SOBRE LO SUBLIME *
El pequeño tratado de Cecilio1, el que él escribió [1] sobre lo sublime, cuando lo examinábamos en común, queridísimo Postumio Terenciano2 nos pareció, como tú sabes, demasiado pobre en relación con el tema general y que se ocupaba muy poco de los puntos principales, resultando de escasa utilidad a sus lectores, que debe ser el fin primero del escritor. En todo tratado técnico se exigen, al menos, dos cosas: en primer lugar que muestre cuál es su objeto de estudio, y en segundo lugar por el orden, pero por su valor lo más importante, que enseñe cómo y a través de qué métodos podríamos hacerlo nuestro. Pues bien, Cecilio se esfuerza en mostrarnos, valiéndose de innumerables ejemplos, qué es lo sublime, como si se dirigiera a personas que lo desconocen; sin embargo, no sé cómo pasa por alto, como si no fuera necesario, otro punto importante, esto es, de qué modo podríamos llevar nuestra propia naturaleza a un cierto progreso del sentido por la grandeza. [2] No obstante, quizá sería justo que a este hombre no lo censurásemos tanto por sus omisiones como que lo alabáramos por sus aciertos y por su trabajo. Pero, como nos has pedido como un favor personal que pongamos sobre el papel, sin omitir nada, algo sobre lo sublime, vamos a ver si entre nuestras investigaciones hay algo que pueda tener alguna utilidad para los hombres en su vida pública. Tú mismo, amigo mío, nos ayudarás a juzgar con un gran amor a la verdad y como conviene a tu forma de ser y como es tu deber todos los pormenores de mi obra. Pues verdaderamente tenía razón aquel que, a la pregunta de qué es lo que tenemos de común con los dioses, dijo: «el obrar con rectitud y el hablar con [3] verdad»3. Ahora, al escribirte a ti, queridísimo, con tu conocimiento de todos los estudios liberales, casi me siento también dispensado de explicar con detalle que lo sublime es como una elevación y una excelencia en el lenguaje, y que los grandes poetas y prosistas de esta forma y no de otra alcanzaron los más altos honores [4] y vistieron su fama con la inmortalidad. Pues el lenguaje sublime conduce a los que lo escuchan no a la persuasión, sino al éxtasis. Ya que en todas partes lo maravilloso, que va acompañado de asombro, es siempre superior a la persuasión y a lo que sólo es agradable. Pero si la acción de persuadir depende la mayoría de las veces de nosotros, las cualidades de lo sublime, sin embargo, que proporcionan un poder y una fuerza invencible al discurso, dominan por entero al oyente. La experiencia en la invención, la habilidad en el orden y en la disposición del material no se hacen patentes ni por uno ni por dos pasajes, sino que las vemos emerger con esfuerzo del tejido total del discurso. Lo sublime, usado en el momento oportuno, pulveriza como el rayo todas las cosas y muestra en un abrir y cerrar de ojos y en su totalidad los poderes del orador. Éstas, pues, según creo, y otras consideraciones parecidas podrías sugerir tú, queridísimo Terenciano, por tu propia experiencia.
Sin embargo, deberíamos preguntarnos, en primer lugar, [2] si existe un arte de lo sublime o de su opuesto4, ya que hay quienes creen, y en esto se engañan completamente, que pueden someter tales cosas a reglas técnicas. La grandeza, se dice, es innata y no se adquiere con la enseñanza, y el único arte para llegar a ella es ser así por naturaleza. Todas las obras de la naturaleza se estropean, así piensan ellos, y son mucho más despreciables, si se reducen a esqueletos con las enseñanzas técnicas. Yo sostengo, sin embargo, que se puede probar [2] que esto es de otro modo, si se considera que la naturaleza, aunque a menudo en las emociones y en las sublimidades obedece sus propias leyes, sin embargo, no es algo fortuito y no le gusta en absoluto actuar sin método; ella misma es, en verdad, el principio originario y arquetípico que subyace a toda creación, pero el método es el único capaz de fijar los límites y de suministrar el modo especial, el momento oportuno en cada punto concreto y aún la práctica y el uso más seguros. En cierto sentido los grandes genios son especialmente peligrosos, confiados a sí mismos, sin disciplina, sin apoyo y sin lastre, abandonados a su solo impulso y a su ignorante temeridad. Ellos necesitan con frecuencia de espuelas, así como también de freno. Se podría aplicar también a la literatura aquello que dice Demóstenes 5 del destino común de los hombres, de que el mayor de todos los bienes es la buena fortuna, pero en segundo lugar, y no menos importante, es el tomar sabias decisiones, pues a quienes esto les falta les será destruido totalmente también lo primero; la naturaleza6 ocupa aquí el lugar de la buena fortuna y el arte el de las decisiones sabias. Pero lo más importante es que incluso las particularidades de estilo en la literatura, que dependen por entero de la naturaleza, no las podemos aprender por otro medio si no es por el arte. Si, como hemos dicho, el que censura a los que buscan una buena instrucción tuviera en cuenta todas estas cosas, no [tendría], me parece, como superficial e inútil la investigación de las cosas que ahora nos ocupan.
... ... ... ... ... (Faltan dos folios)7 ... ... ... ... ...
[3] ...y que ellos detengan el inmenso resplandor del fuego. Pues si yo veo a uno solo de los que guardan su hogar, introduciendo un tentáculo de fuego, rápido como un torrente, quemaré su techo y lo reduciré a cenizas, pero hasta ahora no he cantado yo mi propia melodía8.
Estas expresiones: los tentáculos de fuego, vomitar contra el cielo y hacer flautista a Bóreas y todo lo que sigue, no son trágicas, sino una parodia de lo trágico. El resultado es que, lejos de impresionar, todo esto se ve oscurecido por la expresión y confuso por las imágenes visuales; y, si examinas cada una de estas expresiones a la luz del día, verás cómo poco a poco dejan de ser temibles para convertirse en despreciables. Y si en la tragedia, que es por naturaleza un género pomposo y que admite recargamiento, la hinchazón inoportuna es, sin embargo, imperdonable, difícilmente se adaptaría ella, creo yo, a la expresión de la realidad. Así [2] son ridículas las expresiones de Gorgias de Leontinos cuando escribe: «Jerjes, el Zeus de los Persas» y «buitres, tumbas vivientes»9, y algunos pasajes de Calístenes 10, que son pomposos pero no sublimes, y aún más algunos de Clitarco 11, escritor superficial que, por usar una expresión de Sófocles, sopla
en flautas pequeñísimas, pero a pleno pulmón12.
Hay ejemplos parecidos de Anfícrates13, Hegesias14 y Matris 15. Pues, con frecuencia, cuando se creen estar inspirados, no están poseídos en realidad de un furor báquico, [3] sino que juegan como niños. Parece, en general, que la hinchazón es uno de los vicios más difíciles de evitar. Por naturaleza todos los que buscan la grandeza, al querer huir del reproche de debilidad y aridez de estilo, van a dar, yo no sé cómo, en este vicio, convencidos de aquello de que fallar en lo grande es, no obstante, [4] un error noble. Pero la hinchazón, tanto en el cuerpo como en el lenguaje, es mala, superflua e irreal, y nos conduce muchas veces a la situación opuesta, porque nada hay, se dice, más seco que un hidrópico. Mientras que la hinchazón desea elevarse por encima de lo sublime, la puerilidad es lo más directamente opuesto a la grandeza; es en todos los sentidos baja y mezquina y, en realidad, el vicio más innoble. ¿Qué es, entonces, la puerilidad? ¿No está claro que es una forma de pensar académica, que por su cuidado excesivo desemboca en frialdad? En este defecto caen aquellos que buscan lo raro y artificial y, sobre todo, agradable, pero encallan en un estilo chillón y afectado. Junto a éstos existe un [5] tercer tipo de vicio, que se halla en los pasajes de fuerte patetismo, al que Teodoro16 llama falso entusiasmo. Es un patetismo inoportuno y vacío, allí donde no es necesario tal patetismo, o desmesurado, donde debía ser moderado. Muchas veces, algunos escritores, como embriagados, se dejan llevar de un patetismo que no tiene nada que ver con el asunto tratado, [pero] que les es personal y académico. Entonces ellos, ante un auditorio indiferente, actúan con torpeza, poniéndose en éxtasis ante unos oyentes que no participan de su éxtasis. Pero de lo patético hablaremos en otro lugar.
De la falta, de la que hemos hablado en segundo lugar, [4] me estoy refiriendo a la de la frialdad, están llenos los escritos de Timeo 17, un autor, por lo demás, inteligente y, en ocasiones, no falto de grandeza de estilo, espíritu muy cultivado y agudo, pero muy dispuesto a censurar los defectos de los demás y ciego a los suyos propios. Por su deseo de expresar nuevas ideas cae con frecuencia [2] en la más absoluta puerilidad. Yo voy a poner uno o dos ejemplos de este escritor, puesto que Cecilio ha anticipado la mayor parte de ellos. En su alabanza a Alejandro dice: «El cual necesitó menos [años] para conquistar el Asia que Isócrates para componer su Panegírico en favor de la guerra contra los Persas» 18. Una comparación admirable, en verdad, entre el Macedonio y el Sofista. Pues, es evidente, oh Timeo, que los Lacedemonios están por esto muy por debajo de Isócrates en cuanto al valor se refiere, ya que ellos tomaron Mesenia [en] treinta años y aquél escribió su Panegírico [3] en sólo diez años. Y ¿de qué modo habla Timeo de los Atenienses capturados en su expedición a Sicilia? Que «habiendo cometido sacrilegio con Hermes y habiendo decapitado sus imágenes, por eso fueron castigados, sobre todo por culpa de un solo hombre, de Hermócrates, hijo de Hermón, que por vía paterna descendía del dios ofendido» 19. De modo que yo me admiro, queridísimo Terenciano, de que no escriba también de Dionisio el Tirano: 20 «Por su impiedad con Zeus y Heracles [4] le arrebataron el poder Dión y Heraclides»21. Y ¿por qué tenemos que hablar de Timeo, cuando también aquellos héroes de la literatura, me refiero a Jenofonte y Platón, a pesar de proceder de la escuela de Sócrates, se olvidaron, sin embargo, de sí mismos por semejantes agudezas? El uno, Jenofonte, escribe en La constitución de los lacedemonios: «Y en verdad de aquéllos podrías escuchar menos la voz que la de las estatuas de piedra, volverías menos sus ojos que los de las estatuas de bronce y podrías pensar que son más vergonzosos que las vírgenes de sus ojos»22. Sería una manera de expresión más propia de Anfícrates23 y no de Jenofonte el llamar vírgenes vergonzosas a las niñas de nuestros ojos24. ¡Por Heracles, qué cosa más absurda hay que creer que las pupilas de todos son sin excepción púdicas doncellas, cuando se dice que en ningún otro sitio se muestra la desvergüenza de algunos hombres con más claridad que en los ojos! [Como] dice [Aquiles al reprochar a Agamenón la osadía de sus ojos]25 «ebrio, de ojos de perro» 26. Sin embargo, Timeo, como aferrándose [5] a un objeto robado, ni siquiera dejó a Jenofonte esta clase de frialdad. Hablando de Agatocles27 dice que a su sobrina, que había sido entregada en matrimonio a otro hombre, se la llevó raptándola en la misma ceremonia nupcial 28. «Pero ¿hubiera podido hacer esto un hombre que tuviera doncellas y no rameras en sus ojos?» Y ¿qué? El por lo demás divino Platón, queriendo referirse [6] a unas tablillas para escribir, dice: «Después de escribir recuerdos de madera de ciprés los guardaron en los templos»29; y otra vez: «en lo que respecta a las murallas, oh Megilo, yo estaría de acuerdo con Esparta en permitir a las murallas dormir en la tierra sin [7] dejarlas nunca más levantarse» 30. Y Heródoto no está muy lejos de esto, cuando llama a las mujeres hermosas «dolores para los ojos»31. No obstante, él tiene cierta disculpa, por cuanto que en él los que así se expresan son [los] bárbaros y, además, están ebrios; pero ni siquiera a través de tales personas por la mezquindad de ánimo está bien aparecer sin decoro ante la posteridad.
[5] Sin embargo, todas estas faltas innobles crecen en la literatura por un solo motivo: por la búsqueda de nuevos pensamientos, que es por lo que nuestra generación está más loca. Pues casi de las mismas fuentes nos suelen venir los bienes y los males. De ahí que contribuyan al éxito de nuestros escritos la belleza del estilo, el lenguaje sublime y, yo añadiría a éstos, todo lo que es agradable; y las mismas cosas son el origen y la causa tanto de los triunfos como de los fracasos. Lo mismo se puede decir de los cambios de construcción, de las hipérboles y del uso del plural por el singular. Nosotros vamos a mostrar en lo que sigue el peligro que parece encerrar todo esto. Por ello es necesario buscar y plantearnos en seguida de qué modo podemos evitar los defectos que se mezclan íntimamente con lo sublime.
[6] Esto es posible, amigo mío, si conseguimos, en primer lugar, hacernos una idea y un juicio claros de lo que es en verdad lo sublime. Sin embargo, el objetivo es difícil de alcanzar, ya que un juicio literario es el resultado final de una larga experiencia. No obstante, diciéndolo con el fin de instruir, no es quizá imposible, a partir de aquí, llegar a hacerse una idea correcta sobre el asunto.
