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Cambio de tornas, verano-otoño de 1918

En el verano de 1918 terminó la larga sucesión de derrotas aliadas y de acciones dilatorias. Como las Potencias Centrales en 1917, los Aliados empezaron a recuperarse con contraataques: el 11 de junio en el Matz y el 18 de julio en el Marne. Pero siguieron lanzando ofensivas, la primera el 8 de agosto al este de Amiens para luego emprender una serie de operaciones durante ese mes y septiembre, incluida, en el saliente de Saint-Mihiel, la primera gran acción del ejército estadounidense. Al final, el 26-28 de septiembre lanzaron unos ataques combinados a lo largo de un amplio sector del Frente Occidental, desde Flandes hasta Argonne, operación que ya había sido efectuada en septiembre de 1915 y en abril de 1917, pero que entonces se repitió a una escala mayor y con mucho más éxito. Otras ofensivas emprendidas en Macedonia y en Palestina el 15 y el 19 de septiembre respectivamente supusieron una derrota aplastante para búlgaros y turcos, y en octubre los austríacos fueron vencidos en Italia. En el mar los U-Boote probaron su propia medicina, y en el aire los Aliados consolidaron su superioridad en todos los escenarios de la guerra. Este cambio de la situación fue repentino. Si en junio Rusia se daba por perdida, París estaba en peligro y muchos líderes aliados temían una derrota inminente, a finales de septiembre eran sus enemigos los que se hundían: primero Bulgaria y luego otras Potencias Centrales solicitaron un alto el fuego. Lo más parecido a esta sucesión de acontecimientos había tenido lugar durante las ofensivas coordinadas del verano de 1916, pero el esfuerzo exigido por tamaña empresa había dejado hundidos a los Aliados en una crisis que duró meses. Esta vez, en cambio, las Potencias Centrales se vinieron abajo sin más. Su caída fue debida en parte a su excesiva extensión territorial. Pero también fue una confirmación de la efectividad cada vez mayor de los Aliados, que había venido desarrollándose desde el período intermedio de la guerra, aunque se había visto ensombrecida durante los largos meses de ataques constantes por parte de Ludendorff. Para estudiar todos estos acontecimientos, y antes de considerar qué se ocultaba detrás de la sorprendente recuperación de los Aliados, conviene empezar por el análisis del Frente Occidental, que en aquellos momentos ya se había convertido más claramente que nunca en el teatro decisivo de la guerra.

En el capítulo anterior hemos llegado al desenlace del cuarto ataque lanzado por Ludendorff. Este tuvo lugar alrededor de un mes antes de su siguiente ofensiva, emprendida el 15 de julio, y por aquel entonces el equilibrio numérico se había vuelto en su contra. Pero parecía que mientras tanto las cosas seguían igual para los alemanes. En la reunión del Consejo de la Corona celebrada en Spa el 2 de julio, solo cuatro meses antes de su derrota, Hindenburg, Ludendorff y Hertling acordaron poner en marcha un nuevo programa secreto de objetivos de guerra en Europa occidental similares a los de 1917, y rechazaron una «solución austríaca» para Polonia, optando por la preferida de la OHL, la «solución del candidato»: Polonia elegiría a su soberano, pero Alemania controlaría el ejército y la red ferroviaria y se anexionaría una extensa zona fronteriza[1]. A la cita de Spa no había acudido la bête noire de la OHL, el ministro de Asuntos Exteriores Kühlmann, que había aumentado la desconfianza que suscitaba entre el Alto Mando alemán cuando, en el curso de una conferencia celebrada en La Haya a comienzos de junio para discutir sobre un intercambio de prisioneros de guerra, autorizó a su representante a firmar ante los británicos que Alemania aceptaría una paz en el oeste manteniendo el statu quo. Esta iniciativa, que no condujo a nada, chocaba con la firme determinación de Ludendorff de seguir ejerciendo el control político y económico de Bélgica[2], pero la ruptura definitiva se produjo el 24 de junio cuando Kühlmann dijo ante el Reichstag que el problema de la guerra no podía solucionarse exclusivamente por la vía militar. Los líderes del Partido Conservador y del Partido Liberal Nacional condenaron sus palabras, considerándolas un signo de debilidad, y Hindenburg y Ludendorff aprovecharon la ocasión para decirle seriamente al káiser Guillermo II que si no se iba el ministro, se irían ellos. Ganaron la partida. Kühlmann fue sustituido por Paul Hintze, que no era diplomático de carrera, sino un oficial naval duro y austero. Hindenburg confiaba en que él resolviera todos los problemas del Ministerio de Asuntos Exteriores[3], y Ludendorff le garantizó que el siguiente ataque sería decisivo.

La OHL consiguió que prevalecieran sus objetivos de guerra, pero su estrategia recibía cada vez más críticas. Tras el episodio del Matz, la mayoría de los comandantes del ejército quisieron esperar antes de lanzar una nueva ofensiva. Sin embargo, Ludendorff se negó a volver a tomar una postura defensiva, la cual, en su opinión, solo serviría para fomentar el desánimo entre los aliados de Alemania y para aumentar la tensión a la que se veían sometidas sus tropas. De modo que organizó otro gran ataque, esta vez en la punta del saliente de Champagne creado en mayo, con el que pretendía provocar la retirada de las divisiones aliadas mediante el establecimiento de cabezas de puente en el Marne, amenazar a la capital francesa e interrumpir la línea ferroviaria París-Nancy. Al cabo de dos semanas (una espera que pone de manifiesto una confianza considerable en su flexibilidad logística), el segundo ataque en Flandes contra los británicos, largamente pospuesto, obligaría al final a los Aliados a ceder terreno[4]. Por otro lado, tras la batalla del Matz Foch había llegado a la conclusión de que para responder a la táctica alemana había que mejorar los servicios de inteligencia (para evitar el efecto sorpresa), disponer de las fuerzas adecuadas en primera y segunda línea y contar con las reservas necesarias para conservar los dos flancos de cualquier bolsa que se formara y poder contraatacar lo antes posible[5]. En junio su problema fue la falta de información. Pensó que el siguiente ataque se produciría en el sector británico, y solicitó a Pétain el traslado de artillería a Flandes, pero ante la reticencia de este apeló a su gobierno, aunque Clemenceau se negó a respaldarlo[6]. Foch se avino, sin embargo, a llamar a las fuerzas francesas enviadas al norte a cambio de que Pétain devolviera cuatro divisiones británicas a Haig. Además, le pidió a Pétain que organizara una contraofensiva para tomar una meseta situada al oeste de Soissons, que permitiría a los Aliados bombardear la principal arteria de comunicación con la bolsa de Champagne. Estas medidas ganaron relevancia cuando a comienzos de julio resultó evidente que el siguiente ataque (que la OHL apenas se molestó en ocultar) iba a tener lugar en el Marne, pero que los alemanes también estaban preparando una ofensiva contra el sector británico. De ahí que, como anteriormente en la batalla del Matz, los Aliados tuvieran tiempo de hacer llegar la artillería, la aviación y la infantería. Pétain acumuló treinta y cinco divisiones francesas de reserva; además, entre abril y julio el número de cazas del ejército francés pasó de 797 a 1070, y se recibieron más de 500 tanques ligeros Renault[7]. Por todo ello, los franceses planearon recibir frontalmente el ataque de los alemanes y golpear su flanco: los preparativos para la segunda batalla del Marne recordaban los de la primera, librada cuatro años antes.

Cuando el 15 de julio empezó el Friedenssturm (o «ataque por la paz») de Ludendorff, los franceses sorprendieron de nuevo a los alemanes con un contrabombardeo. La envergadura de la ofensiva alemana fue mucho mayor que en el Matz, pues participaron en ella cincuenta y dos divisiones en vez de treinta y cuatro. Sin embargo, al este de Reims, donde el comandante local, Gouraud, siguiendo las instrucciones de Pétain, había colocado un denso entramado de posiciones defensivas, incluso un asalto a semejante escala fue repelido el primer día: la artillería francesa disparó 4 millones de bombas de 75 mm durante el enfrentamiento y destruyó todos los tanques (un total de veinte que habían sido capturados a los Aliados) utilizados como apoyo por los alemanes. Pero al oeste de Reims, donde había un número excesivo de tropas francesas concentradas en posiciones avanzadas, los alemanes lograron cruzar el Marne. Pétain recurrió a todos los efectivos a su disposición, y el 17 de julio ya los tenía colocados a lo largo del río, pero quiso cancelar o posponer la contraofensiva planeada. Foch, sin embargo, insistió en lanzarla. Así pues, el 18 de julio Mangin volvió a atacar con dieciocho divisiones (incluidas la 1.ª y la 2.ª División estadounidenses) que habían ido avanzando en secreto y permanecían ocultas en el bosque de Villers-Cotterêts. No se llevó a cabo un reconocimiento previo del terreno, y las tropas se abrieron paso a través de los trigales precedidas por una cortina de fuego y con más de 300 carros de combate, en esta ocasión del modelo ligero Renault, que acabarían siendo muy superiores a los Saint-Chamond que habían fracasado a las órdenes de Nivelle[8]. Los alemanes tenían una débil línea defensiva, y se vieron abrumados por la potencia de fuego y el número de efectivos de los Aliados. Aquella acción los cogió por sorpresa, pues Ludendorff ya había comenzado a retirar piezas de artillería para emprender su ataque en Flandes. Para empezar, los alemanes apenas opusieron resistencia, y los estadounidenses avanzaron casi diez kilómetros. A continuación, como los tanques sufrieron problemas y las ametralladoras consiguieron retrasar la llegada de las fuerzas de Mangin, Ludendorff suspendió el traslado de tropas a Flandes y sus comandantes organizaron una retirada en combate.

Cuando la batalla finalizó el 4 de agosto, los Aliados habían hecho unos 30 000 prisioneros, habían capturado más de 600 piezas de artillería y restablecido la línea ferroviaria transversal entre París y Châlons-sur-Marne, aunque sus bajas ascendían a 160 000 frente a las 110 000 de los alemanes[9]. No solo habían detenido una ofensiva lanzada con todas las fuerzas por orden de la OHL, sino que habían tomado la iniciativa contraatacando. París ya no se veía tan amenazada, y el dilema de Ludendorff en lo concerniente al saliente de Champagne quedó resuelto cuando sus tropas fueron expulsadas de la zona, dejando atrás buena parte del equipamiento. De hecho, Ludendorff vivió con perplejidad el contraataque en Villers-Cotterêts, reaccionando el 18 de julio con un duro enfrentamiento en público con Hindenburg. Según sus subordinados, estaba nervioso y agitado, y perdió el dominio de sí mismo, culpabilizando a todos los que lo rodeaban, absorto en los detalles e incapaz de tomar grandes decisiones. Lossberg, el artífice de los éxitos defensivos conseguidos por Alemania entre septiembre de 1915 y las batallas del Somme y Passchendaele, quería que las tropas se retiraran a la Línea Hindenburg para preparar una segunda línea de defensa desde Amberes hasta el Mosa, pero Ludendorff rechazó la idea, que calificó de negativa desde el punto de vista político, pues, en su opinión, resultaría desmoralizante para el ejército y la opinión pública y daría ánimos al enemigo. A pesar de haber sido abandonado el saliente de Champagne, se negó a emprender una retirada más general, aunque el 22 de julio se vio obligado a cancelar la ofensiva de Flandes, pues las tropas destinadas a esta misión tuvieron que ser utilizadas para reforzar el resto del frente[10]. El 2 de agosto ordenó a sus comandantes que adoptaran una posición defensiva estratégica; y aunque esperaba atacar pronto de nuevo, no pudo hacerlo[11]. Nunca logró recuperarse plenamente de la crisis nerviosa que sufría, pues al cabo de dos meses volvió a manifestar los síntomas con consecuencias desastrosas. En aquellos momentos los Aliados no solo contaban con la ventaja que les daba la mayor eficacia de los servicios de inteligencia, sino también con la que les proporcionaba la superioridad de su artillería, de sus tanques y de su aviación, además de disponer de los refuerzos estadounidenses, y por fin estaban en posición de obtener importantes ganancias territoriales.

El 24 de julio, Foch se reunió en su cuartel general con Haig, Pétain y Pershing. Les dio a leer un informe (en gran medida, obra del jefe de su Estado Mayor, Maxime Weygand) que demostraba una notable clarividencia. En él decía que los Aliados habían llegado al «punto de inflexión»; en aquellos momentos llevaban una ventaja que debían conservar. En primer lugar, esto significaría una rápida sucesión de ataques limitados para despejar las líneas ferroviarias transversales que desde París se dirigían por el este hacia Avricourt y por el norte hacia Amiens, así como la compresión del saliente de Saint-Mihiel en Lorena; otras operaciones estaban concebidas para expulsar a los alemanes de los puertos del canal de la Mancha y avanzar hacia las regiones mineras de Briey (hierro) y el Sarre (carbón). Las diferencias con la estrategia del Somme y con el anterior planteamiento de Foch eran evidentes: los Aliados debían lanzar ataques sorpresa contra unos objetivos muy concretos, y suspenderlos antes de que el enemigo recibiera refuerzos y se produjera un elevado número de bajas, aunque el éxito en esta fase inicial permitiría emprender luego operaciones más ambiciosas. Foch había moderado su preferencia doctrinal por la ofensiva en un momento en el que por fin las realidades empezaban a justificarla[12]. No esperaba alcanzar la victoria al menos hasta 1919, pero pensaba que cuanto antes se produjera esta, mejor situada estaría Francia para beneficiarse de ella, por lo que tenía mucha prisa; demasiada según los mandos nacionales, que consideraron el informe del 24 de julio excesivamente aventurero, pero no lograron imponer su parecer[13]. De hecho, aunque Pétain dudaba de la capacidad del ejército francés de lanzar más ofensivas, Haig acababa de presentar una propuesta para la que sería la batalla de Amiens del 8-12 de agosto. Del mismo modo que las operaciones emprendidas en el Marne entre el 18 de julio y el 4 de agosto habían permitido despejar la línea ferroviaria París-Avricourt, esta nueva batalla serviría para despejar la que unía París con Amiens, y en el proceso acabaría con las últimas esperanzas de Ludendorff de alzarse con la victoria.

La operación Michael había creado un saliente alemán peligrosamente cerca de la red ferroviaria que conectaba París con los puertos del canal de la Mancha y que constituía una de las principales líneas transversales situadas detrás del frente británico. Los alemanes habían intensificado la amenaza sobre el empalme ferroviario de Amiens cuando un ataque complementario en abril provocó la caída de Villers-Bretonneux, y se encontraron a apenas seis kilómetros del frente[14]. Sin embargo, diversas incursiones y los informes de los servicios de inteligencia habían revelado que el II Ejército alemán de Marwitz estaba bajo mínimos y sus defensas se veían fragmentadas. Haig le pidió a Rawlinson, el comandante en el Somme que en aquellos momentos había asumido el mando del IV Ejército (sucesor del malogrado V Ejército de Gough), que comenzara la planificación. Cuando Rawlinson presentó sus propuestas el 17 de julio, Haig insistió, como en 1916, en un objetivo más ambicioso (un avance de cuarenta y cinco kilómetros en vez de doce), y, de nuevo como en 1916, Foch consiguió un acuerdo para lanzar un ataque paralelo francés antes de dar su aprobación al proyecto[15]. Pero el proyecto no tenía prácticamente más analogías con la batalla de 1916. Rawlinson y el comandante australiano, sir John Monash, habían aprendido mucho de la contraofensiva francesa lanzada en Villers-Cotterêts el 18 de julio y también habían bebido de la tradición británica de innovaciones tácticas que habían conducido a la batalla de Cambrai y a la batalla de Hamel el 4 de julio de 1918. Esta última había sido librada contra un sector débil de los alemanes situado al sur del Somme y había concluido en apenas dos horas de combate, cumpliéndose todos los objetivos previstos y produciéndose solo 1000 bajas aliadas frente al doble de esta cifra en el bando alemán, la mitad de ellas prisioneros. Como la de Cambrai, había comenzado con un ataque sorpresa por parte de unos 600 cañones, las bombas de gas habían silenciado a la artillería alemana, y una cortina de fuego había protegido el avance de las infanterías canadiense y australiana (perfectamente armadas con ametralladoras Lewis y equipadas con fusiles para el lanzamiento de granadas contra los nidos de ametralladoras) y el de sesenta tanques Mark V, que eran relativamente más veloces y fiables que sus predecesores y estaban, además, mejor blindados. Una cortina de fuego y humo más allá de la zona de ataque había creado una barrera que impedía cualquier reacción ofensiva del enemigo. La batalla de Hamel sirvió para convencer a Monash, un comandante cauteloso que creía en la necesidad de velar por la integridad de sus hombres, del valor de los tanques como apoyo de la infantería. Por otro lado, Hamel constituyó un laboratorio de ideas que volverían a ponerse en práctica, pero a una escala mucho mayor, en el ataque a Amiens[16].

La batalla de Amiens fue una operación espectacular de tanques en masa, de mayor envergadura incluso que la puesta en marcha en Cambrai y la más imponente durante la guerra. Swinton y los creadores intelectuales de la nueva arma habían pretendido siempre que esta fuera utilizada de ese modo, y Rawlinson estaba convencido de la necesidad de emplear toda la flota del cuerpo de tanques, formada por 552 carros de combate, entre los que figuraban no solo los Mark V, sino también los del nuevo modelo ligero Whippet (capaces de alcanzar una velocidad de más de trece kilómetros por hora) y otros vehículos blindados. Como en Hamel, fueron trasladados en secreto a la zona, acompañados de aviones que los sobrevolaban para disimular el ruido de los motores. Con una superioridad de cuatro aparatos a uno en el cielo local (muchos aviones alemanes seguían en Champagne), los pilotos británicos y franceses pudieron evitar la presencia enemiga en el aire y asegurar el efecto sorpresa, además de cubrir el avance por tierra. No obstante, la fuerza de los Aliados se basó fundamentalmente en un mejor uso de las armas tradicionales. Al igual que Bruchmüller, la artillería británica se fijaba ahora el objetivo de «neutralizar» al enemigo y mantenerlo a raya en lugar de destruir sus defensas. Los británicos contaban con muchos más cañones pesados que en 1916, sus disparos eran más precisos y disponían de más municiones de las necesarias. Mientras la artillería pesada silenciaba las baterías enemigas con fosgeno y bombas detonantes, los cañones de campaña se encargaban de proteger a la infantería con una cortina de fuego. Diez divisiones atacarían a lo largo de un sector del frente de una anchura similar a la del 1 de julio de 1916, pero las divisiones se habían reducido tanto desde entonces que probablemente la fuerza de asalto contara con un total de 50 000 efectivos en vez de 100.000. Sin embargo, la escasez de hombres se veía compensada por una mayor potencia de fuego, pues cada batallón disponía de treinta ametralladoras Lewis en lugar de cuatro, de ocho morteros de trinchera en vez de uno o dos y de dieciséis fusiles para el lanzamiento de granadas[17]. Se enfrentaban a unas unidades alemanas deprimidas y sin ánimos que acababan de llegar al frente, conocían muy mal sus posiciones y estaban en una inferioridad numérica de dos a uno.

