Capítulo 8

La luz se desparramó por el cuerpo cubierto de sudor de Ayaan como agua hirviendo y ella se revolvió para apartarse, cogiendo su manta en un fuerte abrazo que le cubría los ojos. Le llegaron palabras a gritos, pero ella se negó a moverse, incluso cuando su jaula fue sacada a tirones de la parte de atrás del camión y lanzada bruscamente al barro.

Habían pasado al menos tres días desde que la habían hecho prisionera. Podía tratarse de muchos más; le costaba recordar cuántas paradas habían hecho. En su debilitado estado aparentemente no podía conservar nada con claridad en la mente.

Subalimentada, sucia, vapuleada por los barrotes de la jaula y severamente deshidratada, estaba completamente fuera de juego cuando se acercó un hombre vivo y abrió la parte superior de su jaula, la apartó y le hizo un gesto con el dedo para que se levantara y saliera. Ella bajó la manta y lo miró. Delgado, sin barba, blanco, de quizá la mitad de años que ella. Tenía los rasgos afilados y emaciados y los ojos apagados y sin pretensiones de un soldado bielorruso que Ayaan había conocido una vida atrás. Había sido instructor de armamento y le había mostrado por primera vez el AK-47.

—¿Dónde estoy? —preguntó ella en su precario ruso.

—Nuestra localización aquí es Chipre. ¿Tú hablas la lengua de Rusia? Es bueno. Venga, ven, no serás herida —le dijo él—. Ven. —Sonrió ampliamente.

Ella se puso en pie lentamente, arrodillándose en la superficie blanda, dejando que sus ojos se habituaran a la luz.

—Es suficiente. Tómate tiempo, ¿sí? Tómate tiempo y acostúmbrate. —Él le sonrió, una sonrisa triste, cómplice, que le decía que él comprendía lo que estaba pasando, que lamentaba mucho que hubiera sido encerrada en esa caja, pero que el sufrimiento había acabado. La sonrisa decía que podía confiar en él.

Deseó tener una piedra para arrancarle esa sonrisa de la boca. Sabía exactamente lo que pretendía. El largo trayecto en el camión debería haber acabado con su resistencia. Cualquier asomo de amabilidad humana sería tan bienvenido en ese momento que debería aferrarse a él como un bebé a una teta, desesperada por la calidez y la aceptación. Era una técnica de interrogatorio clásica. Le pasó por la cabeza escupirle en los ojos, pero se lo pensó mejor. Él podría darle algo de comer o un poco de agua potable si le seguía el juego.

Se le ocurrió, pero se negó a darle vueltas, que a él no le importaba si ella le creía o no. Que le siguiera el juego era lo único que quería de ella.

—Soy Vassily. Por favor venir, enseñarte el camino. —La cogió de la mano y la condujo sobre sus endebles piernas a través de una puerta en una alambrada. Al otro lado había una planta de extracción de petróleo iluminada como solían estarlo las ciudades, llena de luces encendidas aún de día, igual que las ciudades en el pasado, en los días en los que los muertos seguían muertos. Era una de las cosas más hermosas que Ayaan había visto en su vida.

Ella volvió la vista hasta el camión que la había llevado allí. La descarga se estaba haciendo sin problemas. Cada uno de los prisioneros era recibido por su propio guía; los turcos con los que había hablado parecían asustados pero no dispuestos a pelear. No la sorprendía. Llegó otro camión y abrió la puerta, ella esperaba ver más jaulas, en cambio, se dejaron caer cuerpos muertos, gomosos y grises. Los necrófagos se alejaron de su transporte, oleadas de ellos dirigiéndose a ella. Ayaan levantó los brazos y se agachó para protegerse, pero los muertos pasaron a su lado dejándola atrás. Ni siquiera le echaron un vistazo.

—Está bien —le dijo Vassily, cogiéndola del brazo—. Aquí, vivimos en comunidad con ancestros. Una gran familia.

