CAPÍTULO CINCO

—Esto no está funcionando —se quejó Sebulba mientras el droide interrogador rodeaba a Pala de nuevo.

La chica twi’lek seguía muda. Ella apretaba sus dientes, y sus colas de la cabeza se sacudían, pero no quería mostrar ninguna señal de incomodidad. Aún así había una mirada embrujada en sus ojos que sugería que podía romperse.

—Dinos lo que queremos saber —exigió Gardulla—, y el dolor se detendrá. ¿Quién os ayudó a escapar?

—¡Nadie! —dijo Pala por vigésima vez.

El droide interrogador zumbó en sus oídos. Pala se estremeció, pero no intentó escapar del ruido estridente.

—Quizás deberías aumentar el volumen —sugirió Pala—, Madame Vansitt puede gritar más fuerte que esto.

Sebulba estaba ultrajado.

Había capturado a los niños hacía cerca de tres horas, y el droide interrogador había fracasado en romper tanto a Kitster como a Pala.

—Ella es tan mala como el chico —gruñó él—. Ninguno de estos niños hablará. Saben que sólo tienen que aguantar un poco más.

Gardulla miró a un crono de la pared. Las ejecuciones estaban programadas en tan solo una hora. No tenía tiempo de torturar más a los niños.

—Muy bien, entonces —dijo ella—. Dejemos que se lleven su secreto a la tumba. Si quieren proteger a su amigo, no importa.

—¿No importa? —preguntó Sebulba, lívido.

—Él es sólo un niño más —dijo Gardulla—. ¿Qué puede hacer un niño?

Con eso, ella hizo un gesto con su mano. Los guardias vinieron y escoltaron a los niños hasta un transporte.

En unos momentos estarían de camino a la Arena de Mos Espa, para encontrar sus destinos.

 

El transporte reptaba sobre el camino arenoso hacia Mos Espa. Atravesó cañones de roca roja, donde los Moradores de las Arenas una vez cultivaron sus calabazas hubba en abundancia, y tomaban refugio de las feroces tormentas del desierto.

El transporte llegó saltando sobre las calles irregulares de la ciudad. Los curiosos se detenían para mirar a través de las ventanas de transpariacero.

Los soles estaban cayendo, trayendo el último anochecer que Dorn vería nunca.

Dorn miró a los droides curiosos, sus ojos brillantes. Los jawas se amontonaban en las calles. Criaturas libres —como los secuaces de Gardulla o criminales de la estación espacial— sacudían sus puños y abucheaban a los niños. Un rodiano tiró una bola de tierra. Los compañeros esclavos miraban a través del cristal con resignación, simpatía, o terror abyecto.

Dorn se sentía como si fuera un monstruo, alguna criatura gloriosamente extraña de fuera del mundo que hubiera captado la atención de todo el mundo.

Es culpa mía, pensó él. Podría haber salvado a mis amigos. Todo lo que tenía que hacer era alejarme de ellos, y ninguno de ellos habría sido atrapado.

Peor que eso, había sido idea suya tratar de salvar a los niños ghostling en primer lugar. Había tentado a Anakin y a Kitster a venir con él.

Podría haber dejado estar las cosas, pensó él. Podría haber dejado vivir a los ghostlings como esclavos. Al menos habrían vivido.

Todo a su alrededor, los niños ghostlings se sentaban encadenados, sollozando. Eran criaturas hermosas y perfectas. Cada uno tenía una extraña luz que brillaba desde su interior.

Algunas de las personas de Mos Espa, al ver a los ghostlings dirigirse a su muerte, se apartaron y reprimieron sus propios gemidos.

Dorn deseó poder hacerlo todo de nuevo. Deseó poder encontrar alguna forma de deshacer sus hechos y hacerlo todo bien.

Pronto vio la arena en la distancia, sus luces ya brillando en las últimas horas de la tarde. Se alzaba sobre el desierto a las afueras de Mos Espa. Multitudes de esclavos y gente libre por igual hacían fila a sus puertas.