Cuando se inició el ataque a las 4.20 horas del 8 de agosto, sin bombardeos preliminares, a través de un terreno árido y en medio de una espesa neblina, los resultados fueron incluso más espectaculares que los logrados en la contraofensiva francesa de julio. A media tarde los Aliados habían avanzado hasta trece kilómetros tras haber sufrido unas 9000 pérdidas, pero después de haber causado el triple al enemigo y de haber capturado 12 000 prisioneros y más de 400 piezas de artillería. Incluso al otro lado de la cortina de fuego, los atacantes pudieron seguir con el avance, silenciando las ametralladoras enemigas con la ayuda de los tanques, pero en el curso del día muchos de ellos quedaron inutilizados por culpa de una avería o por el fuego de la artillería. El 9 de agosto, aunque los canadienses avanzaron unos seis kilómetros más, se vieron obligados a operar con muchos menos tanques, y los cañones pesados no pudieron ser trasladados para que proporcionaran fuego de contrabatería. Los alemanes, por su parte, reforzaron la aviación y los efectivos de tierra. Tan importante como el ataque fue, sin embargo, su suspensión, pues el 11 de agosto Rawlinson, consciente como Monash y el comandante canadiense Currie de las dificultades cada vez mayores a las que se enfrentaban, ordenó detener el avance. Foch quería reanudar el asalto en pocos días, pero Currie convenció a Rawlinson de que protestara, y Haig rechazó la propuesta de Foch. Los Aliados ya no se dedicarían a bombardear constantemente un mismo sector hasta comprobar que la respuesta del adversario perdía intensidad. El secreto del éxito residió no solo en la nueva tecnología y la buena organización, sino también en saber detenerse cuando las cosas iban bien antes de empezar de nuevo en otro lugar. El despliegue de medios de transporte y material supuso un ahorro en vidas[18].

La batalla de Amiens acabó con seis divisiones alemanas y puso a salvo la ciudad y la línea ferroviaria. Las bajas británicas y francesas ascendieron a 22 000 por cada lado; las alemanas a 75 000, de las cuales 50 000 fueron prisioneros[19]. Pero esta acción fue más corta y de menor envergadura que la segunda batalla del Marne, y buena parte de su importancia radica en el impacto que tuvo en la OHL. La historia oficial del ejército alemán la consideró la peor derrota desde el estallido de la guerra; en un pasaje de sus memorias citado en repetidas ocasiones, Ludendorff diría que los días posteriores al 8 de agosto fueron los peores que vivió hasta la caída final[20]. Lo pillaron desprevenido, así como a sus hombres, y quedó conmocionado ante la evidencia de la rendición en masa de sus efectivos. Algunos sectores del ejército resistieron con la tenacidad habitual, pero como el resto ya no tenían la voluntad de seguir, la partida se había acabado[21]. Tras abandonar toda esperanza de poder recuperar la iniciativa, el 13 de agosto Ludendorff le dijo a Hindenburg que lo único que se podía hacer era seguir una estrategia defensiva con ataques ocasionales limitados para desgastar a los Aliados y poco a poco obligarlos a entablar negociaciones.

Esto no significaba, sin embargo, que la OHL hubiera descartado un resultado favorable, o al menos de empate. Hindenburg y Ludendorff manifestaron su pesimismo a los subordinados de su Estado Mayor, y no a Hertling o al káiser Guillermo, por lo que fueron pocas las consecuencias que tuvo lo ocurrido en la política alemana en general. Ludendorff comunicó al emperador que la guerra se había convertido en un juego de azar inaceptable y había que ponerle fin, pero en el transcurso de otra cumbre celebrada en Spa el 13/14 de agosto se decidió simplemente volver a sondear las posibilidades de alcanzar una paz tras la «siguiente […] victoria en el oeste»[22]. Los alemanes todavía no estaban preparados para renunciar a Bélgica, y Ludendorff seguía negándose a recomendar una retirada a la Línea Hindenburg y preveía una tenaz defensa metro a metro. Pero las últimas batallas habían puesto de manifiesto que esta manera de enfocar las cosas ya no era sostenible. Con su apuesta por la opción ofensiva, Ludendorff había sacrificado la defensiva, como en aquellos momentos quedaba perfectamente patente.

La siguiente fase fue la de los avances graduales de los Aliados hasta mediados de septiembre, que obligaron a los alemanes a abandonar el resto del territorio que ocupaban desde marzo. En 1916 tales logros habrían parecido verdaderas hazañas militares. Pero en aquellos momentos la reconquista de ciudades históricas y la destrucción de complejos fortificados constituían hechos habituales que ocurrían todas las semanas. El temor de Foch —una posibilidad que quería prevenir manteniéndose en contacto con los alemanes— era que el enemigo se retirara a un frente menos extenso, recuperando la densidad de tropas necesaria para resistir hasta el invierno y volviendo a organizar unidades de reserva con las que contraatacar[23]. En vista de la negativa de Haig a persistir en Amiens, Foch decidió autorizar una serie de operaciones británicas más al norte. El 21 de agosto, el III Ejército de Byng inició la batalla de Albert: una operación de menor envergadura que la del 8 de agosto, con solo un tercio de sus tanques. Al cabo de dos días, el IV Ejército atacó por los dos márgenes del Somme, destruyendo las viejas fortificaciones alemanas de 1916 y obligando al enemigo a retirarse a la llamada Línea de Invierno, que Ludendorff había programado conservar durante el resto del año. El día 26, el I Ejército y los canadienses lanzaron un nuevo ataque más al norte, y la Línea de Invierno fue rebasada. El 2 de septiembre, los canadienses acabaron con uno de los principales sistemas defensivos de los alemanes, la Línea Drocourt-Quéant, y la OHL ordenó a regañadientes la retirada a la Línea Hindenburg, la última posición importante que estaba preparada para resistir[24]. Aunque fueron los británicos los que tomaron la iniciativa durante el mes de agosto, los franceses lanzaron un ataque en el sur del Somme, en dirección al Oise, y Mangin reanudó el avance hacia el Aisne que había sido suspendido el 4 de agosto. También en Champagne los alemanes perdieron lo que habían ganado en 1918, retirándose a las colinas que desde 1914 habían utilizado para desafiar cualquier intento de echarlos de la zona. De hecho, en el este tuvieron que retirarse más atrás debido a la derrota sufrida en la batalla de Saint-Mihiel, la primera operación de envergadura en gran medida planificada y ejecutada por el recién creado I Ejército de Estados Unidos. El saliente de Saint-Mihiel era un triángulo de más de 300 kilómetros cuadrados poblados de bosques, en el que los alemanes ocupaban los terrenos elevados. Tras el fracaso de un ataque francés en 1915, este territorio se había mantenido en calma. Desde un primer momento, Foch lo había marcado como un objetivo, al igual que Pershing, que consideraba que, al otro lado del saliente, la llanura de Woëvre constituía un terreno idóneo para la guerra de maniobras que tenía en mente con el fin de amenazar la principal línea ferroviaria lateral de los alemanes y el carbón y el acero del norte de Lorena. A finales de agosto, sin embargo, Foch pidió a los estadounidenses que se concentraran en el sector Mosa-Argonne. La operación de Saint-Mihiel podía ponerse en marcha, pero solo como acción preliminar para eliminar el saliente. Como tal, comenzó sin contratiempos y con una extraordinaria dotación de fuerzas. El lado sur del saliente fue asaltado a las cinco de la mañana del 12 de septiembre (tras un bombardeo de cuatro horas por parte de unos 3000 cañones), y el lado oeste tres horas después. Pershing disponía de 550 000 efectivos estadounidenses y 110 000 franceses, de 1500 aparatos aéreos y de 267 tanques ligeros franceses. La fuerza alemana, mucho más reducida, había descuidado sus defensas y ya había empezado el traslado de la artillería pesada. Opuso poca resistencia. Después de la primera mañana, los alemanes ordenaron la evacuación, y la mayoría de las tropas escaparon, no sin antes perder a 17 000 hombres (muchos de los cuales fueron hechos prisioneros) y 450 cañones, frente a las 7000 bajas solo en el bando estadounidense[25]. No obstante, cuando el saliente fue eliminado el ataque se dio por concluido, lo que probablemente fuera un verdadero error por parte de Foch, aunque de importancia relativa en esta fase de la guerra.

El éxito rápido e inesperado de las ofensivas limitadas animó a Foch a intentar un ataque combinado en el oeste por primera vez desde abril de 1917. Su objetivo era en aquellos momentos «romper»: abrir una brecha en la última línea defensiva alemana y penetrar en campo abierto, dejando aislado el saliente de Noyon para avanzar hacia la línea troncal ferroviaria que unía Cambrai, Saint Quentin, Mézières y Sedán[26]. Parece que, al principio, Foch (como Pershing) había concebido el foco de la operación como un avance rápido hacia el nordeste por Saint-Mihiel y la Woëvre en dirección a la línea de ferrocarril y la frontera alemana. Haig, por su parte, propuso el 27 de agosto un avance más concéntrico, en el que las fuerzas convergieran, y no divergieran (y, por lo tanto, se apoyaran mejor unas a otras), y ganó la partida al francés. Con mayor claridad que Foch, Haig preveía que la guerra podía acabar aquel otoño, aunque tal vez esta visión fuera simplemente fruto de su habitual optimismo y en Londres prácticamente nadie compartiera su opinión. El 31 de agosto, Henry Wilson le advirtió de que el gabinete se pondría «muy nervioso» si provocaba un gran número de pérdidas en vano en el curso de una acción contra la Línea Hindenburg[27], o, como dijo menos finamente Milner, si Haig «pulverizaba» el ejército británico, que no esperara otro. No obstante, Rawlinson le comentó a Haig que la Línea Hindenburg podía ser penetrada, y el 3 de septiembre una directiva de Foch anunció el lanzamiento de un ataque general a finales de ese mes. Lo que se materializó, tras sucesivas consultas, fue una ofensiva encabezada por los estadounidenses en el sector Mosa-Argonne el 26 de septiembre, un ataque del I y el III Ejército británico en dirección a Cambrai el 27, otro por parte de los belgas y los británicos en Flandes el 28, y una ofensiva del IV Ejército británico, con apoyo de los estadounidenses y los franceses, en dirección a Busigny el 29[28]. En aquellos momentos los Aliados disponían de 217 divisiones frente a 197 de los alemanes[29], aunque, según cálculos de los Aliados, menos de cincuenta de estas últimas estaban perfectamente preparadas para entrar en acción[30]. En conjunto, la ofensiva general daría lugar a la batalla más grande y decisiva de la guerra.

Las diversas fuerzas participantes corrieron distinta suerte. Por ejemplo, para ser más concretos, un reducido contingente alemán logró paralizar la operación en el sector Mosa-Argonne. Las razones debemos buscarlas en el cambio de planes de Foch a instancias de Haig. Pershing reconoció la solidez que tenía en principio un ataque convergente en dirección a Mézières en vez de uno divergente en dirección a Metz, y estaba dispuesto a emprenderlo si su ejército conservaba la autonomía y no quedaba sometido a órdenes francesas. Por otro lado, los miembros del Estado Mayor de Foch probablemente habrían favorecido el cambio de planes para poder controlar mejor a los estadounidenses. Ofrecieron a Pershing la posibilidad de cancelar la operación de Saint-Mihiel, pero siguió adelante con ella para proteger su flanco y para levantar más la moral de sus hombres. También le permitieron elegir entre atacar por el oeste o por el este de Argonne, y escogió esta última opción porque facilitaría el aprovisionamiento de sus tropas, aunque el terreno fuera más árido. Como campo de batalla, el sector Mosa-Argonne era en realidad mucho más formidable que la llanura de Woëvre, situada al otro lado del saliente de Saint-Mihiel. Los estadounidenses avanzarían entre el Mosa (imposible de vadear) y las boscosas colinas de Argonne, a través de un territorio desigual de espesuras y barrancos. Los alemanes podían enfilarlos con artillería por los dos flancos, y habían construido profundas líneas defensivas a lo largo del camino, especialmente la Kriemhilde Stellung (un sector de la Línea Hindenburg), sobre una cresta situada a poco más de quince kilómetros del punto de arranque. Pershing contaba con tomar esta posición el segundo día, antes de que los alemanes pudieran reforzarla. Pero el cambio repentino de planes hizo que el jefe del Estado Mayor del I Ejército, George C. Marshall, tuviera muy poco tiempo para prepararse, y quedó patente que empezar el ataque apenas dos semanas después de lo de Saint-Mihiel era pretender demasiado. Solo tres carreteras llenas de baches recorrían los cien kilómetros que separaban los dos campos de batalla, por las que tuvieron que transitar más de 400 000 hombres, que avanzaron siempre de noche, rodeados por el siniestro escenario que había sido testigo de las matanzas de Verdún. Además, y para ahorrar tiempo, participarían en la acción muchos soldados poco preparados y completamente inexpertos. Pershing esperaba imponerse gracias a su superioridad numérica, que el primer día fue casi de ocho a uno; sin embargo, aunque disponía de 600 000 efectivos, estos tenían menos tanques que en Saint-Mihiel y la mitad de aparatos aéreos. Al principio, los estadounidenses consiguieron el efecto sorpresa y contaron con la ventaja de la niebla, pero poco a poco fueron encontrando una mayor oposición de las ametralladoras y se vieron incapaces de superar la colina de Montfaucon que bloqueaba su camino. Las provisiones no lograron llegar a los soldados de la primera línea del frente, algunos de los cuales agotaron sus reservas de alimentos. El 30 de septiembre, el ataque se había interrumpido, en gran medida debido a problemas logísticos y a fallos de estructura de mandos de la AEF, aunque también debido a la llegada de refuerzos alemanes. Incluso después haber hecho aquella pausa para reorganizarse, los estadounidenses necesitaron otras dos semanas para alcanzar la Kriemhilde Stellung[31]. El ataque por el este, en el que Foch había depositado tantas esperanzas, se había revelado cuestionable desde el punto de vista estratégico, y un verdadero fracaso operacional.

Por fortuna para los Aliados, las cosas iban mejor en los demás lugares, aunque el movimiento de pinza más septentrional llevado a cabo en Flandes también tuvo sus problemas. El primer día, veintiocho divisiones hicieron 10 000 prisioneros y avanzaron unos trece kilómetros a través de un terreno que un año antes había retenido a los británicos durante tres meses y que comprendía buena parte de las colinas situadas al este de Ypres. Pero luego el barro volvió a obstaculizar el transporte, y la operación quedó suspendida durante días[32]. En cambio, en el ataque lanzado el 27 de septiembre en dirección a Cambrai contra un frente de quince kilómetros hubo que superar la formidable barrera que constituía el canal du Nord, con sus más de treinta metros de ancho, sus casi cinco de profundidad y sus espesas alambradas. Los canadienses, que combatían con el I Ejército británico, pusieron en práctica un plan muy arriesgado para cruzar un sector estrecho y seco del canal, llevando al otro lado la artillería en el curso de la primera noche y utilizándola para repeler los contraataques. Antes de empezar la operación, reconocieron minuciosamente la zona, luego utilizaron tanques y bombas de humo y se vieron favorecidos por la escasez de municiones de los artilleros alemanes, cuyo sistema de defensa se basaba en una serie de refugios subterráneos intercomunicados que fueron fáciles de aislar[33]. Pero las bajas fueron numerosas, y al día siguiente los canadienses quedaron atrapados en continuos combates en los alrededores de Cambrai, que no cayó hasta el 9 de octubre. La fase inicial del primer ataque salió mejor que las siguientes. Así pues, el asalto final emprendido por el IV Ejército británico el 29 de septiembre fue el más perjudicial de los cuatro, pues consiguió abrir una brecha en la Línea Hindenburg y en sus posiciones de reserva.

En ese sector, la línea había sido construida como una barrera defensiva continuada, más fácil de envolver que los sistemas de fortines de Passchendaele. Además, los alemanes la habían descuidado, y era demasiado extensa para la guarnición que la protegía. Durante la batalla de Amiens, los australianos habían capturado unos planos detallados del sistema. Su sector sur se concentraba en el canal de Saint-Quentin, protegido por alambradas y márgenes empinadas, mientras que en el sector norte el canal discurría por un túnel, utilizado por los alemanes a modo de refugio. Frente al canal había un cerro, que los británicos capturaron en un ataque preliminar para poder tener una panorámica de su cauce. Como las perspectivas de conseguir un efecto sorpresa eran pocas, Monash (a quien Rawlinson confió una vez más los preparativos) optó por la táctica más convencional de destruir todo lo posible las defensas con un bombardeo preliminar. La potencia de este bombardeo —unas 750 000 bombas disparadas a lo largo de cuatro días— fue a primera vista comparable con la del llevado a cabo en junio de 1916, pero lo cierto es que en aquellos momentos pocos proyectiles no estallaban y el fuego contra las baterías enemigas era mucho más preciso (los británicos utilizaron por primera vez bombas de gas mostaza) y conseguía destruir las alambradas con mayor facilidad. El éxito decisivo se consiguió en el sector propiamente del canal, donde los alemanes no se esperaban un ataque y los británicos se vieron favorecidos por la niebla y por un bombardeo de ocho horas en el transcurso del cual llegaron a dispararse 126 proyectiles de cañón de campaña por minuto contra cada 500 metros de posiciones alemanas. A partir del 29 de septiembre, el avance se vio ralentizado como de costumbre por culpa del apoyo irregular y desorganizado de los tanques y la artillería, por no hablar de la intensidad de las lluvias, pero el 5 de octubre los británicos penetraban las últimas defensas y poco después empezaban a avanzar, aunque aún lentamente, a través de un territorio sin fortificar[34].