Tú debes saber, queridísimo, que, como en nuestra [7] vida ordinaria, nada hay grande si el hecho de despreciarlo aporta grandeza; como las riquezas, los honores, las distinciones, las tiranías y todos los otros bienes, a los que va anejo un gran aparato teatral externo, no podrían parecer, al menos a los ojos de un hombre sensato, superiormente buenas, ya que el despreciarlos no es un bien mediocre —aquellos que pueden poseer tales cosas, pero por grandeza de ánimo las desdeñan, son en verdad objeto de una admiración mayor que los que las poseen—; por esta misma razón se ha de poner gran atención a los pasajes de estilo elevado en poesía y en prosa, para que no vaya a ser que sean sólo aparentemente grandiosos, y a eso se añada una casual ornamentación, pero se muestren, al ser examinados con detenimiento como vacíos solamente, a los que sea más noble despreciar que admirar. Nuestra alma se ve por [2] naturaleza transportada en cierto modo por la acción de lo verdaderamente sublime, y, adueñándose de ella un cierto orgullo exultante, se llena de alegría y de orgullo, como si fuera ella la autora de lo que ha escuchado. Cuando un hombre sensato y versado en la [3] literatura oye algo repetidamente y su alma no es transportada hacia pensamientos elevados, ni al volver a reflexionar sobre ello tampoco queda en su espíritu más que meras palabras, que, si las examinas cuidadosamente, se convierten en algo insignificante, entonces se puede decir con toda seguridad que no es algo verdaderamente sublime, ya que sólo se conservó mientras era escuchado. Pues, en realidad, es grande sólo aquello que proporciona material para nuevas reflexiones y hace difícil, más aún imposible, toda oposición y su recuerdo es duradero e indeleble. En una palabra, considera hermoso y verdaderamente sublime aquello que agrada siempre y a todos. Pues, cuando personas de diferentes costumbres, vidas, aficiones, edades y formas de pensar 32 tienen una opinión unánime sobre una misma cosa, entonces este juicio y coincidencia de espíritus tan diversos son una garantía segura e indudable en favor de lo que ellos admiran.
[8] Son, pues, cinco las fuentes, como uno las podría llamar, más productivas de la grandeza de estilo. Como base común a estas cinco formas se halla el poder de expresión, sin el que no son absolutamente nada. La primera y más importante es el talento para concebir grandes pensamientos, como lo hemos definido en nuestro trabajo sobre Jenofonte33. La segunda es la pasión vehemente y entusiasta. Pero estos dos elementos de lo sublime son, en la mayoría de los casos, disposiciones innatas; las restantes, por el contrario, son productos de un arte: cierta clase de formación de figuras (éstas son de dos clases, figuras de pensamiento y figuras de dicción), y, junto a éstas, la noble expresión, a la que pertenecen la elección de palabras y la dicción metafórica y artística. La quinta causa de la grandeza de estilo y que encierra todas las anteriores, es la composición34 digna y elevada. Pero vamos a examinar el contenido de cada una de estas formas, anticipando sólo que de las cinco hay algunas que Cecilio ha pasado por alto, como [2] por ejemplo la pasión. Si lo hizo porque le [...] pareció que los dos, lo sublime y lo patético, son una y la misma cosa, que siempre existen y crecen unidas entre sí, está en un error; pues existen pasiones que no tienen nada que ver con lo sublime y que son insignificantes, como los lamentos, las tristezas y los temores; y, a su vez, hay muchas veces sublimidad sin pasión. Toma, entre otros miles de ejemplos, las atrevidas palabras del poeta35 sobre los Alóadas:
Trataron de colocar el Osa sobre el Olimpo y sobre el Osa el Pelión frondoso para hacer accesible el cielo,
y lo que sigue a estos versos es aún más grandioso:
y ellos, en verdad, hubieran realizado su propósito 36.
De la misma forma en los oradores los encomios, los [3] discursos festivos y los de exhibición contienen siempre majestad y elevación, pero comúnmente carecen de pasión, por lo que los oradores apasionados rara vez son buenos en el encomio y los expertos en el encomio, a su vez, no suelen ser apasionados. Y si Cecilio, además, [4] no pensó en que la pasión en modo alguno pudiera contribuir a veces [a] lo sublime y por ello no creyó que fuera digna de mención, estaba de nuevo en un grave error. Yo me atrevería a asegurar, sin temor alguno, que nada hay tan sublime como una pasión noble, en el momento oportuno, que respira37 entusiasmo como consecuencia de una locura y una inspiración especiales y que convierte a las palabras en algo divino.
Sin embargo, ya que la primera de las cinco fuentes [9] ocupa un lugar más importante que las otras, me estoy refiriendo a la natural grandeza de espíritu, por ello, aunque sea ésta una cosa recibida más que adquirida, debemos, en la medida de lo posible, elevar nuestras almas hacia todo lo que sea grandioso, y preñarlas, por [2] así decirlo, constantemente de nobles arrebatos. «¿De qué modo?», dirás. A este respecto yo he escrito en otro lugar: «Lo sublime es el eco de un espíritu noble». Por eso, a veces, también un pensamiento desnudo y sin voz, por sí solo, a causa de esta grandeza de contenido, causa admiración; así el silencio de Ayante en la Nekyia [3] es grandioso y más sublime que cualquier palabra38. De aquí que sea absolutamente necesario establecer, en primer lugar, que lo sublime viene de esto: el verdadero orador no debe tener un espíritu mezquino e innoble. Pues no es posible que aquellos que han tenido toda su vida hábitos y pensamientos bajos y propios de esclavos realicen algo digno de admiración y de la estima de la posteridad. Grandiosas son, como es natural, las palabras de aquellos que tienen pensamientos profundos. [4] Por esta razón también el lenguaje sublime se encuentra en hombres dotados de pensamientos elevados. Lo es la respuesta a Parmenión, que había dicho: «Yo me hubiera contentado...»39
... ... ... ... ... (Faltan seis folios)... ... ... ... ...
...la distancia de la tierra al cielo, y uno podría decir que ésta es la medida no tanto de la Discordia como de [5] Homero40. Distinto de esto es el pasaje de Hesíodo sobre Achlys (tristeza o sombra de la Muerte), si el Escudo se debe atribuir a Hesíodo:
de sus narices brotaban mocos41,
pues no consiguió una imagen horrorosa, sino repugnante. Pero, ¿cómo engrandece Homero las cosas divinas?
Cuanto espacio puede divisar con sus ojos a traves de la distancia nebulosa un hombre que, sentado en una atalaya, tiende su mirada hacia la alta mar color vinoso, otro tanto salvan de un brinco relinchando sonoramente los caballos de los dioses42.
Mide su salto con una distancia cósmica. Así pues, ¿quién no exclamaría con razón ante tan hiperbólica grandeza, que, si los caballos de los dioses dieran dos saltos seguidos como ése, no encontrarían lugar en el universo? Desmesuradas son también las imágenes en [6] la Batalla de los dioses:
En derredor como trompa de guerra resonaron el cielo inmenso y el Olimpo. Y en las profundidades se asustó Aidoneo, señor de las sombras, y lleno de miedo, saltó de su trono y gritó, no fuera que después Posidón, que sacude el suelo, abriera la tierra y se mostraran a mortales e inmortales las horrendas y sombrías moradas, que incluso los dioses aborrecen43.
¿Ves, amigo, cómo, cuando la tierra se desgarra desde sus entrañas, y el mismo Tártaro aparece desnudo, y todo el universo se destruye y se rompe, todas las cosas a la vez, el cielo y el infierno, las cosas mortales y las inmortales, luchan juntos y afrontan juntos los peligros [7] de esa batalla? Todas estas cosas forman en verdad una imagen terrible, y si no es interpretada como una alegoría, absolutamente impía y carente de justa medida. Pues, cuando Homero nos presenta las heridas de los dioses, sus discordias, sus venganzas, sus lágrimas, sus cautiverios y sus pasiones de todo tipo, me parece que hace cuanto está en su poder para convertir a los hombres de la guerra de Troya en dioses y a los dioses, en cambio, en hombres. Sin embargo, para nosotros, cuando somos desgraciados, como puerto de nuestros males sólo nos queda la muerte, pero los dioses, tal y como los pintó él, son inmortales no por su naturaleza, [8] sino por sus desgracias. Pero mucho mejor que la Batalla de los dioses son los pasajes que nos presentan a la divinidad como algo verdaderamente inmaculado, poderoso y puro. Por ejemplo, aquellos versos sobre Posidón (que ya han sido estudiados por muchos predecesores nuestros):
Temblaron las altas montañas y los bosques, y las cumbres y la ciudad de los Troyanos y las naves de los Aqueos bajo los inmortales pies de Posidón al avanzar. Sobre las olas guió él su carro y a su alrededor saltaban alegremente por todas partes monstruos de las profundidades; ellos reconocían a su señor. El mar se abría gozoso y ellos volaban44.
[9] Un efecto similar fue conseguido por el legislador de los Judíos, que no era un hombre común, pues comprendió y supo expresar debidamente el poder de la divinidad, cuando al principio de sus leyes escribía: «Dios dijo», dice ¿qué?, «Que sea la luz». «Y la luz se hizo»; «Que sea la tierra». «Y la tierra se hizo»45. Espero [10] no parecer demasiado molesto, si te cito otro pasaje del poeta, también sobre asuntos humanos, para que comprendas cómo acostumbra a tratar la grandeza de los héroes. Una oscuridad repentina y una noche impenetrable rodean el combate de los griegos ante él. Entonces, Ayante, en su desamparo, dice:
Padre Zeus, libera tú a los hijos de los Aqueos de la espesa niebla, serena el cielo y permítenos ver con los ojos; después, a la luz del sol, haznos perecer46.
La emoción aquí es propia, en verdad, de Ayante, pues no pide vivir (una plegaria tal sería demasiado baja para un héroe), sino que, como en las tinieblas, no apropiadas para la acción, no podría emplear su valor para ninguna acción noble, indignándose por su inercia en el combate, ruega por ello que lo más rápidamente posible sea de día, seguro de encontrar, pase lo que pase, un funeral digno de su valor, aun cuando su adversario sea Zeus. Aquí Homero sopla impetuoso con el combate [11] y él mismo siente lo que está describiendo:
Se enfurece como Ares, cuando blande la lanza o como se enfurece el fuego devorador sobre las montañas, en la espesura del bosque profundo, y la espuma afluye a su boca47.
Sin embargo, a través de la Odisea (pues por múltiples motivos también deben ser examinados los pasajes de este poema) demuestra que es propio de un gran genio, cuando está ya en su declive, el sentirse atraído en su [12] vejez por los mitos. Está claro, por muy diversas causas, que esta obra fue compuesta en segundo lugar, pero, sobre todo, por el hecho de que introduce a lo largo de la Odisea, como episodios [de la guerra de Troya], los recuerdos de los padecimientos ante Ilión, y, por Zeus, porque pone en boca de sus héroes lamentaciones y palabras de piedad, como si fueran personas conocidas desde antiguo. En realidad la Odisea no es otra cosa que el epílogo de la Ilíada:
Allí yace el belicoso Ayante y allí Aquiles y allí Patroclo, como consejero, comparable a los dioses, y allí mi querido hijo48.
[13] Por esta misma razón, creo que la Ilíada, escrita en la plenitud de su inspiración, fue compuesta toda ella desbordante de acción y de lucha, mientras la Odisea es en su mayor parte narrativa, lo cual es una señal de vejez. Así, en la Odisea se podría comparar a Homero con el sol en su ocaso, del que permanece la grandeza, pero no la intensidad. Pues aquí Homero no conserva ya el mismo vigor que en aquellos famosos versos sobre Ilión, ni un constante nivel de sublimidad que no admite nunca caídas; ni hay tal abundancia de pasiones agolpándose unas sobre las otras, ni los cambios repentinos, el realismo y la abundancia de imágenes, tomadas de la vida real. Más bien es como el Océano, cuando se repliega sobre sí mismo y fluye tranquilo en torno a sus propios límites; sólo aparecen ante nuestros ojos los reflujos de la grandeza de Homero y su vagar de aquí para allá en relatos fabulosos e increíbles. Al decir esto, [14] no me olvido de las tormentas de la Odisea, ni de la historia del Cíclope y de algunos otros episodios, sino que hablo de la vejez, pero de la vejez de un Homero49. No obstante, en todos estos pasajes, sin distinción, lo mítico domina sobre la acción real. Entré en esta digresión, como dije, para demostrar cómo los grandes genios, cuando están en decadencia, tienden con facilidad a lo baladí e insignificante, como es, por ejemplo, la historia del odre, la de los compañeros de Odiseo convertidos en cerdos, a los que Zoilo50 llamaba cerditos llorones, y la de Zeus alimentado como un polluelo por las palomas, y la del naufragio, en la que Odiseo permanece diez días sin comer nada, y aquellos pasajes increíbles sobre la muerte de los pretendientes51. ¿Qué se podría llamar a esto en realidad sino «visiones de Zeus»?52. Una segunda razón, por la que hacemos estas [15] observaciones53 sobre la Odisea, es ésta: para que sepas cómo la decadencia de la pasión en los grandes escritores y poetas va a parar a la pintura de caracteres. En efecto, la descripción de la vida familiar de la casa de Odiseo es de alguna forma la de la comedia de costumbres.
