Fueron precisamente la disciplina y el adiestramiento de sus legiones lo que permitió a Roma la conquista de su Imperio y, en las guerras civiles, cuando se enfrentaban entre sí las legiones, la victoria la lograban siempre las mejor preparadas. En los tiempos de Julio César, no existía ningún reglamento concreto respecto al adiestramiento y éste se dejaba a la iniciativa de sus jefes y legados. Había legiones de «novatos» y legiones de veteranos, siendo estos últimos los que, a pesar de lo reducido de sus efectivos a causa de los combates y el desgaste del tiempo, constituían el máximo valor guerrero del ejército. César forjó a sus nuevas legiones distribuyéndolas al principio en cohortes o centurias para las escaramuzas de poca envergadura. Con el fin de dar un buen entrenamiento a sus legiones de reclutas, incorporó a éstas veteranos, y reclutó a los centuriones de las legiones más experimentados. Esto es más o menos todo lo que sabemos sobre la formación de los legionarios de César, pero es probable que se pudiera comparar a la de los legionarios del Imperio que describiremos seguidamente.
El nuevo recluta se familiarizaba de inmediato con las siguientes voces de mando: Signa inferre! (¡Adelante!), Praege! (¡En marcha!), Certo gradu! (¡Al paso!), Incitato gradu! (¡Paso ligero!), y Agmen torquere ad dextram o sinistram! (¡Girar la columna a la derecha! o ¡a la izquierda!). Efectivamente, el nuevo recluta, al principio, se entrenaba para la marcha realizando un recorrido diario de 5 horas: 20 millas romanas (29,440 km) a paso de marcha (5,9 km/hora) o 24 millas (35,328 km) a paso ligero (7,1 km/hora). También se entrenaba para la carrera, para el salto de altura y de longitud, para la natación y para marchas especiales que realizaba llevando la totalidad de su equipo de 40 kg, a cuyo fin y tras la orden de Signa statuere! (¡Alto!) se detenía con un suspiro de alivio.
También aprendía el manejo de las armas bajo la supervisión de centuriones y suboficiales, de veteranos o de antiguos entrenadores de gladiadores. Al recluta se le entregaba un escudo de mimbre y una espada de madera, ambos con un peso doble del de las armas verdaderas para desarrollarle los músculos, y se entrenaba peleando contra un poste de seis pies (1,77 metros). En la fase siguiente, denominada armatura, los reclutas se batían dos a dos con armas de madera de peso normal y provistas de dianas. Asimismo arrojaban la lanza contra el poste, una lanza cuyo peso era doble que el normal. Finalmente, también realizaban prácticas sobre el caballo de madera, primero sin armadura y más tarde con ella. A los instructores se les gratificaba con doble ración de rancho y a los malos reclutas se les sustituían sus raciones de trigo por otras de cebada.
Se les adiestraba en la construcción de zanjas, en la instalación de los campamentos, y eran sometidos a interminables ejercicios de maniobras para que cualquier legionario conociera a la perfección cuál debía ser su puesto en las líneas de combate y efectuara, sin titubeos, todas las maniobras necesarias para pasar de una formación de combate a otra. De esta forma, la cohesión y la disciplina eran automáticas, pudiendo mantenerse aun bajo las embestidas del enemigo. El recluta romano, como ocurre en todos los ejércitos, debía encontrarse presto para el combate Legio expedita! (¡Firmes!), y el adiestramiento se completaba merced a grandes maniobras (ambulaturae) sobre el terreno, con armas, pertrechos y caballería.
No obstante, el nuevo legionario permanecía todavía en su estado de «novato» mientras no superase la prueba de combate real contra el enemigo. Si bien es cierto que, bajo el mandato de Julio César, este bautismo de sangre no tardaba en llegar.