La tarde del 28 de septiembre, antes incluso de estos dramáticos acontecimientos, Ludendorff había tenido una crisis nerviosa y había decidido presionar para que se firmara inmediatamente un armisticio. Reaccionó así no solo por lo que ocurría en el oeste, sino también por la noticia de que Bulgaria había pedido la paz. En septiembre de 1918, una combinación de éxitos militares aliados en el Frente Occidental y en otros escenarios consiguió por fin un avance importante. Alemania se enfrentaba no solo a una crisis en el oeste, sino también al derrumbamiento de sus socios, y la recuperación aliada se extendió a todos los teatros del conflicto. También a Rusia, donde la intervención aliada en la guerra civil reconstruyó un Frente Oriental, dirigido no solo contra las Potencias Centrales, sino también contra los bolcheviques y sus cómplices de facto. Aunque en el verano la expansión alemana en el antiguo imperio zarista ya se había ralentizado, la supervivencia de los bolcheviques estaba en aquellos momentos en cuestión. Tras hacerse con el poder en la capital, habían extendido su autoridad a lo largo de las líneas ferroviarias que salían del centro neurálgico Petrogrado-Moscú. Pero las elecciones de noviembre de 1917 a la Asamblea Constituyente pusieron de manifiesto que apenas una cuarta parte del electorado los apoyaba, y con la disolución de la Asamblea en enero Lenin provocó una guerra civil con los demás partidos socialistas. Este enfrentamiento entre Rojos (bolcheviques) y Verdes fue característico de 1918, aunque no tardó en verse incluido en otra guerra civil más famosa, la de Rojos contra Blancos (no socialistas)[35]. El propio Tratado de Brest-Litovsk fue un segundo instigador del conflicto, pues supuso la ruptura de la alianza bolchevique con los socialrevolucionarios de la izquierda, que habían favorecido la resistencia. En julio asesinaron al embajador alemán e intentaron una sublevación, tras lo cual los bolcheviques los expulsaron de los sóviets, y Rusia se convirtió efectivamente en un Estado con un solo partido[36]. La brutal matanza del antiguo zar y su familia ese mismo mes fue un signo más de la radicalización del régimen. Sin embargo, aunque la alineación proalemana de Lenin intensificó la polarización política de Rusia, la guerra civil fue algo que hacía tiempo que él venía pronosticando, incluso con agrado. Los alemanes, en cambio, estaban hartándose de la conexión bolchevique. El káiser Guillermo quería acabar con el régimen revolucionario, Ludendorff pretendía sustituirlo por los Blancos si estos aceptaban los términos de Brest-Litovsk, y la OHL y el Estado Mayor de la Marina habían concebido la operación Piedra Angular, un plan para tomar Petrogrado y Kronstadt y convertirlas en bases desde las que iniciar un avance hacia el mar de Barents[37]. Lenin intentó protegerse de este peligro intensificando su política de apaciguamiento. Ofreció a los alemanes un acuerdo con el que confiaba poder delimitar las fronteras de Rusia, junto con una serie de concesiones económicas para movilizar a los capitalistas enemigos a favor de una solución de compromiso. Su objetivo era simplemente darse un respiro, y no pensaba respetar los términos del pacto más allá de lo necesario. En el bando alemán, Hintze, aunque había sido nombrado por Hindenburg y Ludendorff para que siguiera una política más dura que Kühlmann, seguía mostrándose partidario de alcanzar un acuerdo con los bolcheviques. Si los rusos continuaban viviendo una situación caótica, sostenía Hintze, servirían mejor a los intereses alemanes que cualquier otra alternativa concebible. De ahí que el 27 de agosto las dos partes firmaran de mala fe una serie de acuerdos complementarios entre Berlín y Moscú. Los bolcheviques aceptaban perder la soberanía de Livonia, Estonia y Georgia, y prometían entregar 6000 millones de marcos como reparación de guerra, junto con una cuarta parte de la producción de los yacimientos petrolíferos de Bakú. Los alemanes prometían no dar más apoyo a los movimientos separatistas, y los bolcheviques expulsar a las fuerzas aliadas, algo que, si no conseguían, harían los alemanes; unas cláusulas que implicaban la cooperación militar de los dos países contra Occidente[38].

Análogamente, la intervención aliada en Rusia tuvo un claro trasfondo antialemán, aunque posteriormente se hizo más antibolchevique desde el punto de vista ideológico. Fue de menor envergadura que las intervenciones de las Potencias Centrales. En comparación con el medio millón de efectivos de las fuerzas de ocupación alemanas y austríacas, el contingente aliado más numeroso, el japonés, era de solo 70 000 hombres en noviembre de 1918. Se encontraba en Siberia Oriental junto con 9000 estadounidenses y 6000 británicos y canadienses. Las fuerzas británicas, francesas y estadounidenses presentes en Arjánguelsk en esas mismas fechas ascendían a 13 000 efectivos, y en Múrmansk había unos 1000 soldados británicos. Otros 1000 soldados del Imperio británico operaban al norte de la frontera persa, concretamente en Ashjabad, desde septiembre de 1918, y la llamada Dunsterforce, un destacamento británico de alrededor de 1400 hombres a las órdenes del general de división Dunsterville, ocupó Bakú entre agosto y septiembre. A pesar de todo, las fuerzas aliadas tuvieron un impacto enorme en comparación con su tamaño, y su presencia contribuyó a intensificar una guerra civil rusa que al final se saldaría con la muerte en combate o de inanición de entre 7 y 10 millones de personas, casi tantas como las caídas a lo largo de la Gran Guerra[39].

El Ártico y Siberia fueron las regiones críticas del conflicto entre los Aliados y el Sóviet. Ningún gobierno aliado consideraba a los bolcheviques una autoridad legítima o representativa, y en diciembre de 1917 británicos y franceses acordaron en secreto ayudar a los partidos antibolcheviques, aunque habrían estado dispuestos a cooperar con Lenin y Trotski si estos hubieran seguido en la guerra. De hecho, cuando en la primavera de 1918 pareció que los alemanes iban a aplastar el nuevo régimen en vez de firmar una paz con él, Trotski fue presa del pánico y autorizó al Sóviet de Múrmansk a solicitar la ayuda aliada, y llegaron a desembarcar en esta ciudad marines británicos en el mes de marzo. Tras firmar el Tratado de Brest-Litovsk, Moscú quiso expulsar a esos marines, pero las autoridades de Múrmansk se negaron, pues querían utilizarlos como proveedores de alimentos y como protectores de su flota pesquera, mientras que los británicos pretendían impedir que las municiones que habían entregado a la ciudad portuaria cayeran en manos enemigas[40]. Por otro lado, a partir de comienzos de 1918 británicos y franceses empezaron a presionar a los japoneses para que intervinieran en Siberia, pues Japón era el único de los países aliados que todavía contaba con una gran cantidad de soldados de reserva debidamente adiestrados[41]. Esperaban consolidar un Frente Oriental, no solo para mantener ocupadas a las tropas alemanas y austríacas, sino también para impedir que las Potencias Centrales pudieran burlar el bloqueo aliado. Además, en el verano, mientras los alemanes avanzaban hacia el Cáucaso, los británicos previeron la creación de un bloque enemigo germano-soviético que amenazaría sus intereses en Oriente Próximo y la India[42]. Estas preocupaciones parecían más importantes que el riesgo de que los japoneses pudieran establecer una región dependiente de su país. En Tokio, sin embargo, el gobierno de Terauchi estaba dividido. El primer ministro, el ministro de Asuntos Exteriores y los jefes del ejército temían que la revolución bolchevique creara un centro de poder hostil en el continente, amenazando su seguridad y sus intereses económicos y dificultando sus esfuerzos por dominar China. Querían instaurar un régimen títere en la cuenca del Amur. Otras figuras más internacionalistas, como Saionji, un anciano estadista, y Hara, líder del partido Seiyukai, temían una confrontación con Occidente, y estaban dispuestos a actuar solo si así lo acordaban con los estadounidenses. Pero Wilson no estaba dispuesto a atender los requerimientos de franceses y británicos. No sentía simpatía alguna por los bolcheviques, y apenas los conocía, pero se oponía a la intervención en un país soberano por principio y probablemente también por los amargos recuerdos de su participación en México. Sus consejeros estaban mucho más preocupados que los británicos por los peligros que podía implicar la expansión japonesa, la prioridad estratégica del presidente era Europa y los militares estadounidenses se oponían a cualquier compromiso con la cuestión de Siberia. Pero tanto Wilson como el coronel House no querían decepcionar a sus socios en el momento de mayor intensidad de las ofensivas de Ludendorff, y los Aliados, haciendo causa común, no dejaban de insistir en esta cuestión. A finales de la primavera, la oposición inicial de Wilson a intervenir en Rusia comenzaba a perder fuerza, pero la sublevación de la Legión Checa supuso salir por fin de aquel atolladero[43].

La Legión Checa estaba formada por antiguos soldados austrohúngaros que habían desertado o que se habían unido al ejército ruso tras ser capturados. La integraban unos 40 000 hombres, que tenían buenas razones para no querer rendirse a las Potencias Centrales, que podían castigarlos como traidores. En marzo, los bolcheviques decidieron permitirles abandonar Rusia utilizando el ferrocarril transiberiano, pero luego accedieron a la solicitud aliada de que los checos que se encontraran en la zona más occidental del país fueran evacuados desde los puertos árticos. Los checos se encontraron abandonados y aislados en el corazón de un extensísimo territorio caótico y hostil, y los rumores de que serían divididos hicieron estallar las tensiones entre ellos y los Rojos. El 14 de mayo, tras la detención de algunos de sus camaradas por un alboroto, tomaron la ciudad de Cheliábinsk, en la región del Ural. Trotski, en aquellos momentos comisario del pueblo para la Guerra, reaccionó de manera exagerada, ordenando abrir fuego contra cualquier checo armado. Al parecer, la revuelta de los checos no fue coordinada ni con los Aliados ni con los adversarios rusos de los bolcheviques. Convertida en la fuerza local más poderosa, la Legión Checa fue capaz de destruir en menos de un mes la autoridad bolchevique a lo largo de toda la línea ferroviaria transiberiana. En julio apoyó la creación de un gobierno controlado por los socialrevolucionarios, el Komuch, en la ciudad de Samara[44]. En un momento en el que los Aliados estaban contra la pared y los bolcheviques se posicionaban cada vez más al lado de los alemanes, el Frente Oriental había quedado providencialmente restablecido, facilitando la intervención japonesa y ofreciendo a Wilson una justificación plausible para involucrarse. El presidente reconoció que era necesario actuar para que los checos de Vladivostok pudieran unirse a sus camaradas del interior. Propuso una expedición conjunta de Estados Unidos y Japón, comprometiéndose los dos países a respetar la soberanía rusa. A pesar de esta condición incluida deliberadamente, la invitación ofreció al ejército japonés el pretexto que necesitaba para intervenir con fuerza. Así pues, los japoneses ocuparon la cuenca del Amur, pero no se esforzaron ni por llegar al interior de la región ni por socorrer a los checos. Pero la ayuda de los Aliados a la Legión Checa hizo que estuvieran a punto de romper hostilidades con los bolcheviques y que la situación en el Ártico se volviera más crítica. Moscú exigió a los británicos que se retiraran de Múrmansk, a lo cual estos se negaron. En agosto los Aliados desembarcaron en Arjánguelsk, donde un golpe había expulsado a las autoridades bolcheviques locales. El territorio inhóspito que se extendía entre Múrmansk, Arjánguelsk y Petrogrado se convirtió en un nuevo escenario de la guerra[45].

Era previsible que, tras la revolución bolchevique, estallara en Rusia una guerra civil, en vista del control incompleto que tenía Lenin del país y del desprecio con el que trataba a sus adversarios. La revuelta checa posibilitó la intervención de los Aliados, dándoles el pretexto necesario, y llevó las hostilidades de la guerra civil a una fase de mayor intensidad y crudeza. Pero es harto improbable que la intervención aliada arrojara a los bolcheviques a los brazos de Berlín: Lenin ya había decidido en mayo negociar con Berlín, pues consideraba que podía soportar mejor una guerra contra los japoneses que una contra los alemanes[46]. Análogamente, antes incluso de la revuelta checa, las Potencias Centrales habían entrado en Ucrania. Pero lo cierto es que la intervención aliada en Siberia constituyó un motivo adicional para que no se movieran de allí, y el temor a otra intervención aliada, esta vez en el Ártico, fue una de las principales razones de que los alemanes se comprometieran con la cuestión finlandesa[47]. El conflicto ruso absorbió a cientos de miles de soldados austrohúngaros que habrían podido combatir en otros escenarios.

No solo los alemanes fueron víctimas de su éxito en Rusia. Lo mismo ocurrió a los otomanos, que en 1918 se adentraron en Transcaucasia. En esta región, salvo en Bakú, la capital del petróleo a orillas del Caspio, los bolcheviques eran mucho más débiles que los grupos nacionalistas separatistas y que los mencheviques. Cuando Petrogrado cayó en manos de los bolcheviques, los partidos locales establecieron una frágil República Transcaucásica, uniendo Georgia, Armenia y Azerbaiyán[48]. Dicha república no estuvo representada en las negociaciones de Brest-Litovsk, donde los turcos reclamaron los distritos armenios de Batum, Ardahan y Kars que habían perdido en 1877-1878 en beneficio de Rusia. Los alemanes apoyaron a regañadientes esta petición, los bolcheviques optaron por lavarse las manos, y los transcaucasianos se vieron abandonados a su suerte. Eran demasiado débiles para oponerse a los turcos, que invadieron los tres distritos y se los anexionaron en agosto, lo que supuso el fin de la República Transcaucásica, cuyos tres componentes firmaron con Constantinopla tratados de paz separados. Las ambiciones de los turcos, sin embargo, iban más allá. Enver Pachá pretendía dominar el Cáucaso y establecer una base en el mar Caspio para controlar el petróleo y crear una serie de estados tapón contra Rusia[49]. En julio los turcos habían llegado a Bakú, ciudad que tomaron dos meses después, expulsando de ella a la Dunsterforce británica. La empresa caucásica de Enver, sin embargo, lo indispuso con los alemanes, que, como tenían su propio plan para los yacimientos petrolíferos y las minas de la región, decidieron apoyar a Georgia con un tratado de ayuda y con tropas[50]. Se negaron a reconocer los tratados de paz de Turquía con los estados transcaucásicos, y amenazaron con retirar la ayuda militar. En un protocolo secreto adjunto a los acuerdos complementarios firmados en agosto con Lenin, prometieron no prestar ayuda a los otomanos si estallaba un conflicto entre estos y los bolcheviques[51]. En aquellos momentos la amistad de Berlín y Moscú estaba socavando la de Berlín y Constantinopla, hasta el punto de empezar a vislumbrarse una guerra fría entre los dos aliados.

Otra de las razones de la consternación alemana por el asunto de Transcaucasia fue que en septiembre los otomanos destacaron a más de la mitad de sus fuerzas en la región. Estas unidades incluían algunas de sus mejores divisiones, que los turcos habían retirado de Europa después de haberlas enviado allí en 1916 para ayudar a los austríacos en Rumanía y en Galitzia. Los turcos habían quedado expuestos a los británicos en Mesopotamia y en Palestina, y supuestamente dejaron pasar la oportunidad de desquitarse cuando Allenby era vulnerable. Tras tomar Jerusalén en diciembre de 1917, Allenby tuvo que detener su avance por culpa de las lluvias invernales, y en febrero de 1918 el frente palestino se extendía desde las inmediaciones de Ramallah hasta Jericó[52]. El gabinete británico quería lanzar una ofensiva en dirección a Damasco y Alepo, pero Allenby optó por no moverse hasta crear unos nuevos servicios de inteligencia de campaña y tener terminada una línea ferroviaria costera de doble vía. Su prudencia fue una verdadera suerte, pues las ofensivas de Ludendorff en el oeste obligaron al Departamento de Guerra a despojarlo de parte de sus tropas. Seis divisiones perdieron nueve de sus doce batallones, que fueron reemplazados por reclutas inexpertos de la India[53]. Mientras se procedía al adiestramiento de los recién llegados, Allenby autorizó dos grandes incursiones al otro lado del Jordán en marzo-abril y en abril-mayo de 1918, pero fueron un vergonzoso fracaso. El objetivo principal de Allenby era cortar la línea ferroviaria de Hejaz (Hiyaz), que discurría al este de sus ejércitos y comunicaba Siria con Medina y La Meca, los lugares santos del islam. Este ferrocarril sufría constantes ataques de los guerrilleros del ejército árabe del norte, capitaneado por el hijo del jerife Husein, Faisal, ante quien actuaba como oficial de enlace el coronel Thomas Edward Lawrence, poniendo todo su empeño en idear la mejor estrategia para los rebeldes y en obtener el apoyo y la ayuda de los británicos para desarrollarla[54]. Gracias a los equipamientos y al subsidio mensual que les proporcionaban los británicos, los árabes pudieron aislar a unos 25 000 turcos en Transjordania y poner sitio a Medina, donde había una guarnición otomana de 4000 hombres[55]. Constituían un aliado útil y barato para Allenby, pero eran demasiado débiles para controlar de manera permanente la línea ferroviaria, pues los turcos la reparaban con bastante facilidad cada vez que era objeto de un acto de sabotaje. Allenby quería poder suministrarles directamente los pertrechos y las provisiones desde Transjordania con la esperanza de que la revuelta árabe se extendiera a Siria, pero la primera incursión al otro lado del Jordán fue incapaz de trasladar su artillería hasta Ammán por unas carreteras convertidas en barrizales por culpa de la lluvia, y acabó retirándose sin tomar la ciudad. La segunda tuvo que dar marcha atrás cuando un contraataque turco puso en peligro su línea de retirada[56]. De ahí que Allenby se viera obligado a pasar el verano preparando una ofensiva para el otoño.

Pero mientras Allenby se preparaba, su enemigo se esfumaba. En el verano de 1918 habían desertado desde el estallido de la guerra probablemente más de 500 000 soldados otomanos, y como estaban fuera de la ley y no podían regresar a sus pueblos y aldeas, muchos de ellos se unían a bandas armadas que vivían del robo y el pillaje[57]. Tropas del Grupo de Ejércitos de Yilderim fueron desplazadas al Cáucaso. Ayudados por su superioridad aérea, los británicos elaboraron una imagen fotográfica detallada de las posiciones enemigas, mientras ocultaban sus preparativos. Se enteraron de que el túnel del ferrocarril a Palestina que cruzaba los montes del Tauro estaría cerrado durante dos semanas para efectuar reparaciones, y programaron el ataque en consecuencia. Además, con un asalto por el extremo oriental del frente turco, Allenby podría engañar al enemigo haciéndole creer que, como en 1917, iba a intentar flanquearlo con un ataque por el interior. Pero, en realidad, esta vez pretendía abrirse paso por la costa y lanzar la caballería para cortarle la retirada, y con un segundo avance cerrarle el paso por el Jordán. Atacó el 19 de septiembre con 57 000 soldados de infantería, 12 000 de caballería y 550 cañones. Las fuerzas turcas estaban formadas por 32 000 soldados de infantería, 2000 de caballería y 400 cañones. Tras lanzar una lluvia de bombas, se abrió rápidamente una brecha por la que pasó la caballería. Los turcos, hostigados por las ráfagas de los aviones británicos, apenas opusieron resistencia, y Allenby ordenó el avance hacia Damasco, ciudad que cayó el 1 de octubre, un día antes de Beirut. Los británicos hicieron 75 000 prisioneros (de los cuales 3700 eran alemanes y austríacos) y sufrieron 5666 bajas[58]. Esta derrota aplastante, conocida normalmente con el nombre bíblico de batalla de Megido, puso fin a la campaña de Palestina, pero no supuso ni la destrucción del principal ejército turco ni una amenaza para los territorios otomanos de Asia Menor. Es harto dudoso que contribuyera de manera significativa a la decisión de Ludendorff o a la de las autoridades turcas de pedir un armisticio. Lo que sí influyó en uno y otro caso fueron las derrotas de Alemania en el Frente Occidental y una nueva ofensiva lanzada por los Aliados en el mes de septiembre: el ataque a los Balcanes.