[10] Vamos a examinar, ahora, si tenemos otros medios que puedan hacer sublimes nuestros escritos. Puesto que a todas las cosas van asociados por naturaleza ciertos elementos inherentes a la sustancia de cada una, necesariamente para nosotros la causa de lo sublime sería el poder de elegir siempre de los elementos inherentes los más importantes y hacerlos formar, mediante una superposición sucesiva, como un solo cuerpo. Pues el primer proceder se gana al oyente con la elección de las ideas, el otro con la acumulación de las que han sido seleccionadas. Así, Safo señala en todos los casos las emociones que acompañan a la locura amorosa, partiendo de los síntomas y de la verdad misma de la pasión. Mas, ¿en qué demuestra ella su destreza? En su poder para elegir primero los más sobresalientes y los más tensos de ellos, para unirlos después unos con otros.
[2] Semejante a los dioses me parece ese hombre, que se sienta frente a ti, y de cerca escucha tu dulce voz y tu sonrisa deliciosa, y eso hace saltar mi corazón dentro del pecho. Pues, cuando te miro por un momento, se me quiebra la voz. Mi lengua se hiela y al punto un fuego suave recorre mi piel, mi vista se nubla, los oídos me zumban, un sudor frío me cubre y un temblor me agita toda entera y estoy más pálida que la hierba; y siento que me falta poco para morir, pero es necesario ser valiente... 54
¿No te maravilla cómo intenta reunir en una misma [3] cosa cuerpo y alma, oídos y lengua, ojos y piel, todos dispersos antes, como si fueran extraños entre sí, y, ahora, ella, por medio de una serie de emociones contrarias, siente al mismo tiempo frío y calor, es irracional y sensata, pues tiene miedo55, o está a punto de morir, de tal forma que no aparece en ella una emoción sola, sino una reunión de emociones? Todo esto le sucede a los amantes, pero la elección, como he dicho, de los rasgos dominantes y su concentración en uno sólo constituyen aquí el mérito principal. Del mismo modo, creo yo, el poeta56 en la descripción de las tormentas escoge de los fenómenos que las acompañan los más violentos. El autor de la Arimáspeia cree que son terribles [4] estos versos:
He aquí un gran prodigio para nuestros corazones: Hay hombres que habitan en medio del mar, sobre el agua, lejos de la tierra. Desgraciados de ellos, pues llevan una existencia penosa; tienen los ojos en los astros y su alma en el mar. Con frecuencia hacen plegarias elevando sus manos a los dioses, con sus pechos sacudidos violentamente por la emoción 57.
Creo que para todos está claro que en este texto hay [5] más ornamento que terror. Y Homero, ¿cómo describe? Escojo un ejemplo entre muchos:
Sobre ellos cayó Héctor, como cuando una
ola impetuosa, henchida por los vientos, cae
desde las nubes sobre la ligera nave, que
desaparece totalmente bajo la espuma. La furia
del viento, terrible, brama en las velas y tiemblan
los marineros temerosos en su ánimo, pues apenas
nada los separa de la muerte 58.
[6] Arato intentó imitar la misma imagen:
Un delgado tablón los separa del Hades59.
Sólo que el resultado es pobre y pulido, y no terrible. Además, pone un límite al peligro, cuando dice: «Un tablón los separa del Hades», es decir, los protege. El poeta60, por el contrario, no pone límite al terror en ningún momento, sino que él describe más bien hombres que siempre y casi en cada ola están continuamente a punto de perecer. Y, por otra parte, al obligar a reunirse a preposiciones separadas por naturaleza y forzándolas a combinarse entre ellas, [...] atormenta el verso de la misma forma que el terror que cae sobre ellos; y con la presión sobre el verso describió extraordinariamente el padecimiento y casi imprimió en la dicción el sello propio del peligro: «Pues apenas nada los separa de la muerte»61. Comparable a éste es el pasaje [7] de Arquíloco sobre el naufragio62 y la descripción de la llegada de noticias en Demóstenes: «era por la tarde», dice 63. Eligiendo ellos los rasgos más sobresalientes por sus méritos, por así decirlo, los unieron sin colocar en medio nada que fuera superficial, poco digno o vulgarmente conocido. Pues estas cosas estropean el conjunto, como las grietas y los resquicios, que privan a los grandes muros de la fuerza que tienen cuando están fuertemente unidos.
La cualidad que llaman «amplificación» es compañera [11] de las que acabamos de tratar y en la que, cuando el tema y las discusiones permiten periódicamente nuevos comienzos y pausas, se introducen grandes alocuciones de una manera continua, que se desarrollan una después de la otra con intensidad creciente. Esto se conseguirá [2] por el desarrollo de un lugar común o por la vehemencia o por insistencia en circunstancias o argumentos o por una cuidadosa construcción de acciones o emociones (pues existen numerosas formas de amplificación), pero el orador debe saber en cada caso que ninguna de ellas puede bastarse por sí misma sin lo sublime, salvo en casos en que se quiera despertar compasión o en aquellos en los que, por Zeus, se quiere que la expresión quede atenuada. Si privas de lo sublime a los demás tipos de amplificación, es como si le quitaras el alma al cuerpo, al punto se debilitan y se deshace su [3] poder, al no estar reforzadas por lo sublime. Sin embargo, vamos a examinar brevemente en qué se diferencia lo que acabamos de ver de lo que decíamos más arriba —se trataba allí de la descripción de las ideas más importantes y de su reunión en una sola unidad—y cuáles son, de una manera general, las diferencias entre lo sublime y las amplificaciones.
[12] A mí no me agrada la definición dada por los profesores de retórica. «La amplificación es», dicen ellos, «un lenguaje que añade grandeza al tema tratado». Pero esta definición puede convenir, sin duda, por igual a lo sublime, a la emoción y a los tropos, ya que éstos otorgan al lenguaje una cierta cualidad de grandeza. A mí, sin embargo, me parece que se diferencian entre sí en lo siguiente: Lo sublime reside en la elevación, la amplificación en la abundancia. Por ello, lo uno se encuentra frecuentemente en un solo pensamiento, mientras que la otra siempre va acompañada de cantidad y [2] de cierta superabundancia. La amplificación es, para definirla de un modo general, la acumulación de todos los detalles y tópicos inherentes a la situación, alargando el argumento por la insistencia; diferenciándose por esto de la prueba, que tiende a demostrar lo que ha sido preguntado...
... ... ... ... ...(Faltan dos folios)... ... ... ... ...
...Con la más rica abundancia, como un mar se vierte64 en muchas direcciones hacia un abierto mar de grandeza. [3] De aquí, creo yo, que el orador65, si nos fijamos en el estilo, por ser más emocional, abunda en fogosidad y ardor emocional, y el otro66, manteniéndose majestuoso y magníficamente solemne, no es frío, pero no se enardece de la misma forma. Es precisamente por esto y no [4] por otra cosa, me parece a mí, mi querido Terenciano (y hablo [en la medida que] nos está permitido a nosotros griegos emitir un juicio) por lo que Cicerón se diferencia de Demóstenes en los grandes pasajes; el uno, Demóstenes, se eleva la mayoría de las veces a una sublimidad escarpada, el otro, Cicerón, en cambio, se derrama a todo lo ancho. Nuestro compatriota, que por su fuerza, rapidez, poder y violencia es capaz de inflamarlo todo, podría ser comparado al huracán o al rayo; y Cicerón, creo yo, es como un vasto incendio que se propaga, adueñándose y devorándolo todo, con una llama poderosa y duradera, que se extiende unas veces por un sitio otras por otro, y que se nutre en sí misma incesantemente. Pero estas cosas podríais juzgarlas mejor [5] vosotros los romanos67. Donde más oportunamente se muestra el estilo elevado y tenso de Demóstenes es en su vehemencia y pasión violenta y allí donde es necesario conmover profundamente al oyente; mientras que la expansión está allí donde es necesario extenderse en el detalle. Pues es apropiada al tratamiento de lugares comunes, para las peroraciones, las más de las veces, y para las digresiones, para todos los pasajes descriptivos y de exhibición, para las narraciones históricas y para la filosofía natural, así como para otros tipos de literatura.
Sin embargo, que Platón (por volver a él), fluyendo [13] con una corriente así de silenciosa, no es menos grandioso, no dejarás de reconocerlo tú que has leído ese pasaje de la República68, en el que dice: «Los que no saben de la sabiduría y de la virtud, y siempre están participando en banquetes y en cosas parecidas son arrastrados, al parecer, hacia abajo, y así andan errantes por la vida y nunca elevaron su mirada al mundo de la verdad que está sobre ellos, ni fueron arrastrados hacia él; ni disfrutaron de un placer duradero y limpio, sino que, mirando siempre hacia abajo como las bestias, e inclinados hacia la tierra y sobre las mesas, comen hartándose de forraje y saciando sus pasiones; y por la ansiedad de estos deseos se cocean y golpean mutuamente con sus cuernos y cascos de hierro, y se matan [2] por no poder ser satisfechos». Este autor nos muestra, si quisiéramos prestarle atención, que, además de las cosas mencionadas, existe todavía otro camino que conduce a lo sublime. ¿Cuál es y de qué clase? [La] imitación y la emulación de los grandes escritores, tanto en prosa como en verso, que ha habido antes de nosotros. Ésta ha de ser, querido amigo, la meta a la que nosotros nos hemos de asir con fuerza. Pues muchos son arrastrados por un espíritu extraño, del mismo modo como dice la leyenda de la Pitia, que es poseída al acercarse al trípode, donde hay una grieta en la tierra, que despide, según se cuenta, un vapor divino; y desde allí, fecundada por un poder sobrenatural, al punto profetiza según la inspiración. De esta misma forma se escapan de los ingenios de los antiguos hacia las almas de aquellos que los imitan como unos efluvios que brotan de las aberturas sagradas. Inspirados por éstos, aun aquellos que no son demasiado susceptibles a la inspiración divina, se entusiasman con la grandeza de los otros. [3] ¿Fue únicamente Heródoto el escritor más homerizante? No; antes de él lo fueron Estesícoro y Arquíloco; pero, mucho más que todos ellos, Platón, que de aquel manantial homérico derivó hacia sí un número incalculable de riachuelos. Nosotros deberíamos quizá dar algunos ejemplos, si Ammonio69 y sus discípulos, escogiéndolos, no los hubieran escrito en detalle. Tal imitación [4] no es un plagio, sino que es como la copia que uno hace de los caracteres bellos70 o de las esculturas o de otras formas de arte. Y me parece a mí que Platón no hubiera formado nunca doctrinas filosóficas tan perfectas y no se hubiera adentrado tan frecuentemente en materias y expresiones poéticas, si no hubiera luchado, por Zeus, con toda su alma por el primer puesto con Homero, como un atleta joven contra un maestro admirado ya desde antiguo, quizá con demasiado ardor y con deseo de romper la lanza; sin embargo, esta lucha por la preeminencia no fue inútil, pues, según Hesíodo, «la lucha es buena para los mortales»71. Y, en verdad, la lucha es bella y la corona de la fama la más digna de la victoria, cuando incluso el ser vencidos por los antepasados no es una deshonra.
También es bueno que nosotros, cuando estemos trabajando [14] en un pasaje que exija sublimidad en la expresión y grandeza en los pensamientos, nos representemos en nuestras almas, si fuera necesario, cómo hubiera dicho eso mismo Homero, cómo lo hubieran hecho sublime Platón o Demóstenes o en su historia Tucídides. Pues, al presentarse ante nosotros como objetos de emulación aquellos grandes personajes y al aparecer ante nuestros ojos de forma sobresaliente, elevarán nuestras almas hacia las medidas ideales de perfección, que hemos imaginado. Y, aún más, si damos a nuestra [2] imaginación esta sugerencia: ¿Cómo habrían escuchado este pasaje mío Homero y Demóstenes si hubieran estado presentes? ¿Cuál habría sido su actitud ante él? Supone un gran esfuerzo, en realidad, imaginar tal tribunal y una audiencia tal de nuestras propias palabras, y el pensar que tenemos que rendir cuentas ante tales héroes [3] como jueces y testigos de nuestros escritos. Un estímulo más poderoso aún sería añadir: si yo escribo, ¿cómo lo recibirá la posteridad? Si un autor desde un principio teme decir algo que dure más allá de su propia vida y época72, entonces, las cosas producidas por un espíritu tal serán necesariamente imperfectas y ciegas como abortos, pues no serán capaces de llegar a la perfección para asegurarse renombre en la posteridad.
[15] Las imaginaciones73, joven amigo, son también el medio más apropiado para producir grandeza, elevación y vehemencia en el lenguaje. En este sentido las usamos nosotros, pero algunos las llaman figuraciones mentales. Pues se designa comúnmente por imaginaciones a todo pensamiento capaz de cualquier forma de producir una expresión, pero ahora se usa este nombre, sobre todo, para aquellos pasajes en que, inspirado por el entusiasmo y la emoción, crees estar viendo lo que describes y lo presentas como algo vivo ante los ojos de los oyentes. [2] A ti no te pasará desapercibido que una cosa es lo que persigue la imaginación en la oratoria y otra distinta la imaginación en la poesía; ni que el fin de ésta en la poesía es el asombro y el de la otra la claridad en los discursos. No obstante, ambas buscan igualmente un pensamiento patético y excitante.
