CAPÍTULO CATORCE

Sebulba se deslizó a través del desierto en un speeder con Djas Puhr y Gondry de cerca.

Delante de él, un par de droides buscadores zumbaban por el desierto a máxima velocidad. Silenciosamente, Sebulba maldijo. Deseaba que los droides se movieran más rápido.

Esos esclavos le habían derrotado por última vez. Gardulla había planeado una ejecución elaborada, completa con Dorn y la criatura comedora de carne más grande que pudiera encontrar. Había planeado tener a un gamorreano con los ojos cerrados disparando a los niños ghostling mientras estaban atrapados en una celda.

Pero una vez más, los esclavos habían escapado de Sebulba, le habían hecho quedar mal, y le habían costado una fortuna.

Estaba determinado a borrarlos del mapa.

Esta vez, no perdería el rastro de los esclavos. Sus droides buscadores tenían los aromas y las muestras de piel de Pala y Dorn en sus archivos. Incluso si los buscadores eran destruidos, los archivos de repuesto estaban almacenados en otra parte. Los esclavos no serían capaces de esconderse mucho tiempo.

Los buscadores zumbaron por el desierto, hundiéndose y flotando mientras rebotaban sobre las dunas. Se dirigían directamente a la Roca Bantha.

Sebulba miró hacia delante, y silenciosamente deseó que cogieran velocidad.

De repente, delante, vio una luz brillante alzarse al cielo desde la base de la Roca Bantha. Estaba empujando la forma apagada de un carguero corelliano, sus luces apagadas.

—Parece que llegamos tarde de nuevo —dijo Djas Puhr.

La nave espacial conectó sus propulsores y se disparó en la noche como una estrella fugaz. En unos segundos se había ido.

Cuando Sebulba alcanzó la base de la Roca Bantha, no encontró esclavos, sólo un speeder. Era el speeder de Jabba, el mismo en el que Dorn había conducido hasta Mos Espa antes ese día. Sus propulsores estaban apagados, junto con su elevador repulsor, así que se quedó muerto en la arena, haciendo sonidos metálicos mientras sus motores se enfriaban en el aire nocturno.

Los droides buscadores se detuvieron a un par de metros del speeder e hicieron el mismo informe.

—Señor, el rastro de la esencia termina aquí. ¡Los esclavos han escapado!

Se habían ido. Todos los esclavos se habían ido… Dorn, Pala, los niños ghostling, y sus cómplices.

La ira retorció la garganta de Sebulba. Sus ojos ardían con furia. Sacó su bláster y llenó el speeder de Jabba de agujeros.

Pronto el speeder era sólo un montón de escombros ardiendo. Lo dejó para que lo rapiñaran los jawas.

 

En una meseta distante, Anakin y Jira observaron el espectáculo de fuegos artificiales de Sebulba. No podían escuchar las maldiciones que murmuraba, pero sabían que lo habían derrotado.

Se rieron y animaron, mientras que Kitster se sentaba silenciosamente en la parte trasera del speeder agachado hecho una bola. Parecía miserable.

—Les derrotamos, Kitster —dijo Anakin—. Ya no tienes que tener miedo. ¿Me has escuchado?

—Sí —dijo Kitster.

Anakin miró a su amigo y trató de imaginar su humor.

Kitster alzó la mirada hacia él y dijo en un tono reconfortante.

—Está bien. Estoy bien, Annie.

—¿Estás seguro? —preguntó Anakin.

Kitster asintió.

—Seguro.

Anakin no podía imaginar por qué Kitster estaba de un humor tan silencioso. Quizás simplemente estaba cansado. Ambos habían trabajado tan duro los últimos días. Anakin sentía todos sus músculos sueltos, el estrés calando en él. Pensaba que sería capaz de dormir como un runkit durante el siguiente mes.

Quizás Kitster está triste, pensó Anakin. Derrotamos a Sebulba, pero al hacerlo hemos perdido a dos de nuestros mejores amigos.

