Capítulo 4

El gigantesco camión se balanceó sobre las enormes ruedas de un lado mientras aplastaba un coche abandonado en la interestatal, un millar de diminutos cubos de cristal salieron despedidos de la luna reventada, palancas y parachoques podridos que saltaron y chirriaron, y luego acabó todo. En la zona de carga, Ayaan se sujetó a una barra hasta que el camión dejó de bambolearse y luego encendió su walkie-talkie.

—Manda una unidad de siniestros —dijo ella—. El vagón de carga no podrá con esto.

Algunas docenas de hombres vivos con pijamas de hospital azules se apresuraron con palancas y mazos. Terminaron con el coche oxidado en un momento, desmontándolo y tirando los restos a la maleza de las cunetas. Tenían que moverse deprisa. Tras ellos el vagón de carga del Zarevich avanzaba, sus hileras de ruedas iban a trompicones mientras el enorme vagón se movía adelante, paso a paso, con gran esfuerzo. Un centenar de cadáveres lo empujaba con los hombros, con la espalda encorada y los dedos en tensión. En lo alto, seis necrófagos más accionaban las manivelas que lo mantenían equilibrado mientras rodaba sobre el asfalto destrozado. Los francotiradores vivos se encargaban de las ametralladoras montadas en trípodes en dos posiciones sobre la plataforma. En la parte delantera, el espectro de verde iba atado, sentado en una silla sobre una superestructura desde la cual disponía de una buena vista de lo que los rodeaba y de todo lo que sucedía en la columna de vehículos. En la parte posterior, el propio Zarevich iba recostado en su yurta, sin dejarse ver. Entre los liches había rumores que afirmaban que en realidad no estaba allí, que el vagón de carga era una auténtica farsa y que él estaba oculto en otra parte. Ayaan no le habría criticado por ser un poco cauteloso.

El ataque a su persona lo había afectado mucho, y la muerte de Cicatrix lo había dejado sin suministro de comida. En el momento en que el Zarevich se enteró de la muerte de Amanita, algo cambió. Había pasado de estar dolido y confuso a estar galvanizado. Había actuado con celeridad para poner a su gente en la carretera. También había contado con muchísima ayuda de lo más entusiasta. Los vivos y los muertos habían trabajado codo a codo para tener preparados los vehículos, empaquetados los suministros y sus pertenencias y hacer lo que fuera necesario para seguir cerca del Príncipe de los muertos. Adónde iban y qué harían allí cuando llegaran era todavía un misterio. Ayaan descubrió que tenía demasiado trabajo por hacer para estar haciendo preguntas.

Detrás del vagón de carga, una flota de cientos de coches y autobuses a duras penas en funcionamiento los seguía con sus motores expulsando humo azul en un paisaje que había regresado a un estado primigenio. Ayaan se acordaba de una época en que los coches eran normales, incluso en su Somalia natal, pero se había olvidado de lo ruidosos que eran y del caos que causaban. La mayoría de los vehículos habían estado en desuso durante una década, y muchos estaban tan oxidados que se caían a trozos al cabo de uno o dos días. No importaba. El Zarevich tenía toda la gasolina que pudiera necesitar de su refinería en Chipre y, sin duda, no había escasez de coches.

Ayaan había participado en una de las misiones para recoger vehículos. Al margen de lo que había vivido y en lo que se había convertido, todavía la afectaba. Los coches los habían estado esperando, aparcados en ordenadas filas fuera de los centros comerciales, los aeropuertos y los estadios. Habían sido dejados allí a propósito, sus dueños esperaban regresar y recogerlos al cabo de un tiempo. Cada vehículo había sido personalizado de algún modo: una pegatina desteñida en el parachoques, una borla de graduación colgada del retrovisor, unas llamas de mentira pintadas a mano. Efectos personales desperdigados en los asientos de los pasajeros, envoltorios de comida rápida tirados a los pies. Todas las puertas estaban cerradas, las ventanillas cerradas hasta arriba. Pero nadie había regresado jamás. Los coches fueron olvidados. Abandonados para los muertos.