Al igual que Turquía, en 1918 Bulgaria se había convertido en un socio de las Potencias Centrales cada vez más inquieto, que también estaba insatisfecho por los tratados de paz firmados en el este. La opinión pública búlgara había querido anexionarse toda la provincia de Dobrudja perteneciente a Rumanía, pero los turcos reclamaron una compensación por la ayuda prestada a los búlgaros. A modo de medida provisional, Dobrudja septentrional quedó bajo la ocupación de cuatro potencias, si bien Ludendorff no disimuló su oposición a las pretensiones búlgaras[*]. El primer ministro Radoslavov fue muy criticado por todo este asunto, y el rey Fernando I decidió sustituirlo por un hombre menos germanófilo, Molinov. Mientras tanto, el ejército búlgaro estaba cada vez más desmotivado, ocupando un frente bastante tranquilo, y muchos de sus soldados, campesinos en la vida civil, desertaban; eran unos hombres que durante tres años se habían visto obligados a dejar sus cosechas en manos de la familia, no estaban combatiendo en su tierra natal, carecían de alimentos y de ropa, y la propaganda aliada y pacifista, que estaba ganando terreno, hacía mella en ellos[59]. La OHL había disminuido gradualmente su ayuda, y en el otoño de 1918 solo quedaban allí tres batallones alemanes, junto con catorce divisiones búlgaras y dos austrohúngaras[60]. Para empeorar las cosas, tropas regulares griegas habían reforzado a los efectivos aliados, cuya unidad de mando se vio muy beneficiada cuando Clemenceau destituyó a Sarrail, nombrando en su lugar primero al general Guillaumat y luego, en junio, a Franchet d’Espèrey, uno de los artífices de la victoria del Marne en 1914. Clemenceau había criticado desde la oposición la campaña de Salónica, pero cuando volvió al gobierno se opuso a los intentos de Lloyd George de retirar las tropas aliadas de la zona[61]. Franchet planificó una gran operación que destruiría al ejército búlgaro y permitiría a los serbios reconquistar su patria, pero para ponerla en marcha antes tuvo que llevar a cabo una gran labor de persuasión. Los expertos militares del SWC accedieron con la condición de que no se utilizara ninguna unidad del Frente Occidental; Lloyd George hubiera preferido utilizar la vía diplomática para el asunto búlgaro, pero al final cedió[62]. El número total de efectivos presentes en aquel escenario de la guerra era prácticamente igual en los dos bandos, pero los franceses y los serbios lograron una superioridad de tres a uno en el momento decisivo, y Franchet dio su visto bueno a los audaces serbios cuando estos le propusieron lanzar un ataque a través de la cordillera que los separaban de Kosovo, trasladando la artillería pesada por unas montañas de casi 2500 metros de altitud. La operación fue lanzada el 15 de septiembre, y cuando se alcanzó la segunda línea de los búlgaros, su ejército se derrumbó. El 26, los serbios empujaron al enemigo hasta el otro lado del valle del Vardar, tras haber dividido en dos sus fuerzas. Ludendorff mandó cuatro divisiones del Frente Oriental a la zona, y Arz envió dos del Piave, pero, antes de que estas pudieran llegar los búlgaros pidieron el armisticio. Sus representantes se reunieron con Franchet y el 29 de septiembre firmaron un alto el fuego en los Balcanes que, curiosamente, no solo marcaría de manera definitiva el giro que se había producido desde aquellos primeros acontecimientos de 1914, sino que también conduciría a un alto el fuego en el conjunto de Europa[63].

Los Aliados se vieron muy beneficiados por la desintegración de sus enemigos. En 1917 los turcos habían combatido con arrojo en Palestina, pero cuando Allenby atacó en 1918, la mayoría se rindieron a la primera oportunidad. El ejército búlgaro había experimentado una decadencia similar durante los largos meses de inactividad en los que se agotaron sus provisiones y la disputa por Dobrudja vino a enturbiar los objetivos políticos de la guerra, y después de la batalla del Piave se aceleró el desmoronamiento del ejército de los Habsburgo. En cuanto a Alemania, las ofensivas de Ludendorff supusieron para su ejército 1,1 millones de bajas entre marzo y julio (a las que siguieron otras 430 000, entre muertos y heridos, y la pérdida de unos 340 000 efectivos que cayeron prisioneros, entre los meses de julio y noviembre). Se ha calculado que en los últimos meses de la guerra entre 750 000 y 1 millón de hombres se ausentaron del frente o se negaron a unirse a sus unidades[64]. El ejército alemán tuvo que afrontar una crisis insoluble de efectivos, y en los últimos meses de la guerra también sufrió escasez de armas y municiones por primera vez desde 1916. Pero sobre todo, como veía perfectamente Ludendorff, perdió el ánimo. A partir de julio comenzó a incrementar el número de alemanes que se rendían[65], aunque debido en parte a la mayor movilidad de la guerra y a la actitud más ofensiva de los Aliados (no debemos olvidar que, al fin y al cabo, miles de británicos se habían rendido el primer día de la operación Michael). Pero lo cierto es que, además, muchos alemanes ya no luchaban hasta el final, aunque algunas unidades —especialmente, las de ametralladoras— opusieran feroz resistencia. El contraste entre la defensa tenaz de Passchendaele y la facilidad con la que cayó la Línea Hindenburg un año después pone claramente de manifiesto que los Aliados ya no estaban combatiendo contra el mismo ejército. Desde 1916 había habido indicios de relajamiento de la disciplina y de pérdida de la moral en las fuerzas alemanas, si bien la gran consternación provocada por las ofensivas de marzo-julio aceleró gravemente el proceso. La caída de Rusia, por funestas que parecieran sus consecuencias a los Aliados, acabó siendo un cáliz envenenado para las Potencias Centrales. La incorporación de prisioneros de guerra y de veteranos desmoralizados procedentes del este socavó la cohesión tanto del ejército alemán como del austríaco en otros escenarios de la guerra, y las discusiones por el reparto del botín ruso y rumano dividieron a los líderes de las Potencias Centrales y causaron inquietud en sus frentes nacionales. Las tropas alemanas que se necesitaban en el oeste se encontraban atascadas en Ucrania (en un número muy superior al de las fuerzas de la intervención aliada en Rusia), mientras que el Cáucaso centraba cada vez más la preocupación de los turcos[66]. El estallido de energía que experimentaron las Potencias Centrales entre octubre de 1917 y julio de 1918 contribuyó en gran medida a su posterior derrumbamiento.

Si bien es cierto que las Potencias Centrales se labraron en buena parte su propia derrota, también lo es que los Aliados se habían convertido en un adversario más formidable. Este hecho debe ser analizado en sus aspectos militar, económico y político. La superioridad militar de los Aliados se debió en parte a su mayor número de efectivos, pero también a su mejor equipamiento y a su habilidad a la hora de utilizarlo[67]. Al final de la guerra, superaban a sus adversarios en número de hombres tanto en el Frente Occidental como en Italia o Palestina, pero esta circunstancia era una novedad. No fue hasta junio-julio cuando los dos bloques del Frente Occidental reconocieron que se había producido un cambio de equilibrio, aunque a partir de entonces la balanza se inclinaría rápidamente a favor de los Aliados. Mientras que el número de efectivos alemanes se reducía, pasando de los 5,2 a los 4,1 millones, en abril de 1918 los franceses llamaban a filas a la quinta de 1919 (unos 300 000 jóvenes) y reclutaban a otros 120 000 hombres de sus colonias de África[68]. Los británicos enviaron 351 824 efectivos a Francia entre el 21 de marzo y el 13 de julio. Para poder hacerlo, tuvieron que echar mano de su milicia nacional, de chicos de dieciocho años, de hombres convalecientes y de los trabajadores jóvenes de las fábricas, pero cuando la crisis remitió, volvieron a dar prioridad a sus necesidades industriales[69]. Una ley de emergencia amplió los límites de edad del servicio militar obligatorio y facultó al gobierno a aplicarla en Irlanda, aunque cuando se intentó imponer allí esta normativa se levantó una oleada de protestas y se intensificó la adhesión de los condados del sur al Sinn Féin[70]. Por lo que respecta a los Dominios, tras Nueva Zelanda en 1916, Canadá estableció el servicio militar obligatorio entre finales de 1917 y comienzos de 1918 para poder mantener sus niveles de reclutamiento[71]. En cualquier caso, por sí solos, todos estos esfuerzos solo habrían permitido que los ejércitos aliados hubieran visto reducido el número de efectivos con más lentitud que el alemán. Lo que realmente hizo posible que sus fuerzas crecieran fue la llegada masiva de reclutas de Estados Unidos.

La expansión de la AEF no se consiguió sin una lucha política previa, en la que las ofensivas alemanas tuvieron un impacto decisivo. En junio Lloyd George calificó la AEF de «la mayor decepción» de la guerra[72], pero los estadounidenses fueron más rápidos que los británicos a la hora de adiestrar a sus tropas y de enviarlas al Frente Occidental. Además, esos hombres tenían alta la moral. A pesar de un ruidoso movimiento pacifista, en Estados Unidos no hubo apenas una literatura antirromántica de desencanto antes de abril de 1917. Al contrario, autores como el poeta de Harvard Alan Seeger, que se alistó como voluntario en la Legión Extranjera francesa y murió en acto de servicio, ofrecieron una visión caballeresca del conflicto. Y las cartas y el diario de Seeger se convirtieron en un éxito de ventas. Políticos como Theodore Roosevelt —pero no Wilson— evocaron visiones tradicionales del combate como prueba de fuerza moral y de hombría, y recordaron la guerra de Secesión de su país con sorprendente pasión[73]. Para muchos de los que sirvieron en la AEF, la experiencia fue de hecho menos negativa que para los franceses y los británicos. Tal vez los afroamericanos, que constituían aproximadamente el 13 por ciento de los reclutas estadounidenses, fueran la excepción. Solo uno de cada cinco de los que fueron enviados a Francia entró en acción, y la mayoría sirvieron en los puertos o como mano de obra; los oficiales superiores de la división de combate formada exclusivamente por negros, la 92.ª, eran blancos. Dos regimientos de esta unidad se dieron a la fuga el mismo día que empezó la ofensiva en el sector Mosa-Argonne, aunque los regimientos de afroamericanos a las órdenes de los franceses se distinguieron por su actuación[74]. De los estadounidenses blancos que sirvieron en la AEF, casi 2 millones fueron a Francia, y 1,3 millones estuvieron en el campo de batalla, casi todos ellos después de julio de 1918. Un total de 193 611 resultaron heridos y 50 476 perdieron la vida, más de la mitad en el sector Mosa-Argonne (y otros 57 000 murieron tras contraer la gripe), pero la inmensa mayoría de ellos salieron ilesos. Su experiencia en el combate fue breve, y la vivieron, tras realizar un largo viaje por mar y por ferrocarril, en una zona rural que seguía relativamente intacta. Cuando estos hombres llegaron al campo de batalla, tanto los observadores alemanes como los Aliados se sorprendieron por su bravura casi suicida[75].

No obstante, durante el primer año de intervención estadounidense en la guerra, la AEF fue, desde el punto de vista de los Aliados europeos, una fuerza decepcionantemente pequeña. La culpa la tuvo en parte el enredo de «fusiones» del que fueron responsables Londres y París[*]. Los británicos y los franceses pretendían utilizar a los soldados estadounidenses como carne de cañón con la que cubrir los huecos de su propio ejército; Pershing y Wilson querían que formaran una fuerza independiente. Las dos partes veían las implicaciones políticas y operacionales de este asunto. Pershing consideraba que sus aliados podían resistir hasta que Estados Unidos desembarcara un ejército independiente, cuya creación requería equipos de transporte y administradores, así como tropas preparadas para ir al frente. En realidad, la proporción de no combatientes de la AEF experimentó un aumento considerable, pues pasó del 20 al 32,5 por ciento en los cinco meses anteriores a las ofensivas de Ludendorff[76]. Sin embargo, el 51 por ciento de las tropas estadounidenses cruzaron el Atlántico a bordo de buques británicos, ya fueran de propiedad o subarrendados (frente a un 46 por ciento que lo hicieron en barcos estadounidenses[77]), y en marzo de 1918 la emergencia permitió a los británicos cerrar un trato: pondrían más naves a disposición de Estados Unidos (reduciendo la flota encargada de cubrir las importaciones que necesitaban) para efectuar el traslado de 120 000 hombres al mes, pero con la condición de que estos fueran soldados de infantería y artilleros. Los estadounidenses habrían podido preguntarse por qué los barcos no habían estado disponibles con anterioridad, y, de hecho, los británicos los utilizaron como moneda de cambio, pues, como sospechaban correctamente, los estadounidenses utilizaban sus propios buques mercantes para hacerse con el comercio del hemisferio occidental y del Pacífico en vez de ponerlos al servicio de la causa común. A partir de agosto comenzó a disminuir la disponibilidad de naves británicas y el tamaño de los contingentes estadounidenses, probablemente porque, una vez superado el momento de máximo peligro, las dos partes volvieron a anteponer de manera estricta sus propios intereses[78]. No obstante, se había hecho lo suficiente para permitir que, a partir de abril de 1918, aumentara espectacularmente el número de tropas estadounidenses presentes en Europa:

TABLA 4

Tropas estadounidenses desembarcadas en Francia,

marzo-octubre de 1918[79]

La contribución crucial de Estados Unidos fue, de hecho, el gran número de tropas que aportaron a la causa, un factor que fue decisivo para convencer a Ludendorff y a sus hombres de la imposibilidad de alcanzar la victoria[80]. La valoración cualitativa de la OHL, antes incluso de la ofensiva de Mosa-Argonne, decía que los estadounidenses eran valientes, pero estaban mal adiestrados y torpemente dirigidos. Las primeras unidades aprendieron con celeridad, pero tras ellas llegaron muchísimos reclutas tan inexpertos que, en general, fueron incapaces de mejorar[81]. Las concesiones a Gran Bretaña y a Francia probablemente también perjudicaran a la AEF. El hecho de que tuviera que enviar al frente un número adicional de tropas sin contar con el apoyo de elementos no combatientes posiblemente contribuyera al caos logístico que se produjo en el sector Mosa Argonne, y la rapidez con la que se planificó la ofensiva para satisfacer los deseos de Foch y Haig sin duda repercutió en todo ello. Además, el concepto operacional de Pershing tal vez no fuera del todo acertado. Una de las razones por las que se oponía a la «fusión» de tropas era porque temía que sus hombres fueran adoctrinados en la cautela de las técnicas de la guerra de trincheras; apóstol de la ofensiva, el general estadounidense creía que la AEF debía lanzar un ataque decisivo para luego poder emprender una guerra total. El tamaño descomunal de las divisiones estadounidenses —formadas cada una de ellas por unos 28 000 efectivos, esto es, el triple o más de hombres que una alemana— tenía por objetivo economizar los escasos oficiales, pero también soportar las pérdidas estimadas en un ataque tan importante y poder seguir en combate. Pershing insistía en que sus hombres fueran adiestrados para destacar por su puntería, pero los fusiles no eran un arma que predominara en la guerra de trincheras. La artillería estaba provista de cañones ligeros y medianos de campaña en vez de obuses, y no era capaz de crear una cortina de fuego para abrir el avance de las tropas[82]. Por su doctrina y su armamento, los estadounidenses estaban menos preparados que los británicos y los franceses para una guerra semitotal.

Lo que acabó con los alemanes, aparte de sus propios errores, fue el elevado número de efectivos estadounidenses y la eficacia en el combate de los anglo-franceses, que, en combinación, provocaron la suspensión de las ofensivas de marzo-julio tras las enormes bajas sufridas y el avance a fondo en todas las posiciones a partir de julio, demostrando que no solo la guerra ofensiva, sino también la defensiva, estaban perdidas. Cuando se hace esta valoración suele ignorarse el papel desempeñado por el ejército francés, que durante 1918 capturó 139 000 prisioneros y 1880 cañones, frente a los 188 700 y 2840 de la BEF, los 43 300 y 1421 de la AEF, y los 14 500 y 474 de los belgas[83]. En noviembre la BEF disponía de alrededor de 1,75 millones de efectivos, los estadounidenses de 2 millones y los franceses de 2,5 millones; la BEF estaba al cargo del 18 por ciento del Frente Occidental, los estadounidenses del 21 por ciento y los franceses del 55 por ciento[84]. Las bajas francesas entre el 1 de julio y el 15 de septiembre ascendieron a 279 000[85], frente a las 297 765 de la BEF entre el 7 de agosto y el 11 de noviembre[86]. Incluso tras la llegada del grueso de las tropas estadounidenses, los franceses y los británicos siguieron siendo los que más daño hacían al ejército alemán, y también los que se llevaban la peor parte.

Al parecer, los franceses utilizaron una combinación de nuevas tecnologías y tácticas similar a la empleada por los británicos, pero el papel que desempeñaron en 1918 no ha sido estudiado con tanta profundidad[87]. Su contraofensiva en el Marne dio lugar a una batalla más colosal que la de Amiens, aunque en el enfrentamiento crucial de finales de septiembre su papel fuera más de apoyo. A partir de 1917, su artillería fue reequipada. A la firma del armisticio, contaba con 13 000 piezas, dos tercios de ellas debidamente modernizadas, y durante el verano disparó diariamente 280 000 bombas de cañones de campaña de 75 mm[88]. Al igual que británicos y alemanes, los franceses habían desarrollado el uso de bombardeos breves e intensos concebidos para neutralizar al enemigo y conseguir un efecto sorpresa. Además, contaban con una gran flota de tanques: 467 carros de combate pesados Schneider y Saint-Chamond en marzo de 1918, la mayoría de los cuales quedaron más tarde inutilizados. Sin embargo, para reemplazarlos, el ejército recibió a lo largo de ese mismo año 2653 tanques ligeros Renault, que fueron la punta de lanza de su contraofensiva del 18 de julio. Por último, al término de la guerra Francia poseía la mayor fuerza aérea del mundo[89]. El GQG de Pétain animó a los comandantes del ejército a utilizar una defensa en profundidad (lo que al final hicieron, al menos en cierta medida) y a poner en práctica nuevos métodos de ataque, basados en avances limitados de la infantería debidamente coordinados con la artillería y los tanques, yendo constantemente de un punto de referencia a otro nuevo, en vez de presionar en una misma zona hasta conseguir que disminuyera el fuego del enemigo[90]. Al igual que en otros ejércitos, también en el francés siguió habiendo diferencias entre la doctrina y la práctica, pero parece que los franceses participaron plenamente en la transformación que vino a restaurar el principio de movilidad.

