Despierta en un lugar que no
reconoce.
Es una habitación blanca. Es un hospital o
una clínica. No sabe. Está acostado en una camilla. No hay ventanas
en la pieza. La puerta está cerrada. Intenta ponerse de pie, pero
siente que todo se mueve. Es una sensación horrorosa de vértigo. Se
vuelve a acostar. Le duele la cabeza, mucho. Cierra los ojos.
Recuerda.
Está la luz verde y luego la luz roja,
intensa. Está la música de Madonna y el mundo que gira de forma
grotesca, sin detenerse. En su cabeza las luces se mueven. Está la
música y los gritos, también. Recuerda eso: él avanzando por unos
pasillos angostos, llenos de puertas, el ruido que lo ensordece y
el mundo que sigue girando.
Abre los ojos.
Aquí todo gira, también, pero al menos está
acostado. No quiere seguir. Se levanta como puede y avanza hacia la
puerta. La abre. Ahí está el mundo, los enfermeros, los médicos y
García, que conversa con uno de ellos.
Vuelve el vértigo, se va a desmayar, lo
siente, no lo puede evitar, se le doblan las rodillas, viene, se va
a caer, se va a caer.
Se cae.
Los médicos y García escuchan el ruido y lo
ayudan. Unos enfermeros lo devuelven a la cama. Torres Leiva está
mareado, pero habla.
Pregunta: dónde estoy. Qué pasó. Dónde está
Ana. Dónde están todos.
Los médicos le dicen que se tranquilice, que
cierre los ojos. Le piden a García que salga, que tienen que
ponerle suero, que los espere afuera.
Torres Leiva cierra los ojos, los enfermeros
se mueven a su alrededor, el mundo completo se sigue moviendo a su
alrededor.
Duerme.
Todo se detiene.
Pero afuera ocurren cosas, demasiadas cosas
de las que aún no se entera. Afuera, los detectives chilenos
preparan sus cosas para regresar a Iquique y García intenta que los
esperen, que no se vayan sin ellos. Los detiene. Intenta
detenerlos, decirles que es mejor que viajen en un par de horas,
pero le dicen que no quieren recorrer las cuestas que unen Arica
con Iquique durante la noche, porque el camino es duro, y si los
pilla la camanchaca todo puede volverse peor. No. Tienen que viajar
antes del atardecer. Tienen que llegar lo antes posible a Iquique,
pues Ximena despertó.
Ximena despertó, le va a repetir García a
Torres Leiva un par de horas después, cuando abra los ojos, en esa
habitación blanca y sin ventanas, y escuche cómo García le cuenta
todo esto, cómo le dice que tienen que volver lo antes posible a
Iquique porque Ximena despertó. Y habló.
Habló.
No saben qué dijo todavía, pero habló.
Vamos, vístete y vámonos, dice García y sale
de la habitación.
El vértigo ha desparecido. Torres Leiva lo
comprueba cuando se pone de pie y el mundo ya no se mueve, sus pies
están fijos en el piso, puede caminar sin problemas.
Se pone la ropa y sale del lugar.
Afuera, en la sala de Urgencia, hay un
tumulto de gente, algunos gritan, unos niños lloran, unos hombres
los miran fijamente, como si los estuvieran escudriñando.
Salen rápido. García tiene estacionada la
camioneta a un par de cuadras del hospital. Ya sacó todo del hotel,
van a partir de inmediato a Iquique. Los demás ya atravesaron la
frontera.
Que Jehová nos proteja, dice García en voz
alta cuando pasan la Línea de la Concordia, poco antes del
anochecer. No ha dicho más palabras durante el camino. Entonces,
Torres Leiva aprovecha ese momento y le comenta algo del viaje, si
ha hecho muchas veces ese viaje entre Tacna e Iquique. Cualquier
cosa. Quiere hablar, quiere preguntarle cómo llegó al hospital, qué
pasó en la noche, después de que todo se fue a negro.
