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La guerra terrestre en Europa: estrategia

Si los objetivos de la guerra determinaron por qué había que combatir, la estrategia decidió dónde y cuándo debían tener lugar los combates. No obstante, los gobiernos supervisaron las decisiones fundamentales de los altos mandos, y las resoluciones estratégicas básicas adoptadas durante la guerra fueron políticas y técnicas al mismo tiempo. Además (y este es un detalle que a menudo se pasa por alto) se produjo una interacción de las estrategias de ambos bandos, y cada una de ellas refleja una valoración de las intenciones de la otra. Tanto los Aliados como las Potencias Centrales se empeñaron en alcanzar grandes niveles de violencia, que culminaron en las tremendas batallas de 1916 en el Frente Occidental y en el Frente Oriental. Y cuando esas batallas no produjeron resultados decisivos, tanto unos como otros estuvieron a punto de caer en la bancarrota estratégica. Una vez más, los temas que subyacen tras todo esto son por tanto el del estancamiento y el de la escalada. Serán examinados en cinco grandes apartados: el desplazamiento hacia el este de las Potencias Centrales en 1915 y la respuesta de los Aliados, los ataques de las Potencias Centrales en la primavera de 1916 y los contraataques de sus adversarios durante el verano, y por último las ofensivas de los Aliados en abril de 1917.

Hasta su dimisión en agosto de 1916, Falkenhayn fue la principal influencia que pesó sobre la estrategia de las Potencias Centrales. Los altos mandos de Turquía y Bulgaria casi siempre se adherían a su opinión. No así Conrad —y la reluctancia de la OHL y del AOK a cooperar causarían graves dificultades—, pero la debilidad de los austríacos daba la ventaja a Falkenhayn. Dentro del ejército alemán su responsabilidad en la asignación de recursos al Frente Occidental y al Oriental dio lugar a tensiones con los altos mandos de uno y otro escenario, y de hecho Ludendorff lo aborrecía. Falkenhayn tampoco se llevaba bien con el canciller, al cual ni respetaba ni mantenía bien informado. En enero de 1915, Bethmann Hollweg se conjuró con Hindenburg y Ludendorff para destituirlo como consecuencia del decepcionante resultado de la primera batalla de Ypres. El estado Mayor del káiser resolvió la crisis desencadenada —durante la cual Hindenburg amenazó con presentar su dimisión— mediante un compromiso en virtud del cual Falkenhayn debía dejar su puesto como ministro de la Guerra en manos de su lugarteniente, Adolph Wild von Hohenborn. No obstante, continuaría como JEM. Siguió gozando del apoyo del emperador y de su entorno, y durante 1915 acordó con otros líderes alemanes que el Frente Oriental debía tener prioridad, aunque no todos coincidieran en la medida en que debía ser así[1].

Falkenhayn adoptó esta postura a regañadientes, pues sus preferencias para el nuevo año habrían sido lanzar otro ataque contra los británicos. Dos circunstancias le hicieron cambiar de opinión. La primera fue la conspiración de enero, tras la cual logró apaciguar a Hindenburg y Ludendorff enviando tropas suplementarias para llevar a cabo una nueva ofensiva contra los rusos desde Prusia Oriental. Consecuencia de todo ello —la llamada segunda batalla o batalla invernal de los lagos Masurianos, del 7 al 21 de febrero— fue la pérdida de 200 000 hombres por parte de los rusos, que abandonaron definitivamente el territorio alemán, pero una vez más fue imposible repetir el cerco de Tannenberg y los propios alemanes sufrieron graves pérdidas. La segunda y más importante de las citadas circunstancias fue la emergencia militar del Imperio austrohúngaro. Desde el primer momento se había visto que el ejército de los Habsburgo era pequeño, estaba mal equipado y peor dirigido. En 1914 perdió a la mayoría de sus oficiales más expertos, sus tropas eran a menudo miembros de la milicia nacional mal entrenados, y no tardó en comprobarse que los checos y ucranianos integrados en el ejército austrohúngaro eran poco fiables a la hora de luchar contra otros eslavos. En enero de 1915, Conrad obligó a sus fuerzas a emprender una ofensiva en los Cárpatos que continuó hasta que se llevó a cabo el vano intento de levantar el asedio de Przemysl con unas gélidas temperaturas bajo cero. Las bajas sufridas en los Cárpatos entre los meses de enero y abril (víctimas en su mayoría del frío y las enfermedades) alcanzaron la apabullante cifra de casi 800 000 hombres[2], y pese a todo la fortaleza y los 117 000 hombres que integraban su guarnición acabaron por rendirse en el mes de marzo; la noticia hizo llorar incluso al estoico Francisco José. Mientras