Antes de conocer a Pablo, Daniela se
enamoró de un hombre mayor. Los separaban casi treinta años. Él
tenía una familia, dos hijas mayores que Daniela, un matrimonio que
no funcionaba desde hacía mucho tiempo, una mujer que ya no lo
quería, una casa, un trabajo en Iquique como cargador de un galpón
en la Zofri. Eso sabía Daniela. No preguntaba más de la cuenta.
Hablaban de otras cosas. De su futuro, de sus sueños, mucho. Cuando
él la pasaba a buscar en la tarde a Alto Hospicio e iban hacia las
playas que están en las afueras de Iquique, lejos, sin que nadie
los molestara, ella hablaba de lo que quería ser cuando grande, de
su deseo de seguir cantando y bailando. Él la escuchaba
atentamente, en silencio, y le decía que podría hacer todo eso, que
era talentosa, que tenía ángel. Nunca se acostaron. A veces, cuando
ella recordaba ese tiempo que pasó junto a él, se preguntaba si no
fue por culpa de eso que no siguieron juntos. Él nunca le insistió,
lo conversaron, ella le dijo que no se sentía preparada, que
esperaran, que la entendiera, por favor, y él decía que sí, que no
había problema, y se abrazaban y se besaban arriba de su auto, muy
lejos de la ciudad. Ximena nunca supo de esta historia, los padres
de Daniela tampoco. Días después de que ella desapareciera, su
madre encontraría un diario de vida. Sin embargo es difícil
rastrear los vestigios de esta historia: nadie los vio juntos,
nadie sospechó de esas tardes en las que Daniela bajaba a Iquique y
se encontraba con este hombre; nadie iba a ser capaz de entender
esta relación. Fueron siete meses los que estuvieron juntos, entre
febrero y septiembre de 1998. Un día él no la volvió a llamar,
después ese día se transformó en una semana, en dos semanas, en un
mes hasta que llegó fin de año y Daniela entendió que se había ido
para siempre.
Esa misma noche de año nuevo, después de que
Daniela llorara toda la tarde, encerrada en su pieza sin que nadie
de su familia comprendiera ese encierro ni ese llanto, apareció
Pablo. Se vieron en la fiesta que organizó Francisca, la vecina de
Ximena, otra de las niñas que desaparecería meses después. Había
otras dos en esa fiesta, donde fueron puros niños del Pedro Prado,
incluido Pablo, que se había matriculado hacía unos días, pues
venía llegando de Santiago.
Hay una foto que los muestra a todos en el
patio de la casa, abrazados. Atrás, una pared de adobe, el piso de
tierra, un par de globos que están a punto de desaparecer de la
imagen y los niños: nueve mujeres, ocho hombres, todos tienen entre
once y quince años; las niñas con vestidos, los niños con pantalón
y camisa; en sus cabezas tienen serpentinas. Todos sonríen, incluso
Daniela, que a esa altura de la noche, cuando ya eran casi las tres
de la mañana, llevaba un par de horas conversando y bailando con
Pablo, el único niño rubio de la foto, rubio y con una cicatriz en la frente que se hizo
jugando a la pelota por la sub 15 de Palestino, meses antes de que
a su padre lo despidieran de la panadería donde trabajaba
y decidiera comprarse un terreno
en Alto Hospicio para empezar un negocio.
Quizás decir rubio sea exagerar un poco,
pero tenía el pelo castaño claro, corto, y era el único que no
llevaba una camisa: tenía una polera negra, que se remangaba hasta
los hombros, unos jeans nuevos que su papá le regaló para navidad,
y unas zapatillas de fútbol Adidas, las mismas que usó Zinedine
Zidane en el Mundial de Francia 98. Era el jugador favorito de
Pablo, el hombre en quien pensaba cuando entraba a la cancha de La
Cisterna y se ponía la 10 de Palestino. No era muy rápido, pero
arrastraba el balón como si tuviera un pequeño imán en el pie. Era
imposible quitárselo y eso desconcertaba a todos: a jugadores, a
cuerpos técnicos, a sus propios compañeros y a la gente que iba a
verlo al estadio. Más de una vez se acercaron a su padre, en
distintos campeonatos, para convencerlo de que cambiara de equipo,
que se fuera a la U o al Colo, pero él no decía nada, pues no creía
que el futuro de Pablo tuviera que ver con el fútbol.
Esa noche, Pablo no habló en ningún momento
de fútbol, solo se dedicó a bailar y a responder las preguntas que
ella le hacía. ¿Por qué se había venido a Alto Hospicio? ¿Por qué
la polera y no una camisa? ¿Por qué esas zapatillas? ¿Por qué le
gustaba bailar y no se quedaba con los otros niños?
Pablo, con absoluta paciencia, respondía a
cada una de las preguntas de Daniela, quien no dejó de hablarle
durante toda la noche: tenía rabia y pena, aunque no se le notaba.
Escuchaba a Pablo, pero en realidad pensaba en dónde estaría ese
hombre que le prometió tantas cosas. Bailó con Pablo hasta un poco
antes del amanecer, cuando se dio cuenta de que ya no quedaba casi
nadie en la fiesta, solo ellos y su prima y Francisca.
Me tengo que ir, dijo de pronto y entró al
living, se puso un polerón y se fue caminando a su casa.