El diputado Mamani aparece escoltado por
dos hombres y le dice que no se levante, que no es necesario,
aunque Mirna no hace ningún intento de levantarse. Él se pone en
cuclillas, a la altura de ella, que está sentada tomando un té, y
apoya una de sus manos en su rodilla, que está cubierta por una
frazada. Es casi medianoche. El diputado acaba de llegar a la
ciudad, después de haber tenido que ir a sesionar a Valparaíso.
Tiene ojeras. En realidad, si uno se fija bien, los ojos están
pequeños y rojos, pero le sonríe a Mirna y le pide disculpas por la
hora. Le explica lo de su trabajo y le dice que apenas supo la
noticia, viajó a Iquique. Y aquí estoy, le dice, para ayudarla en
lo que pueda.
Mirna le da las gracias, pero le dice que
prefiere seguir sola en esto. Podría agregar otros motivos: las
idas a la municipalidad para que no le dieran nunca una audiencia
con el alcalde, la burocracia en forma de oficinas que se
multiplican sin que nadie se haga cargo de nada, los carabineros y
las explicaciones inútiles, el pasado irreconciliable, la búsqueda
de su esposo durante tantos años ya. Casi treinta años. Mirna
podría decir muchas cosas, pero simplemente le explica que prefiere
seguir sola en esto, que muchas gracias pero que está bien, que su
nieta va a sobrevivir y que a estas alturas eso es lo único que le
importa.
El diputado Mamani le toma una mano y le
dice que la escuche. Ella lo mira: sus ojeras, la piel quemada por
los años de sol, los dientes tan blancos, el pelo largo y
abundante, las canas.
Esto no se trata solo de su niña, empieza
él, esto es algo difícil de explicar, pero es un problema grande,
un problema que afecta a toda la comunidad de Iquique y Alto
Hospicio, ¿me entiende? Yo comparto su dolor y su preocupación.
Usted sabe, yo perdí a Camilita cuando tenía once años, la perdí y
tuve que aprender a vivir con ese dolor, con esa ausencia, con ese
vacío en mi corazón. Un dolor que nunca se acaba, señora, porque
todos los días, cuando me levanto temprano en la mañana, todos los
días, cuando abro los ojos, en lo primero que pienso es en ella, en
su libertad, en su sonrisa, en su mirada inocente y tan llena de
vida. Pienso en todo lo que le faltó por vivir. Y, a veces, cuando
mi mujer sigue durmiendo unos minutitos más, yo me levanto al baño,
cierro la puerta y empiezo a llorar —dice el diputado Mamani y sus
ojos le brillan, o eso cree ver Mirna, sus ojos pequeños, rojos,
brillantes—. Y, a veces, no puedo controlar el llanto, pero me
contengo, lo intento, no quiero que mi esposa me escuche, porque
ella también, todos los días, sufre por nuestra niña, por Camila,
que hoy ya sería una estudiante universitaria, una muchacha
hermosa, inteligente. Por eso la necesito, señora Mirna, por eso
necesito que me deje ayudarla. Piénselo. Por esas niñas, por su
niña, tenemos que estar unidos y trabajar juntos, acompañarnos,
dejar atrás las diferencias, dar vuelta la página, porque no
podemos estar siempre pensando en el pasado, dice, no nos hace
bien. Es necesario que demos un paso adelante y trabajemos juntos,
porque yo sé que es difícil, sé lo que significa estar sentado
horas y horas en un hospital, afuera de la pieza donde intentan
salvarle la vida a una hija. Lo sé, señora Mirna. Por eso,
piénselo. No me diga nada ahora. No me responda ahora. Piénselo. Y
cualquier cosa que necesite, me avisa. Aquí tiene mi tarjeta. No
dude en llamarme —dice él e intenta abrazarla, pero Mirna se queda
inmóvil—.
El diputado, finalmente, se pone de pie y se
va, junto a sus dos escoltas. Mirna lo observa alejarse por el
pasillo. Lo ha visto muchas veces: en la televisión, en los
diarios, en la inauguración de la multicancha que hicieron cerca de
su casa en Alto Hospicio, en los actos de fin de año del liceo de
Ximena. Lo ha visto muchas veces, pero nunca se había dado cuenta
de esa cojera en el pie derecho que no le permite caminar bien. No
sabe si es algo que le habrá sucedido hace poco o si es algo que
siempre tuvo, pero lo ve alejarse, cojeando, por el pasillo del
hospital.