tanto, los contraataques habían permitido a los rusos conquistar las cimas de los puertos de los Cárpatos, desde donde podían invadir la gran llanura húngara. Con Italia y posiblemente Rumanía a punto de unirse a los Aliados, la amenaza que se cernía sobre el Imperio austrohúngaro parecía inevitable, y Conrad avisó de que podía obligarle a firmar una paz por separado[3]. Tras la caída de Przemysl, Falkenhayn decidió por fin enviar más tropas a la zona, pero no dijo nada a Conrad hasta que los trenes que las transportaban habían emprendido la marcha y obligó a que los refuerzos permanecieran bajo el mando alemán formando un nuevo XI Ejército, a las órdenes de August von Mackensen. En realidad, este no tenía nada que agradecer ni a los austríacos ni a Hindenburg y Ludendorff, a los cuales se enfrentó al rechazar su propuesta de llevar a cabo una gigantesca maniobra de pinza, mediante la cual las fuerzas alemanas pretendían invadir Polonia desde el norte para converger con las austríacas procedentes del sur. Mackensen no solo dudaba de que semejante operación fuera factible, sino que además no quería que Rusia se hundiera por completo. Por el contrario, creía firmemente que Alemania debía salir de la guerra dividiendo a sus enemigos[4]. Profundamente afectado por el elevadísimo número de bajas sufridas y la incapacidad de su país de imponerse en la primera batalla de Ypres, Falkenhayn, a diferencia de los mandos del Ober Ost, dudaba que fuera posible alcanzar un resultado definitivo como el de 1870, comentando que simplemente con no perder la guerra Alemania la habría ganado[5]. La presión militar era necesaria para obligar a los rusos a negociar, pero esa presión no debía suponer su humillación ni conquistas territoriales que supusieran un obstáculo al compromiso.

Además de tener poderosas razones para volcarse en el este, Falkenhayn poseía los recursos para hacerlo. Convencido de la superioridad de la eficacia de sus tropas, creó varias unidades extra quitando un regimiento a cada división del Frente Occidental, pero trasladó a este más ametralladoras para compensar la disminución de efectivos. Redujo las baterías de cañones de campaña del Frente Occidental de seis a cuatro piezas cada una, pero dejó en todas las mismas reservas totales de bombas. Mientras que la escasez de munición de los Aliados era agudísima, en Alemania la nueva producción iba viento en popa y la potencia de fuego sustituiría a los hombres, en lo que acabaría convirtiéndose en una tendencia constante de la guerra[6]. En la primavera de 1915, Falkenhayn pudo por tanto trasladar grandes contingentes de tropas del oeste al este. Mientras tanto, intentó prevenir una contraofensiva anglo-francesa lanzando el primer ataque con gas de Alemania en el Frente Occidental, en el transcurso de la segunda batalla de Ypres, que se desarrolló durante los meses de abril y mayo. Sus tropas obligaron a los británicos a retroceder a un saliente más estrecho que apenas ocupaba las ruinas de la ciudad, pero los atacantes se quedaron sin reservas para aprovechar la brecha abierta por su nueva arma, y por lo demás la intención de Falkenhayn fue siempre que la operación fuera limitada[*]. El verdadero objetivo de estos preparativos se materializó en el golpe del 2 de mayo, que hizo añicos el frente ruso en Gorlice-Tarnow. En ese sector del ataque alemanes y austrohúngaros llegaron a acumular 352 000 soldados frente a 219 000 rusos, 1272 cañones de campaña frente a 675, y 334 cañones pesados y 96 morteros frente a 4 piezas pesadas rusas. Los alemanes llevaron a cabo el mayor bombardeo que había conocido el este de Europa, contra las posiciones débilmente fortificadas de una zona tranquila. Aunque los rusos recibieron aviso de lo que se les avecinaba, su resistencia se vino abajo rápidamente y los alemanes lograron meter una cuña entre dos cuerpos de ejército zaristas, avanzando más de ciento veinte kilómetros en dos días. Los rusos no pudieron cortarles el paso, y a finales de junio alemanes y austríacos habían vuelto a tomar Przemysl y prácticamente habían liberado todo el territorio de los Habsburgo, además de capturar a 284 000 prisioneros y apoderarse de 2000 cañones. Falkenhayn avanzó entonces por el territorio enemigo, autorizando la realización de operaciones todavía de mayor envergadura, que en el mes de septiembre supusieron la invasión de toda la Polonia rusa y de Lituania. Al final, las bajas sufridas por los rusos quizá llegaran a 1,4 millones de hombres y sus ejércitos tuvieron que retirarse casi 500 kilómetros, aunque las bajas alemanas y austríacas en el este durante ese año superaron también el millón[7].