Actualmente conocemos mucho mejor la verdadera historia de la BEF durante su avance de los Cien Días, desde agosto hasta noviembre. Lo primero que debemos recalcar es que no se trataba de una fuerza formada exclusivamente por unidades del Reino Unido. De las sesenta divisiones de infantería activas de la BEF en aquellos momentos, una era de Nueva Zelanda, cuatro eran de Canadá y cinco eran de Australia; una de las brigadas, además, era de Sudáfrica. Sus ataques tuvieron de media más éxito que los de las divisiones del Reino Unido, y tomaron la iniciativa en diversas operaciones, como, por ejemplo, las batallas de Hamel y de Amiens, o el envolvimiento de la Línea Hindenburg[91]. Se habían librado en buena medida de los combates defensivos de la primavera; pero también es cierto que las canadienses estaban mejor pertrechadas, pues poseían armas como las ametralladoras ligeras[92] y, a diferencia de las divisiones de las islas Británicas, habían conservado su organización en doce batallones. En esa fase de la guerra, además, gozaban de mayor independencia. En junio de 1917, un verdadero soldado profesional canadiense, el teniente general sir Arthur Currie, había asumido el mando de la Fuerza Expedicionaria Canadiense (anteriormente dirigida por británicos), y después de Passchendaele se encargó de actualizar con éxito las tácticas y el adiestramiento para las ofensivas[93]. Las divisiones australianas presentes en Francia fueron agrupadas en 1917 como Cuerpo Australiano, y a partir de mayo de 1918 fueron puestas análogamente bajo el mando de un general de su país, sir John Monash. Al margen de todos estos factores, sin embargo, lo cierto es que, como reconoció el propio GHQ británico, los oficiales y soldados de las fuerzas de los Dominios simplemente demostraron una gran eficacia en el combate[94].

Tanto las fuerzas de Gran Bretaña como las de los Dominios aplicaron una combinación de tecnología y táctica que había experimentado un notable progreso después del Somme. Lo que diferenció claramente a la batalla de Amiens de la del Somme fue el uso masivo de tanques, pero estas armas fueron más un valor añadido que la razón principal de la victoria. Es cierto que Alemania no las tenía, por lo que vio debilitada su capacidad de lanzar una contraofensiva. Con anterioridad, Ludendorff había dado muy poca prioridad al suministro de estos vehículos porque no estaba convencido de su importancia en los combates, pero en agosto ordenó, aunque demasiado tarde, 900 de ellos para la primavera de 1919. Los tanques podían derribar las alambradas enemigas sin necesidad de recurrir a un bombardeo de la artillería que abría agujeros en la tierra, y también podían silenciar los nidos de ametralladoras, permitiendo así emprender avances lejos del alcance de las cortinas de fuego. En pocas palabras, salvaban vidas, pero asimismo necesitaban que los soldados de la infantería se movieran a su ritmo para protegerlos de la artillería enemiga. El nuevo modelo Mark V seguía moviéndose a una velocidad ligeramente superior a la del paso del hombre, tenía una autonomía de entre dos y tres horas como mucho y su interior era tan sofocante y asfixiante por culpa del monóxido de carbono que a menudo morían sus tripulantes. Constituía un objetivo fácil, y los artilleros alemanes destruyeron varios centenares de tanques aliados a lo largo de 1918. Aunque a menudo los vehículos inutilizados podían ser arreglados o despiezados (pues eran los Aliados los que avanzaban), los recambios eran escasos y las reparaciones lentas. Cuando los tanques eran empleados de manera intensiva, el número de los utilizables disminuía, con celeridad (por ejemplo, entre el 8 y el 11 de agosto se pasó de los 430 a los 38)[95]; no obstante, a pesar de que se perdieron definitivamente 120 durante la batalla de Amiens, durante el resto de la guerra los británicos dispusieron de una cantidad de vehículos que oscilaba entre las 200 y las 300 unidades[96]. La BEF no programó más ataques con tanques de la misma envergadura del emprendido el 8 de agosto (y tampoco lo hicieron los franceses después del 18 de julio), pero parece que recurrieron a estos vehículos en la medida en que lo permitieron sus problemas mecánicos y otras limitaciones. El 21 de agosto fueron utilizados 183 en la batalla de Albert, y el 29 de septiembre 181 en la ofensiva contra la Línea Hindenburg[97]. Pero en esta última operación no era tan factible conseguir el efecto sorpresa del 8 de agosto, pues era necesario un bombardeo previo, mientras que en la campaña prácticamente en campo abierto del último mes los tanques se vieron obstaculizados por su imposibilidad de recorrer largas distancias sin la ayuda de camiones y trenes. Podían hacer una contribución importante como parte de una combinación de sistemas armamentistas, pero no eran unas máquinas capaces de ganar la guerra por sí solas[98].

Algo muy parecido puede decirse de la aviación, aunque durante 1918 la lucha por hacerse con la hegemonía en el cielo de los campos de batalla fue más feroz que nunca, y los dos bandos experimentaron con bombardeos de objetivos estratégicos en zonas distantes situadas al otro lado de las líneas. Las incursiones de los bombarderos alemanes contra Londres siguieron produciéndose hasta mayo (y contra París hasta septiembre, aunque las últimas se caracterizaron por su menor intensidad, pues se hizo cada vez más difícil aproximarse a la capital francesa sin ser detectados, algo que no ocurría con la capital británica porque se llegaba a ella por el mar del Norte). En el otoño, Ludendorff ya había perdido todas las esperanzas de poder sembrar el pánico entre el enemigo con estos ataques a las ciudades. Pero los bombardeos estratégicos de los Aliados fueron igualmente inefectivos. Las incursiones contra Alemania fueron en gran medida un esfuerzo británico, pues los franceses dieron prioridad a la liberación de su territorio, mostrándose dubitativos a la hora de tomar represalias. El gobierno de Lloyd George, sin embargo, autorizó un bombardeo ofensivo en represalia de las incursiones de los Gotha alemanes y (siguiendo las recomendaciones de un informe de Smuts al Gabinete de Guerra) creó en abril de 1918 la Royal Air Force y el Ministerio del Aire precisamente con ese objetivo en mente, estableciendo también una Fuerza Independiente especialmente responsable de la misión[99]. Los bombarderos DH4 y DH9 constituyeron el principal pilar de la campaña, cuyos objetivos fueron las ciudades y los centros industriales de Renania en una serie de ataques llevados a cabo en su mayoría a la luz del día. Esta ofensiva recibió una respuesta feroz y contundente de las baterías antiaéreas ayudadas por los reflectores. Al final de la guerra se habían perdido unos 330 cazas y 140 bombarderos[100]. Sirvieron para distraer recursos alemanes, probablemente más de los que los británicos dedicaron a la empresa, pues a la firma del armisticio solo 140 de los 1799 aparatos aéreos de la RAF en el Frente Occidental estaban destinados a esta misión. Tanto en este como en otros aspectos, fue una precursora singular de la Segunda Guerra Mundial, y si las hostilidades se hubieran prolongado hasta 1919, habría aumentado de envergadura, pues tras la firma del armisticio comenzó a estar disponible el cuatrimotor Handley Page V-1500 (con autonomía suficiente para alcanzar Berlín). Pero las fábricas de hierro y acero atacadas solo sufrieron daños superficiales, y las plantas de BASF en Mannheim (el principal objetivo dedicado a la industria química) nunca se vieron obligadas a suspender la producción[101]. A lo largo de la guerra, los bombardeos estratégicos mataron a 746 civiles en Alemania frente a 1414 en Gran Bretaña[102]. Es bastante dudoso que contribuyeran a acortar la duración del conflicto. En realidad, la batalla aérea crucial tuvo lugar en otro escenario.

La mayoría de los jefes de la RAF fueron reclutados entre los miembros del RFC y aceptaron la doctrina de que la función principal de la aviación era prestar apoyo al ejército. Sir Hugh Trenchard, el primer comandante de la Fuerza Independiente, era un ferviente defensor de esa doctrina y dedicó buena parte de sus esfuerzos a atacar los aeródromos y los ferrocarriles situados al otro lado de las líneas en vez de apostar por objetivos más lejanos. En noviembre de 1918, Gran Bretaña tenía en primera línea 3300 aparatos aéreos, frente a los 2600 de Alemania, mientras que los estadounidenses contaban con una fuerza mucho más reducida, aproximadamente 740 aviones, la mayoría de fabricación francesa[103]. Los dos bandos beligerantes disponían en 1918 de unos aparatos mucho más sofisticados y numerosos que en los años precedentes, libraban batallas masivas de desgaste con escuadrones más grandes y sufrían unas pérdidas espectaculares[104]. El 21 de marzo, los británicos contaban con 1232 aviones, pero el 29 de abril habían perdido 1302, y entre el 1 de agosto y el 11 de noviembre otros 2692[105]. La industria apenas podía entregar nuevos aparatos, y a la RAF le costaba especialmente encontrar nuevos pilotos, a los que casi no tenía tiempo de entrenar. La presión sobre los Aliados fue máxima durante las ofensivas de la primavera, si bien la fuerza aérea alemana continuó siendo grande y peligrosa hasta el final; por ejemplo, en agosto recibió más de 800 Fokker D7, el mejor caza de la guerra. Solo en los últimos meses sufrió las consecuencias de la escasez de combustible y de pilotos, pero la superioridad cualitativa de la aviación alemana siempre ensombreció la ventaja numérica de los Aliados. De ahí que estos no pudieran prescindir de los bombardeos estratégicos, y que incluso sus funciones básicas supusieran para ellos un esfuerzo excesivo. Armados con dos ametralladoras y capaces de transportar unos cuantos cientos de kilos de bombas, los aviones de la Primera Guerra Mundial tenían una capacidad limitada para el ataque terrestre. Aunque sus ráfagas ayudaron a retrasar el avance alemán en marzo y abril, la aviación aliada no tuvo tanto éxito a la hora de cubrir las operaciones ofensivas. En julio dejó inutilizados los puentes del Marne, pero durante la batalla de Amiens, pese a perder 243 aparatos en cuatro días, no consiguió destruir los puentes del Somme por los que los alemanes enviaban sus tropas de refuerzo[106]. El papel principal de la aviación siguió siendo impedir el acceso del enemigo a su propio espacio aéreo (tanto antes de Megido como antes de Amiens) y recopilar información en secreto.

El espionaje fotográfico fue reforzado con otras fuentes de información. Durante 1918, los británicos y los franceses demostraron su superioridad en el campo de la inteligencia de señales. Si antes de Caporetto y la ofensiva Michael los alemanes habían radiado mensajes falsos para crear ejércitos fantasma que confundieran a sus oponentes, antes de la batalla de Amiens los británicos engañaron a los alemanes haciéndoles creer que el ataque se produciría en Flandes. En el verano, los Aliados interceptaban y descifraban todas las semanas centenares de mensajes de radio de los alemanes, entre ellos los que revelaron el ataque del Matz. Por otro lado, las ofensivas aliadas del 18 de julio y el 8 de agosto fueron por sorpresa, lo que contribuyó enormemente no solo a su éxito, sino también a provocar la exasperación de Ludendorff. La superioridad de la inteligencia de Allenby antes de Megido fue todavía más definitiva[107].

No obstante, la tecnología que más contribuyó al éxito de los británicos fue la artillería. Muchas de las mejoras que experimentó esta arma durante la guerra —como, por ejemplo, su eficacia para la creación de las cortinas de fuego que facilitaban el avance, o su habilidad a la hora de empezar a disparar sin necesidad de preparativos— habían aparecido con anterioridad. En 1917, en el 90 por ciento de las observaciones de contrabatería ya se utilizaba el reconocimiento aéreo[108]. Sin embargo, como demuestra la carrera de Bruchmüller, la revolución que experimentó la artillería no fue un fenómeno exclusivamente británico. En cualquier caso, el año 1918 fue testigo de importantes innovaciones, sobre todo en lo que a la producción se refiere. El Ministerio de Municiones entregó 6500 cañones y obuses en 1917, y 10 700 en 1918, lo que posibilitó cubrir con gran rapidez el vacío dejado por las enormes pérdidas sufridas durante las ofensivas de la primavera[109]. Los cañones británicos dispusieron de más bombas detonantes de las que podían disparar, y también hubo mayor abundancia de bombas de gas. Aunque las nubes de gas de Ypres y Loos siguen constituyendo el ejemplo más evidente de la guerra química de 1914-1918, la cantidad de gas utilizado fue aumentando durante todo el conflicto, año tras año. En 1915 fueron utilizadas 3870 toneladas, cantidad que aumentó a 16 535 toneladas en 1916, a 38 635 en 1917 y a 65 160 en 1918[110]. En el Frente Occidental las bajas producidas por el gas ascendieron a 129 000 en 1915-1917; en 1918 a 367 000, el 2,5 por ciento de las cuales fueron muertos[111]. El gas era menos letal que los explosivos detonantes, pero en 1918 el Frente Occidental se convirtió en un campo de batalla de guerra química cuya imagen no volvería a repetirse hasta la década de 1980 en el curso de la guerra del Golfo, con muchos tipos distintos de gas disponibles y con diversas maneras de lanzarlos, aunque el método predominante fue el de la bomba de gas, que representó el 50 por ciento de las municiones disparadas durante los bombardeos británicos. En Hamel, por ejemplo, se dispararon más de 25 000, y el gas resultó particularmente eficaz en las operaciones de fuego de contrabatería, penetrando en los reductos que protegían de los explosivos y obligando a los artilleros a ponerse las máscaras[112]. A partir de septiembre, en los combates con mayor movilidad disminuyó el uso del gas para no contaminar la atmósfera ni el terreno por el que tenía que avanzar la infantería. A la hora de neutralizar las baterías enemigas fue determinante, sin embargo, la habilidad de los británicos para localizarlas, ya fuera mediante reconocimiento fotográfico aéreo, localizando las detonaciones o calculando la distancia por el sonido (con la ayuda de micrófonos que determinaban la posición de los cañones por las «ondulaciones de aire» generadas cuando estos disparaban)[113]. En Amiens, el 95 por ciento de los cañones alemanes fueron identificados antes de que empezara la batalla, y el 27 de septiembre, en el canal du Nord, el fuego de contrabatería tuvo una efectividad del 80 por ciento[114].

Pero semejantes resultados exigían tiempo y preparación, por no hablar de lo que suponía colocar previamente los cañones en la posición correcta (y hacer las pruebas y correcciones pertinentes antes de empezar a utilizarlos). Además, aunque comenzó a introducirse la radio durante la ofensiva de los Cien Días, en el transcurso de las acciones siguió siendo difícil la comunicación artillería-infantería. No obstante, británicos y franceses habían encontrado la manera de neutralizar o destruir cualquier sistema defensivo alemán lanzando una tormenta de bombas, tras la cual la infantería bien pertrechada se encargaba de destruir los últimos focos de resistencia con la ayuda de una cortina de fuego móvil que le abría paso y el apoyo de los tanques y la aviación. No hay un factor que explique por sí solo el aumento espectacular de victorias aliadas. Este éxito más bien fue el fruto de saber conjugar las nuevas tecnologías con los procedimientos operacionales; una combinación que se había madurado durante un tiempo, pero que resultó totalmente provechosa cuando fue utilizada con un adversario vacilante. Una parte del mérito la tuvieron los hombres que dirigían las operaciones. Pétain, a pesar de su pesimismo en marzo de 1918, había impulsado las innovaciones en su ejército sin tener en cuenta la opinión contraria de sus subordinados y enfrentándose a Foch y a Clemenceau[115]. Haig y el GHQ, dirigido por personal nuevo y más competente, dieron más libertad de acción a comandantes con talento como Rawlinson, Currie y Monash, y mostraron una nueva voluntad de poner fin a los ataques a su debido tiempo. Además, en el verano de 1918 Haig percibió la posibilidad de terminar la guerra con celeridad, a expensas de un mayor número de bajas a corto plazo, pero tal vez menor a la larga[116]. Foch también la percibió, aunque probablemente los dos se equivocaran al desviar la línea de ataque estadounidense de Saint-Mihiel al sector Mosa-Argonne. Los poderes oficiales de Foch habían ido aumentando de manera gradual, y en junio el gobierno francés privó a Pétain del derecho de recurrir sus decisiones. Sorprendentemente, incluso Pershing se mostró dispuesto a respetarlo, pero Haig no tanto, pues hasta se negó a reforzar a los franceses antes de la batalla del Matz, así como a prolongar la batalla de Amiens. Sin embargo, Foch (que en agosto fue nombrado mariscal de Francia) consideraba que su papel consistía en dar ánimos y en construir consensos más que en ejercer el mando, y su control sobre las reservas de los Aliados tuvo menos importancia cuando pasaron a la ofensiva. Había madurado y adquirido sabiduría, y su Estado Mayor (pequeñísimo en comparación con el de Eisenhower en 1944-1945) colaboraba en la coordinación de la estrategia aliada con más eficiencia que la que habría podido alcanzarse a través de acuerdos bilaterales, y su labor quedaría reflejada al final en la puesta en marcha de la primera ofensiva general combinada[117].

Una logística flexible, el dominio de los mares y una base industrial poderosa fueron los tres requisitos previos de aquel sistema de avance aliado basado en la movilidad y en el uso intensivo de las tecnologías. En el invierno de 1916-1917, la BEF había reorganizado su logística poniéndola al cargo de civiles expertos en materia de ferrocarril, construyendo más vías y enviando material rodante al continente[118]. Puesto a prueba en medio del caos de la retirada de la primavera, el sistema funcionó perfectamente: en abril de 1918 pudo llegar al frente el mismo número de convoyes con provisiones que en los cinco meses de la batalla del Somme. Durante la ofensiva de los Cien Días emprendida entre agosto y noviembre, la BEF recibió debidamente los suministros necesarios, aunque con mayor dificultad, pues avanzaba por una tierra devastada por el enemigo en retirada, lejos de las terminales de sus líneas ferroviarias[119]. Los franceses también mantuvieron en funcionamiento sus trenes, algo que pudieron hacer gracias al material rodante proporcionado por británicos y estadounidenses. Aunque se vio forzado al límite, su sistema ferroviario no quedó colapsado como había ocurrido con el ruso o como estaba a punto de ocurrir con el alemán y el austríaco. En cuanto a los estadounidenses, mejoraron las maltrechas líneas ferroviarias que unían sus puertos atlánticos y Lorena, aunque ni en Saint-Mihiel ni en el sector de Mosa-Argonne su plan de aprovisionamiento discurrió con tanta diligencia como los de sus socios.