Ayaan observó horrorizada cómo los cuerpos putrefactos se tambaleaban a su lado. Sus extremidades y rostros estaban surcados por la descomposición, sus ojos, nublados; ella conocía esa mirada, sabía qué aspecto tenían los cuerpos muertos. Aunque no los había visto tan centrados, tan determinados, desde hacía mucho tiempo, desde… bueno, no desde que se había enfrentado a Gary en Nueva York. Marionetas, se dijo a sí misma, eran marionetas. No había nada que temer.

Se desperdigaron por la zona interior de la refinería vallada, dividiéndose en filas que conducían a estrechos pozos excavados en la tierra cubiertos con iglúes de piedra. Los pozos debían de ser profundos; docenas de maltrechos cadáveres desaparecían en cada uno de los iglúes. Debía de tratarse de unidades de almacenamiento subterráneas para los muertos, que no necesitaban ni luz, ni aire ni espacio. Tumbas masivas como viviendas de alta ocupación.

—No hace falta que mires si no quieres. —La cara de Vassily se había puesto un poco seria. Ayaan le dedicó una débil sonrisa, la única que consiguió poner, y se internó en las dependencias de la refinería tras él.

Entre las enormes torres de la planta los vivos se movían a sus anchas, sonriéndose unos a otros, saludando a aquellos que conocían, deteniéndose para conversar un rato. Desde las relucientes pasarelas que conectaban las torres habían colgado hamacas y cuerdas para tender la ropa, e incluso habían colgado casas enteras hechas de cuerdas anudadas. Había luz y hogueras por todas partes, y el olor a carne asada impregnaba el aire, haciendo que el estómago de Ayaan se retorciera. Pensó que iba a vomitar del hambre que tenía.

—Aquí se está bien —le dijo Vassily, y ella no lo dudó. En tanto en cuanto no te importara vivir en comunidad con los muertos. Una niña que no tendría más de cinco o seis años le tendió a Ayaan una rebanada de pan untada con miel y se dio media vuelta entre risitas. Los niños se pusieron al margen del camino para verla pasar. Ella se comió el pan sin pensárselo mucho. Podía contener estupefacientes: las caras llenas de vida, los ojos brillantes a su alrededor podrían haber salido de un bote de pastillas, sin duda, pero necesitaba demasiado algo comestible para tirar el pan. Estaba delicioso.

Pero ¿de dónde había salido? Ella y su campamento habían estado viviendo de una menguante reserva de latas de conserva, saqueadas de tiendas abandonadas y ultramarinos de toda África. Pero el pan estaba recién hecho. Lo que significaba que, de alguna manera, el Zarevich tenía acceso a cereales, a cultivar la tierra. Incluso tenía acceso a abejas si podía hacer miel. ¿Eran los vivos o los muertos quienes trabajan aquellos campos, los que se ocupaban de las abejas? No tenía ni idea. A pesar de todas las historias, ella no sabía casi nada sobre los recursos del chico lich.

Vassily la condujo al interior. Entraron en un edificio de madera, un largo cobertizo de techo bajo sin ventanas donde un par de necrófagos sin manos —sólo tenían pinchos en los extremos de los brazos— hacían guardia. En el desierto habían sido muy rápidos, pero allí estaban como estatuas, totalmente quietos. Captó un retazo de la túnica verde con el rabillo del ojo al otro lado de la puerta, pero no podía distinguir más detalles. Intentó formular una pregunta, sin embargo, su guía la hizo girar en una calle lateral.

—No es nada —dijo él, con voz un poco ronca.

Las torres de la planta dividían la ciudad improvisada en barrios naturales que rodeaban un zoco central o anfiteatro. Vassily la llevó al corazón del lugar, a través de zonas bulliciosas donde los hombres practicaban puntería con los rifles. Dejaron atrás una guardería al aire libre donde las madres jugaban con bebés rollizos. En un corral formado principalmente por tuberías tan gruesas como el brazo de Ayaan había ganado de verdad: cerdos en su mayoría, pero también había un par de vacas de pelaje corto. Pastaban desganadas en un abrevadero lleno de sobras. Sobras que las soldados en el campamento de Ayaan fuera de Port Said habrían considerado un banquete.

