Capítulo 8

—Tú has estado aquí antes —dijo Ayaan. No era una pregunta.

Nilla se dio media vuelta para mirarla, pero su cara pálida bajo todo aquel cabello rubio no delataba nada.

—He estado en muchos lugares —replicó ella.

Ayaan asintió y sonrió para sus adentros. Su radio hizo ruidos de interferencias y escupió un chirrido de estática, pero ella lo ignoró por el momento. Las dos estaban en la parte delantera del vagón de carga. Delante de ellas, Erasmus conducía la gigantesca apisonadora sobre la superficie de una carretera que se habían llevado una docena de inviernos atrás. En la falda de la montaña quedaba un pequeño pero marcado camino.

Se estaban acercando. Incluso Ayaan podía sentirlo; un profundo latido en los huesos. Era una sensación casi musical de que algo grande y poderoso y bello estaba detrás de la siguiente montaña. Naturalmente había tenido esa sensación durante días, desde antes de que llegaran a los pies de las montañas Rocosas.

Había sido un largo y arduo viaje. El Zarevich los había animado poco, pero los fanáticos nunca habían llegado ni a murmurar una queja. Docenas de ellos habían muerto en la carretera: la deshidratación y las precarias raciones del viaje se habían llevado a algunos, mientras que otros habían sido aplastados por accidente por los conductores de los vehículos de transporte. Unos cuantos habían sucumbido a violentas fiebres o terribles infecciones. No importaba. Momentos después de que sus ojos se cerraran sus cuerpos se ponían en pie y simplemente entraban en la siguiente fase de servicio a su señor. Era algo que esperaban con ganas.

Casi todos los vehículos se habían averiado al final. Juntos, los muertos y los vivos se pusieron a caminar detrás del vagón de carga, turnándose en las cuerdas cuando tenían que arrastrarlo colina arriba, tirando con todas sus fuerzas para sacarlo de las cunetas embarradas.

Después de la primera semana se encontraron con claros más y más amplios en la masa de árboles, y luego el mundo pareció abrirse de par de par. El cielo parecía cada vez más grande cuando los bosques acabaron y comenzaron las praderas, pero no hubo grandes cambios. En las llanuras, aguantaron un sol brutal y lluvias castigadoras. La columna no se detuvo en ningún momento. La lluvia dio paso a días tan secos y polvorientos que Ayaan tenía que llevar un pañuelo sobre la cara y gafas de sol para protegerse los ojos. Los necrófagos ignoraban el polvo que les arrancaba la piel y les quemaba la cara dejándosela de un furioso color rojo. Los vivos se las arreglaban lo mejor que podían.

En toda aquella tierra desierta Ayaan no había visto ni un solo superviviente. Naturalmente, los vivos no se darían a conocer a la columna, pero tampoco había visto señal alguna de ellos: ni pueblos ni siquiera un rastro de humo de una hoguera lejana. Si es que existían, era probable que fueran como las criaturas perdidas que había visto en Pensilvania. Ocultos en lugares a los que nadie querría ir jamás.

Muertos vieron muchos, y muchos de ellos se dirigían al oeste. Fuera lo que fuese lo que atraía los huesos de Ayaan, tiraba de ellos aún con más fuerza. Se los divisaba a lo lejos, a veces al norte o al sur de la columna, caminando lentamente a la velocidad de la muerte. Sus caras no se volvían para mirar la extraña caravana que dejaban a un lado. Sus pies no flaqueaban. Eran arrastrados adelante inexplicable e inexorablemente. Ayaan se preguntó si recientemente habría sucedido algo que los inspirara a ir o si eso había sido así durante años.

La pradera dio paso al desierto. Las colinas que ascendían se volvieron plateadas o púrpuras por la salvia, o amarillo brillante donde estaban cubiertas de millones de rudbeckias y margaritas. En las depresiones entre las colinas, brotaban amplios trechos de grama o espigas o hierba en cualquier parte que hubiera un poco de agua. Comenzaron a subir, y las carreteras se volvieron más empinadas a medida que las colinas se convertían en montañas atestadas de pinos amarillos y abetos. Comenzaron a encontrar parches de nieve ocultos en todos los huecos de la tierra que estuvieran a resguardo del sol.

—Esto era muy diferente —dijo Nilla. Se sentó en el borde del vagón de carga, con las piernas colgando por encima del camino. Señaló las montañas, verdes por los raquíticos pinos y los enebros—. Había mucho menos verde, todo era más marrón. Todo parecía… No sé. Como otro planeta, un planeta muerto. Supongo que los necrófagos se lo comieron todo, la vegetación, pero luego creció de nuevo. Es raro, ¿verdad? La Fuente es para todos, vivos y muertos. Hace que todo crezca y no hace diferencias.

Ayaan no fingió que seguía la cadena de pensamientos de Nilla. En cuanto a sí misma, en realidad no estaba pensando en nada en particular, sólo observaba como pasaba la carretera bajo las ruedas como si fuera la película más tranquila de la historia. En un lado crecía la ramita de un matorral apretada entre las rocas del camino. Luego veía las huellas en forma de uve invertida que la apisonadora dejaba donde había aplastado un poco de tierra suelta. Había aprendido en el curso de las semanas a entrar en un estado de trance a su antojo. Recordaba a Erasmus de pie en los ojos de buey del barco de residuos nucleares Pinega, observando las olas durante días sin fin, sencillamente observándolas subir y bajar. Supuso que era el gran consuelo de estar muerto. Estaba despojada del tiempo; su cuerpo no reconocía el transcurso de las horas, los días o los meses del mismo modo que antes de ser asesinada. Su periodo, o al menos el momento en que debería haber menstruado, había llegado y había pasado sin ni siquiera una mancha. Se alegraba bastante por eso.