Este avance supuso el gran episodio estratégico de 1915. Pero Falkenhayn mostró cierta moderación y esperaba que la campaña decisiva de la guerra se produjera más tarde y en el oeste. En Gorlice-Tarnow atacó desde el centro del frente austrohúngaro para hacer retroceder a los rusos, en vez de hacerlo desde más al sur para rodearlos. Cuando sus fuerzas entraron en la Polonia rusa atravesando Galitzia, autorizó a Hindenburg y Ludendorff avanzar desde el norte y reunirse con Mackensen, que venía del sur, conquistando así Varsovia y las fortalezas circundantes en julio y agosto, pero rechazó las pretensiones habituales del Ober Ost, que pretendía que el movimiento de pinza fuera todavía más lejos. En septiembre permitió a Hindenburg y Ludendorff invadir Lituania, si bien insistió en que no avanzaran más allá de una posición que pudiera ser defendida. Negó que su intención fuera «aniquilar» a los rusos, y se resistió a dejarse arrastrar demasiado al interior del país. Pensaba en todo momento en la catastrófica invasión de Rusia por Napoleón, en la ineficacia de los austrohúngaros, en el peligro continuo del Frente Occidental, y no perdió nunca de vista el alto concepto que tenía de la capacidad combativa de los rusos[8]. Casi con toda seguridad, su actitud fue la correcta en todo. Hindenburg y Ludendorff menospreciaron una y otra vez a los rusos, y las malas carreteras y los ferrocarriles impidieron la realización de maniobras rápidas, mientras que las lluvias otoñales supusieron un nuevo obstáculo. Los ejércitos zaristas se recuperaron lo suficiente para detener a los alemanes al este de Vilna, y la ofensiva austrohúngara que permitió volver a conquistar Lutsk en agosto (lanzada con el propósito de reafirmar la independencia de Conrad) supuso de nuevo la pérdida de la plaza en septiembre a raíz de un contraataque. Lo mismo que ocurrió con el Frente Occidental un año antes, el Frente Oriental se estabilizó a lo largo de una línea más corta.