—No estés triste —dijo Anakin—. Los veremos de nuevo algún día. Lo prometo.

Kitster alzó la mirada hacia él y sonrió débilmente.

—Tú siempre mantienes tus promesas, ¿no, Annie?

—Sí, lo hago.

Treparon hacia el speeder. Anakin condujo. El viento nocturno bañó su cara, y él se lanzó bajo la luz de las estrellas. El desierto se había enfriado. Los scurriers saltaban por la arena para apartarse de su camino. Era placentero, pacífico.

Jira dijo:

—Anakin, Kitster, nos quedan un par de monedas. Quiero que las tengáis.

—¿Nosotros? —Preguntó Kitster—. Pero ese dinero pertenece a los esclavos.

—Ellos os dieron el dinero a vosotros los niños, para ayudaros a compraros vuestra libertad —dijo Jira—. Creo que deberíais guardarlo, y gastarlo sabiamente.

—¿Cuánto hay? —preguntó Kitster.

—Casi mil.

Kitster silbó.

—Eso es un montón. ¿Annie, qué harás con todo ese dinero?

Anakin lo pensó. Quinientos no era ni de cerca suficiente para comprar la libertad ni para sí mismo ni para su madre. Pero Watto le había hecho correr un montón últimamente. Si Anakin pudiera ganar un par de Carreras de vainas, conseguiría un montón de dinero. Finalmente podría incluso ganarse su libertad.

 

Anakin llevó a Jira a casa y entonces dejó a Kitster por la noche. Cuando llegó a la casa, miró por la ventana primero. Su madre estaba despierta hasta tarde trabajando de nuevo.

Su amiga Matta aún estaba enferma, y su cruel amo, Dengula, había amenazado con llevarla a las minas de especia si no mantenía su cuota de reparación de droides.

Así que Shmi Skywalker estaba despierta trabajando hasta tarde por la tercera noche seguida. Siempre decía que el problema más grande del universo era que nadie ayudaba a nadie más. Ahora estaba encontrando una forma de ayudar.

Anakin miró a su mamá a través de la ventana y se dio cuenta de que era como una escultora, tallando una enorme piedra. A su modo, día tras día, Shmi Skywalker hacía el problema más grande del universo un poco más pequeño. Ella simplemente seguía troceándolo.

Mientras caminaba hacia la puerta, su madre alzó la mirada hacia él y bajó sus herramientas de reparación. Estaba temblando, sus ojos estaban rojos de llorar.

—Annie —dijo ella—. Estaba tan preocupada por ti.

Anakin asintió.

—Está todo bien. Se han ido. Están a salvo.

Ella corrió desde detrás de su pequeña mesa de trabajo y le dio un abrazo.

—¿Cómo está Matta? —preguntó Anakin.

—Casi está mejor. Estará de vuelta al trabajo mañana.

—Puedo ayudarte con esos droides —ofreció Anakin. Su madre no podía arreglar un droide ni la mitad de rápido que Anakin.

—Oh, no puedes —se rió su madre—. No quiero que hagas ni una cosa, tan sucio como estás.

Ella le quitó la túnica de jawa y la lanzó a la basura, entonces mandó a Anakin a limpiarse.

 

Dos días más tarde, Mos Espa estaba preparándose para una gran carrera. Una vez más, Anakin se enfrentó a Sebulba.

Esta vez era en las pistas de Vainas de carrera.

Había corrido en la ruta dos veces mientras se dirigía hacia su carrera final. Por delante de él, la X partida de Sebulba gritaba sobre el desierto. Anakin luchó contra Sebulba y Rimkar por el primer puesto.

Los soles gemelos de Tatooine brillaban en los edificios, y una capa acuosa se alzaba en las arenas blancas.

Anakin acababa de pasar el estadio, escuchando las voces gritando de los anunciantes. Las multitudes estaban animando.

En alguna parte en la arena, su madre estaría de pie, quizás mordiéndose los nudillos preocupada. En alguna parte Kitster estaría saltando arriba y abajo, animando a Anakin.

