I
Psicópata desalmado…
o gajes del oficio

«Bares, qué lugares

tan gratos para conversar.

No hay como el calor del amor en un bar.»

Al calor del amor en un bar (Gabinete Caligari)

—ENTENDIDO. AHORA mismo me pongo con ello.

—Y procura no cagarla esta vez.

—Descuida.

Jodido mamón. Colgué el teléfono acordándome de la madre de aquel gilipollas y conduje todo lo rápido que pude. Estaba acostumbrado a aquel tipo de encargos y sabía que cuanto antes llegase, antes terminaba y antes cobraba. La dirección no me era desconocida. Un bareto de mala muerte en la periferia de la ciudad. La descripción era somera pero suficiente: un tío alto, con la cabeza rapada y una cicatriz que le atravesaba toda la mejilla izquierda. No tenía pérdida.

Era viernes y el local estaba bastante lleno, lo cual era bueno y malo. Malo porque podía costarme localizar al tipo; bueno porque luego sería fácil esfumarme sin que nadie reparase en mí. Me acerqué a la barra y pedí un whisky. Tomé un sorbo y miré discretamente a ambos lados. Me giré y me quedé sentado de medio lado mirando al infinito. Dejé que pasasen unos minutos mientras observaba de refilón a la gente que entraba y salía. Estaba valorando pedir una segunda copa cuando le vi. El tío era más grande de lo que yo pensaba. Me acerqué mirándole directamente a los ojos, de forma desafiante. Captó el mensaje y me espetó el clásico:

—¿Tú qué miras?

—¿Es a mí?

—No, a tu padre si te parece.

—No quiero problemas.

—Pues parece lo contrario.

Me empujó, echándome ligeramente hacia atrás. Yo no quería montar la típica escena de película del oeste, así que me marché del bar sin responder a los insultos que me dedicaba. A la puerta del local me puse a contar mentalmente hasta diez mientras cogía la gran mojadura porque estaba lloviendo a cántaros. No había llegado al siete cuando el calvo de la cicatriz apareció por la puerta. Mi plan había funcionado.

—Te decía —dijo levantando la voz innecesariamente, pues éramos las dos únicas personas allí fuera— que si buscas problemas.

Estuve tentado de responderle que sí, que eso era justo lo que andaba buscando y que resolviésemos aquello como hombres. Sin embargo, permanecí mudo. Me cogió por las solapas sin saber la que se le venía encima. Le pegué una patada en los genitales. Lo sé, estarán pensando que ésa no es manera de comportarse, que es un acto artero y ruin, que los hombres de verdad se pelean a puñetazos y todo eso. Cuestión de opiniones.

El caso es que le di otro par de patadas, en la boca del estómago y en la otra boca, la de los dientes. Después lo metí en el maletero de mi coche con algo de dificultad, todo hay que decirlo, porque el tío debía andar por los cien kilos. Conduje hasta un descampado y le di la mayor paliza que le hubiesen dado nunca. Para terminar le metí tres tiros entre pecho y espalda. Una vez muerto, me afané en desmembrarlo, tal cual me habían pedido. Le separé los brazos y las piernas con la ayuda de unos afiladísimos cuchillos muy parecidos a los que usa el carnicero de su supermercado. Menudo psicópata estás hecho, estarán pensando. Podría decirles que me limito a cumplir con los encargos… pero mentiría. Mato por encargo, las palizas las doy por placer. Lo primero me reporta unos cuantiosos ingresos, digamos que es una forma de ganarse la vida como otra cualquiera. Lo segundo… en fin, ya les iré contando.

El teléfono comenzó a vibrar. Qué oportuno.

—¿Sí?

—¿Puedes hablar?

—Sí, dime.

—Creo que sospechan algo. Tienes que andar con cuidado.

—¿Crees o sabes?

—John me ha dicho que creen que hay alguien infiltrado, no ha salido explícitamente tu nombre, pero eres el que más papeletas tiene.

—Conforme. Procuraré estar alerta.

—Ya hablamos.

Colgué sin despedirme. De todas maneras, mi compañero estaba acostumbrado a mi brusquedad. Formaba parte de mi papel. Los polis infiltrados nunca descansamos.