El segundo requisito previo fue el dominio de los mares, para que tanto los hombres como los armamentos pudieran llegar a los puertos del Atlántico y del canal de la Mancha (por no hablar de los de Italia, Egipto, Grecia y Rusia). Dicho dominio no solo supuso para los Aliados disponer de tropas estadounidenses, sino también importar alimentos, materias primas y mano de obra del resto del mundo. Además de los efectivos procedentes de los Dominios, y de los hombres del norte y el oeste de África que cubrieron las bajas del ejército francés, los franceses trajeron a millares de operarios de Indochina, y en 1917-1918 llegaron de la provincia de Shandong alrededor de 95 000 chinos con el fin de trabajar para la BEF[120]. Si bien en la superficie el margen de superioridad de los británicos se amplió entre 1914 y 1916, en el siguiente bienio este disminuyó de nuevo, a pesar de la ayuda estadounidense (cinco acorazados estadounidenses se trasladaron a Escocia en 1917-1918, y los estadounidenses proporcionaron el 27 por ciento de las fuerzas encargadas de la protección de los convoyes que cruzaban el Atlántico)[121]. Las labores de escolta dejaron a la Royal Navy sin su muro de cruceros y destructores, y los grandes buques de guerra fueron destinados temporalmente a la protección de los convoyes escandinavos. Aunque los acorazados y los cruceros de batalla de Gran Bretaña quedaron concentrados en Rosyth a partir de abril de 1918, en cierta medida los submarinos alemanes cumplieron su viejo objetivo de mantener dispersa la Gran Flota. En enero el Almirantazgo aprobó la recomendación de Beatty (que después del episodio de Jutlandia había sustituido a Jellicoe como comandante general) de que «para la Gran Flota la estrategia correcta ya no consiste en procurar que el enemigo pase a la acción cueste lo que cueste, sino más bien en contenerlo en sus bases hasta que la situación general nos sea más favorable»[122]. El nuevo comandante había aprendido muy bien la dolorosa lección de Jutlandia. Consideraba que las bombas de su armada seguían siendo inadecuadas, y que solo tres de sus cruceros de batalla estaban en condiciones de combatir en línea contra el enemigo. El Almirantazgo estuvo intranquilo prácticamente hasta la conclusión del conflicto, temiendo que los alemanes capturaran la Flota del Báltico rusa o los puertos del canal de la Mancha[123]. Al final, en 1918 la Flota de Alta Mar zarpó solo en una ocasión: el 22-25 de abril para atacar un convoy escandinavo, que no consiguió localizar. Observando estrictamente la orden de no utilizar las radios, los alemanes se echaron a la mar sin ser detectados, y, aunque a su vuelta rompieron ese silencio (permitiendo así que la Gran Flota saliera en su persecución cuando ya era demasiado tarde), el episodio demostró que los británicos no siempre eran debidamente avisados de sus movimientos. Si bien la estrategia de la Gran Flota fue de contención más que de destrucción, lo que más posibilitó la indemnidad de los alemanes fue su propia contención. Después incluso de lo de Jutlandia, la Flota de Alta Mar seguía viéndose intimidada por su adversaria[124].

En la campaña contra la ofensiva de los submarinos, no se tomó ninguna medida que resultara tan útil para mantener abiertas las rutas de navegación como las misiones de escolta. Es cierto que los alemanes perdieron sesenta y nueve submarinos en 1918, frente a los sesenta y tres de 1917 y a los cuarenta y seis de 1914-1916. Solo en mayo fueron catorce, una cifra récord para aquella guerra. Sin embargo, veintidós de las sesenta y nueve pérdidas fueron debidas a las minas, en cuya colocación se esforzaron los Aliados[125]. La barrera de Dover, recompuesta a finales de 1917 como un nuevo y extenso campo de minas en el que los reflectores y las bengalas de los barcos de arrastre tenían por objetivo obligar a los submarinos alemanes a navegar a baja profundidad por la noche, probablemente destruyera diecisiete de ellos entre diciembre de 1917 y abril de 1918. Los destructores alemanes provocaron graves daños en ella durante una incursión nocturna llevada a cabo el 14-15 de febrero, en la que hundieron un barco de arrastre y siete traineras, pero no repitieron nunca más una operación semejante ni intentaron lanzar un ataque, como temía Beatty, con grandes buques de guerra. Aquí, de nuevo, la Flota de Alta Mar adoptó una postura de pasividad mientras que a Alemania se le agotaba el tiempo. La barrera de Dover cortó el paso a los U-Boote. Otros submarinos más pequeños de la flotilla de Flandes siguieron pasando por allí, pero a partir de febrero todas las embarcaciones de la Flota de Alta Mar utilizarían una ruta mucho más larga, la del norte; para impedírselo, entre marzo y octubre de 1918 los Aliados colocaron un campo de minas que se extendía desde Escocia hasta Noruega. La barrera del norte fue iniciativa de los estadounidenses, que fueron los principales encargados de colocarla, utilizando minas de dudosa eficacia. Aunque sirvió para hundir seis o siete submarinos, no era una barrera hermética, y tal vez la inversión en ella no estuviera justificada. Podemos plantearnos un interrogante similar respecto a otra operación espectacular (y excepcionalmente aguerrida): la incursión lanzada por los británicos el 23 de abril en Ostende y Zeebrugge, con la intención de cortar el acceso al mar de los submarinos de Flandes mediante el hundimiento deliberado de barcos en los dos canales de salida, pero que fracasó tras sufrir 635 bajas[126].

El sistema de convoyes continuó siendo la mejor apuesta de los Aliados. Durante 1918 se vio extendido para cubrir las aguas del litoral británico, en las que en aquellos momentos los submarinos concentraban su atención. En el Mediterráneo resultó menos efectivo porque no fue tan completo y porque los convoyes llevaban unas fuerzas de escolta menos potentes. Por otro lado, los intentos de dejar enjaulados a los submarinos alemanes y austríacos mediante el establecimiento de una barrera a través del estrecho de Otranto supusieron, al parecer, una pérdida de tiempo para los buques de guerra aliados, pues poco consiguieron con todo ello. Por esta razón la ruta de abastecimiento a escenarios de la guerra como Salónica y Palestina siguió siendo precaria. En aguas más septentrionales, sin embargo, la nueva tecnología daba sus frutos; normalmente cada buque escolta solía llevar treinta cargas de profundidad (frente a las cuatro de 1917), unas cargas de profundidad que hundieron veintiún submarinos (frente a los seis del año anterior)[127]. Los submarinos utilizaban con frecuencia la radio, y la Sala 40 interceptaba sus mensajes, lo que permitía al Almirantazgo dar las instrucciones pertinentes a los convoyes para que los pudieran evitar[128]. La aviación aliada, sobre todo, hacía más peligrosos los ataques a los convoyes, no porque fuera capaz de hundir submarinos, sino porque los detectaba e informaba de su presencia. Durante 1918, la RAF aumentó el número de los aparatos de sus bases terrestres dedicados a la guerra antisubmarina, que pasó de 22 a 223. Y las armadas de Estados Unidos y Francia también utilizaron una cantidad considerable de aviones, que cada vez más disponían de radio. Aunque el número de submarinos no disminuyó, sí se frenó su crecimiento; la cantidad de naves en servicio fluctuaría entre 128 en enero y 125 en abril, 112 en junio y 128 en septiembre. Los alemanes contribuyeron a ello con demoras en su construcción: de un pedido de noventa y cinco submarinos realizado en junio de 1917, solo llegaron a entregarse cinco[129]. El «Programa Scheer» de otoño de 1918 preveía, cuando ya era demasiado tarde, una expansión masiva hasta alcanzar los 333 submarinos, pero, aunque hubiera seguido la guerra, probablemente no se habría cumplido por falta de recursos[130]. Por otro lado, aunque el número de submarinos se mantuvo, su efectividad decayó. En marzo de 1917, cada una de las naves de la Flota de Alta Mar destruyó una media de 0,55 barcos diarios, pero en junio de 1918 esta cifra había quedado reducida a 0,07[131]. Las contramedidas puestas en marcha por los Aliados obligaron a los submarinos alemanes a tomar rutas más largas para alcanzar las zonas de sus objetivos, encontrando menos víctimas a su llegada, y quizá evitando a los convoyes incluso cuando los localizaban. Si tenemos en cuenta la situación casi inimaginable que se vivía en un submarino a punto de irse a pique, no es de sorprender que tanto las tripulaciones más jóvenes e inexpertas como las más veteranas y exhaustas no quisieran correr peligro alguno. Los comandantes experimentados y agresivos eran cada vez menos, pues ya habían fallecido muchos de aquel 5 por ciento responsable del 60 por ciento de los hundimientos[132]. En consecuencia, las pérdidas de naves de los Aliados subieron durante los tres primeros meses de 1918, pero cayeron en abril y nunca más volvieron a superar las 300 000 toneladas mensuales (si bien a finales de septiembre se mantuvieron por encima de los niveles de 1915). Además, a partir de abril los nuevos buques mercantes que entraron en servicio superaron en número a los destruidos; y en otoño esta diferencia fue aún mayor. Después de junio, las pérdidas en el Mediterráneo también experimentaron una caída pronunciada y permanente. Aunque no de manera tan espectacular como el triunfo aliado en la batalla del Atlántico de mayo de 1913, los meses de abril y mayo de 1918 supusieron un verdadero punto de inflexión.

En cuanto a la superficie, los alemanes probablemente no supieran sacar el máximo provecho de sus ventajas. Por ejemplo, la táctica de «manada», consistente en un ataque masivo de submarinos por la superficie en plena noche, cuyos efectos serían devastadores en la Segunda Guerra Mundial, solo se puso en práctica en una ocasión, cuando en mayo de 1918 una docena de U-Boote permanecieron concentrados en aguas occidentales. Cinco buques mercantes fueron hundidos o dañados en el curso de las dos semanas de la operación, aunque 293 fueron escoltados hasta puertos seguros a través de la zona de peligro, pues los submarinos alemanes no podían comunicarse debidamente por radio para converger en un punto, y la Sala 40 detectaba su paradero. Otra oportunidad perdida quizá fuera la de operar en aguas del litoral estadounidense con naves de largo alcance, algo que se intentó a partir de mayo de 1918, pero siguiendo la normativa para el apresamiento de barcos. Los submarinos alemanes hundieron 93 navíos, lo que conmocionó a la opinión pública estadounidense; en el mes de junio se ordenó un apagón general de trece noches en la ciudad de Nueva York por miedo a los hidroaviones enemigos. Sin embargo, aunque los estadounidenses echaron a la mar convoyes costeros, las rutas de navegación del Atlántico siguieron siendo su prioridad, y no ordenaron el regreso de buques de guerra a aguas nacionales[133]. Guillermo II insistía en limitar este tipo de operaciones, y los comandantes de los submarinos alemanes dudaban de su conveniencia[134]. Por último, debemos señalar que los U-Boote atacaron ocasionalmente los convoyes encargados del traslado de tropas estadounidenses (la mayoría escoltados por barcos de la armada estadounidense). Sin embargo, los objetivos de esos ataques eran con frecuencia las naves de carga en vez de las que transportaban a los soldados, y normalmente los destructores repelían la agresión. Un transatlántico alemán requisado, el Vaterland, rebautizado como Leviathan, transportó él solo 96 804 soldados en diez viajes. Alcanzaba tal velocidad que a menudo realizaba las travesías sin escolta. En total fueron hundidas tres naves para el transporte de tropas en su viaje de vuelta a Estados Unidos, y en febrero una de estas embarcaciones con bandera británica se fue a pique, muriendo en el incidente 166 soldados y 44 marineros de la tripulación[135]. Lo cierto es que, a pesar de la predicción de Holtzendorff de que ningún soldado estadounidense llegaría a Europa, los submarinos alemanes no dejaron de concentrar su atención en los buques de carga, más lentos y vulnerables.

Aunque los Aliados minimizaron la amenaza submarina, sus pérdidas en toneladas continuaron siendo elevadas hasta bien entrado 1918, y nunca lograron recuperarse del gran impacto acumulativo provocado por una serie de resultados anteriores que habían tenido un efecto devastador en sus reservas navieras. El traslado de tropas estadounidenses vino a exacerbar la consiguiente escasez de buques, y no resulta sorprendente que los Aliados tuvieran que racionar las importaciones. A título individual, lo hacían desde 1916, pero en aquellos momentos intentaron coordinar sus esfuerzos con la creación del Consejo Aliado de Transporte Marítimo (AMTC, por sus siglas en inglés) en el curso de la Conferencia de París de noviembre-diciembre de 1917. Se trataba de un organismo integrado por los ministros de Transporte de Gran Bretaña, Francia e Italia, junto con un representante de Estados Unidos, y su junta directiva (el personal permanente del AMTC en Londres) estaba formada por altos funcionarios de los departamentos de los distintos ministerios, que tenían a sus órdenes los «comités de programa» de cada sector. Aunque no fuera una institución de carácter supranacional, por mucho que funcionara por unanimidad y controlara directamente alrededor de 500 000 toneladas de buques fletados por países neutrales, sus deliberaciones tuvieron cada vez mayor influencia. Asumió, entre otras responsabilidades, la de hacer llegar alimentos a Francia y a Italia —para el envío de carbón a Italia se utilizaba el sistema ferroviario francés con el fin de ahorrar en tonelaje—, y ayudas a Bélgica (también en forma de alimentos), así como maximizar en general el empleo del espacio de carga de los barcos y limitar las importaciones[136]. Su agenda revela claramente las prioridades de la coalición, que, por ejemplo, en el invierno de 1917-1918 fueron los alimentos y el carbón, y en el verano de 1918 las tropas estadounidenses. El armamento probablemente habría escalado puestos en esta lista si la guerra se hubiera prolongado, pero en 1918 estaba relegado a un segundo plano.

De todo ello deriva un hecho importante. Si la segunda condición del éxito de los Aliados fue su dominio de los mares, la tercera fue su tejido industrial. Las armas utilizadas por los Aliados procedían principalmente de Gran Bretaña y de Francia, aunque no debemos olvidar el importante papel que desempeñaron los estadounidenses prestando su apoyo. Tal vez pareciera que con la entrada de Estados Unidos en la guerra se acabarían los problemas para los Aliados. Si consideramos la producción de acero antes de la guerra, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos eran aproximadamente 2,5 veces más fuertes que Alemania y Austria-Hungría[137]. Pero los estadounidenses se revelaron más lentos a la hora de convertir su potencial industrial en armamento de lo que lo fueron sus muchachos a la hora de convertirse en soldados. Se calcula que su PNB subió un 20 por ciento entre 1914 y 1917, pero cayó un 4 por ciento en 1917-1918[138], y su paso de una economía civil a otra de guerra no se llevó a cabo ni particularmente con gran rapidez ni particularmente con gran éxito. El invierno de 1917-1918 fue testigo de una crisis de la producción, debido en parte a las inclemencias del tiempo que provocaron congelamientos en los puertos de la costa Este y paralizaron la actividad en las minas de carbón y el transporte ferroviario. Gran Bretaña y Francia habían vivido un trance similar en 1915, y habían cedido el control de las compras a unos ministerios de Armamento cuyos jefes civiles se distinguían por su carácter enérgico. En Estados Unidos, en cambio, las adquisiciones y el control de los contratos siguieron en manos del Departamento de Marina y del Departamento de Guerra. El Consejo de Industrias de Guerra (fundado en abril de 1917) carecía de los poderes necesarios para coordinar el proceso, y durante la crisis del invierno dimitieron dos de sus miembros. Este organismo se recuperó bajo la presidencia de Bernard Baruch —nombrado por Wilson en marzo de 1918—, un banquero que utilizó su influencia para disminuir la producción de automóviles civiles. Análogamente, el Departamento de Guerra, bajo la dirección del general Peyton C. March del Estado Mayor, reorganizó los contratos de compras y cooperó más estrechamente con Baruch[139]. No obstante, la producción estadounidense empezó demasiado tarde a funcionar correctamente. En el terreno de la aviación, por ejemplo, Wilson autorizó una investigación secreta del «monopolio de la aeronáutica» porque no se cumplían los objetivos. Solo una quinta parte de los aparatos aéreos de combate de la AEF procedían de Estados Unidos. La industria estadounidense se dedicaba a copiar modelos aliados (especialmente, el bombardero británico DH4), pero con un control de calidad deficiente. Su producción de motores Liberty para aviones pasó de 69 en enero a 3878 en octubre, y probablemente habría sido colosal en 1919, pero lo cierto es que a lo largo de 1918 Francia, con sus 44 563 motores, siguió siendo el líder mundial[140]. De manera similar, la producción estadounidense de cañones de campaña de 75 mm (siguiendo un modelo francés) se multiplicó por cuatro entre abril y octubre, pero sin la industria francesa la AEF nunca habría podido entrar en campaña. A la firma del armisticio, más de dos tercios de sus aviones eran franceses, como lo eran todos sus cañones de campaña, todos sus tanques y prácticamente todas sus bombas[141]. La industria francesa no solo logró esta hazaña, sino que además consiguió renovar el equipamiento del ejército y de las fuerzas aéreas de su propio país bajo la dirección de Pétain. Pero también Gran Bretaña, cierto que con una capacidad mucho mayor de producción y sin haber perdido las principales regiones industriales, supo pertrechar a su ejército de las bombas y la artillería que este necesitaba, entregándole 30 671 aparatos aéreos en 1918 frente a los 14 832 de 1917[142], además de mantener un enorme complejo de ingeniería para la construcción y la reparación de buques. La producción de guerra de Italia llegó a su máximo en 1918, y en agosto había podido cubrir las gravísimas pérdidas en equipamientos sufridas en Caporetto[143]. Su ejército recibió 3 millones de máscaras antigás británicas y grandes cantidades de armas de todo tipo, incluido un número ingente de bombas. Entre enero y octubre de 1918 disparó más proyectiles que en todo el período comprendido entre los años 1915 y 1917: unos 14 millones, fundamentalmente en dos batallas[144]. En 1918, tanto Gran Bretaña como Francia enviaron de nuevo al frente a los trabajadores de la industria, en contraste con su decisión anterior de priorizar la fabricación. Los aliados del Occidente europeo se beneficiaban en aquellos momentos de unas inversiones en infraestructura armamentista que Estados Unidos aún tenía pendiente llevar a cabo.