Falkenhayn reconocía que una operación de envolvimiento más amplia habría hecho caer en la trampa a un número mayor de rusos, aunque lo más probable era que la mayoría hubieran logrado escapar. En 1915 en Polonia una empresa tan ambiciosa habría supuesto tener que hacer frente a más inconvenientes todavía que los que había encontrado en 1914 en Francia. Pero incluso las aspiraciones más modestas de Falkenhayn resultarían irrealizables. Su idea de que había acabado con la capacidad ofensiva de Rusia y de que, por lo tanto, podría concentrarse en adelante en el oeste, era excesivamente optimista. Además, si pudo ocupar la Polonia rusa se debió en parte a que Petrogrado había rechazado los sondeos de paz emprendidos por Bethmann, pero la victoria hizo que los alemanes partidarios de la anexión se mostraran todavía más deseosos de arrancar definitivamente Polonia de las garras de Rusia, y la derrota por otra parte no contribuyó a predisponer a Nicolás II a entablar negociaciones. La búsqueda continua por parte de Falkenhayn de una paz por separado con Rusia permite explicar por qué en septiembre de 1915 trasladó su centro de atención a los Balcanes, después de que Bethmann le advirtiera de que mientras Rusia aspirara a apoderarse de Constantinopla no había muchas probabilidades de que quisiera negociar. Derrotar a Serbia contribuiría a frustrar esas esperanzas dando a las Potencias Centrales una ruta de abastecimiento fiable por tierra hacia Turquía, además de servir de ayuda a los austríacos. En realidad, Bethmann y el Ministerio de Asuntos Exteriores de Berlín deseaban llevar a cabo esa operación desde la primavera, pero Falkenhayn, impresionado por las proezas militares de los serbios y el dificultoso terreno de los Balcanes, decidió esperar hasta tener la seguridad de contar con la ayuda de Bulgaria[9]. Sin embargo, una vez que Sofía se comprometió no quedaron demasiadas dudas sobre cuál sería el resultado. Tras los éxitos cosechados el año anterior, el tifus había causado estragos en el ejército serbio. Las fuerzas alemanas, austrohúngaras y búlgaras lo superaban numéricamente en una proporción de más de dos a uno. A diferencia de los ataques de Potiorek en 1914 en las montañas de la frontera occidental de Serbia, esta vez Alemania y el Imperio austrohúngaro tomaron Belgrado y avanzaron por el valle del Morava hasta el corazón del país, antes de que los búlgaros lo invadieran por el este. Los Aliados no pudieron hacer gran cosa. Los italianos lanzaron una ofensiva de apoyo en su frente, pero Rusia no estaba en condiciones de prestar ayuda y la fuerza de socorro franco-británica que desembarcó en Tesalónica, al norte de Grecia, era muy pequeña y llegó demasiado tarde para resultar útil. Los serbios se retiraron en una terrible marcha en pleno invierno a través de las montañas de Albania, perdiendo casi la mitad de sus hombres antes de que los barcos aliados pudieran rescatarlos en la costa del Adriático y trasladarlos a Tesalónica, estableciéndose un gobierno en el exilio en Corfú. Los austríacos conquistaron Montenegro y ocuparon el norte de Albania a comienzos de 1916. Con el primer tren directo que llegó a Constantinopla en el mes de enero, las Potencias Centrales dominaron la parte occidental de los Balcanes, y el objetivo que se había marcado Alemania de socorrer a Turquía y al Imperio austrohúngaro se vio triunfalmente cumplido. Aun así, el objetivo más trascendental de conseguir una paz por separado con Rusia siguió escapándosele.

El predominio de Alemania entre las Potencias Centrales contrastaba con la autoridad difusa reinante entre sus enemigos. Durante la primera mitad de 1915, los Aliados despilfarraron sus recursos en campañas carentes de coordinación. Durante la segunda mitad del año, impresionados por los desastres sufridos en Polonia y Serbia, iniciaron la mejora de sus enlaces, aunque hasta el año siguiente no empezaron a beneficiarse de ellos. Mientras tanto, sería prácticamente imposible hablar de una estrategia unificada, aunque los principales Aliados permanecieran a la ofensiva. De ese modo, la estrategia británica ha sido vista tradicionalmente como un enfrentamiento entre «occidentales», deseosos de concentrarse en Francia, y «orientales», partidarios de las operaciones en otros países, pero en realidad reflejaba también la ambigüedad de los objetivos de guerra británicos, divididos entre el miedo a Berlín y la desconfianza hacia Petrogrado y París[10]. La estrategia fue responsabilidad primero del Consejo de Guerra del gobierno liberal y luego (durante el gobierno de coalición formado en mayo de 1915, con Asquith ocupando de nuevo el cargo de primer ministro), del Comité de los Dardanelos establecido en el propio gabinete, aunque Kitchener, en su condición de secretario de Estado para la Guerra, fuera siempre el principal asesor de ambos organismos. Las consideraciones políticas influyeron en las esperanzas que abrigaba Kitchener de lograr aplazar la participación de tropas británicas en grandes ofensivas terrestres en Europa occidental. Quería que los alemanes se agotaran primero realizando ataques estériles, pretensión que Falkenhayn no tenía la menor intención de satisfacer. Pese a los ruegos de sir John French y de Joffre, Kitchener retrasó el envío de los Nuevos Ejércitos —las divisiones de voluntarios recién reclutados— al continente. Previendo que el momento decisivo no llegaría hasta la primavera de 1917, pretendía que Francia y Rusia aguantaran todo el peso del conflicto, permitiendo a Gran Bretaña intervenir de manera decisiva en el momento culminante y ejercer una influencia trascendental en la conferencia de paz. Mientras tanto, durante el invierno de 1914-1915 los británicos consideraron la posibilidad de llevar a cabo operaciones anfibias en el Báltico, contra los puertos de Flandes, en Tesalónica y en Siria, antes de tomar una decisión sobre la operación de los Dardanelos; e incluso cuando se decidieron a llevarla a cabo, siguieron esperando que no requiriera la utilización de fuerzas terrestres.

