¿Es verdad que tú tienes un hijo?,
pregunta Leonor. Está sentada en el living, mirando televisión,
pero cuando dan comerciales se da media vuelta y le hace preguntas
como esa.
Yo una vez tuve un hijo, pero se aburrió de
nosotras, así que tuvimos que decirle que se fuera, dice ella muy
seria. Torres Leiva la escucha y sonríe. Ana le pidió que la
cuidara en la tarde, porque tenía una reunión en el trabajo, así
que ambos la esperan, sentados en el living del departamento.
Yo creo que fue por culpa de Matilde, dice
ella, no se llevaban muy bien.
A lo mejor estaba celosa, dice él.
No, Matilde es inteligente. Yo creo que ella
se dio cuenta de que ese muñeco no nos quería.
¿Y qué hicieron?
No hicimos nada. El muñeco empacó sus cosas
y se fue.
No es fácil ser padre, dice él.
Yo creo que lo mejor es ser hijo, dice ella,
yo nunca quiero dejar de ser hija.
Pero si uno nunca deja de ser hijo.
Sí, cuando te conviertes en padre dejas de
ser hijo, ¿cómo no sabes?, dice ella.
Se acaban los comerciales y Leonor se vuelve
a concentrar en el televisor. Ha empezado a atardecer. Matilde
duerme sobre la alfombra, al lado de los zapatos de Torres
Leiva.
¿Y cómo se llama tu hijo?, pregunta de
pronto Leonor.
Matías, dice él, tiene tu misma edad.
Eso es imposible, dice ella.
Tiene cinco, como tú.
No, yo tengo cinco años, tres meses y cinco
días. ¿Cuántos meses y días tiene él?
Torres Leiva trata de sacar la cuenta, sin
decir nada, pero en un momento confunde días con semanas y desecha
cualquier posibilidad de responder de forma exacta, pero lo
intenta:
Yo creo que tiene cinco años, tres meses y
cuatro días.
¿Viste? Yo soy mayor.
Es verdad.
¿Y te gustaría tener otro hijo?
Torres Leiva se queda pensando, en
silencio.
¿O una hija? ¿Así como yo?, pregunta
ella.
Podría ser.
¿Y cómo se llamaría?
Yo tuve una hija, dice él.
¿Y dónde está?
Torres Leiva se queda pensando unos segundos
y luego dice: te vas a perder tu parte favorita, y apunta con su
mano hacia el televisor.
No importa, los veo siempre, dice ella, se
levanta del sillón y va a su pieza. Vuelve con dos álbumes de
fotos.
Mira, aquí estoy cuando tenía cuatro, dice y
en la foto aparece con el uniforme del colegio, una falda verde,
una polera blanca, los zapatos negros y las calcetas blancas que le
llegan hasta la rodilla. Tiene los ojos cerrados. Le explica que
estaba enojada porque no quería ir al colegio, quería estar en la
casa con Matilde.
Y aquí tengo dos, dice y en la foto aparece
sentada en la arena, en una playa donde no se ve a más personas:
atrás, el mar y unas rocas.
Eras bonita cuando tenías dos, dice
él.
Era hermosa, y mira: esta es mi mamá con su
vestido de novia, dice y en la foto Ana sonríe, tiene el pelo muy
largo, tomado con un par de pinches que no se logran ver. En la
mano tiene el ramo.
Mira esta, aquí está bailando con mi tata,
dice ella. Torres Leiva toma la foto. Ese hombre con el que baila
Ana murió unos meses después del matrimonio. Ese día se puso a
llorar cuando vio a su hija vestida de novia. Nadie podía
consolarlo. Ella lo abrazó, le dijo que se tranquilizara, pero él
no podía dejar de llorar.
Y esta es mi favorita, dice Leonor, tomando
una foto y escondiéndola. Después se la pasa.
Aquí tengo menos de uno, dice ella y Torres
Leiva ve la foto: un hombre, con un delantal verde, sostiene a una
guagua que, al parecer, llora o grita. Él tiene cubierta la mitad
de la cara con un tapabocas y también lleva un gorro quirúrgico. La
guagua está roja.
Ese es mi papá, dice ella. ¿Es bonito,
cierto?
Claro, es bonito.
¿Quieres ver más fotos suyas?
Matilde se despierta. El sonido de unas
llaves. Ana abre la puerta, viene con una bolsa llena de pan y con
una botella de jugo.
¿Qué están haciendo?, les pregunta.
Nada, mamá, dice Leonor y agarra los álbumes
y se va corriendo a su pieza. Se escucha un portazo.
Torres Leiva se levanta y le ayuda con las
bolsas.
¿Qué era eso que se llevó?
Nada, unas fotos, dice él.
¿Y por qué se fue corriendo?
Torres Leiva deja las bolsas en la
cocina.
La gente está muy loca, dice ella mientras
agarra la tetera y le echa agua.
¿Qué pasó?
En la reunión una compañera se puso a hablar
del maremoto. Que va a ocurrir en cualquier momento, que hay que
estar preparados. Yo desde que llegué que están anunciando el
famoso maremoto.
¿Y si hay un maremoto, hasta dónde se supone
que va a llegar el agua?
No sé. Esto desaparecería, sí. Toda esta
parte de El Morro.
¡Mamá!
Igual, se supone que habrá tiempo para
arrancar. ¿Has escuchado las sirenas que suenan al mediodía? Bueno,
si hay maremoto se supone que esas sirenas van a sonar más de siete
veces.
¡Mamá!
¡Qué pasa!, grita Ana.
¡Ven!, dice Leonor desde su pieza.
Esta niña tiene mamitis, dice ella y la va a
ver. Torres Leiva espera que hierva el agua de la tetera. En el
refrigerador hay más fotos de Leonor: en todas aparece sola o con
Matilde, cuando era una gata pequeña. En una aparece junto a Ana.
Están muy cerca del lente, se puede ver la pequeña mancha que tiene
en el ojo Ana. Sonríen. No sabe dónde están.
En la habitación, Ana conversa con Leonor.
Ella se ha puesto a llorar. Matías también es así: enojarse,
encerrarse en su pieza y después llamar a Lucía. Cuando ocurría eso
él prefería no meterse. Ellos tenían una dinámica especial y no
había motivos para interrumpirla. A veces, el llanto era por sueño;
otras, simplemente porque quería regalonear con Lucía.
Esta niña también está loca, dice Ana cuando
vuelve a aparecer en la cocina.
¿Por qué no nos vamos a la playa?
¿Ahora?
Mañana. ¿No te gustaría?
Pero mañana le toca con el papá.
Le tetera hierve, el pitido, el humo. Van a
tomar un té. Ninguno de los dos tiene hambre todavía.
Dile que le cambias el fin de semana.
Sí, podría ser.
¡Y llevamos a Matilde!, grita Leonor desde
su pieza.