Los suministros y las finanzas —más que las armas como producto acabado— fueron los sectores en los que se distinguieron los estadounidenses por su aportación económica. Gracias exclusivamente a los astilleros estadounidenses, la coalición pudo construir en 1918 más barcos que los que perdió, pues la flota mercante británica estaba en continua decadencia. Ese año Estados Unidos construyó más de 3 millones de toneladas, una cantidad equivalente a la producción mundial anual anterior a 1914[145]. También hizo grandes entregas de materias primas y artículos de consumo. En 1918 las compras francesas de acero a Estados Unidos multiplicaron por treinta los niveles de 1913, y las de petróleo por diez[146]. Los envíos estadounidenses de alimentos a Francia e Italia sirvieron para atajar una crisis de subsistencia que a comienzos de 1918 preocupaba enormemente a sus gobiernos[147]. Pero había que pagar todo esto, y los Aliados europeos habían dejado tan hundidas sus exportaciones que no podían hacerlo sin ayuda. Tras unos comienzos difíciles, los británicos vieron cómo el Tesoro de Estados Unidos se mostraba dispuesto a encontrar una solución razonable, pero después de recibir presiones del Departamento de Estado y del presidente. Cuando se produjo la crisis de la libra esterlina en 1917[*], McAdoo acordó anticipar todos los meses una cantidad de dinero más o menos fija, permitiendo que los créditos estadounidenses apoyaran el valor de la libra en el mercado de divisas e incluso que se satisficiera la deuda contraída por el gobierno británico con J. P. Morgan[148]. Los franceses no se vieron privados de la posibilidad de adquirir productos estadounidenses[149], y la cooperación entre los Aliados apuntaló la cotización del franco hasta que se firmó el armisticio, y en julio de 1918 Estados Unidos y Gran Bretaña prometieron más ayudas para mantener los niveles de cambio de la lira italiana[150]. Sin embargo, debido a la posición central de Gran Bretaña como compradora a Estados Unidos en nombre de la alianza, la liquidez de la coalición dependía de las relaciones financieras anglo-americanas, y Londres y Washington trabajaron estrechamente para crear un bloque de divisas aliadas. Wilson y McAdoo no hicieron por el momento ninguna petición política a cambio, pero insistieron en controlar las comisiones de compras de los países aliados, de modo que a partir de 1917 estos no pudieron adquirir prácticamente nada en Estados Unidos sin la aprobación del gobierno. Por último, McAdoo hizo una solicitud, que fue aceptada por los Aliados en la conferencia celebrada en París en noviembre-diciembre de 1917: la creación del Consejo Interaliado para Compras de Guerra y Finanzas, encargado de establecer un orden de prioridades en sus adquisiciones[151]. Los Aliados perdieron la facultad de confrontar distintos proveedores, y tuvieron que amoldarse a las demandas que había en el mercado estadounidense y que el Consejo de Industrias de Guerra intentaba coordinar.

Si bien Estados Unidos no fue el «arsenal de la democracia» durante la Primera Guerra Mundial, sí prestó una ayuda preciosa a sus socios, aliviando las limitaciones de sus divisas y ayudándolos a alimentar a su población, mientras estos se concentraban en la producción militar y en proporcionar los efectivos necesarios a sus fuerzas armadas. Además, con la entrada de Estados Unidos en la guerra, los Aliados pudieron intensificar el bloqueo. Los estadounidenses querían que fuera lo más hermético posible, y aumentaron la presión sobre los países neutrales anunciando embargos a las exportaciones: en 1917-1918, las exportaciones estadounidenses a Holanda, Dinamarca y Suecia cayeron precipitadamente, constituyendo apenas el 10 por ciento de las del período de 1915-1916[152]. Por otro lado, como la caída de Rusia vino a minimizar la importancia del tráfico comercial a través de Suecia, Estocolmo se quedó sin una moneda de cambio muy ventajosa. Como de costumbre, la diplomacia funcionó con lentitud, pero en abril de 1918 los Aliados y Estados Unidos alcanzaron un nuevo acuerdo con Noruega, en mayo con Suecia y en septiembre con Dinamarca, todos ellos restringiendo aún más la llegada de productos a Alemania[153]. En marzo Gran Bretaña y Estados Unidos requisaron unos ciento treinta barcos holandeses que estaban anclados en sus puertos. Los alemanes respondieron exigiendo y obteniendo el derecho de transportar mercancías por territorio holandés, pero en 1918 las entregas de alimentos holandeses a Alemania quedaron casi interrumpidas[154]. Ese mismo año las importaciones de Alemania probablemente no representaran más de un 5 por ciento del volumen anterior a la guerra[155]: el país estaba prácticamente aislado del mundo exterior, y los territorios que ocupaba apenas compensaban aquella situación. Las perspectivas del suministro de alimentos eran las peores desde el «invierno de los nabos» de 1916-1917.

Los Aliados, en cambio, consiguieron mantener el suministro de alimentos a la población civil y militar, e incluso lo aumentaron. Las predicciones de Holtzendorff no llegaron a cumplirse, gracias en parte a los convoyes y en parte a una serie de medidas de diversa índole. En 1917 las importaciones de madera de Gran Bretaña no eran ni la cuarta parte de las de antes de la guerra. En toneladas, el país importaba un 37 por ciento menos de alimentos que en 1913; según cálculos actuales, una diferencia lo suficientemente grande para posibilitar el transporte de 1,3 millones de soldados estadounidenses[156]. Sin embargo, a pesar de la caída de las importaciones, Gran Bretaña mantuvo la producción de municiones, y la dieta de la población civil tal vez resultara en 1918 algo más baja en calorías que en 1914[157]. El hecho de que el gobierno animara a los agricultores a cultivar las tierras de pasto probablemente contribuyera a recuperar en 1918 los niveles de producción de alimentos de antes de la guerra, tras el descenso de 1916. Sin embargo, parece que la causa principal de que pudieran satisfacerse los niveles de consumo fue el «control de alimentos»: por ejemplo, utilizar menos trigo a la hora de fabricar la harina y mezclarlo con otro tipo de cereales[158]. El racionamiento, que en 1917-1918 fue introducido para ciertos productos, sirvió para equilibrar la distribución de alimentos en vez de disminuir el volumen de consumo. A comienzos de 1918 hubo una grave escasez de productos en Londres, y la dieta de la clase trabajadora se hizo menos variada y atractiva, pero la situación de Gran Bretaña fue mucho menos precaria que la de Alemania. La de Francia, con una población urbana más reducida y con un sector agrícola más importante, fue asimismo bastante favorable[159].

Los Aliados también alcanzaron una mayor estabilidad financiera, así como unos niveles de inflación por debajo de los de Alemania y Austria-Hungría, reduciendo así el peligro de un derrumbamiento como el de Rusia, o al menos posponiéndolo. Este logro fue más fácil para Estados Unidos, aunque, tras entrar en la guerra, su gasto diario en el conflicto fue superior al de Gran Bretaña, Francia o Alemania. Los costes de la intervención excedieron lo calculado por McAdoo, y su Ley de Ingresos de Guerra de 1917 estuvo paralizada en el Congreso durante seis meses, y la de 1918 no fue aprobada hasta después del armisticio[160]. No obstante, Estados Unidos cubrió con los impuestos un porcentaje de los gastos militares superior al de cualquier otro país beligerante (supuestamente, solo un 23 por ciento), y tomaron prestado dinero a un interés más bajo[161]. Las ganancias obtenidas con los préstamos de la libertad de 1917 y 1918 permitieron a Wilson y a McAdoo mostrarse generosos con sus socios, y una de las razones principales de que las presiones inflacionistas fueran menores en los países aliados que en Alemania la encontramos en la mayor habilidad de los primeros para tomar prestado dinero en el extranjero. Una segunda razón, en el caso de Gran Bretaña, fue la capacidad del mercado de descuento de Londres, que absorbía bonos del tesoro que en Alemania estaban bajo el control del Reichsbank y que podía utilizar para respaldar la emisión de pagarés[162]. Pero todos los Aliados fueron sumamente cautos en lo concerniente a las subidas de impuestos por temor a las posibles repercusiones políticas. Aunque los británicos bajaron el umbral del impuesto sobre la renta, las desgravaciones introducidas a partir de 1916 permitieron que la mayoría de los operarios especializados no estuvieran obligados a presentar su declaración[163]. Sin embargo, el impuesto sobre los beneficios extraordinarios supuso en 1918-1919 el 36 por ciento de la recaudación del gobierno central, y al final de la guerra tanto la patronal como los trabajadores mostraban su descontento[164]. En Italia el ministro de Hacienda de Orlando, Francesco Nitti, abarató las importaciones de alimentos organizando una revaluación de la lira, y afrontó un grave déficit presupuestario con la emisión en la primavera de 1918 del quinto préstamo de guerra italiano. Esto inyectó ingresos en las arcas del gobierno, pero como los bancos absorbieron buena parte de la emisión esta medida no hizo más que aumentar el peligro de que se produjera un estallido del crédito y la inflación una vez finalizada la guerra. En Francia, análogamente, el ministro de Hacienda de Clemenceau, Louis-Lucien Klotz, relajó la disciplina fiscal, y la inflación se aceleró[165]. Los Aliados financiaron una empresa que no podía ser más costosa sin sufrir una hiperinflación ni entrar en bancarrota, pero esta misión resultaba cada vez más difícil.

Por su parte, la alimentación adecuada y la inflación moderada contribuyeron a la estabilidad política. Este consenso fundamental a favor de la guerra fue permanente, y las ofensivas del enemigo no hicieron más que revigorizarlo. Los vencedores también se beneficiaron de un mejor liderazgo. Lloyd George, Clemenceau y Wilson (y en menor medida, Orlando) tenían una capacidad excepcional para erigirse como estandartes de la nación, articulando con elocuencia una justificación liberal y patriótica para seguir en guerra. Lloyd George y Orlando presidían con eficacia unas coaliciones relativamente amplias de pesos pesados de la política. El enfoque de Clemenceau era el opuesto; excluyó de su gabinete a diplomáticos y estrategas, asumió el Ministerio de la Guerra y asignó Asuntos Exteriores a un fiel subordinado, Stephen Pichon, dirigiendo, pues, la guerra en colaboración con un círculo de allegados. El estilo de Wilson fue similar. Estos dos modelos funcionaban bien, y se revelaron mejores que el sistema de Alemania, donde ni Hertling ni Ludendorff sabían comunicarse con el pueblo en general y el káiser Guillermo II no logró asegurar una visión coordinada de la política. De ahí que las discusiones previas sobre las ofensivas de Ludendorff estuvieran, al parecer, limitadas a los técnicos, quedando las consideraciones políticas de tipo general más marginadas aún que en julio de 1914 y que antes de que se tomara la decisión de emprender una guerra submarina sin restricciones. Hasta septiembre de 1918, los alemanes no reconocieron que la guerra estaba perdida. Posiblemente, los políticos habían acatado durante tanto tiempo los designios de la OHL que ya carecían de la capacidad de iniciativa, al menos hasta que Hintze fue nombrado ministro de Asuntos Exteriores. Tras la segunda batalla del Marne, Berlín actuó como si estuviera paralizada, sin adoptar una nueva estrategia o un nuevo curso político. El contraste con las medidas forzosas puestas en marcha por los Aliados durante la primavera para superar su estado de emergencia es sorprendente.

Orlando, Clemenceau y Lloyd George gobernaban unas sociedades cuya unidad política corría peligro, y en las que los sindicatos y la izquierda estaban en parte alienados. Pero las ofensivas austro-alemanas vinieron a revivir en cierta medida el espíritu de 1914. Orlando fue nombrado primer ministro justo antes de la batalla de Caporetto, y sustituyendo a Cadorna eliminó una de las principales fuentes de fricciones políticas. Diaz estableció unas relaciones laborales mucho más fluidas con sus subordinados y con el gobierno. Con los territorios italianos invadidos, los antiintervencionistas se vieron debilitados; el clero y el sector moderado de los socialistas insistían en la obligación de resistir, y Giolitti apoyaba al gobierno, aunque con cautela. Sin embargo, como los principales líderes del PSI seguían oponiéndose a la guerra, las autoridades encarcelaron al secretario del partido y al editor de su periódico Avanti!, y procesaron a los líderes del partido de Turín por provocar los tumultos de 1917. De ahí que la unidad se basara en la represión, así como en la adhesión a la coalición de Orlando y en las medidas estabilizadoras financieras y económicas adoptadas por Nitti. Todas estas consideraciones, sumadas a un importante descenso del número de bajas a lo largo de 1918, permitieron que Italia siguiera en pie durante el resto de la guerra[166].

En Francia, Clemenceau dirigió un gobierno mucho más reducido que los de sus predecesores, del que fueron excluidos algunos veteranos de la política, como, por ejemplo, Briand o Ribot, y la SFIO. Durante el invierno de 1917-1918 tuvo que hacer frente a la vociferante oposición de la izquierda a su política rusa y a su ambigüedad en lo concerniente a los objetivos de guerra, pero se había asegurado una mayoría, y en cuestiones económicas se permitió gobernar por decreto. Como los socialistas ya no estaban en el gobierno, no tuvo la necesidad de conciliarlos, y puso fin a la práctica de celebrar sesiones parlamentarias secretas, hecho que había debilitado a su predecesor. Al mismo tiempo, en calidad de ministro de la Guerra supervisó minuciosamente a Pétain y supo mantener una buena sintonía con Foch hasta el armisticio. Desempeñó con energía un papel constitucional que, como en Italia, tuvo un componente represivo[167]. Así pues, no dudó en solicitar la suspensión de la inmunidad parlamentaria de Caillaux, y mandó detenerlo y encarcelarlo. Algunos activistas contrarios a la guerra como Hélène Brion fueron procesados; e individuos condenados por alta traición, como Bolo Pachá, fueron ejecutados. Las acciones de Clemenceau redujeron la obstrucción parlamentaria a la labor del gobierno y acabaron con los derrotistas, aunque siguió la oposición de los pacifistas y los socialistas a la guerra, un movimiento que probablemente encontró más partidarios entre los trabajadores. Mayo de 1918 fue un mes de huelgas en París y en muchas ciudades de provincia, incluida Saint-Étienne, con sus fábricas de acero y armamento. La mayoría de las huelgas fueron convocadas a raíz del llamamiento a filas de los trabajadores, y pedían con frecuencia una paz negociada (aunque no a cualquier precio). De ahí que constituyeran una especie de movimiento político, pero no revolucionario, que carecía del apoyo de buena parte de la opinión pública, debido a la situación de emergencia militar; la CGT no se adhirió a él, y las huelgas cesaron rápidamente[168]. Una vez superada por los Aliados la crisis del avance alemán en Chemin des Dames, la posición de Clemenceau en el país y en el Parlamento se vio reafirmada.

Bajo el gobierno de Lloyd George, el Imperio británico empezó a adquirir ciertos rasgos de una coalición por propio derecho. El primer ministro llenó su gobierno y su secretaría de Downing Street de defensores visionarios de una expansión imperial y de unos lazos más estrechos entre la madre patria y sus hijos. Si Asquith había evitado convocar una Conferencia de Guerra Imperial, Lloyd George convocó una en marzo-abril de 1917. Así pues, los dirigentes de los Dominios autónomos acudieron a Londres y participaron en unas sesiones especialmente ampliadas del gabinete (que pasó a denominarse Gabinete de Guerra Imperial), del que Smuts pasó a ser miembro permanente. Los Dominios, por lo tanto, estuvieron mejor informados y fueron más consultados que antes (aunque la matanza de sus tropas en la tercera batalla de Ypres desató las iras de sus líderes contra el Alto Mando británico). De hecho, no solo se añadieron los objetivos de guerra de los Dominios a los objetivos de Gran Bretaña en África y el Pacífico, sino que la Conferencia de Guerra Imperial prometió también consultas continuadas y conceder voz a los Dominios en la política exterior del imperio una vez concluida la guerra. La promesa incluía a la India, cuyos gobernantes británicos y cuyos príncipes también asistieron a la conferencia; y la Declaración Montagu de agosto de 1917 prometió «un gobierno responsable». Aunque este ofrecimiento de futuras concesiones tenía por objetivo aumentar la contribución del imperio en aquellos momentos, es evidente que la guerra aceleró los procesos a largo plazo de descentralización y devolución[169].

Las concesiones fueron necesarias porque la polarización de la política en los Dominios se intensificó durante la segunda mitad del conflicto, siendo el reclutamiento forzoso el factor catalizador. En Australia este asunto provocó una escisión del Partido Laborista en el gobierno, por lo que el primer ministro William Hughes tuvo que formar una coalición «nacional» y afrontar la oposición de pacifistas, obreros, irlandeses y católicos. En Canadá, el gobierno de sir Robert Borden introdujo el servicio militar obligatorio, pero con numerosas exenciones, en gran medida por el temor a entrar en conflicto con el Canadá francés, donde en 1918 estallaron diversos disturbios, concretamente en Quebec. Por último, en Sudáfrica surgió un movimiento nacionalista afrikáner republicano y antiimperialista liderado por James Hertzog. Mientras que Hughes, Borden y Smuts (y William Massey, primer ministro neozelandés) estaban cada vez más comprometidos con el esfuerzo de guerra del imperio, en sus países volvían a abrirse antiguas grietas[170].

En las islas Británicas este último acontecimiento quedó perfectamente reflejado en el sur de Irlanda. Debido al estado de emergencia de la primavera de 1918, el gobierno aprobó a toda prisa una Ley del Soldado que prolongaba de los cuarenta y uno a los cincuenta la edad militar y obligaba por primera vez a los irlandeses a prestar servicio militar (aunque sin combatir). La medida nunca llegó a entrar en vigor, por miedo a una fuerte oposición en un momento en el que el ejército ya estaba al límite de sus posibilidades (pero vino a completar la transición de un nacionalismo irlandés moderado a una variante republicana mucho más dura). Sin embargo, en el resto del país Lloyd George tuvo por lo general una travesía política menos agitada que Clemenceau, a pesar de que la BEF estuvo a punto de desmoronarse durante las ofensivas de Ludendorff, lo que no solo provocó un grave desafío a su autoridad en el Parlamento, sino que también habría podido tener consecuencias nefastas. El general de división sir Frederick Maurice, director de operaciones militares hasta abril de 1918, dijo a la prensa que el gobierno había mantenido reducido el número de hombres de la BEF y que había dejado en Palestina unos efectivos que podrían haber sido trasladados a Francia. Lo que implicaban sus palabras era que las declaraciones del gobierno inducían a error y que este era el único responsable de la derrota. Pero en el «debate Maurice» que hubo en la Cámara de los Comunes el 9 de mayo, Asquith no supo exponer bien este asunto, y Lloyd George consiguió salir del paso con evasivas. Advirtió que, si perdía, estaba dispuesto a dimitir y a convocar elecciones, y la moción que exigía que se creara una comisión para investigar lo ocurrido fue rechazada por 239 votos frente a 106[171]. El primer ministro tuvo la suerte de no tener que afrontar una oposición sistemática de Asquith, que había perdido credibilidad como líder de guerra, y la mitad de cuyos compañeros de partido apoyaban al gobierno. Lloyd George reforzó su posición ante el alto mando después de Passchendaele, la destitución de Robertson y la crisis de marzo, que probablemente perjudicó más a los líderes militares que al propio gobierno. Por último, los conflictos laborales comenzaron a apaciguarse, debido al aumento de las raciones de comida y de los salarios de los obreros especializados, y tal vez debido también al nerviosismo provocado por las negociaciones de paz de los bolcheviques[172]. En Gran Bretaña, así como en Francia, la política interior se volvió cada vez más represiva en 1917-1918, y las autoridades no dudaron en utilizar la censura y la amenaza del reclutamiento forzoso para silenciar a las voces disidentes[173]. No obstante, puede decirse que durante los meses de emergencia militar cesó prácticamente la oposición de los sindicatos a la política del gobierno, y no volvió a haber huelgas hasta que hubo un cambio de corriente. Incluso entonces, las protestas fueron sobre todo por motivos económicos, y los sondeos de la opinión pública llevados a cabo por las autoridades indicaban en el otoño de 1918 que (como en Francia) esta era partidaria de seguir adelante con la guerra hasta que los alemanes fueran definitivamente derrotados.

