajaba. Y quiero saber si tú ya sabías que me iba a vender.

—En última instancia, entiendo que para el Ruso…

—¿Y en primera?

—Puede que para el jefe. Nuestro jefe.

—¿Puede?

—Es todo muy complicado.

Mi cabreo seguía in crescendo.

—¿Sospechas de alguien más? Me has dicho que están implicados el Ruso, los de La Fábrica y nuestro jefe. ¿Alguien más? —repetí bastante colérico.

—¡No lo sé!

Me calmé un poco. Él también. Estábamos llegando a casa del Ruso. Hablé en tono normal ahora:

—Pero si tuvieses que decir un nombre…

Dudó. Quedaban unos trescientos metros.

—Vamos…

Giró la cabeza justo antes de detener el coche.

—No te fíes de nadie.

Aparcó a unos cien metros de la mansión. Justo en frente de Travis, que había cumplido su parte llegando más rápido que nosotros. Genial. Así me aseguraba tenerlos a los dos a la vista en todo momento.

Bajamos del coche. En teoría no se conocían de vista, así que hice las presentaciones. Se dieron un apretón de manos muy inquietante.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Travis.

Me dejé llevar por la euforia. O el cabreo. O las ganas de que todo aquello se terminase de una maldita vez.

—Les damos el dinero. Si sueltan a Susan, genial. Si no, nos liamos a tiros hasta sacarla de allí.

—Si nos liamos a tiros desde el principio, ahorramos tiempo —propusoTravis.

—Y aumentamos considerablemente nuestras posibilidades de acabar en una caja de pino —replicó Eliot.

—Tengo el dinero, y su trabajo me ha costado conseguirlo —dije—. Así que el plan A es dárselo y que se lo meta por donde le quepa.

—A cambio de tu chica.

—Eso es.

—Con el Ruso las cosas nunca son tan fáciles —dijo Eliot.

—¿Cuánta gente puede tener en la casa? ¿Cuántos hombres? —preguntó Travis.

—Cuando me dieron la paliza, eran seis. Cinco —me autocorregí—. Cinco más el Ruso. Pero él no intervino.

—A ese tipo de gente no les suele gustar ensuciarse las manos.

—Cinco no son muchos… ¿Qué hora era?

Miré el reloj.

—Casi como ahora.

—Genial. No creo que hoy vaya a haber más.

—Salvo que nos estén esperando.

Eliot miró a Travis, y éste le devolvió la mirada. No eran de complicidad precisamente. Se supone que los tres mosqueteros se llevaban bien, los problemas los tenían con D'Artagnan. Allí no teníamos un solo D'Artagnan sino tres. Menudo panorama.

Nos plantamos ante la verja y toqué el timbre. Llegaron un par de dóbermans y un par de matones. La escena me resultaba familiar. Aparentemente no nos estaban esperando. Eso, o tenían órdenes de disimular porque pusieron una cara muy rara al vernos aparecer. Antes de que nadie preguntase nada dije:

—Venimos a ver al Ruso. Le traemos su dinero.

—Esperad aquí.

En menos de un minuto volvieron, sin los dóbermans pero acompañados de otros cuatro tipos con aspecto parecido a ellos: gesto fiero, ceño fruncido, labios apretados. Todos sin exclusión llevaban una pistola en la cintura, bien a la vista.

—Seis —susurró Travis.

A un par de ellos los conocía de vista, pero también había algunos nuevos. ¿Tendría un sistema rotatorio de matones?

Abrieron la puerta.

—Podéis pasar si soltáis las armas —dijo el portavoz, que era distinto al de mi anterior visita a la mansión, más gordo y más calvo.

—Traemos el dinero y ni de coña vamos a soltar las armas —dije. No pensaba ceder ni un ápice.

Bola de Billar se encogió de hombros. Se apartaron y nos dejaron entrar. Se colocaron estratégicamente alrededor de nosotros mientras todos caminábamos en procesión como buenos feligreses. Toda la comitiva se detuvo al llegar a la piscina. Parecía el lugar habitual de reunión. El Ruso ya estaba allí esperándonos. Esta vez no iba de bata, sino de chándal, de ésos que se pone la gente rica, ya saben. Igual de hortera que los normales pero obviamente mucho más caro.

—Has tardado más de la cuenta.

—Estoy aquí.

—Mi dinero, por favor.

Me repateaba el hígado cuando los mafiosos fingían educación. De todos modos, hice un gesto y Eliot, que era el que lo llevaba, se lo entregó a uno de los matones. El Ruso cogió un fajo de billetes con la mano y lo volvió a dejar caer dentro de la bolsa de deporte.

