Introducción
¿Por qué recordamos aún el 11 de noviembre? ¿Por qué seguir conmemorando los casi diez millones de soldados caídos entre 1914 y 1918, cuando en el mundo unos veinte millones de personas perdieron la vida en accidentes de tráfico entre 1898 y 1998, y más de treinta millones murieron durante la epidemia de gripe de 1918 y 1919[1]? En parte, la respuesta es que la Primera Guerra Mundial tuvo unas características que la hicieron emblemática de otras guerras modernas, no solo del siglo XX, sino también posteriores. Supuso para los combatientes unas experiencias nuevas y terribles, y obligó a los distintos frentes a llevar a cabo una movilización sin precedentes. Además de representar un verdadero desastre, se convirtió en condición previa de futuros desastres, incluida la Segunda Guerra Mundial, cuyas víctimas fueron muchos millones más. Impulsó la creación de nuevos mecanismos de supervivencia sociales para afrontar la muerte, la mutilación y la desolación, y, sin embargo, en muchas regiones del mundo, su legado sigue provocando derramamientos de sangre en la actualidad. Por último, constituyó un tipo especial de cataclismo, una catástrofe causada por el hombre a través de sus actos políticos, y como tal puede suscitar, un siglo después, emociones poderosas y plantear, como presagio, cuestiones espinosas. Sus víctimas no perecieron ni por un virus desconocido ni por un fallo mecánico o un error humano. La suerte que corrieron fue el resultado de una política de Estado deliberada, decidida por gobiernos que una y otra vez rechazaron cualquier alternativa a la violencia no solo con la simple aquiescencia, sino también con el apoyo activo de millones de sus súbditos. Los hombres de la época de ambos bandos aborrecieron aquella matanza, pero sintiéndose a la vez incapaces de desvincularse de ella, involucrados en una tragedia en el sentido clásico de conflicto entre lo que es justo y lo que también es justo.
Cuando se desencadenó la guerra en un continente pacífico, pareció que se hubiera producido un salto atrás a lo primitivo, un resurgimiento atávico de violencia interétnica. Pero lo cierto es que el conflicto tenía por protagonistas a las sociedades más ricas y tecnológicamente avanzadas de la época, transformadas por la industrialización, la democratización y la globalización tras la última campaña con la que pueda ser comparado, a saber, las guerras napoleónicas de hacía un siglo. Se convirtió en el prototipo de un nuevo modelo de conflicto armado. Los cuatro años de guerra fueron testigos de una revolución militar más que notable, en la que ambos bandos buscaron afanosamente —y al final descubrieron— la forma más efectiva de utilizar armas modernas. Sobre todo tras el fracaso de los planes preconcebidos, la gente de la época fue perfectamente consciente de lo insólito de aquella guerra y de la falta de precedentes históricos. Muchos sintieron que sus políticos y sus generales estaban perdiendo la razón. Pero la guerra no estalló —ni se prolongó— de manera fortuita o por la fatalidad, y es un error presentarla como un sacrificio totémico de los niños de Europa que los que ostentaban el poder fueron incapaces de impedir. Aunque ningún gobierno controlara el conjunto del sistema internacional, lo cierto es que todos podían elegir entre la guerra y la paz. Como diría Carl von Clausewitz, un alto oficial del ejército prusiano y uno de los más célebres historiadores y teóricos de la ciencia militar, reflexionando sobre la época napoleónica, la guerra encierra un impulso inherente hacia una destructividad cada vez mayor y paradójicamente, sin embargo, es también un acto político, el fruto de un cúmulo de emociones intensas y de razones y voluntades[2].
El conflicto de 1914-1918 supuso una agitación de proporciones descomunales, y la literatura que ha generado es igualmente colosal. Durante los últimos años han aparecido importantes reinterpretaciones y estudios de este suceso histórico —síntoma de que aún es un tema apasionante—, pero la profusión de investigaciones y de obras especializadas sigue teniendo mayor peso. Ciertos debates, aparentemente resueltos e incluso osificados, han vuelto a abrirse, y determinados acontecimientos que parecían familiares han recuperado su frescura y su novedad. Así pues, cualquier intento de escribir una historia general se enfrenta a un dilema: decidir qué incluir y qué obviar. En esencia, la guerra es trauma y sufrimiento, pues conlleva la captura, la mutilación y el asesinato de seres humanos, con la consiguiente destrucción de sus propiedades, por muchos que sean los eufemismos con los que cualquier lengua intente enmascarar su verdadero significado. Además, implica un proceso recíproco característico, una competición en crueldad que puede acabar convirtiendo al hombre más pacífico en un asesino consumado y también en una víctima[3]. Citando de nuevo a Clausewitz, «la guerra constituye, por tanto, un acto de fuerza que se lleva a cabo para obligar al adversario a acatar nuestra voluntad»[4]. En las páginas siguientes he tratado de no olvidar esa esencia, así como de hacerme eco del impacto abrumador que tuvo el conflicto en la vida de las personas, impacto que otros autores han sabido recoger de manera conmovedora[5]. Sin embargo, mi intención ha sido presentar la guerra como un conjunto, por lo que he hecho hincapié en los procesos y las decisiones de fondo que sirvieron para equipar con armas devastadoras a millones de hombres, para hacer que se enfrentaran unos contra otros en combates mortales y para mantenerlos durante años en unas condiciones atroces. Las cuatro partes en las que se divide el presente libro abordan las siguientes cuestiones: ¿Por qué estalló la violencia? ¿A qué se debió su escalada? ¿Cómo acabó? ¿Cuál fue la naturaleza de su impacto? Especialmente en la segunda cuestión he optado por abordar de manera temática el análisis de la dinámica subyacente del conflicto, pero intentando respetar el modelo más generalizado de presentación cronológica de los hechos. Los hombres y las mujeres de la época hicieron historia sin una percepción retrospectiva, y es esencial exponer el desarrollo de los diversos acontecimientos para transmitir el impresionante drama que supuso esa historia y comenzar a entenderla.