Oh madre, yo te suplico, no lances sobre mí a las jóvenes de ojos sangrantes y de forma de serpiente. Pues ellas están cerca y dispuestas a saltar sobre mí74,
y
¡ay de mí!, ella me matará; ¿n dónde huir?75
Aquí el poeta vio con sus propios ojos a las Erinias y casi forzó a sus espectadores a contemplar los que él había imaginado. Ciertamente Eurípides es el que más [3] esfuerzos hizo por expresar con grandeza trágica estas dos pasiones: la locura y el amor, y es él el que, quizá como a ninguna otra, las ha tratado con mayor fortuna; sin embargo, no le faltó valor para ocuparse igualmente de otras formas de la imaginación. Y, aunque por naturaleza está lejos de ser sublime, no obstante, en muchos lugares obligó a su propia naturaleza a ser trágica y, sobre todo, en cada detalle de sus grandes pasajes él, como dice el poeta:
se azota con su cola [...] los flancos y las
ancas por ambos lados, enardeciéndose a sí mismo
a la lucha76.
Y cuando Helios le entrega las riendas a Faetón le dice:
Ponte en marcha, pero evita el aire de Libia,
pues no tiene una mezcla húmeda y hará que tu
carro se precipite en el abismo77,
«Camina y dirige tu carrera hacia las siete
Pléyades». Al oír estas cosas, el hijo cogió
las riendas, hizo sonar el látigo sobre
los flancos de las aladas yeguas, soltó
las riendas y ellas cruzaban volando las
cimas del cielo. Subido detrás en la grupa
de Sirio cabalgaba el padre, dando consejos
a su hijo: Ve en esa dirección; tuerce el carro
por aquí, por aquí77 bis.
¿No se podría decir que el alma del poeta se sube al carro y vuela, compartiendo los peligros con los caballos? Ya que de no haber sido ella misma transportada por los impulsos celestes, nunca habría podido imaginar tales cosas. Algo parecido se encuentra en su Casandra:
¡Ea! troyanos, amantes de los caballos78.
[5] Pero Esquilo se atreve a imaginaciones más heroicas. Por ejemplo, en [los] Siete contra Tebas dice:
Siete esforzados capitanes del ejército,
degollando a un toro sobre un escudo de
negras ataduras y tocando la sangre del toro
con sus manos, juran por Ares, por Enio y por
el Pánico que ama la sangre79,
jurándose la propia muerte los unos a los otros sin piedad80. Algunas veces, sin embargo, Eurípides introduce pensamientos groseros y toscos, como un vellón en bruto, [6] y, por rivalidad, se aventura a esos peligros. En Esquilo, inesperadamente, el palacio de Licurgo con la epifanía de Dioniso es poseído de un espíritu divino:
El palacio está poseído por un dios y sus techos animados de un frenesí báquico81.
Y Eurípides expresaba la misma idea diferentemente, dulcificándola:
Y todo el monte se unió al furor báquico82.
Sófocles también ha alcanzado una elevada imaginación, [7] cuando nos muestra a Edipo muriendo y dirigiéndose a su propia tumba en medio de portentos divinos83. Y sobre Aquiles, apareciéndose sobre su tumba a los griegos que van a volver por mar a su tierra84; aunque no sé si alguien, en relación con esa aparición, ha realizado una descripción más impresionante que la de Simónides85. Pero es imposible citar todos los ejemplos. No obstante, en los poetas, como dije, se nota en verdad [8] una tendencia a la exageración mítica y que sobrepasa los límites de toda credibilidad, mientras que lo más hermoso de la imaginación retórica son la realidad y la verdad. Las excepciones a esta regla tienen un aire exótico y extraño, cuando el contenido del discurso es poético y mítico y va a parar a todo tipo [...] de imposibilidades. Por ejemplo, por Zeus, los terribles oradores de nuestros días, son como los poetas trágicos para ver Erinias, y estos genios no pueden aprender de una vez que Orestes, cuando dice:
Déjame; tú eres una de mis Erinias y me sujetas por medio del cuerpo para arrojarme al Tártaro86,
imagina estas cosas porque está poseído de un frenesí [9] báquico. ¿Cuál es entonces el poder de la imaginación en la retórica? En general, es capaz de proporcionar de muchas formas vehemencia y pasión a los discursos, pero si se añade a hechos reales no sólo puede convencer al oyente, sino que lo hace su esclavo. «Y si en ese instante», dice87, «se escuchara un gran clamor delante de los tribunales, y, además, alguien nos dijera que la prisión ha sido forzada y abierta, y que los prisioneros han huido, no habría entonces anciano ni joven, tan negligente, que no corriera a prestar toda su ayuda en la medida de sus fuerzas. Pero si, entre tanto, alguien, tomando la palabra, dijera: «Éste es el que los ha dejado escapar”, al instante sería muerto, sin poder [10] decir una sola palabra». Así, por Zeus, habló Hipérides 88, cuando fue acusado, porque había propuesto por votación dejar libres a los esclavos, después de la derrota: «Este decreto no lo propuso el orador, sino la batalla de Queronea». El orador a la vez que se ocupa aquí de hechos reales recurre a su imaginación y con su [11] idea también sobrepasa los límites de la persuasión. Por naturaleza, en todos los casos de este tipo, nuestros oídos escuchan los acentos más poderosos y por ello nuestra atención es arrastrada lejos del razonamiento hacia aquello que más nos impresiona por su imaginación, con lo que la discusión de los hechos es relegada a las sombras por el brillo deslumbrador que la rodea. Y esto no lo sufrimos sin motivo: pues, cuando dos cosas se unen en una sola, la más fuerte atrae siempre hacia sí la fuerza de la otra.
Todo esto puede ser suficiente sobre lo sublime en [12] el pensamiento, que nace por la grandeza del alma, [o] por la imitación o por el poder imaginativo.
Y es aquí donde paso a continuación a ocuparme de [16] las figuras; ya que éstas, usadas de manera conveniente, como he dicho, son una parte importante en la grandeza de estilo. Sin embargo, como intentar tratarlas ahora en detalle sería un empeño muy laborioso, más aún, interminable, vamos a tratar algunas de cuantas dan grandeza al estilo para demostrar nuestra tesis. Demóstenes ofrece una prueba en defensa de su política. [2] ¿Cuál era la forma natural de tratar esto? «No os equivocasteis, oh vosotros que os hicisteis responsables de la lucha por la libertad de los griegos; teníais ejemplos de este proceder en vuestro propio país: pues tampoco se equivocaron los que lucharon en Maratón, ni los de Salamina, ni tampoco los de Platea»89. Pero después, como bajo el efecto de una repentina inspiración, y como si estuviera poseído por un dios, lanza el juramento [en nombre] de los héroes de Grecia: «¡No, vosotros no habéis cometido falta alguna; no, os lo juro por los que se expusieron al peligro en Maratón!» Parece que a través de esta única figura de juramento, que yo llamo aquí apóstrofe, convierte en dioses a sus antepasados, al sugerir que era necesario jurar por hombres, que han encontrado una muerte semejante, como si fueran dioses; como si quisiera inspirar a los jueces los sentimientos de los que se expusieron a aquel peligro, transformando la naturaleza de la demostración en un pasaje sublime y patético en grado sumo y dándole el poder de la convicción que hay en un juramento tan extraño y sorprendente, y, al mismo tiempo, hace descender su palabra hasta las almas de los oyentes como un remedio y un paliativo, a fin de inculcarles, elevando sus ánimos por medio del elogio, que no debían de estar menos orgullosos por la batalla contra Filipo que por las victorias de Maratón y Salamina. En todo esto, por el empleo de una figura retórica, fue capaz de arrastrar a su [3] auditorio con él. Sin embargo, dicen algunos que el germen de este juramento se puede hallar en Eúpolis:
No, yo lo juro por mi batalla de Maratón,
ninguno de éstos atormentará mi corazón impunemente90
Pero por su forma no es grande todo juramento, sino que son esenciales el lugar, el modo, el momento y el propósito. Y aquí, en Eúpolis, no hay más que un juramento, y además dirigido a los atenienses que viven todavía en la prosperidad y no necesitan estímulo alguno. Por otra parte, el poeta no juró, inmortalizando a los hombres, para hacer nacer en el alma de sus oyentes una imagen digna de la virtud de aquéllos, sino que se pasa de los que se expusieron al peligro combatiendo a algo inanimado, es decir, a la batalla. En Demóstenes, sin embargo, el juramento ha sido realizado de tal forma que se ajuste a los sentimientos de hombres que han sido vencidos, de modo que los atenienses no miren más a Queronea como un desastre. Ello es, al mismo tiempo, como dije, una demostración de que aquéllos no se equivocaron en nada, un ejemplo, una prueba [basada en los juramentos], un elogio y una exhortación. Y puesto que el orador se podría encontrar con la objeción: [4] «Tú hablas de una derrota producida por tu política y ahora juras por tus victorias», por ello, en lo que sigue, mide sus palabras y las elige con todo cuidado, dando una lección de que aun en los momentos de frenesí báquico, uno debe ser sobrio. «Por los que arrostraron el peligro en Maratón», dice, «por los que combatieron por mar en Salamina y Artemisio y por los que estuvieron en la línea de combate en Platea»91. Nunca dice: «Por los vencedores», sino que suprime siempre la palabra que designa el resultado de la lucha, ya que éste fue feliz y contrario al de Queronea. Por esto, y para adelantarse a sus oyentes, añade en seguida: «A todos ellos, Esquines, la ciudad honró con un funeral público, y no sólo a aquellos que triunfaron».
No sería justo, amigo mío, que en este lugar pasáramos [17] por alto una de nuestras conclusiones. La resumiremos brevemente: Las figuras, por naturaleza, se convierten de alguna manera en aliadas de lo sublime y, a la vez, reciben de forma admirable su ayuda. Yo te diré dónde y cómo. Es motivo peculiar de sospecha el expresarlo todo por medio de figuras, y sugiere engaño, astucia, insidia, cuando el discurso va dirigido a un juez con poderes absolutos y, sobre todo, a tiranos, reyes, generales [y a todos aquellos], que ocupan un cargo elevado. Tal persona, al punto, se irrita, si, como un niño tonto, ve que es engañado por las argucias de un orador habilidoso y, tomando el engaño como una ofensa personal, a veces, se enfurece todo él como una bestia salvaje, y, aún en el caso de que logre dominar su ira, se resiste completamente a dejarse persuadir por los argumentos. Por ello la mejor figura es aquella que hace que pase desapercibido precisamente esto: que es [2] una figura. Así lo sublime y lo patético son una defensa y una ayuda admirables frente a la sospecha que acompaña al uso de las figuras, pues el arte falaz, asociado una vez a la belleza y a lo sublime, desaparece en adelante y escapa a toda sospecha. Lo que hemos dicho anteriormente es una prueba suficiente: «Sí, por los héroes de Maratón». En este caso, ¿cómo oculta el orador la figura? Está claro que con su mismo brillo. Pues, así como las luces opacas desaparecen bañadas por el sol, de igual manera los artificios de la retórica desaparecen completamente al ser rodeados por todas partes por lo [3] grandioso. En la pintura sucede quizá algo muy parecido a esto. Pues, aunque se coloquen la sombra y la luz en un mismo plano una junto a la otra, no obstante, la luz salta a la vista y no sólo se destaca extraordinariamente, sino que también parece que está mucho más cerca. Lo mismo sucede en los discursos. Lo sublime y lo patético calan más hondo en nuestras almas y por una afinidad natural y por su brillo se nos muestran siempre antes que las figuras y ensombrecen el arte de éstas y lo mantienen igualmente oculto.
[18] Pero, ¿qué diremos de las preguntas y de las interrogaciones? ¿No es acaso por las formas peculiares que adoptan estas figuras por las que se hacen más efectivos y enérgicos los discursos? «O queréis, contéstame, yendo de aquí para allá, preguntaros los unos a los otros: ¿sucede algo nuevo?; pues, ¿qué mayor novedad podría suceder que la que un macedonio está conquistando Grecia? ¿Está muerto Filipo? No, por Zeus, sólo está enfermo. Mas para vosotros, ¿en dónde está la diferencia? Pues en el caso de que a éste le suceda algo, vosotros fabricaréis en seguida otro Filipo»92, y después: «Vamos a navegar contra Macedonia», dice, «¿dónde desembarcaremos?, preguntará alguno. La guerra descubrirá por sí sola los puntos débiles en los asuntos de Filipo»93. Si se hubiera expresado el asunto llanamente, hubiera sido en realidad menos eficaz. Sin embargo, el tono inspirado y el rápido juego de preguntas y respuestas y el modo con que responde a sus propias objeciones, como si contestara a las de otro, hizo el discurso, por el empleo de esta figura, no sólo más sublime, sino también más convincente. El lenguaje apasionado [2] arrebata más, cuando parece que el orador mismo no se hubiera preocupado por ello, sino que lo ha originado la ocasión. Las preguntas y las respuestas a uno mismo dan la sensación de un patetismo espontáneo. Pues, casi de la misma forma que aquellos que son interrogados por otros, incitados por la pregunta inesperada, contestan con vigor y con sólo la verdad, así la figura que consiste en preguntas y respuestas hace creer al oyente, engañándolo de este modo, que cada uno de los argumentos son fruto de la improvisación y son dichos como tal. Además (pues se piensa que éste es uno de los pasajes más sublimes de Heródoto), si así...
... ... ... ... ...(Faltan dos folios)... ... ... ... ...
