Durante la vieja república, solamente estaban sometidos al servicio militar los ciudadanos romanos acomodados y los reclutamientos se efectuaban cada año en el mes de marzo. Los soldados eran desmovilizados en otoño. Mario, en el año 107 a. de C., suprimió la situación de privilegio e instauró los reclutamientos de larga duración, hasta 20 años, para los ciudadanos pobres o desocupados, y de esta forma nació el ejército profesional.
En la época de César los legionarios debían ser siempre ciudadanos romanos, es decir, originarios de la península itálica al sur del río Po. Los esclavos y los libertos no podían ingresar en el ejército. La quinta no se aplicaba nada más que en caso de urgencia. La mayor parte de los legionarios eran voluntarios que procedían de la Italia rural y pobre y, en el caso del ejército galo, de la Galia Cisalpina. Italia estaba dividida en distritos de alistamiento dirigidos por reclutadores (conquisitores).
En las leyes sobre ciudadanía había excepciones que, durante el Imperio, llegaron a ser la norma. En el año 51 a. de C., César reclutó una legión de Galos transalpinos (es posible que les prometiera la ciudadanía en el momento del alistamiento o de la desmovilización). Esta legión era «romana» como las demás, si bien carecía de número y, desde el principio, se denominó Legio Alaudae (Legión de la Alondra). No obstante, en el 47 a. de C. se convirtió en la Legio V Alaudae. Durante la guerra civil los pompeyanos pusieron en pie dos legiones reclutadas en Hispania.
Al incorporarse a sus legiones, los reclutas (tirones) prestaban juramento de fidelidad (sacramentum) en el transcurso de una ceremonia de carácter religioso dirigida por los tribunos. El voluntario debía jurar delante del águila (emblema de la legión), según la siguiente fórmula: «Yo prometo servir a la República y no abandonar el servicio sin la orden del cónsul antes de que haya finalizado mi alistamiento». Si los voluntarios eran muy numerosos, únicamente recitaba la fórmula ritual el primero de ellos, mientras que los demás se contentaban con responder: «Idem in me» («Yo, lo mismo»).
La soldada, al comienzo de la Guerra de las Galias, era de 5 ases diarios, lo cual constituía un salario mísero (en Roma un pequeño artesano ganaba, por término medio, 12 ases al día). Además, de este sueldo se deducían cantidades para el pago de la alimentación, las armas, la vestimenta y las tiendas de campaña. Hacia el final de la guerra, César —movido por una mezcla de realismo, humanismo y visión política— dobló la paga, y no cabe la menor duda de que este aumento se efectuó parcialmente con el tributo de los Galos. Tras este aumento de soldada, los legionarios llegaron a vivir aceptablemente e, incluso, pudieron ahorrar 2/7 partes de su sueldo. Estos ahorros los administraban los signíferos (portaestandartes) y los guardaban en el santuario (sacellum) del águila y demás enseñas. El cuestor o su delegado entregaba las pagas a los jefes de unidades, previa presentación de las nóminas, en una ceremonia en la que las tropas estaban vestidas de gala y formadas en orden de batalla. Los jefes de unidades distribuían las soldadas entre los legionarios. Tales pagos se efectuaban a intervalos regulares, una vez al año, por adelantado, o cada cuatro meses.
El botín podía constituir una prima importante y, sin duda, era uno de los principales reclamos para el alistamiento de los voluntarios. La práctica del pillaje (praeda) era más o menos oficial y muchos de los generales debían permitirla para así obtener la fidelidad incondicional de sus tropas, llegándose a realizar algunas acciones bélicas con este único fin, lo cual daba lugar a excesos. Las rapiñas individuales se toleraban o no según las circunstancias, pero el botín legal se repartía de acuerdo con las reglas establecidas. Habitualmente los botines consistían en dinero, ganado, muebles diversos y, sobre todo, prisioneros para ser vendidos como esclavos. Entre los mercaderes que acompañaban a las legiones había traficantes que se preocupaban de rescatar todos estos bienes en especie. César fue el primer general que llegó a inculcar entre sus tropas una idea no tan materialista, un espíritu de cuerpo y un cierto patriotismo. A pesar de la reputación de saqueador que le adjudicó Suetonio, César jamás permitió que la avaricia de sus tropas obstaculizase la realización de sus planes e, incluso en algunas ocasiones, disminuyó las posibilidades de obtener botines, bien por razones políticas, bien por razones estratégicas, por ejemplo cuando liberó a los supervivientes Helvecios.