No se había espantado por la presencia de ningún horror real, sino por la ausencia de cualquier atisbo de normalidad. A veces era fácil olvidar que el noventa y nueve por ciento de la población había muerto durante los primeros meses de la Epidemia. Rodeada de necrófagos, fanáticos y liches era fácil fingir que el mundo no había sido evacuado. Sin embargo, de pie en un aparcamiento más grande que la ciudad en la que había nacido, viendo el sol brillar en cada cristal y espejo, Ayaan se había visto forzada a aceptarlo, a aceptar que todo se había perdido.

Supuso que a los coches también se les había concedido una vida después de la muerte. Cada coche llevaba una sola persona viva, el conductor, y tantos necrófagos sin manos como se pudieran meter en el resto de la cabina, el asiento de atrás, el maletero. El espectro de verde y el Zarevich los mantenían controlados, pero Ayaan seguía preguntándose qué estarían pensando los conductores. ¿Estarían satisfechos consigo mismos, se sentirían seguros pensando que estaban llevando a cabo una tarea sagrada? ¿O los preocupaba que uno de sus pasajeros se despertara hambriento?

Ayaan miró adelante y vio que la carretera estaba tapada por las ramas de un sauce llorón. Las raíces del árbol habían quebrado el asfalto y habían abierto grietas que se extendían por la superficie negra en todas las direcciones.

—Necesito una unidad de carpinteros —dijo ella, y los fanáticos vivos con motosierras salieron corriendo hacia delante. Ayaan intentó no pensar en la última vez que había visto una motosierra.

Detrás de los coches llenos de necrófagos seguían camiones remolque, camiones cisterna y camiones de dieciocho ejes con talleres mecánicos móviles y cajas llenas de piezas de repuestos así como cocinas para los vivos y los muertos. Detrás de los vehículos de apoyo iban los rezagados, aquellos vivos que no sabían conducir, la mayoría; una caravana de cola que se alejaba en la distancia. Los seguían como podían. La columna de vehículos avanzaba a sólo unas pocas millas por hora, pero nunca se paraba. Las unidades de siniestros y de carpinteros despejaban los escombros, aunque había un par de apisonadoras disponibles por si el camino se volvía realmente imposible. Fuera lo que fuese lo que el Zarevich esperaba encontrar en el oeste, tenía intención de llegar allí rápido.

Ayaan sabía que se toparían con obstáculos importantes. Ríos que vadear. Montañas que subir. Los aguardaban semanas de lento avance. Hasta el momento ni una persona se había quejado.

Bueno. Estaba Semyon Iurevich. Aunque no había protestado tanto como suplicado que lo perdonaran y pusieran fin a su no muerte. Incluso con el ruido de los coches y las motosierras, Ayaan podía oír sus gritos.

Había habido un acalorado debate sobre qué se debería hacer con el lich apóstata. Se había propuesto echarlo a los necrófagos, el insulto más grave para el más vil de los traidores. Aunque los necrófagos no se comían a los suyos. La energía oscura les repugnaba más aún de lo que la carne en descomposición y supurando los atraía. Se habían percatado de que los necrófagos comían carne humana muerta en tanto en cuanto no estuviera animada. Hubiera sido más que sencillo aplastarle el cerebro a Semyon Iurevich y echarlo a los muertos, pero carecía del elemento de oscura justicia, en lo que concernía al Zarevich. Le faltaba tortura.

Detrás de ella, en el vagón de carga, Ayaan podría haber observado, de haber querido, lo que al Zarevich le había parecido apropiado finalmente. Semyon Iurevich estaba colgando de una horca por el cuello, con los ojos mirando al cielo. Desprovisto de su albornoz, su cuerpo había resultado ser bastante corpulento. Un hombre vivo con un machete cortaba finas capas del cuerpo del lich, empezando por las plantas de los pies y subiendo. Cada vez que quitaba una capa, la metía en una batidora y la trituraba hasta que su energía oscura se había disipado por completo. La papilla resultante se volcaba en las bocas de los necrófagos que se afanaban arrastrando el vagón de carga a través de Nueva Jersey.

Los otros liches apostaban que Semyon Iurevich no sería más que una calavera gritona mucho antes de que llegaran a Indiana.

El bastardo del lich había manipulado su cabeza, había metido sus putrefactos deditos en su cerebro. Ayaan no disfrutaba escuchando sus chillidos, pero tampoco sentía empatía alguna por él.