...Las frases caen [sin conexión] y se derraman, por [19] así decirlo, hacia delante, anticipándose casi al orador mismo. «Y entrelazando los escudos», dice Jenofonte, «chocaban, luchaban y morían»94. Y las palabras de Euríloco: [2]
Y siguiendo tus instrucciones atravesamos
un bosque de encinas, ilustre Odiseo. Vimos
un hermoso palacio construido en la hondonada95.
Las frases desconectadas unas de las otras, y no por eso menos rápidas, producen la impresión de una agitación que a la vez acosa y frena el lenguaje. Esto lo ha conseguido el poeta gracias al asíndeton.
[20] La reunión de figuras en una misma frase suele también producir un extraordinario efecto de movilidad, cuando dos o tres de ellas unen, como en una sociedad a través de un fondo común, su fuerza, su persuasión y belleza. Así, por ejemplo, en el discurso contra Midias [con] el asíndeton entremezclado con la anáfora y las descripciones animadas: «Hay muchas cosas que el agresor podría hacer, algunas de las cuales el que las sufre no sería capaz de describir nunca a otro; por la actitud, [2] por la mirada, por el tono de voz»96. Después, para que el discurso no continúe desarrollándose por la misma línea (pues en la monotonía hay tranquilidad, en el desorden, sin embargo, hay pasión, puesto que es un impulso y una agitación del alma), en seguida pasa a otro asíndeton y a nuevas repeticiones97: «Con la actitud, con la mirada, con el tono de voz, cuando insulta, cuando actúa como un enemigo, cuando ataca con los puños, cuando golpea en la mejilla». Aquí el orador hace justamente como el agresor: golpea la opinión de los jueces [3] con golpes que se suceden uno al otro. Después, y a partir de aquí se prepara a realizar, como un huracán, otro ataque. «Cuando ataca con los puños, cuando golpea en la mejilla», dice, «eso excita, eso pone fuera de sí a hombres que no están acostumbrados a ser ultrajados. Nadie sería capaz, por medio de una mera narración, de comunicar el horror del momento»96. De esta forma conserva siempre la esencia de las repeticiones97 y del asíndeton por medio de un cambio constante, de modo que para él el orden comprende un cierto desorden y, a su vez, el desorden un cierto orden.
Pues bien, coloca, si así lo deseas, las conjunciones [21] como lo hacen los discípulos de Isócrates: «Y, sin embargo, uno no debe dejar pasar por alto que el agresor podría hacer muchas cosas: en primer lugar con su actitud, después con su mirada y, por último, con el solo tono de su voz». Volviendo a escribir el pasaje así, frase por frase, te darás cuenta cómo, por unirlo todo regularmente con conjunciones, la vehemencia y la aspereza de la pasión van a dar en lisuras, pierden su fuerza y se desvanecen al momento. Del mismo modo que, si uno [2] atara los cuerpos de los corredores, les privaría de su velocidad, así también el lenguaje patético se irrita al verse encadenado por las conjunciones y por otras adiciones. Pierde así su libertad de movimiento y la sensación de ser lanzado como desde una catapulta.
En esta categoría hay que colocar también el hipérbaton. [22] Consiste en un orden de palabras o de pensamiento sacado de su sucesión natural ***98. Es, a la vez, por así decirlo, la característica más segura de una pasión vehemente. Pues, en realidad, los hombres poseídos por la cólera o por el miedo o por la indignación o por los celos o por cualquier otra emoción (ya que las emociones son tan variadas y múltiples, que uno no las podría enumerar todas), apartándose a cada momento del fin propuesto y sugiriendo con frecuencia otra serie de ideas, saltan sobre otras, haciendo paréntesis ilógicos. Después, llegando de nuevo tras un rodeo al punto de partida y dominados por una continua excitación, que, como un viento errante, los lleva de aquí para acá y en sentido contrario, cambian completamente y de mil maneras sus palabras y pensamientos y el orden y la secuencia natural de la frase. Así, en los mejores escritores la imitación por medio del hipérbaton se acerca a las obras de la naturaleza. Ya que el arte es perfecto cuando parece que es una obra de la naturaleza y ésta tiene éxito cuando subyace en ella el arte sin que se note. Como habla Dionisio el Focense en Heródoto: «Sobre el filo de una navaja de afeitar está nuestro destino, varones jonios, ser libres o esclavos, y peor que eso, esclavos fugitivos. Ahora, sin embargo, si vosotros queréis someteros a un gran sufrimiento, de momento os costará trabajo, pero seréis capaces de vencer a los [2] enemigos»99. Aquí el orden natural era: «Oh varones jonios, ahora es el momento oportuno de aceptar los trabajos, pues nuestro destino está sobre el filo de una navaja de afeitar». Pero él, Heródoto, cambia de lugar «oh varones jonios» y comienza en seguida con la mención del temor, como si no tuviera tiempo, ante el peligro eminente, de dirigirse primero a sus oyentes. Después altera el orden de sus pensamientos, ya que antes de decir que ellos deben aceptar las fatigas (pues a esto es a lo que les exhorta), les expone la razón por la que deben esforzarse, diciendo: «sobre el filo de una navaja de afeitar está nuestro destino», y así sus palabras no parecen premeditadas, sino el fruto de una necesidad [3] interna. Tucídides es todavía más inteligente para separar por medio del hipérbaton ideas que por naturaleza están completamente unidas y son inseparables. Demóstenes no es tan atrevido como éste, pero sí es el más insaciable en el uso de esta figura, y, a la vez, con el hipérbaton produce un gran efecto de vehemencia y también, por Zeus, parece que está hablando improvisadamente, arrastrando a sus oyentes con él a la peligrosidad de su largo hipérbaton. Pues, con frecuencia, dejando [4] colgado el pensamiento con el que comenzó a hablar y acumulando en medio, como si siguiera un orden extraño y desacostumbrado, unas ideas sobre otras, venidas de no se sabe dónde, haciendo que el oyente tema por el total colapso de la frase, después que le ha obligado a participar, excitado, del peligro con el orador, entonces, de improviso, después de una larga digresión, termina al fin por decir en su momento oportuno el pensamiento tan largo tiempo deseado, y así conmueve mucho más por esta forma atrevida y peligrosa de su hipérbaton. Pero vamos a ahorrar ejemplos, pues son demasiado numerosos.
Las figuras llamadas políptoton, acumulación, cambio [23] y clímax son, como tú sabes, de gran efecto y colaboran al ornato, a toda clase de elevación de estilo y a la pasión. Mas, ¿cómo? ¿De qué forma los cambios de caso, de tiempo, de persona, de número y de género dan a veces más colorido y vivacidad al estilo? Yo digo que, [2] en lo que se refiere a los cambios de número, no sólo sirven de ornato todos aquellos que según la forma están en singular, pero que al ser examinados se sienten por su significado como un plural:
Al punto (dice) una multitud incalculable,
diseminados a lo largo de la playa gritaron: el atún100,
sino que todavía es más digno de tenerse en cuenta que, a veces, ocurre que los plurales producen en el oído un efecto más grandilocuente y, por la misma sensación de multitud que confiere el número, son más impresionantes. [3] Esto es lo que sucede con los versos de Sófocles en el Edipo:
Oh bodas, bodas, nos engendrasteis y,
después de engendrarnos, enviasteis de
nuevo la misma simiente, y mostrasteis
a padres, hermanos e hijos como sangre emparentada,
a doncellas, esposas, madres y cuantas abominaciones
son posibles entre los hombres 101.
Todas estas cosas tienen un nombre: Edipo, por una parte, y Yocasta por otra, y, sin embargo, desbordado el número hacia el plural, multiplicó también las desgracias. Hay un mismo uso del plural por el singular en:
Avanzaron Héctores y Sarpedones102,
y el pasaje platónico sobre los atenienses, que ya citábamos [4] en otro lugar: «Pues ni Pélopes, ni Cadmos, ni Egiptos y Dánaos, ni otros muchos, que son bárbaros por naturaleza, habitan con nosotros, sino que nosotros griegos auténticos, no mezclados con bárbaros, habitamos el país» 103 y lo que sigue. Pues los hechos naturalmente suenan más pomposos cuando están colocados los nombres así, unos sobre otros, en grupos. No obstante, sólo se puede hacer esto, cuando el asunto permita esa amplificación, abundancia, hipérbole o pasión, uno o [los] más de estos procedimientos, pues sería demasiado pretencioso colocar campanillas por todas partes.
[24] Pero también el caso contrario a éste, es decir, el uso del singular por el plural da al estilo, a veces, una gran elevación. «Después, todo el Peloponeso se dividió», dice104. Y «cuando Frínico105 representó su tragedia La toma de Mileto todo [el teatro rompió en llanto» 106, en lugar de] «rompieron en llanto los espectadores». El reducir a la unidad las partes individuales da a la multitud una figura más corporal. La causa del adorno en [2] los dos casos me parece que es la misma. Donde los nombres están en singular ponerlos en plural produce una sensación inesperada, y donde están en plural, la reunión de una pluralidad en una unidad sonora, por el cambio de los hechos en dirección contraria de forma inesperada, produce el mismo efecto.
Por otra parte, cuando introduces hechos que pertenecen [25] al pasado como si ocurrieran aquí y ahora, tú harás del pasaje no una narración, sino una descripción viva. «Uno que estaba caído bajo el caballo de Ciro», escribe Jenofonte, «y era pisoteado, hiere al caballo en el vientre con su espada; el animal saltando violentamente arroja a Ciro y éste cae» 107. Esto hace la mayoría de las veces Tucídides.
El cambio de personas es igualmente de gran efecto, [26] y hace que el oyente crea muchas veces que se encuentra en medio de los peligros:
Dirías que incansables e indomables... se
enfrentaban en la batalla; con tal coraje luchaban108.
Y Arato:
Que en estc mes no te veas rodeado por el mar109.
[2] Casi en los mismos términos se expresa Heródoto: «Desde la ciudad de Elefantina navegarás río arriba y después llegarás a una planicie. Una vez que hayas recorrido este lugar, subiéndote de nuevo a otro barco, navegarás durante dos días y después arribarás a una gran ciudad llamada Méroe»110. ¿Te das cuenta, compañero, cómo adueñándose de tu alma la lleva a través de esos lugares y convierte el oír en un contemplar? Todo este tipo de alocuciones dirigidas a las personas mismas sitúan al oyente en medio de la acción misma. [3] Y cuando no te diriges a todos, sino a un solo oyente:
Tú no sabrías decir con cuál de los dos estaba el Tidida111,
conseguirás que él, animado por las palabras que se le dirigen, se sienta más emocionado, más atento y como un combatiente más.
[27] También sucede alguna vez que el escritor, cuando está hablando sobre uno de sus personajes, cambie de repente y él mismo ocupe el lugar de ese personaje. Una figura de esta clase es una explosión de la pasión:
Héctor ordenaba en alta voz a los troyanos lanzarse contra las naves y abandonar los ensangrentados despojos: «al que yo vea que voluntariamente se detiene lejos de las naves, yo mismo al punto lo mataré» 112.
Aquí el poeta se reservó para él mismo, como convenía, la parte narrativa, pero la severa amenaza la traslada de repente, sin hacer indicación alguna, a la boca del jefe enfurecido. Pues hubiera resultado frío, si hubiera añadido: «Héctor decía esto y aquello». De esta forma el cambio en la construcción se anticipa de repente al cambio del escritor que la realiza. Por esto el empleo de [2] esta figura es útil, cuando el momento, por ser tan crítico, no permita al escritor demorarse, sino que le obligue a pasar rápidamente de unas personas otras, como, por ejemplo, en Hecateo: «Ceyx, llevando esto muy mal, ordenó que los descendientes [de Heracles] se marcharan del país: “Pues yo no soy capaz de ayudaros; por tanto, para que vosotros no perezcáis y yo no sufra desgracia alguna, marchaos a otro país”»113. Demóstenes [3] a su vez, usando un método diferente, ha hecho en su Contra Aristogitón que el cambio de personas sea emotivo y de rápida transición: «¿Y no habrá nadie entre vosotros», dice, «que sienta odio y rabia por la violencia que ha usado este canalla desvergonzado?, quien, ¡oh tú!, el más detestable de todos los hombres, cuando has sido privado de tu insolencia, no con rejas y puertas que se habrían podido abrir...» 114, con la idea sin acabar cambia de repente y casi divide, llevado por la ira, una frase entre dos personas: «quien, ¡oh tú!, el más detestable de todos los hombres». Después, [...] aunque había apartado su discurso de Aristogitón y al parecer lo había abandonado, sin embargo, llevado del apasionamiento, se vuelve con más violencia contra él. Penélope hace lo mismo:
Heraldo, ¿por qué te envían a mí los pretendientes?;
¿acaso para decir a las sirvientas del divino Odiseo
que cesen en sus trabajos y les preparen el banquete?,
¡ojalá no me pretendieran más, ni se reunieran más aquí
y celebraran hoy su postrera y última comida! Vosotros,
los que os reunís tan a menudo para consumir todos
nuestros bienes... ni habéis oído antes de vuestros
padres, siendo aún niños, que clase de hombre era Odiseo115.
