XXXII
Uno menos
«No estoy contra la policía;
simplemente les tengo miedo.»
Alfred Hitchcock
ME DESPERTÉ DOBLEMENTE dolorido: en la cara por los golpes, en la moral por no haberlo visto venir. Una voz sonó a mi alrededor, aunque no entendí ni una palabra. Me giré.
—Entiende que esto no es algo personal —repitió, esta vez de una forma más audible.
Me encontraba atado de pies y manos. Me vino a la mente John, sólo que yo a él le había dejado boca arriba en el suelo, mientras que a mí al menos me permitían estar cómodamente sentado en una silla. Estábamos en un salón que ya había visto antes. Era la casa de Eliot.
—¿Así que no es personal?
—Sólo soy un peón. Todos lo somos, ¿no?
—¿Para quién trabajas?
—Hasta ahora para John. Digamos que ahora… tengo pensado ir por libre.
—¿Qué quieres de mí?
Cogió por el asa la bolsa de deportes donde estaba mi dinero.
—Ya tengo lo que quiero.
—¿Y ahora?
—Ahora me marcharé y ya no dependerá de mí nada de lo que pase.
—Cojonudo.
Mientras hablábamos, yo giraba la vista hacia todos lados, tratando de encontrar una vía de escape. ¿Mi plan a cuatro bandas me iba a explotar en las manos? No podía creer que hubiesen sido más listos que yo.
—Lo siento. En serio. Espero que no me guardes rencor.
Qué estupidez. Si sólo quería el dinero, podía habérselo llevado después de noquearme y ya está. Si estaba allí atado, era porque estábamos esperando que me entregase a alguien. ¿Pero a quién? Él era uno de los nombres de mi lista, y otro estaba ya muerto. Había cinco posibilidades, pues. O incluso más.
—¿El Ruso?
—No —negó, meneando la cabeza con sorna—. Aunque, a decir verdad, no creo que le vaya a hacer mucha gracia que no le entregues su dinero. Pero este dinero no es suyo precisamente, ¿verdad?
—Sabes de sobra cómo lo he conseguido.
Asintió y la cosa quedó así. Se dio la vuelta y encaró la puerta con lentitud. Forcejeé un poco con las sogas que me ataban las manos. No parecían estar muy apretadas. Una nueva esperanza me invadió por unas décimas de segundo. Pero mi compañero se iba, tenía que retenerle.
—¡Espera!
—Lo siento, pero tengo que irme.
—¡No! —grité—. Espera un momento. ¿Esto es sólo por dinero? No me jodas.
—Las cosas son así…
—¿Y qué hay de Susan? ¿Qué le pasará a ella?
Apretó los labios antes de contestar. No supe cómo interpretar aquello.
—Te diría que te cuidases pero sería muy hipócrita, ¿no crees?
Se giró nuevamente, esta vez con más brío. Le increpé, le llamé de todo. Si me dejaba allí, a expensas de quien coño fuese a venir a por mí y sin el maldito dinero del Ruso, estaba perdido. Se dio la vuelta una última vez y dijo:
—Las casas se construyen por los cimientos.
Menudo consejo. Abrió la puerta y se fue. ¿Qué narices quería decir con aquella estúpida frase? Vaya manera de despedirse del que había sido su compañero estos últimos años.
No habían pasado ni dos minutos cuando se sintió de nuevo la puerta. Yo seguía tratando de desatarme pero las sogas aún no habían cedido del todo. Entraron cuatro hombres, aunque yo sólo conocía a uno.
—Vaya, ¿qué tenemos aquí? Parece que mi pedido está listo.
De alguna manera me sorprendió. De las cinco opciones que había, no contaba con que fuese él el traidor, pese a haberlo incluido como el quinto nombre de la lista de siete.
—No sabía que estabas con el Ruso.
—¿El Ruso? ¿Pero de qué coño hablas?
Se acercó, con su pelo pincho engominado como de costumbre, y me empujó ligeramente hacia atrás con el brazo derecho. Sentí un pie ligeramente más libre que las manos.
—La última vez que hablamos sugeriste que el Ruso y Tyler se habían aliado para que yo consiguiese el dinero.
—Eso fue la penúltima vez —me corrigió, y estaba en lo cierto—. La última vez me pediste que hiciese correr el rumor de que habías preparado un gran robo para devolverle el dinero al Ruso.
—Un gran robo al que tú mismo me incitaste —recordé—. O sea que era todo mentira, ¿el dinero era para ti?
Yo seguía reacio a creer que el Ruso no estuviese en el ajo.
—No entiendes nada, ¿verdad?
—Pues ya que lo dices, sí que hay una cosa que me escama. ¿Por qué aquí? Me tuviste a tiro en Edimburgo. Varias veces.
William me miró con aquellos ojos huidizos. Sus tres matones no hacían ni decían nada. Eran como robots, atentos a las órdenes de su jefe… si éstas llegaban.
—No se trata de matarte. No es tan simple.
Mientras hablábamos, yo seguía intentando soltarme las manos o los pies, procurando que ni mi excolega ni los matones se diesen cuenta.
—Te aseguro que si has sido tú el que está detrás del secuestro de Susan, haré que te maten.
Soltó una carcajada casi tan ridícula como mi frase de vengador de película.