—Oh, mierda —exclamó Nilla. Fue lo bastante sorprendente para hacer que Ayaan levantara la vista. En realidad no vio nada, salvo una herida en la montaña, un lugar donde los árboles no eran tan densos. Miró con más atención y vio un trozo de metal retorcido brillando apagadamente entre dos árboles.

—Te ha vuelto algo —sugirió Ayaan—. Un recuerdo.

Nilla la cogió de la muñeca. No de un modo agresivo, sino como una niña pequeña que busca seguridad.

—Ven conmigo —le suplicó, y saltó a la carretera. Ayaan la siguió, por supuesto, aunque no del todo contenta. Comprendía lo que estaba sucediendo. Nilla había pasado por allí en su viaje al este. Ahora iba a recrear ese viaje, pero al revés.

Tenía que haber cosas del pasado que la habían llevado a cruzar el país. Cosas que nadie querría revivir.

Juntas se metieron entre los árboles, escalando por encima de árboles caídos y matorrales, abriéndose camino entre ramas finas como látigos que las bañaban de polvo y restos orgánicos y nieve a medida que pasaban. La nieve del suelo había formado una fina cobertura y crujía como poliestireno bajo sus pisadas.

Ayaan miró atrás, a la columna, que no había dejado de moverse. No había estado tan lejos en semanas y se sintió extrañamente vulnerable, incluso con los árboles cerniéndose sobre ella. Se dio media vuelta nuevamente y vio a Nilla adelantándose.

—¿Qué es? —gritó Ayaan—. ¿Qué es? —preguntó, más suavemente. Había encontrado la pieza de metal que había visto desde el camino, oxidada y chamuscada. Una hilera de remaches, algunos reventados por la fatiga del metal y el tiempo, dividían el fragmento. Se internó más en el bosque y encontró más piezas, algunas encajadas en los troncos de los árboles. Los pinos habían crecido alrededor de los restos con suaves y fluidos contornos.

—Oh, no —exclamó Nilla desde algún lugar más alejado en el bosque. Su voz era tan suave como el constante susurro de las agujas cayendo de las ramas. El mismo sonido, la misma suavidad, que tenía la nieve al caer de los árboles. Ayaan se apresuró a acercarse.

Una larga aspa de metal se levantaba en la nieve como una polea clavada en la tierra. Aunque el óxido y el deterioro se habían apoderado de ella, Ayaan reconoció el rotor de un helicóptero. En un claro más adelante, estaba olvidada y maltratada por los elementos la mayor parte de los restos de un aparato aéreo, un llamativo círculo de titanio, acero y plexiglás. En su día hubo un severo incendio, presumiblemente cuando el helicóptero se estrelló. Había restos humanos en el círculo. Huesos ennegrecidos por la ceniza, blancos donde el sol los había desteñido. Unos restos todavía se movían.

Llevaba el uniforme de un soldado, decolorado por el sol pero todavía cubierto de insignias y medallas. Había sido parcialmente devorado, la mayor parte de la carne de sus piernas y brazos había sido arrancada, y también estaba quemado. Sin ojos, casi sin cara, su calavera miraba al cielo. Los pocos músculos que le quedaban en los brazos tiraban de un irregular fragmento de metal que salía de su caja torácica. Estaba intentando soltarse. Probablemente lo había estado intentando durante doce años.

Nilla se arrodilló cerca de su cabeza, con las manos sobre la cara. No decía nada.

Ayaan comprendió. Se adelantó y puso las manos sobre la piel destrozada de la cabeza del hombre. Cerró los ojos y dejó que un latido de energía oscura manara a través de sus dedos hasta lo que quedaba de su cerebro. El cadáver cayó sobre la estaca y dejó de moverse. Nilla asintió enfáticamente y se puso en pie.

—Él no quiso confiar en mí, pero hubiera tenido que hacerlo —dijo ella.

—Cuidado —le advirtió Ayaan—. Estás empezando a convertirte en alguien.

Nilla le sonrió de un modo que comenzó a derretir el corazón muerto de Ayaan. Sin embargo, la sonrisa desapareció de su rostro casi al instante.

—¿Estoy perdiendo la cabeza o tú también oyes eso? —Se volvió para mirar las piezas del helicóptero derribado.

Ayaan se quedó totalmente inmóvil, más de lo que jamás podría haberlo estado en vida, y se convirtió en un oído. Escuchó, descartó los sonidos de la naturaleza que la rodeaban, y escuchó de nuevo. Definitivamente lo oía. El sonido que hace el rotor de un helicóptero en movimiento. ¿Cómo era posible? ¿Era alguna especie de fantasma de un vehículo? Ayaan había visto un montón de cosas extrañas, pero no estaba preparada para aceptar eso.

Entonces un helicóptero de verdad pasó sobre sus cabezas, volando tan bajo que su sombra oscureció el claro, tan rápido que había desaparecido en el tiempo que tardaron los ojos de Ayaan en ajustarse a la oscuridad. Le echó un vistazo a Nilla, luego comenzó a correr hacia la carretera. Las explosiones empezaron antes de que hubiera cubierto la mitad de la distancia.