[28] Y, sin embargo, nadie podría poner en duda, creo yo, que la perífrasis contribuye a la elevación del estilo. Pues, así como en la música el tono principal se hace más agradable por medio de los tonos llamados de acompañamiento, de la misma manera la perífrasis sirve muchas veces de acompañamiento a la expresión principal y contribuye en gran medida a su belleza y, sobre todo, si no es hinchada y disonante y está combinada [2] agradablemente. Platón nos lo atestigua de forma suficiente al principio de su Epitafio. «En verdad, en lo que a los actos se refiere, éstos han recibido de nosotros las consideraciones debidas y, después de haberlas recibido, realizan el viaje fijado por el destino, escoltados públicamente por la ciudad y privadamente cada uno por sus parientes»116. Platón llama aquí a la muerte «viaje fijado por el destino»; al obtener los honores debidos a «un cortejo público por la patria». ¿Acaso con estos términos no dio al pensamiento sin excesos una gran dignidad? ¿No convirtió en una melodía lo que era un lenguaje simple, al derramar como una armonía la melodía que surge de la perífrasis? Y Jenofonte: «Consideráis [3] que el trabajo es guía para una vida feliz; lo habéis guardado en vuestras almas como el bien más bello y más heroico de todos. Pues nada os agrada más que el ser alabados»117. Diciendo en lugar de «amáis el trabajo»: «consideráis que el trabajo es guía para una vida feliz»; diciendo esto y dando una ampliación semejante a todo lo demás ha logrado unir un gran pensamiento a sus palabras de elogio. Y aquella inimitable [4] frase de Heródoto: «a aquellos de los escitas que habían saqueado su templo la diosa envió una enfermedad de mujer» 118.
Sin embargo, la perífrasis es [. . .] una figura más peligrosa [29] que las demás, si no se usa con moderación; pues se debilita en seguida y sabe a trivialidad y pesadez de espíritu. Por este motivo también se burlan de Platón (siempre tan hábil en el uso de las figuras, aunque a veces las emplea inoportunamente), cuando dice en sus Leyes: «No se debe permitir que riqueza alguna de oro o de plata se establezca en la ciudad y habite en ella»119, pues afirman que, si él hubiera querido prohibirles poseer ganado, es obvio que hubiera hablado de riqueza ovina y bovina. Pero, sobre el uso de las figuras que producen [2] elevación de estilo ya nos hemos ocupado suficientemente en este paréntesis, queridísimo Terenciano. Todas ellas tienen como meta un estilo más patético y emotivo, mas la pasión es parte importante de lo sublime, como el estudio de caracteres lo es de lo agradable 120.
[30] Por otra parte, puesto que el pensamiento y el lenguaje de un discurso están la mayoría de las veces entrelazados entre sí, vamos a examinar si existe todavía alguna otra posibilidad [...] en el campo del lenguaje. Digamos que la elección de palabras justas y elevadas atrae maravillosamente y fascina al auditorio; que constituye por excelencia la preocupación principal de todos los oradores y escritores, porque por ella misma proporciona grandeza, belleza, sabor clásico, peso, fuerza, poder y, además, un cierto brillo a nuestras palabras, como si fueran las estatuas más bellas, y porque comunica a los hechos algo así como un alma parlante; pero desarrollar esto ante personas que ya lo conocen, me temo que sería sin duda superfluo. Pues las palabras bellas [2] son en realidad la verdadera luz del pensamiento. No obstante, su esplendor no es provechoso en todas partes, ya que el aplicar un lenguaje grande y pomposo a asuntos insignificantes parecería lo mismo que si uno aplicara una gran máscara trágica a un niño pequeño. Con todo en poesía y en [historia]...
... ... ... ... ...(Faltan cuatro folios)... ... ... ... ...
[31] ...y fecunda, como es la frase de Anacreonte: «ya no me preocupo de la [yegua] tracia»121. De la misma forma es elogiable la frase de Teopompo; a mí al menos me parece muy expresiva por su analogía. Cecilio, sin embargo, no sé por qué, la critica: «Filipo tiene un raro poder», dice Teopompo, «para tragarse hechos» 122. Así, una frase vulgar, a veces, es mucho más expresiva que un lenguaje adornado. Pues, al ser tomada de la vida común, es reconocida inmediatamente, y lo familiar es más creíble. Por ello, aplicada a un hombre que por su ambición sufre valientemente e incluso con placer injurias y suciedades, la expresión «tragarse hechos» resulta [2] muy viva. Lo mismo ocurre en los pasajes de Heródoto: «Cleómenes», dice, «en un ataque de locura se cortó su propia carne en pequeños trozos con una daga, hasta que, habiéndose convertido a sí mismo en carne picada, pereció» 123 y «Pites combatió sobre la nave hasta que fue todo él cortado en pedazos» 124. Estas frases están a un paso de la vulgaridad, pero no son vulgares por su fuerza expresiva.
En cuanto al número [...] de metáforas, Cecilio parece [32] estar de acuerdo con aquellos que proponen como regla el usar dos o a lo sumo tres con el mismo sujeto. También en esto Demóstenes es la norma. El momento oportuno para su empleo es cuando las pasiones se mueven como un torrente y arrastran entonces consigo, como algo necesario, la multiplicación de las metáforas. «Hombres», dice, «malvados y aduladores, que han destruido [2] sus propios países, que han ofrecido su libertad como un festín, primero a Filipo y ahora a Alejandro, que miden la felicidad por su vientre y por las pasiones más vergonzosas, y que destruyeron la libertad y el sentirse libres de dueño alguno, algo que fue para los griegos de antaño canon y medida de la felicidad» 125. Aquí la ira del orador contra los traidores oculta la abundancia de metáforas. Por eso Aristóteles y Teofrasto [3] dicen que expresiones como: por así decirlo y como si fuera y si es que se puede hablar así y si es que uno se puede arriesgar a usar una expresión tal, dulcifican las metáforas atrevidas, pues la justificación, dicen, [4] suaviza la expresión audaz. Yo, por mi parte, acepto todo esto, pero al mismo tiempo afirmo que, como dije al tratar las figuras, los estallidos de pasión vehementes y oportunos y la noble elevación de estilo son un antídoto específico contra la abundancia y audacia de las metáforas; pues, por su naturaleza, arrastran con el empuje de su movimiento a todas las demás y las hacen marchar por delante, y, aun más, exigen las comparaciones como algo enteramente necesario y no dan tiempo al oyente para comprobar su número, puesto que participa [5] del entusiasmo del orador. Pero, además, en el tratamiento de lugares comunes y en las descripciones no hay nada tan significativo como la acumulación de tropos sucesivos. Por estos medios se describe maravillosamente en Jenofonte 126 la anatomía del tabernáculo humano y de forma más admirable aún en Platón. Éste llama a la cabeza acrópolis del cuerpo 127; entre ésta y el pecho ha sido construido un istmo, el cuello, al que sostienen las vértebras, dice, como goznes, y el placer es para los hombres el cebo del mal y la lengua la prueba del gusto. El corazón es el nudo de las venas y la fuente de la sangre que circula impetuosamente y está colocado en el puesto de guardia del cuerpo. A las vías de los poros llama desfiladeros. «Para los latidos del corazón en la espera de los peligros y el despertar de la cólera, los dioses, por ser un órgano muy ardiente, ideando una ayuda», dice, «plantaron los pulmones blandos y sin sangre, que tienen dentro unas concavidades, como si fueran una almohada, para que el corazón, cuando la cólera hierva en él, al golpearse contra una materia que cede, no sufra daño» 128. A la morada de los apetitos llama gineceo y a la de la cólera androceo; el bazo es la toalla de los órganos internos, por lo que llenándose de las secreciones se agranda y se hincha. «Después de esto», dice Platón», «lo cubrieron todo con carne, colocándola a modo de fieltro, como defensa de los ataques externos» 129. Llama a la sangre alimento de la carne. «Para su alimentación», dice, «surcaron el cuerpo, trazando canales como los que hacen en los jardines, para que siendo el cuerpo como un acueducto estrecho, las fuentes de las venas corran como si vinieran de una corriente viva»130. «Cuando llega la muerte», dice, «las amarras del alma, como las de una nave, se desatan y ella queda en libertad». Éstas y miles de metáforas [6] semejantes siguen a continuación131, pero las que hemos citado *** son suficientes para demostrar cómo las figuras poseen una grandeza natural y cómo las metáforas colaboran a la elevación de estilo, y que los pasajes patéticos y descriptivos generalmente las admiten gustosos. Ahora bien, que el uso de los tropos, al igual que [7] todas las otras bellezas de estilo, lleva siempre a lo desproporcionado, es algo evidente, aunque yo no hable de ello. Se critica especialmente por esto a Platón, que se ve arrastrado muchas veces como por un ímpetu báquico literario a metáforas violentas y exageradas y a una pomposidad alegórica. «No es fácil de comprender», dice, «qué una ciudad [tenga que] ser algo mezclado como una crátera, en donde un vino furioso, una vez vertido, hierva, pero que se convierte, castigado por otro dios sobrio, que le hace partícipe de su hermosa compañía, en una bebida buena y moderada»132. Pues llamar dios sobrio al agua, dicen, y a la mezcla castigo es propio de un poeta que en realidad no tiene nada de sobrio. [8] También Cecilio, en su obra sobre Lisias133, basando sus ataques en defectos como éste, se atrevió a declarar a Lisias superior en todo a Platón, llevado de dos sentimientos arbitrarios: porque queriendo a Lisias más que a sí mismo, odiaba [en todo], sin embargo, a Platón más que quería a Lisias. Además, éste se guiaba sólo por la rivalidad y sus principios no fueron, como él creyó, generalmente admitidos. Prefiere a su orador Lisias, porque es inmaculado y nunca comete una falta y no a Platón a causa de sus frecuentes faltas. Pero los hechos no son así, ni en nada parecidos a esto.
[33] Pues bien, tomemos un escritor realmente puro e irreprochable. ¿Acaso no vale la pena preguntarse sobre este mismo punto y de una manera general, si es preferible la grandeza en la poesía y en la prosa, aunque sea defectuosa en algunos momentos, a la mediocridad en la perfección, completamente sana y sin faltas? Y otra cosa, por Zeus, ¿quiénes se deberían llevar la primacía en la literatura, las virtudes más numerosas o las más grandes? Estas preguntas son las apropiadas para un examen sobre lo sublime y necesitan por entero una respuesta. [2] Yo sé, en todo caso, que las naturalezas más excelsas son las menos puras. [La] perfección en cada detalle corre el peligro de la vulgaridad, pero en los grandes talentos, como en las grandes fortunas, debe haber también algún descuido. Quizá es inevitable que las naturalezas inferiores y mediocres, debido a que nunca corren riesgo alguno ni aspiran a lo excelso, sean las que menos faltas tengan y las que estén más seguras, pero los grandes genios, por ser precisamente grandes, están sujetos al peligro. Sin embargo, tampoco [3] desconozco esta segunda ley de que por naturaleza todas las cosas humanas son siempre más conocidas por su lado peor, y que el recuerdo de las cosas bellas se borra rápidamente de la memoria. También yo he notado no [4] pocas faltas en Homero y en otros grandes escritores, sin que de ningún modo me haya alegrado con esos defectos, no obstante, éstos son menos errores voluntarios contra la belleza que descuidos introducidos al azar y de manera inconsciente por la negligencia del genio. Yo creo igualmente que las grandes virtudes, aunque en todo no mantengan un mismo nivel, obtienen siempre, sin embargo, el primer premio y que no se lo deben a otra cosa sino a su propia grandeza espiritual. Apolonio, por ejemplo, se mostró como un impecable poeta [en las] Argonáuticas y Teócrito es felicísimo en su poesía bucólica, a excepción de algunos pasajes extraños al tema. Pero, ¿acaso no preferirías tú ser Homero más que Apolonio? Y ¿qué?, ¿es en realidad Eratóstenes en su Erígona (el pequeño poema es irreprochable por todo)134 un poeta más grande que Arquíloco con su abundante e incontrolable corriente y ese estallido de inspiración divina, tan difícil de someter a reglas de una ley? Y ¿qué?, ¿en poesía lírica, preferirías ser tú Baquílides 135 más que Píndaro y en tragedia Ión de Quíos 136 más que Sófocles? Pues los unos no tienen faltas y escriben siempre con elegancia y finura, pero Píndaro y Sófocles, a veces, lo abrasan todo con su ímpetu, pero también se apagan con frecuencia incomprensiblemente y caen en los defectos más desafortunados. Además, ¿cambiaría alguien que estuviera en su sano juicio una sola tragedia, el Edipo, por [todas] las tragedias juntas de Ión?