Recientes investigaciones históricas han puesto de relieve la «removilización» del apoyo político al esfuerzo de guerra en los países beligerantes en 1917-1918, tras aquel fervor patriótico inicial de 1914-1915[174]. En Francia fue punta de lanza de este esfuerzo la Union des Grandes Associations Contre la Propagande Ennemie (UGACPE), fundada en marzo de 1917, y en Gran Bretaña el Comité Nacional para la Difusión de los Objetivos de Guerra (NWAC, por sus siglas en inglés), fundado en agosto. Ambos organismos fueron sintomáticos del interés cada vez mayor del estado por reforzar la moral de la población civil: la «automovilización» de 1914-1915 había dejado de ser apropiada. Además, la UGACPE estuvo en un principio dirigida contra los sondeos sobre una posible paz lanzados por los alemanes, y el NWAC fue una respuesta a las huelgas británicas de mayo de 1917. A diferencia de las campañas propagandísticas anteriores, estos dos organismos se centraban menos en tareas específicas, como el reclutamiento o la venta de bonos, y más en mantener vivos el apoyo a la guerra y una conciencia patriótica general. Así pues, los dos se centraban en la necesidad de una paz conseguida con la victoria y en el rechazo a una solución de compromiso con un enemigo despiadadamente militarista. Los dos tenían ministros en su comité ejecutivo y estaban al servicio de unos objetivos oficiales, pero los dos declaraban ser independientes. La UGACPE se basaba en redes locales de maestros y asociaciones patrióticas; el NWAC en las organizaciones de los distritos electorales del Partido Conservador y del Liberal que en 1914-1915 habían dirigido la campaña de reclutamiento parlamentaria. Una y otro suponían, pues, un esfuerzo común del gobierno y las élites sociales, y su envergadura era impresionante. La UGACPE representaba 30 000 sociedades con más de 11 millones de miembros[175]: distribuyó 5 millones de panfletos y organizó más de 3000 mítines en 1917, y muchos más en 1918; ese año el NWAC celebró 10 000 mítines[176]. Pero ninguno de los dos organismos consiguió demasiado apoyo de la izquierda, lo que indica que el consenso estaba debilitándose. Es cierto que el NWAC celebró reuniones con una notable asistencia de público en los barrios de clase obrera y tuvo cierto éxito en su lucha contra la agitación pacifista; pero la UGACPE tuvo poco impacto en la postura de los trabajadores de Francia, donde parece que las ofensivas de Ludendorff afianzaron el ánimo del pueblo más que cualquier otra cosa. En Estados Unidos, el Comité de Información Pública fue todavía más ambicioso: 75 000 conferencias a cargo del cuerpo de voluntarios, los four-minute men, 6000 publicaciones de prensa, exposiciones visitadas por más de 10 millones de personas y 75 millones de copias, distribuidas en varias lenguas, de más de treinta panfletos sobre Estados Unidos y la guerra[177]. Su director, George Creel, y los publicitas que este seleccionó supieron comunicar con fervor evangelizador la justicia de la causa de Estados Unidos, pero la movilización ideológica estadounidense tuvo un lado más oscuro. La Ley de Sedición, aprobada en mayo de 1918, prohibía utilizar un lenguaje desleal o soez al hablar de la Constitución, la bandera, el gobierno, el ejército y la marina. Wilson la refrendó para evitar males mayores. La Liga para la Protección de Estados Unidos, una organización privada subvencionada por el gobierno federal, alistó a 250 000 ciudadanos para espiar a sus vecinos y a sus colegas en el trabajo. Abría correspondencia, interceptaba telegramas y llevaba a cabo redadas contra individuos sospechosos de haber evadido el servicio militar, preparando así el terreno para el «temor rojo» de posguerra[178]. El conflicto armado supuso un grave desastre para los movimientos progresistas y pacifistas estadounidenses, y al fomentar el aumento de la xenofobia nacionalista (por ejemplo, en discursos condenando a las minorías étnicas desleales) el presidente hizo de aprendiz de brujo, debilitando a los partidarios de sus objetivos diplomáticos. Su política interior y su política exterior entraron en contradicción, y aunque previó el peligro, sus propias acciones no hicieron más que magnificarlo. Al final de la guerra, cuando parecía que sus ideales triunfaban en el extranjero, Wilson fue humillado políticamente en su país.

La cuestión de los objetivos de guerra fue esencial para reavivar el apoyo al esfuerzo de guerra. En respuesta al cansancio provocado por la guerra, a las presiones estadounidenses, a la radicalización de la izquierda y a la Revolución rusa, los gobiernos aliados habían empezado a revisar los objetivos que habían ido prefijando a lo largo de 1917, como ponen de manifiesto la Resolución Dumont, la Declaración Balfour y su apoyo a la creación de una Sociedad de Naciones. El discurso de Lloyd George en Caxton Hall y los Catorce Puntos de Wilson constituyeron la culminación de este proceso. Como consecuencia del Tratado de Brest-Litovsk y las arremetidas de Ludendorff, la coalición consiguió una mayor solidaridad diplomática, y pasó a la ofensiva ideológica. Con sus Catorce Puntos, Wilson había intentado atraer a la izquierda tanto de Alemania como de los países aliados y ponerla contra sus respectivos gobiernos, pero dejó de confiar en los socialistas alemanes, y en su discurso de Baltimore del 6 de abril proclamó que «la fuerza, la fuerza hasta el último extremo, ha de decidir esta cuestión»[179]. Suspendió la campaña contra los objetivos de guerra de sus socios, y los británicos demostraron un mayor apoyo a las pretensiones de Francia sobre Alsacia-Lorena y sus objetivos económicos de posguerra.

Y más espectacular todavía, los Aliados y los estadounidenses convirtieron por primera vez la destrucción de Austria-Hungría en un objetivo público. Previamente, habían prometido territorios de los Habsburgo a Italia, Serbia y Rumanía, y habían fomentado las organizaciones nacionalistas como fuentes de recursos humanos. Así pues, en junio de 1917 se creó un ejército polaco en Francia, y a continuación, ese mismo año, las potencias occidentales reconocieron al Comité Nacional Polaco como el representante oficial del pueblo polaco en el extranjero. Otra organización similar, el Consejo Nacional Checoslovaco, sacó provecho de su autoridad sobre la Legión Checa en Rusia, mientras que el Comité Yugoslavo (formado por exiliados de los territorios meridionales de lengua eslava) se vio obstaculizado por la negativa de Italia a concederle una autoridad similar sobre los prisioneros de guerra serbo-croatas[180]. Pero los Aliados todavía confiaban en poder firmar una paz por separado con Austria-Hungría. Los discursos de Lloyd George y de Wilson de enero de 1918 preveían solo la autonomía de los pueblos de este imperio, mientras que Italia no quería en absoluto que la amenaza austríaca acabara siendo sustituida por otra de un Estado de eslavos meridionales. Esta situación cambió a raíz del Tratado de Brest-Litovsk, el llamado «incidente Czernin» y la crisis provocada por los ataques de Ludendorff. Alemania parecía estar construyendo unos inmensos dominios invulnerables en Europa oriental, y Austria-Hungría no quería romper con ella. De ahí que los Aliados incrementaran su apoyo a las nacionalidades de los Habsburgo por considerar que era la única carta que les quedaba por jugar, no porque desearan particularmente la desintegración de la monarquía dual.

Los franceses mostraron el camino, seguidos de cerca por los estadounidenses y los británicos. Las reivindicaciones polacas fueron las más refrendadas, y en junio de 1918 una declaración aliada dio la aprobación a una Polonia unida e independiente con acceso al mar. Los Aliados esperaban ganarse a los polacos y perjudicar a Alemania y a Austria; además, en aquellos momentos ya podían ignorar la tradicional oposición de Rusia a las aspiraciones polacas[181]. Los italianos no podían ser ignorados de la misma manera, pero la batalla de Caporetto debilitó su posición, y empezaron a preocuparse menos por la posibilidad de que un Estado yugoslavo acabara significando una base naval rusa en el Adriático. Los mediadores británicos abrieron un diálogo entre el gobierno de Orlando y los políticos croatas en el exilio, y el Congreso de Nacionalidades Oprimidas, celebrado en Roma en abril de 1918, puso de manifiesto que en aquellos momentos los italianos veían a los eslavos meridionales como compañeros en la lucha contra la tiranía de los Habsburgo, y que deseaban poner fin a las diferencias territoriales por medio de la autodeterminación. En realidad, los italianos seguían una doble política, y Sonnino continuó siendo ministro de Asuntos Exteriores, mostrando su firme adhesión a lo prometido en el Tratado de Londres de 1915. No obstante, relajaron su postura lo suficiente para permitir que en junio de 1918 los Aliados pudieran expresar su «cálida simpatía» por los yugoslavos y los checoslovacos en «su lucha por la libertad y la realización de sus aspiraciones nacionales»[182]. Esta última cuestión era la fundamental, pues una Checoslovaquia independiente (que era lo que pedían los líderes checos) indicaría sin ambigüedades no solo la mutilación de la monarquía dual, sino su destrucción. La revuelta de la Legión Checa en Rusia aumentó la influencia del grupo de presión checo, y el 18 de junio una declaración estadounidense expresó con claridad que «todas las ramas de la raza eslava deben ser totalmente liberadas del yugo alemán y austríaco»[183], dando a entender que ya no bastaba la autonomía prevista en los Catorce Puntos. En cualquier caso, en esa fase de la guerra la derrota en la batalla del Piave y la intensificación del separatismo entre los líderes nacionales de los territorios de la monarquía dual indicaban que sería muy difícil evitar su desmembramiento.

Este tipo de pronunciamientos, tras las declaraciones efectuadas por los Aliados en el invierno de 1917-1918, indicaban que la guerra era cada vez más agresiva desde el punto de vista ideológico. Había sido calificada siempre de lucha en defensa de la democracia, la justicia y la autodeterminación frente a unas autocracias opresivas y militaristas; estaba convirtiéndose cada vez más en una cruzada para destruir los regímenes que la habían provocado. Esta reformulación —especialmente por parte de Wilson, que parecía muy alejado de cualquier forma de imperialismo tradicional— contribuyó a una reconciliación con la izquierda moderada con el fin de obtener su apoyo a la causa aliada y estadounidense. También influyó en la última cuestión que se va a abordar en el presente capítulo, la de la moral de las tropas. Con Diaz, un comandante relativamente bondadoso que deseaba subir la moral y mejorar el adiestramiento de sus hombres, el ejército italiano experimentó un proceso de recuperación comparable al del francés bajo las órdenes de Pétain. Las raciones aumentaron, los permisos casi se duplicaron y las famosas ejecuciones sumarias de Cadorna prácticamente cesaron[184]. En el Frente Occidental la moral parece que no constituyó un problema entre la mayoría de los estadounidenses, aunque sí lo fue ocasionalmente la disciplina; no fue ejecutado ningún soldado de la AEF por desertar, pero treinta y tres fueron ejecutados por haber cometido un asesinato o una violación[185]. En cuanto al ejército francés, aunque los observadores británicos y estadounidenses percibieran la prudencia de sus soldados, lo cierto es que sufrió y causó un gran número de bajas durante 1918, sin que volviera a producirse ningún motín. Lo mismo cabe decir de la BEF, a pesar de que en octubre el GHQ alejó de la primera línea a los australianos tras producirse graves agitaciones, provocadas por la sospecha justificada de que estaban siendo utilizados con demasiada frecuencia como tropas de choque. No obstante, era evidente el contraste con las sublevaciones de los búlgaros y los turcos en septiembre y con la disolución de las fuerzas alemanas y austrohúngaras.

Los Aliados se vieron favorecidos, entre otros factores, por la superioridad de los suministros de alimentos y pertrechos, por seguir una disciplina menos opresiva que a comienzos de la guerra y por la seguridad que proporcionaban unas victorias visibles y la cercanía del triunfo final. Pero, además, durante 1918 los Aliados llevaron a cabo una agresiva propaganda contra los ejércitos enemigos en los distintos frentes del conflicto. La AEF creó una agencia de «propaganda del frente» conjuntamente con el CPI, y cuando llegó el armisticio el servicio de inteligencia militar estadounidense distribuyó más de tres millones de panfletos en las líneas alemanas[186]. La aportación de los Aliados europeos fue aún más impresionante. En marzo de 1918, los franceses crearon un nuevo Centre d’Action De Propagande Contre l’Ennemi para intensificar la propaganda contra el pueblo alemán y su ejército[187], y los británicos también aumentaron sus esfuerzos en este sentido. Hasta 1917, su campaña propagandística en el extranjero más significativa había sido llevada a cabo en Estados Unidos, bajo la discreta dirección de la agencia de Wellington House. Algo parecido era impensable en las Potencias Centrales, y Lloyd George, hombre impaciente que conocía a individuos similares en Fleet Street, quería que se hiciera algo. El resultado, tras varias reorganizaciones, fue el nombramiento en marzo de lord Northcliffe como director de Propaganda en países enemigos, y el de lord Beaverbrook como ministro de Información[188]. Entre las responsabilidades de Beaverbrook figuraba el Imperio otomano; Austria-Hungría y Alemania eran cosa de Northcliffe. Su misión consistía en influir directamente en la opinión pública a través de todos los medios de comunicación disponibles, y se concentró primero en la monarquía dual como objetivo más vulnerable. En febrero recibió la autorización del gabinete para fomentar las nacionalidades, pero prometiendo autonomía en vez de independencia[189]. Para llevar a cabo esta empresa recurrió al redactor de política internacional de The Times, Wickham Steed, y a un historiador, R. W. Seton-Watson. Estos dos hombres animaron a los italianos a tomar el camino que condujo al Congreso de Roma, y ayudaron a crear la Comisión de Padua, una agencia de propaganda interaliada dependiente del Alto Mando del ejército italiano[190]. Tras la batalla del Piave, las derrotadas tropas austrohúngaras constituían una presa fácil. Después de mayo, sin embargo, Lloyd George pidió a Northcliffe que prestara una atención similar a los alemanes[191]. Northcliffe y sus agentes habían instado a los Aliados a que se comprometieran con la autodeterminación para emplearla como arma contra Austria-Hungría, y entonces decidieron utilizar la democratización contra Alemania. Cuando las nuevas agencias civiles se sumaron a los viejos esfuerzos del servicio de inteligencia militar francés y británico, la propaganda inundó los ejércitos alemán y austrohúngaro, del mismo modo que en 1917 la propaganda de las Potencias Centrales había inundado el ejército ruso. Buena parte del material fue lanzado desde unos globos. También se utilizaron aviones contra los austríacos, pero no contra los alemanes, que amenazaron con procesar a los pilotos que capturaran. Los franceses dispararon panfletos con sus cañones, y subvencionaron periódicos dirigidos por alemanes disidentes en Suiza y Holanda. Estas publicaciones entraban a escondidas en el Reich. En la primavera de 1918, el servicio de inteligencia militar británico producía 1 millón de panfletos al mes y hasta 250 000 copias a la semana de un periódico de trincheras en lengua alemana; entre 1 y 2 millones de panfletos fueron lanzados a los alemanes los días 12 y 13 de julio, poco antes de su última ofensiva[192]. Entre otros temas, hablaban de militarismo, escasez de alimentos o la tensión existente entre Prusia y los estados más pequeños, y denunciaban que esa no era la guerra del pueblo alemán. Sin embargo, fueron muchos los factores que provocaron el derrumbamiento de los ejércitos de las Potencias Centrales, y la propaganda no fue más que la guinda del pastel. Aunque más tarde Ludendorff y Hitler harían hincapié en el papel desempeñado por la propaganda aliada en la caída de Alemania, los dos tenían sus propias razones para exagerarlo[193], y un estudio moderno ha cuestionado la eficacia de la propaganda incluso contra Austria-Hungría[194]. Solo acompañados de millones de bombas pudieron esos millones de panfletos cumplir con su misión.

No obstante, el término «propaganda» adquirió sus connotaciones modernas durante la guerra[195]. La rapidez con la que se desarrolló en los meses finales fue otro signo de que el conflicto estaba entrando en una nueva fase, adoptando muchos rasgos que desde entonces han caracterizado a las grandes guerras. En el verano y el otoño de 1918 una descarga tremenda de energía aliada cayó sobre unos enemigos debilitados. Los Aliados crearon una nueva serie de instituciones coordinadoras: la jefatura de Foch, el SWC, el Consejo Interaliado para Compras de Guerra y Finanzas, el AMTC y los comités de propaganda y bloqueo. Estaban mejor fusionados, como una combinación de democracias unidas por su dominio de los mares. Alimentaban mejor a su población que el enemigo, y mantenían más estables sus respectivas monedas. Ganaron de manera aplastante la batalla de la producción de las herramientas esenciales para la nueva guerra: las ametralladoras ligeras, la artillería pesada, los tanques y los aparatos aéreos. Combinaron soldados veteranos británicos, franceses e italianos con tropas frescas estadounidenses que fueron trasladadas con gran rapidez. Sus sistemas logísticos fueron sólidos, y desarrollaron tácticas combinadas para las que las Potencias Centrales no tuvieron respuesta. Sus frentes nacionales se recuperaron en parte de la confusión de 1917, y sus dirigentes políticos, a pesar de todos sus fallos, fueron para sus gobiernos una gran fuerza motriz y un verdadero símbolo de unión. Sus objetivos de guerra tuvieron una mejor divulgación, y se asociaron con unos principios generales verdaderamente convincentes. Su coalición contó con numerosos activos inherentes a ella. Pero muchos de esos activos entraron en juego debido exclusivamente a la ofensiva lanzada por las Potencias Centrales entre la batalla de Caporetto y la segunda batalla del Marne; fue ese estado de emergencia el que provocó los Catorce Puntos, la llegada de tropas estadounidenses en grandes cantidades, la jefatura de Foch y la recuperación de la unidad política nacional y de la solidaridad diplomática. Como tantas otras veces en una contienda tan igualada y dura como aquella, el momento de mayor auge de un bando contenía en su interior la semilla de su caída.