Como otros autores, escribo sobre todos estos asuntos en parte porque mi familia se vio directamente implicada en ellos. Mi abuelo, John Howard Davies, se enroló en noviembre de 1914 y sirvió en los Reales Fusileros Galeses y en los Guardias de la Frontera del Sur de Gales. En 1916 cayó herido por un disparo cerca de Neuve Chapelle, y en 1917 por el impacto de metralla cerca de Ypres. Era un hombre de carácter flemático, pero sesenta años después, con esa claridad para evocar el pasado que acompaña a la edad, el recuerdo del Frente Occidental seguía vivo en su mente un día antes de su muerte. Enid Lea, con la que se prometió antes de partir para la guerra, y con la que contrajo matrimonio cuando el conflicto terminó, era menos reticente: la guerra fue «horrorosa… horrorosa». Mi padre, Edward Stevenson, que sirvió en la Segunda Guerra Mundial, despertó mi interés por la Gran Guerra cuando me regaló, a los catorce años, un ejemplar del libro de Alan John Percivale Taylor, The First World War: an Illustrated History. Aunque en las siguientes páginas del presente volumen he matizado diversas interpretaciones de Taylor, sigo enormemente en deuda con él, así como con la magnífica producción televisiva de la BBC, The Great War, que recientemente ha vuelto a ser emitida. Pero es innegable que una síntesis como esta se basa en el trabajo de muchos historiadores, a menudo de extraordinaria calidad. He limitado adrede el número de notas en cada uno de los capítulos, pero con ellas quiero reconocer las deudas contraídas que sería inapropiado pormenorizar una por una en estas páginas, y guiar de paso a los más curiosos en su búsqueda de otras lecturas.
Por otro lado, quiero expresar mi agradecimiento a los siguientes centros e instituciones: el Service Historique de l’Armée de Vincennes, el Bundesarchiv-Militärarchiv de Friburgo de Brisgovia, el Liddle Hart Centre for Military Archives del King’s College de Londres, la Liddell Collection de la biblioteca de la Universidad de Leeds, a la biblioteca de la Universidad de Birmingham, sección de manuscritos, al Churchill College Archive Centre, a la Public Record Office (que en la actualidad recibe el nombre de The National Archives) y al Imperial War Museum. También deseo dar las gracias a los estudiantes que han seguido mi curso sobre «La Gran Guerra, 1914-1918» en la London School of Economics and Political Science, y a mis colegas del Departamento de Historia Internacional, especialmente al doctor Truman Anderson y al profesor MacGregor Knox. Asimismo, estoy en deuda con el profesor Roy Bridge, que leyó minuciosamente las últimas pruebas del manuscrito en busca de errores, y con Christine Collins, que con tanto esmero se ha encargado de la edición. Vaya también mi agradecimiento a Simon Winder, de Penguin Books, que me encargó esta obra y que nunca dejó de manifestar su entusiasmo, y sus críticas constructivas, durante su preparación, y a Chip Rossetti, de Basic Books, por repasar cuidadosamente el texto y por sus útiles comentarios. También quiero dar las gracias a Richard Duguid y a Chloe Campbell, de Penguin, por el apoyo prestado. Por último, quiero agradecer especialmente a los miembros de mi familia su inestimable paciencia, sobre todo a mi esposa, Sue, que ha sabido soportar durante largo tiempo todo el proceso de elaboración de este libro. Espero que todos los que de una manera u otra me han ayudado puedan compartir conmigo la satisfacción por la publicación final de estas páginas. Y ni que decir tiene que siempre seré yo el único responsable de cualquier error que aparezca en ellas.
DAVID STEVENSON
Agosto de 2003