Pero aunque querían minimizar las pérdidas y no poner en peligro a sus tropas prematuramente, los británicos temían también que sus aliados se vinieran abajo. Kitchener era escéptico acerca de las capacidades militares de Francia y presumía que si los alemanes derrotaban a Rusia y concentraban sus fuerzas en el oeste, lograrían atravesar las líneas aliadas y amenazarían las islas Británicas. De ahí que tanto él como el gabinete en pleno no pudieran ignorar la presión de los franceses. Autorizaron que la BEF atacara en la batalla de Neuve Chapelle el 10 de marzo de 1915, en parte para demostrar a Joffre que debía tomarla muy en serio. La combinación de un bombardeo con artillería pesada y el factor sorpresa permitió a las tropas británicas e indias romper limpiamente las líneas alemanas (que en aquellos momentos eran una sola), aunque al atardecer los enemigos llamaron a nuevas reservas que no tardaron en impedir nuevos avances[11]. Análogamente, los siguientes ataques británicos, en Festubert y en los cerros de Aubers en mayo, que tuvieron menos éxito incluso que el de Neuve Chapelle, fueron solo operaciones de apoyo de una ofensiva francesa. No obstante, hasta el verano de 1915 los británicos limitaron estrictamente su presencia en el Frente Occidental, enviando también muy pocas tropas a Gallípoli[12]. Tiempo después, la ofensiva de Falkenhayn en Polonia los obligó a reconsiderar su actitud.

Durante todo el año, sin embargo, el empeño de los franceses en el oeste dejó en ridículo a los británicos, independientemente de si lo medimos por la longitud del frente, por el número de tropas o por la cantidad de pérdidas sufridas. Joffre atacó en Champagne de diciembre de 1914 a marzo de 1915 y en Woëvre en el mes de abril (así como en numerosas operaciones más pequeñas) antes de lanzar su ofensiva más importante en Artois en los meses de mayo y junio[13]. Los franceses tenían varios motivos para llevar a cabo estas acciones, por las que pagaron un precio terrible, y el número total de bajas sufridas entre diciembre de 1914 y noviembre de 1915 fue de aproximadamente 465.000[14]. Ante la emergencia de 1914, los políticos habían delegado el control de la estrategia en Joffre, y aunque las cámaras volvieron a reunirse en 1915 el prestigio del mariscal como vencedor del Marne le permitió seguir gozando de gran independencia, por más que Millerand ya se encargara de protegerlo de cualquier crítica. Joffre y el GQG creían que debían seguir llevando la iniciativa y que una defensa pasiva solo serviría para minar la moral de la población. El mariscal quería una victoria rápida, y parecía que el ejército francés era el que más había contribuido a ella, maximizando de ese modo la presión de Francia en las negociaciones de paz. Los políticos y la opinión pública compartían su impaciencia y su deseo de ver liberados cuanto antes los territorios invadidos y la guerra acabada antes del próximo invierno. Además, en el momento de la ofensiva de Artois empezaba a imperar la necesidad de hacer algo para ayudar a Rusia. Por si fuera poco, como el sistema de trincheras del enemigo todavía era reciente y rudimentario (y los Aliados contaban con superioridad numérica), la idea de abrir brecha entre sus líneas no parecía ilusoria[15]. Joffre hizo saber a los políticos franceses que podría ganar la guerra en cuestión de meses y su GQG sobrevaloró en todo momento las bajas sufridas por los alemanes y subestimó sus reservas de hombres[16]. Pero los obstáculos tácticos se revelaron insuperables. El número de cañones y obuses pesados era mucho menor entonces que el existente más tarde. Aunque en la operación de Artois se utilizaron unas cantidades de artillería y de infantería desconocidas hasta entonces y en su primer día los hombres del cuerpo comandado por el general Philippe Pétain lograron salir a campo abierto, las reservas francesas estaban demasiado lejos para aprovechar la brecha que tanto les había costado abrir antes de que los alemanes la cerraran de nuevo. De nada sirvió seguir lanzando ataques complementarios durante todo un mes[17].