—¿Cómo es posible? —preguntó ella—. Los muertos se comen todo lo que ven. Pensaba que las vacas ya se habían extinguido.

—Él tiene granjas, y ella hace crecer las cosechas —susurró Vassily—; maíz y trigo y centeno. Hay árboles frutales. Muchos. ¿Te gustan las manzanas? Si no, plantaremos naranjas. —Él se rió, y ella no pudo evitar sonreír.

La condujo más adentro, hasta una zona más oscura y silenciosa ubicada bajo una vasta colección de torres de extracción donde las llamas de las tuberías bañaban las estrechas calles de un reflejo azul y blanco. Los hongos crecían bajo sus pies, con tal grosor que se podían pisar. Los pedos de lobo explotaban a su alrededor, y sus polvorientas esporas manchaban las perneras de sus pantalones. Una construcción de madera, más cerca de un fuerte medieval diminuto que de una casa, se erigía al final de la calle, cerrando el paso. Las ventanas eran pequeñas hendiduras, perfectas para disparar con armas de fuego al exterior a la vez que se protege a los de dentro. Un parapeto rodeaba el tejado, un lugar desde donde un escuadrón de rifles podía dominar toda la ciudad, convertirla en una emboscada mortal. Ayaan se preguntaba por qué la habían llevado allí.

Una cortina se abrió en una de las puertas del lugar y una mujer salió a la calle. Debió de ser hermosa mucho tiempo atrás, una colección de largas y angulosas extremidades, pechos altos, rasgos perfectamente cincelados. Sin embargo, alguien la había herido de gravedad. Su piel estaba cubierta por todas partes de delgadas cicatrices rojas que bajaban por su escote y por la espalda que su camiseta anudada al cuello dejaba al descubierto. Se veían en sus torneadas piernas y en sus brazos musculosos. Incluso en su cara; hasta la curva afeitada de su cabeza estaba cubierta de pequeños cortes. Su cuerpo era un mapa de tortura, prolongada, metódica, cruel. Pero sus ojos translucían una profunda y fría inteligencia que no permitía a Ayaan verla como la víctima. Con un horrible escalofrío, Ayaan se dio cuenta de lo que quería decir aquella mirada. La mujer herida quería que Ayaan supiera que había sido decisión suya, que ella había elegido ser cortada en jirones. ¿Qué clase de recompensa recibía?

—Vasya —dijo ella—, ésta es la Egipto, ¿da? La que Semyon Iurevich dijo que vendría.

Konyrechno —respondió Vassily, asintiendo vigorosamente. Miraba a la mujer de las cicatrices como si no hubiera visto a una mujer viva nunca. Con asco, Ayaan vio verdadera lujuria en sus ojos—. Amanita dijo que traer a ti.

La mujer de las cicatrices asintió.

—Hasta aquí, no más. Nuestra Señora la ve incluso ahora, está lo bastante cerca.

—¿Quiere que haga una pequeña pirueta y así puede ver mi parte posterior también? —preguntó Ayaan, sorprendiéndolos a todos.

La mujer de las cicatrices se acercó más. Olía a cremas hidratantes y lociones caras. Llevaba diamantes en las orejas.

—Dicen que tú mataste al koschei americano. —Ayaan sabía que ése era el término ruso para lich—. Dicen que eres una asesina, la mejor con un rifle.

Maldita sea. Lo único con lo que Ayaan contaba era con el anonimato. Ella no había matado personalmente a Gary, pero había formado parte de su muerte. Si el Zarevich sabía eso, sin duda la mantendría bajo vigilancia. No era estúpido.

—Llévala al espectáculo, con los demás —dijo la mujer de las cicatrices, despidiendo a Vassily. El joven tomó a Ayaan del brazo y ella le permitió que le mostrase el camino. Al menos había descubierto algo. No querían que la gente fuera más allá de la calle de los hongos; la fortificación que había allí lo decía todo. Tenía que haber algo detrás, detrás de la mujer de las cicatrices. Ayaan se imaginó que debía de ser donde vivía el Zarevich. Sabiendo eso, caviló ella, quizá estaba un paso más cerca de matarlo.