Capítulo 20

Sarah se inclinó hacia delante y vomitó todo lo que tenía en las entrañas. Las manos que tenía bajo las axilas la mantenían perfectamente firme mientras su cuerpo se destruía a sí mismo sin cesar; sus pulmones y su estómago expulsaban sus contenidos sobre un bordillo de adoquines. Observó el conglomerado que había entre las piezas del pavimento, las observó con una intensidad que no podría haber invocado en condiciones normales, hasta que aparecieron destellos en su vista. Con una tos bronca, abrió su organismo y vomitó más porquería.

La mucosidad que rodaba por su cara y las lágrimas en sus ojos estaban llenas de puntos negros. Le latía la nariz y le chorreaba un tufo podrido, un olor asqueroso y terroso.

Había más, más porquería extraña en las partes huecas de su interior, pero carecía de la fuerza para mantenerse en pie. Se dejó caer sobre los brazos que la levantaron llevándola hacia la luz. Alguien le limpió la cara con un trapo áspero y otra persona le echó agua por la frente y los ojos.

—Venga, calabaza, sólo un poco más —dijo su padre, y Sarah volvió la cara a un lado, hacia los dedos huesudos—. Sólo abre la boca, sólo un poco más.

No hubiera podido hacerlo sola. Algo más se movió lentamente en su interior, algo frío, y empujó. Un denso lodo de una asquerosidad negra y amarilla salió de entre sus labios. Luego se durmió.

Ptolemy hacía guardia, agazapado en lo alto de un muro de ladrillos. Cuando ella se despertó, una luz de color vino tiñó sus vendas y se reflejó en su cara pintada. Al volverse para mirarla, vio manchas blancas en la máscara mortuoria. También se le había caído parte de la tela, probablemente devorada por los hongos. Parecía más pequeño, como si hubiera perdido peso. Se preguntó qué aspecto tendría debajo de las vendas.

De repente se acordó de su brazo, la fractura abierta, el sangriento destrozo que tenía por brazo derecho. Lo levantó y lo examinó. Tenía oscuros moratones alrededor del codo y le subió un pinchazo de dolor hasta el hombro cuando intentó cerrar la mano. Pero la piel estaba intacta y podía doblar el brazo sin dificultad.

Esa herida tendría que haberla matado. Cualquiera de sus heridas tendría que haberla matado, incluso la que se hizo cuando se cayó y se abrió la barbilla. Cuando la Epidemia estalló, cuando los cuerpos de los muertos atestaban las calles de las ciudades y los países de la Tierra, todos los microbios y virus habían multiplicado espectacularmente su población. El mundo estaba lleno de minúsculas cosas terriblemente infecciosas que sólo esperaban a que te hicieras un rasguño. Había vivido la mayor parte de su vida con un miedo mortal a las picaduras de abeja, pinchazos de espinas o cualquier otra cosa que pudiera traspasar su piel; cualquiera de ellas podría haber supuesto la muerte. Ahora la habían hecho trizas y la habían recompuesto. Pero allí estaba. No se sentía de maravilla, ni de lejos, pero estaba segura de que no iba a morir.

Al sentarse tosió ruidosamente, pero sin resultado. Vio que estaba envuelta en gruesas mantas que sólo estaban un poco deshilachadas por los bordes; ¿pertenecerían a una de las casas de los alrededores? Miró en derredor y vio que estaba en una especie de patio. Las hojas muertas se acumulaban en las esquinas y había una fuente sin agua en el centro, un enorme bol de hormigón decorado con ninfas y cupidos y delfines. Sobre una tela al lado de la fuente había una espada, una soga y un trozo de cuero. Las reliquias, recordó. Las reliquias de los celtas, fueran quienes fuesen.

Ptolemy bajó de un salto de donde estaba y le ofreció la mano. Mientras se esforzaba en ponerse en pie, buscó en sus bolsillos y allí encontró la pistola, con el cargador totalmente vacío. Tocó el escarabajo de piedra de talco.

yo muerto pensé envié tú yo pensé a mi muerte —le dijo él. Sonaba avergonzado—. pero era estrategia era sólo estrategia.

—Vale —dijo ella—. Bueno. No vuelvas a dudar de mí. —La culpabilidad la golpeó con fuerza, pero mantuvo el rostro sereno.

Él hizo una reverencia galante. A su espalda, Gary subía por una pared con sus seis patas de hueso. Podría haber hablado con él si hubiera querido, todavía tenía su diente en el bolsillo, pero se acordó de lo que había pasado la vez anterior y no se atrevió. Su padre llegó un rato más tarde, forzado a coger el camino más largo. Apareció por una puerta que había en la casa de detrás del patio.