Las operaciones francesas y británicas de la primavera y el verano de 1915 liberaron tan solo porciones insignificantes de territorio y no lograron distraer tropas de las operaciones llevadas a cabo por los alemanes en el este. Del mismo modo, Gallípoli distrajo a las tropas turcas del Cáucaso, pero no supuso ningún alivio para Rusia en Europa. Mientras tanto, el gran duque Nicolás comunicó a sus aliados en diciembre de 1914 que prácticamente se había quedado sin fusiles y sin munición para su artillería, y que necesitaría varios meses para reponerlos[18]. Ello suponía tener que adoptar una postura defensiva frente a los alemanes, aunque no frente a los austríacos, y en la primavera de 1915 el gran duque seguía esperando que si invadía el Imperio austrohúngaro a través de los Cárpatos mientras Italia y Rumanía atacaban sus otras fronteras, los Habsburgo se verían obligados a rendirse[19]. Pero a pesar de la crisis sufrida por los austríacos durante aquellos meses, los Aliados no consiguieron aprovechar sus ventajas. Como consecuencia del regateo que precedió al Tratado de Londres, Italia aplazó su entrada en la guerra hasta después de la batalla de Gorlice-Tarnow, lo que hizo que se perdiera el momento más oportuno. Sonnino creía que la desintegración completa del Imperio austrohúngaro iba en contra de los intereses de Italia y no se puso de acuerdo con Rumanía antes de intervenir. Joffre había esperado coordinar la ofensiva de Artois del mes de mayo con el comienzo de las operaciones italianas, pero Luigi Cadorna, jefe del Estado Mayor italiano, retrasó su primer ataque hasta junio[20]. Serbia, que no quiso lanzar una ofensiva de apoyo y ayudar así a Italia a absorber a otros eslavos, permaneció inactiva. De ese modo, la pinza con la que se pretendía envolver al Imperio austrohúngaro por los cuatro costados no llegó a accionarse. Pese a los meses de preparativos y a las lecciones aprendidas en otros frentes, el ejército italiano tenía en 1915 menos ametralladoras, menos bombas, menos aviones y menos piezas de artillería pesada que los austríacos[21], y tardó mucho en movilizar y desplegar sus efectivos. El objetivo político que perseguía Italia, esto es, apoderarse de parte del territorio de los Habsburgo, requería una estrategia ofensiva, y Cadorna intentó conquistar la parte que pudo de la zona montañosa del Trentino, pero el principal avance que había proyectado era hacia el nordeste, al otro lado del río Isonzo y hacia Liubliana, para unirse a los demás Aliados y atacar Viena[22]. En la práctica, los italianos vieron cómo les cortaban el paso en cuanto cruzaron la frontera. Las cuatro batallas del Isonzo, entre el 24 de mayo y el 30 de noviembre de 1915, les costaron unos 62 000 muertos y 170 000 bajas más entre enfermos y heridos[23]. Una guerra contra Italia no despertaba en las poblaciones eslavas de los Habsburgo los sentimientos ambivalentes que provocaba luchar contra Rusia, y aunque los austríacos desplazaron hasta allí algunas unidades de Galitzia y de los Balcanes, les bastaron unos 300 000 hombres para repeler a unas fuerzas atacantes tres veces superiores.