—¿Tú y cuántos más?
Evalué mis opciones. Podía tratar de levantarme, aún pegado a la silla, y embestirle. Luego sus tres matones caerían sobre mí y, si no me desataba a tiempo, me reducirían en un santiamén. No parecía la mejor opción pero tampoco había muchas más.
—En fin, no es personal. Bueno, no del todo. Supongo que querrás saber el plan así que te lo concederé como último deseo: cogemos el dinero y te llevamos ante el jefe. Luego ya no depende de mí.
Lo hice. Me solté los pies por completo en un último forcejeo y embestí con todas mis fuerzas a mi antagonista, derribándolo hacia atrás y cayendo yo encima de él.
Se llevó la peor parte, claro, porque no se lo esperaba y porque peso bastante más que él. Sus compañeros no tardaron en venir sobre mí. Los primeros puñetazos los esquivé como pude y utilicé la silla como parapeto para bloquear algunos golpes. Pronto tomaron el control. Eran cuatro y yo sólo uno.
La puerta se abrió de pronto. Sentí un gran ruido. Tardé unos segundos en darme cuenta de que era un disparo. Alcé la vista, desde el suelo. Era mi compañero. Había vuelto. Disparó dos veces más, tres, cuatro, cinco. Dos de los tres matones yacían en el suelo. Muertos. Otro estaba malherido y William se había refugiado detrás del sofá. Eliot me ayudó a soltarme del todo las sogas de las manos y desprenderme de la silla.
El tercer matón logró sacar una pistola, desde el suelo, y apuntó en nuestra dirección. Mi compañero le disparó a la cabeza. Sólo quedaba William, que trató de huir por piernas pero le cortamos el paso. Por inexplicable que resultase, no debía de llevar armas encima. Había confiado esa tarea a sus secuaces. Menudo imbécil.
Eliot le apuntó con el arma pero yo le detuve el brazo.
—No, no. Espera. Antes quiero saber qué cojones está pasando aquí.
—Estoy de tu parte, hombre —me espetó Eliot, pero no le hice caso. Ya había llegado yo solito a esa conclusión. Fui hacia William, le cogí por las solapas y lo levanté contra la puerta.
—¿Para quién coño trabajas? ¿Dónde está Susan?
Le pegué con toda la fuerza que pude. Un puñetazo en la cara, otro en la boca del estómago. Era delgado pero estaba fibroso, encajó bien los golpes aunque la sangre le corría por el labio profusamente. Me di cuenta de que a mí también. Me limpié con la manga y volví a preguntar:
—¡Dime dónde está o te arrancaré los dientes uno por uno!
—La tiene el Ruso. La tiene el Ruso.
—¿Dónde?
—No tengo ni idea. De verdad. Suéltame, hombre…
Le di otro par de puñetazos. Estaba furioso. Mi compañero meneó la cabeza para los lados. William intentó abrir la puerta pero le retuvimos de nuevo.
—¡Te lo diría si lo supiese pero no lo sé! ¿Qué vais a hacer conmigo?
Eliot repitió el meneo de cabeza y dijo en voz alta
—No hay otro remedio. ¿Tú o yo?
Cogí su arma. Me parecía lo justo. William suplicó por su vida. Inútilmente. Disparé a la cabeza tres veces seguidas.
—¿Te sientes mejor?
Gruñí como toda respuesta.
—Suponía que preferías cargártelo tú —me dijo—. Creo que mereces una explicación.
—Ya lo creo que la merezco —dije, viniéndome arriba. Seguía a tope de adrenalina.
—¿No pensarías en serio que te iba a traicionar?
—Me dejaste aquí atado, a merced de estos cabrones.
—Formaba parte del plan. Necesitaba que realmente creyeses que te la había jugado.
—¿Y cómo sabías que llegarías a tiempo? Si tardas un minuto más en entrar, me encuentras fiambre.
—Soy un profesional. Además te di una pista.
—¿Las casas se construyen por los cimientos?
—Sí.
Dudé.
—¿Que me soltase primero los pies?
—Claro.
No sabía si matarlo o abrazarlo. No hice ni lo uno ni lo otro.
—¿Entonces todo lo que me dijiste de la sobrina del Ruso era cierto?
—Sí.
—¿Y lo de que John está implicado?
—Lo está, aunque no sé exactamente hasta qué punto.
—Y, evidentemente, no trabajas para él.
—Evidentemente. ¿De dónde sacaste el dinero?
—¿Cómo sabes que…?
—No lo sabía. Hasta ahora.
—¿Qué has hecho con la bolsa?
—La tengo abajo en el coche. Vamos, no hay tiempo que perder.
—¿Y Susan?
—La tiene el Ruso, ¿no?
—¿Y tú me lo preguntas?
—Es lo que dijo William, y es lo que tú suponías desde el primer momento, ¿no?
Recordé que tenía el móvil en silencio desde que estuve en La Fábrica con John. Lo saqué. Tenía varias llamadas perdidas de Travis.
—Tengo que hacer una llamada.
—Hazla de camino.
Hice caso a mi compañero. Me acababa de salvar la vida. También anoté mentalmente que William era sólo otra pieza del puzzle, pero una pieza menor. Taché otro nombre de la lista, que pasó de cinco a cuatro. Uno menos.