—Oh, cariño, tienes mucho mejor aspecto —dijo él, poniéndole una mano atrofiada en la mejilla. Sarah cerró los ojos y sonrió. Era tan bueno estar de nuevo con él, hacer que estuviera vivo. Se negó a cuestionarse ese sentimiento.

—Me has salvado, me has curado —dijo ella, sintiéndose como un bebé, sintiendo que su padre era el hombre más fuerte del mundo—. Me acerqué demasiado a la reina de los hongos. Se supone que eso es mortal.

Dekalb le pasó un brazo sobre los hombros y la condujo al interior de la casa. Los muebles de dentro, las instalaciones de las habitaciones, no tenían sentido para ella. Atravesaron la puerta principal y salieron a una calle tomada por los árboles.

—No sabía que estaba dentro de mí —dijo él—. Tu, mmm, amigo egipcio vino a buscarme. Dijo que te estabas muriendo y que yo era el único que podía detenerlo. No sabía de qué estaba hablando, pero cuando te vi tan azul y tan quieta no pude evitarlo, te cogí y te abracé y de repente empezaste a toser. Supongo que hice algo. Aunque después me dejó exhausto. Sólo quería volver a mi torre.

—¿Qué pasa con ella? —preguntó Sarah. De repente el miedo floreció en su interior, frío y sudoroso—. ¿Qué pasó con la que disparé, la… la lich a la que disparé?

Ptolemy levantó un brazo y señaló calle abajo. Sarah vio el edificio en el que se había refugiado. Un lado entero de la fachada se había derrumbado sobre la calle. En las entrañas al aire libre del edificio vio una maraña de varillas que sobresalían de un muro de contención. Una figura humana había sido empalada en media docena de ellas: obra claramente de alguien con una fuerza sobrehumana. Ella miró a Ptolemy, y la momia hizo una reverencia.

La mujer empalada no se parecía en absoluto al demonio apestado. Era baja, casi tan baja como Sarah y su piel apenas estaba manchada de hongos. Le faltaba la cabeza. Sarah miró más abajo y la vio a los pies de la mujer, chamuscada y de color gris brillante. Estaba sobre los restos de una fogata.

—La quemó durante seis horas seguidas —le explicó su padre—. Eso debería bastar. No era como Gary. Al menos estoy bastante seguro.

Sarah se sentía débil y mareada, febril, pero tenía que verlo por sí misma. Entró en el edificio en ruinas, gimiendo un poco cada vez que ponía el pie sobre una montaña de ladrillos rotos y éstos comenzaban a deslizarse bajo sus pies. Finalmente llegó hasta la calavera. La cogió y la estampó contra un trozo de hormigón. Se partió por la mitad, y dentro sólo encontró cenizas.

Estaba tan muerta como era posible. Tendría que ser suficiente.

Mirando el cadáver, a lo que hubo que hacer para desinfectar a la lich, un escalofrío le recorrió las manos, las muñecas. Hasta los brazos. Tenía algo que hacer. Una obligación. Había fingido que ya había acabado, que sus responsabilidades habían concluido. Se había refugiado en el miedo. Ya no. Sabía lo que se había de hacer.

—Al Zarevich no le va a gustar esto —dijo ella, gateando de vuelta a la calle—. Creo que acabamos de declarar la guerra. ¿Qué les pasó a sus soldados?

La piedra de talco vibró bajo sus dedos.

yo desperdigaron perseguir a ellos ellos desperdigaron

Sarah asintió.

—Así que probablemente regresaron con su señor. ¿Qué pasa con esas reliquias que buscaba? ¿Has averiguado por qué las quería?

no

Sarah frunció el ceño. Podía hablar con claridad cuando quería.