—¿Está todo?

—Claro que sí. Cuéntalo si no te fías —dije. No tenía ni idea, la verdad. Y me importaba aún menos.

—Pues muy bien. Un placer hacer negocios contigo… con vosotros. Miró despectivamente a mis compañeros antes de añadir—: Ahora, si me disculpáis…

—¿De qué va todo esto? —dije, desenfundando mi arma con rapidez.

Mis compañeros me imitaron. Los matones también. Pronto se había formado la Asociación de Pistolas del Gran Gremio de la Piscina. Si hubiese un límite de armas por metro cuadrado, sin duda lo habríamos sobrepasado.

Yo apuntaba directamente al Ruso, el único hombre desarmado en un kilómetro a la redonda.

—Diles que bajen las armas o te vuelo la cabeza.

—No cuentes con ello.

—¡Hablo en serio! Si disparo, estás perdido.

—Si me matas, ellos te matan a ti. A todos vosotros, de hecho.

Los números mandan. Ellos eran seis, nosotros tres. Me interesaba seguir con vida para rescatar a Susan.

—Devuélveme a Susan y estaremos en paz.

—¿Quién coño es Susan?

Escudriñé su rostro. ¿Hablaba en serio? Intercambié miradas con mis compañeros. Tomé una decisión que, a la postre, resultaría la adecuada. Sólo que aún no lo sabía.

—Un segundo… ¿No sabes de lo que hablo?

La situación era tensa. Como alguien, uno de nosotros tres, o uno solo de los seis matones descerebrados que nos rodeaban, diese un solo paso en falso, aquello se convertiría en la matanza del día de San Valentín.

—Esperad, esperad —dije en voz alta y clara para que todos me pudiesen oír. Luego hablé mirando al Ruso—: ¿No secuestraste a mi novia para incentivarme a conseguirte el dinero?

—Menuda estupidez…

—Déjame explicártelo.

—Tienes un minuto para explicarte.

—Perfecto. Me bastan con veintisiete segundos. Necesito sacar el teléfono móvil. —El Ruso hizo un gesto de asentimiento para que metiese mi mano libre en el bolsillo y lo sacase. Lo cogí en alto, a la vista de todo el mundo y le dije—: Es un vídeo. Sería mejor si todos bajásemos las armas.

Se negó a dar la orden, evidentemente. Yo sí que bajé la mía, en señal de buena voluntad y para poder manejar el teléfono con las dos manos.

Le enseñé el vídeo bajo la atenta mirada de doce ojos enemigos y cuatro ojos amigos, al menos sobre el papel.

—Creo que te han gastado una broma pesada.

—Me quedaría mucho más tranquilo si me permitieses echar un vistazo a la casa.

—¿Dudas de mi palabra?

También me repateaba que los mafiosos fingiesen honestidad.

—Dimit… Esto… —Joder, ¿cómo coño se llamaba?—. Mira, te he dado el dinero. He cumplido mi parte. Un dinero que yo no te había robado —remarqué.

—Me has devuelto mi dinero.

No quise discutir.

—Si no la tienes aquí, ¿qué más te da que echemos un vistazo?

Metí a mis compañeros en el ajo, pero nadie hablaba. Sólo el Ruso y yo.

—Largaos.

—No va a ser posible.

Evalué las posibilidades. Estuve tentado de saltar sobre el Ruso, apuntarle a la cabeza y tomarlo como rehén.

—Fuera de aquí. Antes de que decida que no merecéis seguir viviendo.

Sí, bwana. Qué magnánimo. Deseé con todas mis fuerzas que le explotase el corazón. ¿Saben qué pasó? Nada. Reculé. Levanté los brazos en señal de rendición. Me di la vuelta y tomé el camino a lo largo del jardín hacia la verja, esperando que Eliot y Travis no se tomasen la justicia por su cuenta.

Una voz a nuestras espaldas dijo:

—Espera un minuto.

Me giré.

—Tengo algo para ti.

Me lo imaginé yendo a buscar una caja de cartón, con tamaño para contener un balón de fútbol. Recordé la película Seven, a Kevin Spacey y a Gwyneth Paltrow. Se me revolvió el estómago. Afortunadamente, lo que me dio fue una foto. Parecía que la había tenido en el bolsillo todo el rato. En ella se veía de forma bastante nítida a un hombre tirado en el suelo. En un callejón. Ensangrentado. Con todas las papeletas de haber muerto de forma violenta.

—¿No lo sabías? —preguntó arqueando una ceja.

Negué con la cabeza. No tenía ni idea.

Otro menos.