[34] Si se juzgaran las excelencias por su número más que por su verdadero valor, entonces el mismo Hipérides137 aventajaría en todo a Demóstenes, pues su lenguaje es más rico de tonos y posee más virtudes, pero logra casi siempre el segundo puesto, como el luchador de pentatlón, que en cada uno de los juegos tiene que dejar el primer premio a los atletas entrenados para ellos, pero [2] es el primero entre los aficionados. Hipérides, en efecto, además de imitar, excepto el orden de palabras, todas las virtudes de Demóstenes, se apropió abundantemente de las cualidades y las gracias de Lisias. Habla con sencillez, donde hace falta, y no lo dice todo de forma continua, y en el mismo tono, como Demóstenes. Tiene el poder de la caracterización con una cierta dulzura, [...] sencillamente condimentada. Son innumerables sus finezas de ingenio; su burla muy cortés; tiene buenos modales y habilidad en la ironía; su sarcasmo no es grosero ni falto de gusto, sino sazonado con la sal de aquellos oradores áticos; es diestro para ridiculizar y posee un elemento cómico muy fuerte y un aguijón con una broma muy bien dirigida. El encanto que hay en todas estas cosas es imposible de reproducir. Posee un gran ingenio para mover a compasión y además es muy hábil para narrar mitos en estilo copioso y en perseguir un tópico con fluidez [...] La historia de Leto 138, por ejemplo, la ha tratado de forma, sin duda alguna, altamente patética y su discurso fúnebre está construido en un estilo epidíctico 139, como no lo ha hecho, que yo sepa, ningún otro. A Demóstenes, en cambio, no se le da bien la [3] descripción de caracteres, ni posee fluidez en el estilo, ni es en modo alguno flexible ni capaz en el modo epidíctico; le faltan, en general, todas las cualidades de que hemos hablado anteriormente. En efecto, cuando se esfuerza en ser cómico e ingenioso, no mueve a risa, sino más bien se pone él en ridículo. Cuanto más gracioso quiere ser, tanto más lejos se encuentra de lograrlo. Seguramente, si hubiera intentado escribir el pequeño discurso sobre Friné 140 o Atenógenes141, hubiera colaborado más al prestigio de Hipérides. Sin embargo, según creo yo, las bellezas de éste, aunque son numerosas, están faltas de grandeza, «inertes en el corazón de un hombre sobrio» 142 y dejan impasible al oyente (nadie en todo caso se estremece leyendo a Hipérides); Demóstenes, por el contrario, concentra virtudes, llevándolas a la suma perfección de su naturaleza sublime: intensidad en el lenguaje elevado, animada pasión, abundancia, viveza de espíritu, rapidez, donde es oportuna, y destreza y fuerza oratorias inalcanzables a todos los demás. Cuando todos estos dones divinos (pues no los podría llamar humanos) los ha traído hacia sí con todas estas bellas cualidades que él posee, vence siempre a todos incluso en aquellas que no tiene, y atruena y fulmina, por así decirlo, a los oradores de todos los tiempos. Antes sería uno capaz de abrir los ojos ante los rayos al caer que mirar sin parpadear sus explosiones de pasión que se precipitan unas sobre otras.
[35] Pero, con respecto a Platón, hay, como dije, otra diferencia. Lisias, que es inferior a él, no sólo por la grandeza de sus virtudes, sino también por el número de las mismas, no obstante, lo excede todavía más por sus errores de lo que está por debajo de él en sus virtudes.
[2] ¿Qué vieron, entonces, aquellos espíritus divinos, que buscando lo más excelso en el arte de escribir, despreciaron la exactitud en el detalle? Ellos vieron, además de otras muchas cosas, esto: que la naturaleza no ha elegido al hombre para un género de vida bajo e innoble, sino que introduciéndonos en la vida y en el universo entero como en un gran festival, para que seamos espectadores de todas sus pruebas y ardientes competidores, hizo nacer en nuestras almas desde un principio un amor invencible por lo que es siempre grande y, [3] en relación con nosotros, sobrenatural. Por esto, para el ímpetu de la contemplación y del pensamiento humano no es suficiente el universo entero, sino que con harta frecuencia nuestros pensamientos abandonan las fronteras del mundo que los rodea y, si uno pudiera mirar en derredor la vida y ver cuán gran participación tiene en todo lo extraordinario, lo grande y lo bello, sabría, en seguida, para qué hemos nacido. De aquí que nosotros, [4] llevados de un instinto natural, no admiramos, por Zeus, los pequeños arroyos, aunque sean transparentes y útiles, sino el Nilo, el Danubio, el Rin y, mucho más, el Océano; ni esta pequeña llama encendida aquí por nosotros nos sorprende más, porque conserva su luz pura, que los cuerpos celestes, aunque muchas veces se obscurezcan. Ni pensamos que haya algo más digno de admiración que los cráteres del Etna, cuyas erupciones lanzan desde su abismo piedras y colinas enteras, y a veces vierten por delante ríos de aquel fuego titánico y espontáneo. De todo esto podríamos hacer el comentario de [5] que lo que es útil o también necesario está al alcance del hombre, pero lo extraordinario es lo que gana siempre su admiración.
Por lo tanto, cuando hablamos de los grandes genios [36] de la literatura, en los que la grandeza no es incompatible con el provecho y la utilidad, tenemos que deducir de aquí que los tales genios, aunque están muy lejos de una perfección sin faltas, sin embargo, sobrepasan todos el nivel humano. Todas las demás cualidades prueban a aquellos que las poseen que son hombres. Lo sublime, por el contrario, los eleva cerca de la grandeza espiritual de la divinidad. Lo inmaculado es irreprochable, pero la grandeza se gana también nuestra admiración. ¿Qué tendríamos que añadir aún a esto? Que cada [2] uno de aquellos hombres famosos, con frecuencia, hace olvidar todos sus defectos con un solo rasgo de sublimidad y perfección y, lo que es más importante, que si uno, recogiendo todos los errores de Homero, Demóstenes, Platón y de todos los grandes genios, los reuniera en un solo lugar, ¿no hallaría que son una minucia, aún más, que no representan más que una mínima fracción, si se los compara con las bellezas realizadas en total por estos héroes? Por esto, toda la posteridad y todas las generaciones, a los que la envidia no puede tachar de dementes, decretaron y les otorgaron los premios de la victoria, que hasta hoy guardan sin que nadie se los pueda arrebatar y de los que al parecer cuidarán: «mientras que corra el agua y los altos [3] árboles florezcan» 143. Sin embargo, contra el que escribía que el imperfecto Coloso 144 no es superior al Dorífora de Policleto145, se podría decir, entre otras muchas cosas, esto: en el arte se admira la perfección rigurosa, pero en las obras de la Naturaleza admiramos la grandeza; y es la Naturaleza la que ha dado al hombre el don de hablar. En las esculturas se busca por ello el parecido con el hombre, pero en la literatura, como he [4] dicho, lo que sobrepasa lo humano. No obstante (y nuestra sugerencia nos lleva al principio de nuestro tratado), puesto que la ausencia de faltas es la mayoría de las veces una cualidad del arte y las alturas de lo sublime, aunque no puedan mantener siempre el mismo tono, son la creación de una naturaleza excelsa, es conveniente que en todo momento el arte proporcione su ayuda a la naturaleza. Pues de la colaboración entre estas dos cosas podría resultar la obra perfecta.
Sobre las cuestiones propuestas era necesario someter a juicio todo esto; que cada uno se complazca en aquellos aspectos que más le agraden.
En estrecha vecindad con las metáforas (pues hemos [37] de volver a ellas) se encuentran las comparaciones y las imágenes, que sólo se diferencian en esto...
... ... ... ... ... (Faltan dos folios) ... ... ... ... ...[38]
...Tales expresiones como :«A no ser que llevéis el cerebro en los talones y piséis sobre él» 146. Por ello es necesario saber en cada caso dónde se encuentra el límite, pues, con frecuencia, si se va demasiado lejos, se destruye la hipérbole y las cosas que se exageran así se relajan y tienden a producir, en ocasiones, el efecto contrario. Por ejemplo, Isócrates, yo no sé cómo, cayó en una [2] especie de puerilidad por su deseo de decirlo todo de forma grandiosa. El argumento de su Panegírico es que la ciudad de los atenienses supera, por sus beneficios a los griegos, a la de los lacedemonios, pero dice justo al comienzo estas cosas: «Además, las palabras tienen tanta fuerza que pueden convertir lo grande en pequeño, rodear de grandeza las cosas humildes, tratar lo antiguo desde aspectos completamente nuevos y dar a lo que acaba de suceder un matiz de antigüedad» 147. Entonces, Isócrates, podría alguien decir, ¿intentas cambiar de esa forma los papeles de los lacedemonios y de los atenienses? Efectivamente, el elogio del poder de las palabras es para los oyentes casi una exhortación y un prólogo de desconfianza hacia el orador. Por ello las [3] mejores hipérboles son sin duda aquellas que, como dijimos al hablar de las figuras, pasan desapercibidas como tales hipérboles. Esto sucede, cuando bajo el efecto de una emoción violenta son usadas en relación con la grandeza de la situación descrita, como hace Tucídides, cuando habla de los muertos en Sicilia: «Pues los siracusanos», dice, «bajando después los degollaron, pero, sobre todo, a los que estaban en el río, y el agua se manchó al punto; pero no por eso la bebieron menos, llena de lodo y de toda la sangre, y para la mayoría todavía era motivo de disputa» 148. Que la sangre y el lodo sean bebidos y, además, que se luche por ellos, hace digno de crédito la intensidad del padecimiento y [4] la gravedad de la situación. Es parecido el pasaje de Heródoto sobre los combatientes en las Termópilas: «En este lugar», dice, «mientras se defendían con sus espadas, con las que todavía les quedaban, y con las manos y los dientes, fueron sepultados por los proyectiles de los bárbaros» 149. Aquí, ¿cómo es posible, preguntarás, combatir con los dientes contra hombres armados y cómo pueden ser sepultados por las flechas? No obstante, se puede creer, ya que no parece que el incidente haya sido introducido para justificar la hipérbole, [5] sino que ésta surge lógicamente de la acción. Pues no me cansaré de decir que la solución y el remedio a toda osadía en el lenguaje son las acciones y las emociones vecinas al éxtasis. Por esto, también las hipérboles cómicas, a pesar de caer en el terreno de lo inverosímil, son convincentes por su mismo carácter ridículo:
Él tenía un trozo de tierra más pequeño que una carta laconia 150.
[6] Pues también la risa es una emoción, basada en el placer. Las hipérboles pueden tender tanto al exceso como al defecto, puesto que ambos tienen de común la capacidad para exagerar los hechos y la burla mordaz es, por así decirlo, como la amplificación de lo insignificante.
De los factores que contribuyen a lo sublime y que [39] hemos mencionado al principio de este tratado, mi buen amigo, nos queda todavía por considerar el quinto: la composición de las palabras en un cierto orden. Debido a que hemos hablado suficientemente de esto en dos tratados, en los que nos ocupamos, en la forma que nos fue posible, de los aspectos teóricos, sólo quisiéramos añadir lo que es absolutamente necesario para la presente exposición: la armonía es para los hombres no sólo un medio natural para la persuasión y el placer, sino también un instrumento admirable de la grandeza y de la emoción. Pues, ¿no infunde la flauta 151 en [2] los oyentes ciertas emociones, los pone fuera de sí y los convierte en una especie de coribantes? ¿No obliga al oyente, proporcionándole ella una cadencia rítmica, a moverse con ritmo y a acomodarse a la melodía, «aunque no tenga sentido musical»152 en absoluto? Y, por Zeus, los sonidos de la cítara, que no dicen nada por sí solos, ¿no producen con frecuencia, como tú sabes, un hechizo admirable gracias a las modulaciones de los sonidos, al acompañamiento recíproco y a la mezcla de [3] los acordes (aun cuando estas cosas son sólo imágenes e imitaciones bastardas de la persuasión y no, como dije, fuerzas operativas genuinas de la naturaleza humana)? Pero no vamos a creer nosotros que la composición, que es como una cierta armonía del lenguaje natural a los hombres, que excita no sólo el oído, sino también el alma misma, que suscita clases cambiantes de palabras, de pensamientos, de acciones, de belleza, de melodía, cosas todas ellas que viven y son naturales en nosotros y que, por la combinación y lo multiforme de sus sonidos, introduce en las almas de los que lo rodean la pasión que domina al orador; que hace siempre partícipes de ella a sus oyentes y que por medio de la estructura de las palabras forma grandes pensamientos? Por todas estas cosas, digo, ¿no vamos a creer que la composición nos fascina y nos dispone cada vez a la grandeza, a la dignidad, a lo sublime y a todo lo que encierra dentro de sí, dominando nuestros pensamientos completamente? Y, aunque es un locura discutir sobre unos hechos tan admitidos por todo el mundo, pues la experiencia es una prueba suficiente, parece sublime y en realidad es admirable el pensamiento que [4] Demóstenes aplicó a su decreto: Toúto to psḗphisma ton tóte tēi pólēi peristánta kíndynon parelthéin epóiēsen hṓsper néphos153. Pero su sonoridad no es debida menos a la armonía que al pensamiento. La frase entera está dicha en ritmo dactílico y éste es el más noble y grandioso, por eso forma también el verso heroico, el más bello de los versos que conocemos ***. Pues haz un cambio de lugar donde tú quieras, por ejemplo: Toúto to psḗphisma hṓsper néphos epóiēse ton tóte kíndynon parelthéin, o, por Zeus, suprime una sola sílaba: epóiēse parelthéin hōs néphos, y verás inmediatamente cómo la armonía repite como un eco lo sublime. Pues la misma frase: hṓsper néphos descansa sobre la primera unidad rítmica que es larga y está medida en cuatro tiempos. Si suprimes una sola sílaba, así: hōs néphos, destrozas al punto, con esa síncopa, la grandeza de la expresión. Y, al contrario, si agregas una sílaba: parelthéin epóiēsen hṓsper[ei] néphos, significa lo mismo, pero no suena lo mismo al oído, porque con el alargamiento de las últimas sílabas se relaja y debilita su concisa sublimidad.