Las había recogido mientras ella examinaba la calavera de la lich muerta. Se las entregó y ella las estudió. El trozo de cuero tenía un amasijo de pelos pegados y era asqueroso. La soga parecía que fuera a deshacerse en cualquier momento. Pero ella escudriñó la espada y algo le llamó la atención. Era antigua, verdaderamente antigua, y estaba cubierta de brillante cardenillo. La hoja se había fusionado tanto con la vaina que ni siquiera hizo ruido cuando ella la agitó. Un punto de bronce brillaba en la punta, como si alguien la hubiera usado de bastón y la hubiera golpeado repetidamente contra el suelo hasta que había saltado la pátina. La empuñadura estaba hecha con una cuerda trenzada y tenía tallado un guerrero gritando. La cogió con una mano, con la intención de blandirla en el aire y hacerse una idea de su peso. Aunque antes de que tuviera oportunidad de levantarla…

… osada, ¡te he dado una orden! Harás lo que te diga, y lo harás ahora, muchacha, porque hay muchísimo más en juego de lo que crees. Yo…

La voz de su cabeza le hizo desear tirar la espada, cubrirse las orejas, de lo alta que era. Le hizo temblar los dientes. Cuando se calló, sintió como si alguien estuviera mirando dentro de su cabeza, fuera quien fuese a quien pertenecía la espada, se había percatado de su intrusión, se había dado cuenta de que podía oírlo.

Sarah —dijo él—. Querida, no deberías estar aquí. Aún no.

No reconoció la voz de inmediato. Lo cual era raro, siempre que se comunicaba con los muertos de esta manera oía las voces como si fueran la suya, como si su voz interior estuviera pensando por sí misma. Esta voz no era distinta. Pero por su rabia y su condescendencia sabía exactamente quién debía ser. O al menos quien había dicho ser siempre.

—Hola, Jack —contestó ella. Unas vibraciones furiosas subieron por el metal y le aguijonearon la mano. Ella soltó la espada. Rebotó con un sonido metálico en la calle. Le temblaba la mano; tuvo que cogerse la muñeca para hacerla parar. Se sentía como si se hubiera contaminado de mala energía, pero la sensación se disipó cuando soltó la reliquia. Se volvió hacia su padre.

—¿De quién es esta espada? —le preguntó—. ¿Perteneció a Jack antes de que se convirtiera en un fantasma?

Los ojos de Dekalb se nublaron. Era evidente que tenía que repasar un montón de recuerdos de golpe.

—¿Jack? No… No, nunca tuvo una espada. Y Jack no es ningún fantasma, cariño.

—¿Cómo? —preguntó ella. Todavía estaba atando cabos en su cabeza.

—Escucha, conocí a Jack bastante bien. Trabajamos juntos, luchamos juntos. A fin de cuentas, incluso me mató. Pero ahora no es más que otro necrófago. Estaba encadenado a un muro en la parte alta de la ciudad la última vez que lo vi, con el cuello roto, incapaz de moverse, caminar o cazar. Era tan descerebrado como cualquiera de ellos. En cualquier caso, Jack nunca fue del tipo que se convertiría en fantasma. Se habría borrado de la red antes de permitir que sucediera.

—Nunca lo he cuestionado… Nunca dudé de que fuera exactamente quien decía ser. Dios, soy tan imbécil. Escucha —dijo Sarah—. Tengo la capacidad para hablar con… con fantasmas, y necrófagos, y muertos que no pueden hablar por sí mismos, pero sólo si tengo algo que sea importante para ellos. Como el diente de Gary o el escarabajo de Ptolemy. ¿A quién pertenece esta espada? Era alguien con quien el Zarevich quería hablar, lo llamaban, como era… ¿el celta? —Ella miró de reojo a Ptolemy, que asintió dándole la razón.

—Estaba aquel tipo —le explicó su padre—. Era un fantasma, seguro. Gary lo conocía mejor que yo, pero era de las Orkney Island, Escocia. Era un druida. —Dekalb levantó la espada y la miró, luego se la enseñó a Gary. La pequeña calavera-insecto saltó arriba y abajo de excitación sobre sus seis puntiagudos pies—. Gary dice que sí, que era su espada. Su nombre era Mael algo, ahora me acuerdo. Me ayudó al final, intercedió en mi favor ante las momias. Mael Mag Och. ¿Por qué, cariño? ¿Qué tiene él que ver con nada de esto?

—Bueno, me ha mentido, para empezar. Me ha mentido durante años. Me dijo que era otra persona. De hecho, se hizo pasar por Jack.

Dekalb movió la cabeza confundido.

—¿Tú puedes hacer qué?

Estaba demasiado enfadada para repetirse.

—Este druida me ha traído aquí, ha estado jugando conmigo. Quién sabe qué más habrá urdido. —Frunció el ceño mirando la espada verde que su padre tenía en la mano—. Ahora mismo, estoy dispuesta a creer —continuó— que Mael Mag Och ha estado jugando con todos nosotros, como piezas de ajedrez en un tablero.

La calavera-insecto hizo un pequeño baile de lo emocionado que estaba.

—Sí —asintió Dekalb—, Gary dice que suena exactamente a Mael.