II
La opción número 2

«Me gustan los problemas,

no existe otra explicación.»

Dulce condena (Los Rodríguez)

LA NOCHE HABÍA sido larga y dura y me había ganado unas horas de tranquilidad. O eso pensaba. Tengo teléfono fijo pero como si no. Sólo lo uso en contadas ocasiones y la gente que lo conoce se cuenta con los dedos de una mano. Si alguien tiene que ponerse en contacto conmigo, una de tres: o bien me llama al móvil, o me deja un mensaje por Internet, o sabe dónde encontrarme. La tercera opción es la menos deseable, sin duda, pues de lo contrario mi tapadera se resentiría. Estaba cansado y me acosté sin poner el móvil en modo avión. Craso error. A las tres y cuarto de la mañana una llamada me sacó de un sueño muy refrescante en el que salía Scarlett Johansson y… bueno, supongo que se imaginan el resto. Número desconocido.

—¿Diga?

—Vamos a por ti. Estás jodido.

Una voz de hombre, muy grave, posiblemente de mediana edad.

—¿Quién es?

—Procura mirar por encima de tu hombro. El día menos pensado… ¡zas!

Antes de que tuviese opción a la réplica colgaron. Es curioso cómo el cerebro humano asocia ideas, el caso es que apenas pegué ojo el resto de la noche y encima no podía de dejar de tararear internamente el Over my shoulder de Paul Carrack. Me levanté con la boca seca, un regustillo amargo en el paladar y de un humor de perros.

Por lo general, no solía inmutarme por las amenazas gratuitas que recibía en mi trabajo… pero mi compañero me había puesto sobre aviso y, sólo unas horas después, un desconocido me llamaba a deshora para tratar de meterme el miedo en el cuerpo.

Lo paradójico es que realmente no estaba asustado, sólo cabreado. No me habían dejado dormir y eso era algo que no solía sentarme muy bien. Me tomé mi tiempo bajo la ducha mientras trataba de ordenar mis ideas. Pensé en llamar a mi jefe para ver si ya estaba al tanto del éxito de mi trabajito de anoche. Lo pensé mejor y decidí esperar a vernos, era el protocolo habitual.

Tras vestirme, desayunar y meter la pistola bajo la cintura, cogí el coche y conduje hasta La Fábrica. En realidad, hacía bastantes años que no era una fábrica, pero todo el mundo se refería a ella así y ¿quién era yo para cambiarle el nombre? Entré por la puerta de atrás y saludé a Tony y Manny. Consulté mi Rolex de imitación.

—¿No ha venido aún Tyler?

—No, pero te ha dejado un sobre —dijo Tony, un mexicano mal encarado, de melena oscura y con la cara picada de viruela, y que siempre me había recordado bastante a Danny Trejo—. En la oficina.

Fui a la oficina y saludé a Forrest, que estaba con la vista fija en una pantalla de ordenador donde unas chicas semidesnudas bailaban al ritmo de una música latina que me desagradaba en grado extremo. Forrest no era hispano, aunque también tenía cara de malas pulgas. Bueno, en realidad allí todos la tenían y, de no ser así, disimulabas para poder formar parte de la banda sin desentonar.

—Me ha dicho Tony que Tyler ha dejado algo para mí.

Levantó la vista de la pantalla, cogió un sobre de encima de la mesa y me lo pasó. Después volvió a concentrarse en las chicas despelotadas.

—Gracias —dije más por costumbre que a propósito. La buena educación allí solía estar de más.

Abrí el sobre: aparte del dinero acordado, había una carta. La leí. Joder, se avecinaban problemas. La carta me daba dos alternativas. La primera era aceptar la sugerencia de mi jefe y hacer como —más adelante volveré a este punto— aparentemente había hecho él: mandarlo todo al carajo, desaparecer, huir y comenzar de cero en cualquier otra ciudad de cualquier otro país y evitar meterme en jaleos. Evidentemente, como se pueden imaginar, escogí la opción dos.