Lo hace.
García no contesta nada, al principio.
Mantiene la vista fija en el camino.
Finalmente dice: ¿no recuerdas qué hiciste
anoche?
¿Qué hice?
No te hagas el huevón, conmigo no.
No sé de qué hablas.
Lo sabes perfectamente, dice García sin
desviar la mirada de la carretera. Vuelven a quedarse en silencio.
Torres Leiva piensa que debe explicarle todo, pero no sabe
realmente qué tiene que decir. García conduce. Lo hace rápido, pues
no quiere que lo pille la noche, no quiere encontrarse con la
camanchaca en mitad del camino, en mitad del desierto. Eso lo dice
en voz alta. Conduce rápido. Después no habla más.
Cuando ya es de noche y han pasado varias
horas en la carretera, Torres Leiva empieza a recordar: la casa
antigua de dos pisos, las luces rojas y verdes, las habitaciones
que se multiplicaban.
Las niñas.
Ya sé donde estuve anoche, dice de pronto,
cierra los ojos y habla: era una casa grande y estaba llena de
niñas. No sé cómo llegué ahí, pero había un living y muchas niñas
bailando. Me acuerdo que una me habló, se acercó y me habló, pero
no entendí qué me dijo, la música estaba muy alta, todo se movía,
no pude entenderle.
García no comenta nada. No despega la vista
de la carretera. De vez en cuando baja el vidrio de su puerta,
enciende un cigarro y fuma. En estos días en Tacna casi no fumó,
pero ahora ya lleva varios durante el viaje. No le pregunta nada a
Torres Leiva. Conduce en silencio hasta que llegan a Iquique pasada
la medianoche. García lo deja en la residencial y, cuando se va a
ir al hospital, Torres Leiva le pregunta si puede acompañarlo, pero
él le dice que mejor no, que estuvo enfermo, que descanse y que
mañana hablan.
Torres Leiva entra a la residencial y sube a
su pieza. En el pasillo están los mismos hombres de siempre, viendo
un partido de fútbol. Toman cervezas. No le dicen nada. Hace un
tiempo supo que trabajan en una mina. Que están dos semanas arriba
y una abajo. Que no son de Iquique. No sabe de dónde son. Él avanza
rápido y entra a la pieza. Enciende la luz. La cama está sin hacer.
Deja su mochila y el bolso con la cámara. Se sienta. Están las
sábanas en el piso. Más allá hay ropa, y más allá el sobre con las
fotos que reveló Ana: las fotos que le alcanzó a sacar a la mochila
de Ximena, los cuadernos, la lista con los verbos irregulares en
inglés, los dibujos, las palabras, su nombre escrito en cada uno de
sus cuadernos, su letra limpia, grande, redonda, impecable. También
están las fotos que le sacó a los carabineros. Ana le dijo que
nunca los había visto antes, que no podía ayudarlo.
Esa fue la última conversación que tuvieron
antes de partir a Alto Hospicio. Ahora deja las fotos en el sobre y
se acuesta.
Va a dormitar unos minutos, quizás un poco
más, hasta que golpean su puerta.
Una, dos, tres veces.
Amigo, lo buscan abajo.
Torres Leiva se levanta y sale.
Los hombres siguen viendo fútbol, aunque al
parecer las cervezas se acabaron.
Baja, abre la puerta: es García.
Se sientan en el living. García habla:
Ximena despertó. Ximena les dijo a los médicos que un hombre había
intentado matarla cerca de un basural. Que la golpeó con una
piedra. Que la tuvo secuestrada durante mucho tiempo hasta que
decidió llevarla al desierto y lanzarla a un pique, y que mientras
le arrojaba piedras le dijo que él había asesinado a las niñas de
Alto Hospicio.
Torres Leiva no reacciona.
Anda a buscar la cámara y vamos, dice
García. Sale de la residencial, se sube a la camioneta y lo espera.
Enciende un cigarro. Ha comenzado a caer la neblina.