Entre otras cosas lo que, sobre todo, otorga grandeza [40] al lenguaje es, como en los cuerpos, la combinación de sus miembros. Uno sólo de éstos, separado de los demás, no tiene por sí solo ningún valor, pero todos juntos forman una estructura perfecta. De la misma forma, las expresiones elevadas, si están separadas unas de las otras y cada una en un lugar diferente, esparcen también con ellas lo sublime, pero si están unidas formando un solo cuerpo y, además, están rodeadas con el vínculo de la armonía, se hacen sonoras gracias a su misma estructura periódica. En los períodos casi se podría decir que la grandeza es como un banquete comunitario en el que cada uno pone lo suyo. Pero ya hemos demostrado [2] con suficiente claridad que muchos escritores y poetas que no son sublimes por naturaleza y posiblemente también sin grandeza, sin embargo, usando palabras comunes y vulgares, que no introducen la mayoría de las veces nada especial, han logrado majestad y distinción y el no parecer vulgares, por la sola ordenación y disposición armoniosa de las mismas. Entre otros muchos, Filisto 154. Aristófanes en ciertos pasajes [3] y Eurípides casi siempre. Después de la matanza de sus hijos, dice Heracles:
Repleto estoy de males y ya no sé dónde ponerlos155.
La frase es completamente vulgar, pero se convirtió en sublime por su conformidad con la situación en la obra. Pero, si esto lo ordenas de otra forma, comprenderás por qué Eurípides es más un poeta de la composición que del pensamiento. Hablando de Dirce arrastrada por el toro, dice:
Y si se volvía dando vueltas en derredor...
cogía a la vez y las arrastraba en constante
vaivén a mujer, piedra y encinas156.
La idea es aquí también notable, pero se enriquece porque la armonía de las palabras no se precipita, ni es llevada como por una máquina rodante, sino que las palabras se sostienen sólidamente unas sobre otras y se apoyan en los soportes de las cantidades silábicas, avanzando hacia una grandeza firme.
[41] No hay nada que disminuya tanto los pasajes sublimes como un ritmo de las palabras roto y precipitado, como por ejemplo, los pirriquios, troqueos y dicoreos 157, acaban en un perfecto ritmo de danza. Pues todo lo que es demasiado rítmico aparece al punto afectado y trivial, [...] siendo repetido constantemente sin emoción [2] alguna a causa de su monotonía. Sin embargo, lo peor de todo esto es que de la misma forma que las cancioncillas apartan a los oyentes del tema y los arrastran hacia sí, también las partes demasiado rítmicas del discurso no transmiten a los oyentes la pasión de las palabras, sino el ritmo; de tal forma que, a veces, conociendo ya de antemano las terminaciones obligadas de las frases, marcan ellos mismos el compás a los oradores y les dan la cadencia por anticipado, como en la danza.
[3] Del mismo modo carecen de grandeza las frases que están demasiado unidas y cortadas en sílabas breves y pequeñas y las que están trabadas entre sí como por unas clavijas en los cortes y las asperezas de la madera.
También la expresión excesivamente sincopada puede [42] dar como resultado la disminución de lo sublime; pues la grandeza se mutila cuando se la abrevia demasiado. Debes entender ahora no las frases que [no] están formadas con la debida concisión, sino aquellas que son decididamente pequeñas y están cortadas en trozos. Una expresión sincopada estropea el pensamiento, pero la brevedad va derecha al blanco. Es evidente que ocurre lo contrario con las frases largas: no tienen vida al dar vueltas alrededor158, alargándose sin razón alguna.
La vulgaridad de las palabras daña también terriblemente [43] la grandeza del estilo. Así en Heródoto, en lo que se refiere a las ideas, se describe la tempestad de forma maravillosa, pero hay algunas palabras que, por Zeus, son demasiado vulgares para el contenido, como quizá ésta: «Cuando el mar hervía» 159, ya que «hervía» (zesásēs) por su falta de sonoridad estropea lo sublime. «Pero», dice, «se cansaba» y a los que se agarraban a los restos del naufragio les esperaba «un fin desagradable» 160. «Cansarse» (kopiásai) es una expresión malsonante y vulgar y «desagradable» (acháriston) un adjetivo impropio de un sufrimiento tan grande. De modo [2] parecido Teopompo161, después de describir brillantemente la expedición del rey de los persas contra Egipto, lo estropea todo con la pobreza de algunas expresiones. «Pues, ¿qué ciudad o qué pueblo del Asia no envió embajadores al Rey?, o ¿qué producto de la tierra o qué objeto de arte hermoso o de valor no le fue enviado como regalo? ¿No había muchos tapices preciosos y mantos de lana fina (los unos bordados en colores, los otros teñidos en púrpura, otros blancos) y muchas tiendas doradas, provistas de todo lo necesario y numerosas túnicas y lechos suntuosos? Además, vasijas de plata y oro labrado artísticamente y copas y cráteras, de las cuales podrías ver que unas estaban adornadas con piedras preciosas, las otras acabadas de un modo exquisito y caro. Junto a todo esto, una innumerable cantidad de armas, griegas y bárbaras, un gran número de acémilas, de animales cebados para el sacrificio, muchas fanegas de especias y gran cantidad [...] de odres, sacos y marmitas de cebollas 162 y otras cosas de utilidad. Había tanta carne salada de animales sacrificados de toda especie, formando montones tan grandes que los que venían de lejos pensaban que eran lomas y colinas apoyadas [3] unas contra las otras». Pasa de lo más sublime a lo más bajo, cuando debía de haber realizado una amplificación en sentido contrario. Pero al mezclar con la narración admirable de toda la preparación, odres, especias y sacos evoca la visión de una cocina. Lo mismo que si alguien, sobre estos objetos de adorno, entre las cráteras de oro e incrustadas de piedras preciosas, las vasijas de plata, las tiendas doradas y las copas, trayéndolas, colocara en medio odres y sacos, produciría un efecto chocante a la vista. Así, si se colocan palabras de esta clase en un lugar no apropiado formarían como [4] manchas deformes de estilo. Él hubiera podido describir a grandes rasgos las que él llama colinas, que estaban apiladas unas sobre las otras y, del mismo modo, realizando un cambio sobre el resto de la preparación, decir camellos y multitud de animales de carga llevando todas las provisiones para el regalo y el disfrute de las mesas; o hablar de «montones de toda suerte de granos y de las cosas que sirven para el arte culinario o para una vida regalada», o, si quería a toda costa colocarlo todo por separado, debía haber dicho: «Y toda clase de refinamientos conocidos a los que sirven los banquetes y a los cocineros». Pues no se debe en un estilo sublime [5] descender a lo vulgar y de mal gusto, a no ser que nos veamos obligados a ello por alguna necesidad perentoria, sino que convendría usar palabras dignas de las cosas e imitar a la naturaleza, que, al formar al hombre, no colocó en nuestro rostro las partes que no se pueden nombrar, ni tampoco los órganos de secreción del cuerpo, sino que los ocultó en la medida que le fue posible y, según Jenofonte 163, desvió las salidas de éstas lo más lejos para que no dañaran la hermosura de toda su criatura. Sin embargo, no existe una necesidad inmediata [6] para enumerar en sus clases las cosas que producen la degradación de lo sublime; pues, ya que anteriormente fueron señaladas aquellas que ennoblecen y elevan el lenguaje, es evidente que sus contrarias, en la mayoría de los casos, lo empequeñecerán y deformarán.
No obstante, todavía nos queda por explicar aquello, [44] queridísimo Terenciano, por lo que hace poco nos preguntaba uno de los filósofos y que nosotros, conociendo tu curiosidad por saber, no nos negaremos a añadir aquí. «Estoy sorprendido», decía, «y seguramente otros muchos comparten mi asombro, cómo en nuestra época, donde hay hombres que poseen en grado sumo el arte de la persuasión y que están dotados para la vida pública, penetrantes, vivos y, sobre todo, inclinados a los encantos de la literatura, no surjan naturalezas geniales y extraordinarias, salvo en contadas ocasiones. Tan grande es la pobreza literaria general que rodea a [2] nuestra generación. «O, ¿acaso, por Zeus», dijo él, «vamos a tener que creer aquel dicho común, según el cual la democracia es una excelente nodriza de genios y que, en general, sólo con ella florecieron grandes hombres de letras y que con ella también se apagaron?» La libertad, dicen, posee la facultad de alimentar los pensamientos de los grandes genios y de darles esperanzas y, al mismo tiempo, extiende el espíritu de la rivalidad [3] mutua y la ambición por el primer prenio. Además, a través de los premios ofrecidos en las repúblicas se agudizan cada vez más, al ser ejercitadas, las aptitudes intelectuales de los oradores, se pulen, por así decirlo, y brillan, como es natural, libres en unión de los asuntos públicos. «Pero nosotros hoy en día», decía, «parece que hemos aprendido desde la infancia a vivir en una esclavitud legal, casi envueltos en pañales desde nuestros aún tiernos pensamientos en las mismas costumbres y ocupaciones, y no hemos degustado la más bella y fecunda fuente de la literatura; a la libertad», dijo, «me estoy refiriendo, por lo que nosotros no seremos [4] otra cosa que sublimes aduladores». Ésta es la razón por la que, afirmaba, los criados pueden participar en todas las demás actividades, pero un esclavo nunca podrá llegar a ser un orador. «Ya que al punto sale a la superficie el sentimiento de la falta de libertad en la expresión y de ser un prisionero, que está acostumbrado [5] a ser golpeado una y otra vez». Como dice Homero: «La mitad de nuestro valor desaparece el día de la esclavitud» 164. «Así como las cajas», dice, «si es que lo que yo he oído es digno de crédito, en la que son alimentados unos enanos llamados pigmeos, que no sólo impiden el crecimiento de lo allí encerrado, sino que también ellos sufren daño por las ataduras que rodean sus cuerpos, de esta misma forma podría uno representarse a toda esclavitud, aunque sea la más justa, como la caja y prisión común del alma». Sin embargo, yo le contesté: [6] «Es muy fácil, oh queridísimo, y es propio del hombre el quejarse siempre del presente, pero piensa esto: quizá no es la paz mundial la que destruye las grandes naturalezas, sino esa guerra sin fin, que tiene sometidos nuestros deseos y, además de esto, por Zeus, esas pasiones que acechan la vida presente y la empujan y la destruyen completamente. Pues el afán de riquezas, por cuya búsqueda insaciable todos sufrimos y el deseo del placer nos hacen esclavos, más aún, se podría decir que producen el hundimiento total del barco de nuestra vida; el amor al dinero es una enfermedad que denigra y el deseo de placer es lo más innoble. Poniéndome [7] a pensar yo, no podría explicar cómo es posible que nosotros, que tanto valoramos una riqueza sin límite, o, por hablar con más verdad, que la hemos divinizado, no vayamos a recibir en nuestras almas los males de la misma naturaleza que la acompañan. A una riqueza sin medida y desenfrenada acompaña en efecto y marcha con ella, como dicen, paso a paso, un gran derroche y a la vez que aquélla va abriendo las entradas de las ciudades y de las casas, entra también éste y habita junto a ella. Corriendo el tiempo, éstos hacen un nido en la vida de los hombres, como dicen los sabios 165, y rápidamente se ponen a parearse y engrendran la vanidad, la soberbia, el libertinaje, y éstos no son bastardos sino hijos legítimos suyos. Pero si se deja a estos descendientes de la riqueza llegar a la mayoría de edad, engendran al punto en las almas tiranos implacables, la insolencia, el desorden y la desvergüenza. Esto debe [8] suceder inevitablemente así: que los hombres ya no miren hacia arriba, ni les importe ya la fama póstuma, sino que la destrucción de las vidas humanas se realiza poco a poco en el círculo de estos vicios; se agostan y se mueren las grandezas de espíritu y quedan sin ser objeto de emulación, cuando ellos admiran más sus partes mortales y descuidan el cultivo de las inmortales. [9] Pues un hombre que se ha dejado corromper en un juicio, no será capaz en adelante de ser un juez libre y sano de causas justas y hermosas (ya que necesariamente al que se ha dejado ganar con presentes, sólo su propio interés le parecerá bello y justo) 166, y, mientras dirigen la vida entera de cada uno las corrupciones y la caza de muertes ajenas y los engaños en los testamentos, vendemos nuestra alma por sacar provecho de todo, convirtiéndonos en esclavos de su avaricia. ¿Acaso creeremos que podría quedar todavía, en una tan pestilente ruina de nuestra vida, un juez libre e incorruptible de las cosas grandes y que alcanzan la eternidad y que no [10] se dejase corromper por el deseo de enriquecerse? Pero, para unos hombres como nosotros, quizá es mejor la esclavitud que la libertad; pues, en general, nuestras ambiciones, como prisioneros escapados de una prisión, se abalanzarían en tropel contra nuestros vecinos [11] y liarían arder con sus males la tierra entera. Resumiendo, hemos dicho que lo que pierde a los talentos contemporáneos es la indiferencia, en la que todos, con la excepción de unos pocos, vivimos, sin realizar ni emprender jamás nada, a no ser por la alabanza y el placer, pero nunca por alguna utilidad digna de emulación [12] y de honor. «Es mejor dejar esto al azar» 167 y pasar al punto siguiente, que es el de las pasiones, sobre las que anteriormente hemos prometido hablar en un tratado aparte. Por cuanto ellas, [como hemos dicho], forman una parte [muy importante] de la literatura en general y especialmente de lo sublime...168