Salí de La Fábrica sin despedirme de nadie. Tampoco me hacía falta: yo era, a todos los efectos, el número dos de la organización. Tres largos años como agente encubierto me habían permitido ir subiendo en el escalafón y allí, en ausencia de Tyler, se hacía básicamente lo que yo quería. Tampoco es que fuese el más popular del lugar, pero lo de jugar a dos bandas, o incluso a tres (pero eso ahora mismo no viene al caso), suele traer aparejadas estas cosas. Puede que no me respetasen en el sentido estricto de la palabra, pero me tenían un miedo atroz porque sabían de lo que era capaz. Lo que me planteaba una inquietante duda: si mi jefe se había marchado por piernas, ¿por qué narices allí estaban todos tan tranquilos? Algo olía muy mal pero aún no sabía a qué me enfrentaba.

Me dirigí a la dirección que me había pasado hacía meses mi compañero, ¿o había sido mi otro jefe? Bueno, es igual, el caso es que aparqué a unos cien metros de la casa. Realmente no era una casa, sino un pedazo de mansión. Allí vivía el Ruso, un tipo muy poco recomendable. Dejé la pistola en la guantera del coche y me apeé. Me planté ante la verja y toqué el timbre.

Llegaron un par de dóbermans y un par de matones. Se distinguían porque los primeros tenían las orejas más puntiagudas.

—¿Qué coño quieres? —me dijo uno. De los matones, no de los dóbermans.

—Quiero ver a Dimitri.

El Ruso no era ruso, sino de Georgia, y no se llamaba Dimitri sino una cosa mucho más rara que nunca fui capaz de pronunciar. Sólo había hablado con él dos veces, ambas en fiestas nocturnas en las que él era asiduo. Oficialmente se dedicaba al noble arte del contrabando de armas, aunque se rumoreaba que también estaba metido en el narcotráfico y la trata de blancas. A mí sólo me interesaba lo primero.

—Sabes que no se llama Dimitri —replicó enfurecido el matón— y no quiere verte ni a ti ni a nadie. Está muy ocupado.

—Ya sabes quién soy. Dile de mi parte que deje a las fulanas para luego y me deje pasar. Tengo cosas importantes que hablar con él. Negocios, ya sabes.

Lo importante a la hora de tratar con altos capos de cualquier tipo de mafia era echarle narices al asunto. Por dentro podías estar todo lo acojonado que quisieras, siempre y cuando supieses disimular. De lo contrario, podías darte por muerto.

—Espera aquí —gruñó el portavoz. El mudo se quedó junto a los perros mientras el locuaz se alejaba unos metros y avisaba por el móvil a su patrón.

Ataron a los perros y me dejaron pasar, me cachearon para asegurarse de que no llevaba armas ocultas y me escoltaron todo el camino desde el jardín hasta la entrada de la casa. Me hicieron detenerme al borde de la piscina y estuve un par de minutos esperando a que saliese el Ruso, mientras mentalmente valoraba planes de escape que me permitiesen noquear a los dos matones, despojarles de sus pistolas y salir con vida de allí. Casi todas mis opciones pasaban por empujar a uno de ellos a la piscina y luego lidiar con el otro. No era un plan muy halagüeño, ciertamente.

—¿Tú? —resopló indignado el Ruso mientras se ataba la bata—. Pensaba que vendría Tyler.

—Me temo que él no puede ocuparse de este tema en estos momentos —contesté por ganar tiempo.

En balde. El Ruso hizo un gesto tan sutil como si chasquease los dedos y los dos gorilas se abalanzaron sobre mí. El hablador no pegaba muy duro, pero el mudo sí. Vaya que sí. Mientras trataba de zafarme de sus puñetazos y arremetía contra ellos con mis puños y rodillas, llegaron otros tres o cuatro matones. Entre todos me redujeron sin esfuerzo. Me sujetaron por brazos y piernas y se fueron turnando para propinarme patadas y puñetazos. Me dieron tal paliza que perdí el sentido.