La música sonaba. Un comentarista anunció los eventos de la noche.

Los esclavos entraban gratis. Algunos eran requeridos por sus amos para observar lo que le pasaba a cualquier esclavo que se atreviera a tratar de escapar de Tatooine.

Pero la gente libre pagaba por su propia entrada, una tasa mínima para satisfacer su curiosidad mórbida. Gardulla se aseguraría de que la muerte de Dorn y las muertes de sus amigos fueran entretenidas, de modo que la multitud pagaría para ver la próxima vez.

El transporte se deslizó hacia los puertos de amarre, donde los monstruos peligrosos normalmente eran descargados.

Monstruos peligrosos… ¿es eso lo que creen que somos? Se preguntó Dorn.

Dorn de repente entendió que él era peligroso. Era peligroso porque se había enfrentado al mal. Era peligroso porque se había atrevido a decir que no.

En una esquina de la galaxia donde los líderes corruptos gobernaban sólo porque los ciudadanos decentes no se atrevían a resistirse, eso hacía a Dorn el tipo de ser más peligroso alrededor.

En unos minutos los guardias tenían la parte trasera del transporte abierta. Con bates aturdidores en mano, ordenaron salir a los niños.

Kitster lideraba el camino, seguido de Pala y los niños ghostlings. Dorn salió el último.

Marcharon hacia su celda, y Dorn se preguntaba lo que Gardulla había planeado. ¿Les daría a los niños ghostling armas y los forzaría a luchar los unos contra los otros? ¿O tenía algo más diabólico en mente?

Pasó una puerta, y detrás escuchó rugidos. Sonaba como un dragón krayt. Eso parecía responder a su pregunta.

Al final alcanzaron una celda, y los otros hicieron fila para entrar. Pero Dorn se detuvo en la puerta.

Allí había un enorme guardia gamorreano. Tenía manchas azules en las mejillas verdes, y bigotes descomunales que sobresalían de su morro de cerdo. Sus ojos rojos fulminaron a Dorn mientras le empujaba dentro de la celda.

Dorn le miró a los ojos. El guardia corpulento le tenía miedo.

—Te desafío —dijo Dorn.

El guardia aporreó a Dorn con el bate aturdidor. El propio golpe le habría tirado al suelo, pero el shock eléctrico añadió otra capa de dolor.

Dorn colapsó en el suelo. El guardia golpeó la puerta.

Sea como sea, pensó Dorn, aún te desafío.

 

Anakin podía escuchar a los niños llorar, incluso sobre el clamor de los anunciantes en los altavoces fuera en la arena, incluso sobre la música en aumento de la orquesta.

Siguió el sonido y pronto se encontró bajo una celda de contención. Utilizando su rayotaladro, había cortado los clavos que sostenían la rejilla al drenaje hacía una hora. Ahora asomó la cabeza. Anakin vio a los niños ghostling encadenados juntos.

La cadena de hierro corría a través de un anillo en cada grillete de cada niño. Los cierres de la cadena estaban en la mano de Dorn en la parte posterior, y en la de Kitster al frente.

Anakin trepó abriéndose paso con su rayotaladro.

Tenía que darse prisa. Se estaba volviendo oscuro fuera, y los guardias vendrían en cualquier momento. Había esperado más tiempo. Necesitaba tiempo para liberar a los ghostlings, tiempo para escapar, y más tiempo para alcanzar a Jira y a sus amigos contrabandistas fuera en el desierto.

Dorn, Kitster, y Pala parecieron muy contentos de verle. Pero no había tiempo que perder. El rayo incandescente cortador de plasma del taladro rápidamente perforó los cierres.

Anakin urgió a todo el mundo hacia la tubería de drenaje, reptó él mismo, y puso la rejilla de nuevo sobre la tubería.

Escuchó una puerta arañando al abrirse por encima.

Un guardia gritó:

—¡Haced sonar las alarmas!