Todos somos como árboles en el jardín de placer de Gardulla, pensó Anakin, atrapados aquí, arraigados en un lugar donde no queremos estar.

Pensó en la pequeña caja extraña en el cubículo sobre su cama. Pensó en el sueño que le había dicho que tenía que abrir la caja desde el interior. Quizás el sueño no estaba hablando de una caja vieja del todo. Quizás el sueño le estaba diciendo que buscara una forma de escapar de Tatooine.

Quizás eso es lo que estoy haciendo ahora mismo, pensó Anakin.

Anakin conducía por instinto. A veces parecía fusionarse con su Vaina de carreras, convertirse en uno con ella, o quizás se convertía en más que una máquina o un hombre solo.

Ahora era una de esas veces.

Surcó sobre el desierto hacia Metta Drop. Cuando llegaba, su estómago siempre se le salía, y se sentía bastante enfermo. La mejor forma de evitar marearse, había descubierto, era simplemente no pensar en ello, fijar su mente en otra cosa.

En momentos como este, cuando su Vaina de carreras surcaba sobre el desierto, Anakin se sentía tan cerca como podía de ser libre.

Navegó sobre la Caída Metta, y la Vaina de carreras cayó bajo él. Pensó brevemente en Pala, Dorn, Arawynne, y los niños ghostling.

Ahora mismo, los ghostlings estarían en casa, alegremente reunidos con sus padres. Trató de imaginar lo felices que estarían.

Ahora mismo, todos los niños secuestrados habían vuelto a casa. El futuro parecía brillante. Los ghostlings no morirían en el jardín de placer de Gardulla para su entretenimiento. Sus madres y padres no tendrían que pasar largos años lamentando la pérdida.

Anakin no podía imaginar la alegría que debían sentir. Nunca había estado en Datar. Nunca había visto los nidos colgantes de los árboles bayah donde los niños ghostling dormían. Nunca había saboreado el aire nocturno bajo las lunas plateadas de Datar, o visto a un bicho de fuego iluminar el corazón de una flor trompeta mientras luchaba por mantenerse despierto.

Anakin no podía imaginar a los niños ghostling durmiendo pacíficamente en los brazos de sus madres, con su breve cautividad en Tatooine desvaneciéndose de sus recuerdos como un mal sueño.

No podía imaginar dónde estaría Dorn, o Pala, o cómo debían sentirse ahora mismo. Ambos estarían dirigiéndose a casa y a lugares que sólo recordarían vagamente, a reuniones benditas con sus padres y familias que serían extraños. Los imaginaba bien arriba de Tatooine, volando a un nuevo hogar, surcando libres.

¿Cómo sería ser libre?

Golpeó el fondo de la Caída Metta. De repente la Vaina de carreras de Sebulba surgió enfrente de él. El cruel dug encendió su ventilación. Los escapes del motor golpearon la Vaina de carreras de Anakin y le mandaron derrapando fuera de control. Su Vaina de carreras empezó a girar.

Anakin había visto choques como este cientos de veces… Vainas de carreras gritando sobre el desierto, fuera de control, chocando las unas contra las otras o contra las rocas.

Por puro instinto Anakin cortó los propulsores y trató de mantener el rumbo. Eso salvaría los motores de la Vaina de carreras, en su mayoría. Los motores pesados golpearon la arena, mandaron volando un muro de escombros, y se separaron en dos direcciones. La Vaina de Anakin golpeó el suelo con un choque rompe huesos. Viró primero a la izquierda, luego a la derecha, entonces fue rodando por el desierto, astillándose.

La cabina de mandos rebotó contra la corteza.

Por un breve segundo, Anakin estaba volando sobre el desierto de Tatooine, volando sobre las multitudes y los horrores, volando lejos como Dorn y Pala.

Por un breve segundo sintió el viento cálido en su cara. Abrió la boca para su primer saboreo de dulce libertad.