El último matrimonio que le tocó
fotografiar a Torres Leiva fue en una iglesia a la orilla de un
lago, cerca de Llolleo. Era una pareja muy joven, no debían de
tener más de veinticinco años. La misa fue poco antes del
atardecer. Luego, la fiesta sería en una casa de Santo Domingo,
frente al mar, pero ahora mira las fotografías que le tomó a la
pareja junto al lago, afuera de la iglesia. Se queda un rato
mirándolas, una iglesia de madera, pequeña, no más de treinta
personas, los amigos de los novios, los padres, el sacerdote casi
tan joven como ellos. Se queda pegado en una imagen: los dos
sonríen, pero tienen los ojos cerrados. Atrás, el cielo está rojo,
tal vez medio anaranjado, algunas nubes, el lago.
Aún no puede creer que se los haya
encontrado a la salida del cementerio. Habían ido a visitar a la
abuela del novio. Lo saludaron, pero no hablaron mucho más.
Ahora, acostado en la pieza del hotel,
revisa las fotos y los recuerda en esa iglesia, en ese lago. Revisa
también las fotos que le tomó a Camila en el cementerio. Poco antes
de que ella llegara, García le preguntó si siguió teniendo contacto
con Ana. La pregunta lo tomó de sorpresa.
Yo la vi hace poco, le dijo García pero él
prefirió no escucharlo. Por suerte llegó Camila y la conversación
quedó en el aire. Cuando llegaron al hotel, no le dio tiempo a
García para que volviera a preguntarle: entró rápido al hotel,
subió a su pieza, se duchó y ahora está acostado, viendo las
últimas fotos que tiene guardadas en su cámara.
Cuando se fue de Iquique, hace unos años,
logró llevarse en discos todas las fotos que había sacado en ese
tiempo. También las que alcanzó a revelar, pero entre mudanza y
mudanza las perdió.
No queda, entonces, registro de esos años.
Las fotografías que consiguió García eran las que estaban guardadas
en el diario. Pero él no tiene ninguna copia. Ahora piensa en esas
imágenes, en todas esas fotos que les tomó a Ana y a Leonor. Había
una en la que aparecían los tres abrazados en el sillón del
departamento. Él salía levemente desenfocado, pero ellas estaban
felices, riéndose.
Un día, hace unos meses, creyó verlas
caminando por un parque de Santiago. Fue una imagen rápida que pasó
frente a él: Ana y Leonor —ya convertida en una adolescente— junto
a una niña que iba tomada de las manos de ambas. Pensó en
acercarse, pero no tenía sentido.
Ahora apaga la cámara y duerme un rato.
Despierta unas horas después, cuando ya es de noche. Necesita tomar
aire, le duele un poco la cabeza. Sale a caminar por la playa. No
hay mucha gente en las calles. Se sorprende de que ya no haya ese
olor a podrido de las pesqueras. Piensa, por un segundo, que es
imposible que se haya acabado, que seguramente es una cosa del
azar.
Camina por la calle Baquedano, que ahora es
un paseo peatonal. En el camino aprovecha de llamar a Matías para
preguntarle cómo le fue en una prueba de matemáticas, pero no
pueden conversar mucho: él está comiendo con sus hermanos. De todas
formas parece que le fue bien, aunque le faltó responder una
pregunta: no supo cómo resolver una ecuación de segundo grado, que
en realidad ninguno de sus compañeros fue capaz de resolver.
Avanza por Cavancha. Ahora los edificios son
más altos y por todos lados hay señaléticas enormes, verdes, con
una ola y la palabra tsunami. Llega hasta el casino. Nunca ha
entrado, ni siquiera cuando vivió en la ciudad. Ahora piensa en la
posibilidad de jugarse los quince mil pesos que lleva en su
billetera. Se imagina apostándolos en el póquer, quizás, y ganando
esa primera partida, y luego la siguiente y la siguiente hasta
tener el dinero necesario como para comprar un pasaje, regresar a
Santiago, a la casa de su tía, y poder vivir tan tranquilo como va
a vivir cuando le pague García. No es difícil, piensa. Todos los
días, un hombre o una mujer se detiene en la entrada del casino y
piensa en cómo cambiaría su vida si lograra ganar un par de juegos.
Todos los días, un hombre o una mujer decide entrar y apostar. Y a
veces ese hombre o esa mujer gana, y su vida cambia para siempre.
Todos los días, también, ese hombre o esa mujer de pie, frente al
casino, decide no entrar y sigue con su vida.
Torres Leiva se queda detenido un rato,
quizá demasiado largo, frente a la entrada. Se escuchan desde ahí
las olas. Mira su celular: son pasadas las diez de la noche. Vuelve
a pensar que tiene quince mil pesos en su billetera.
Entra.