Cuando los Aliados pasaron el momento más apurado en mayo de 1915, su estrategia se volvió más reactiva. Los rusos obligaron a Ludendorff a frenar su avance por Polonia y Lituania y expulsaron a los austríacos de Lutsk. Pero eran demasiado débiles y no pudieron contraatacar a los alemanes, y durante los tres meses siguientes a la ofensiva de Artois Joffre no hizo mucho caso a los requerimientos de la Stavka, a pesar de las advertencias de los embajadores de Gran Bretaña y Francia en Petrogrado avisando de que la opinión pública rusa estaba poniéndose en contra de los Aliados y volviéndose cada vez más pacifista[24]. Joffre necesitaba llevar a cabo largos preparativos para realizar su nuevo plan, con el que pretendía no solo aliviar la situación de los rusos, sino también lograr un gran avance en la propia Francia antes del invierno. Para ello el GQG creía que era necesario un ataque en un frente amplio, de modo que las tropas que encabezaran la acción quedaran fuera del alcance de la artillería alemana situada en los flancos[25]. Gracias a los cañones pesados procedentes de las fortalezas francesas, la cortina de fuego inicial sería más grande que nunca, y un ataque preliminar en Artois debía desconcertar a las reservas enemigas y distraerlas del ataque principal que se lanzaría en Champagne. De ese modo, los Aliados golpearían en los dos extremos de la bolsa de Noyon, el gran saliente creado por las líneas alemanas en dirección a París. Parece que Joffre creía ingenuamente que aquella operación lograría romper las defensas alemanas. Su gobierno, menos confiado, accedió al plan pensando en Rusia y con la condición de que el GQG diera por concluida la operación si no tenía un éxito inmediato[26]. El papel de los británicos en este proyecto sería atacar cerca de Loos, a la izquierda de los franceses en Artois, en un sector en el que el enemigo se hallaba protegido tras los montones de escoria y las casas de mineros. A los mandos de la BEF no les gustó la decisión, pero Kitchener, a pesar de compartir su escepticismo, les ordenó asumir, si era necesario, «un número altísimo de bajas»[27]. Por primera vez iban a participar en la acción los Nuevos Ejércitos, y la batalla de Loos sería mucho más dura que cualquiera de los ataques británicos anteriores, pero el gobierno dio su aprobación a regañadientes (en vista de que ya no había esperanzas en Gallípoli) temiendo que, de lo contrario, Francia o Rusia acabaran pidiendo la paz. Esta decisión marcó una fase de transición hacia un compromiso más serio de los británicos con una estrategia ofensiva en el Frente Occidental para 1916 y subrayaría una vez más la importancia de las consideraciones políticas[28]. En Loos, a falta de una artillería adecuada, los británicos depositaron sus esperanzas en el gas venenoso liberado por medio de cilindros, aunque el primer día el aire estaba en calma y el gas permaneció suspendido en tierra de nadie o incluso retrocedió hacia las posiciones británicas. A pesar de todo, el ala derecha del ataque logró tomar la localidad de Loos y ocupar la primera línea de los alemanes. Pero sir John French había dejado sus dos divisiones de reserva del Nuevo Ejército tan retrasadas que cuando avanzaron al día siguiente sin que se llevara a cabo prácticamente ningún bombardeo preliminar contra las alambradas todavía sin cortar y los puestos de ametralladoras bien preparados sufrieron miles de bajas en una sola hora. Aunque la confusión que se produjo con las divisiones de reserva dejó definitivamente maltrecha la reputación de los franceses, las deficiencias de la artillería probablemente fueran una vez más el verdadero motivo del fracaso[29]. Del mismo modo, el ataque de los franceses en Artois, a la altura de Souchez, supuso la toma de algunos fortines, pero nunca llegó a significar una verdadera rotura de las líneas. Si bien el ataque principal en Champagne tuvo al principio un éxito moderado y llegó hasta la segunda línea de los alemanes, la aparición de las reservas enemigas frustró como de costumbre los sucesivos intentos de consolidar y ampliar la brecha. Pese a causar cientos de miles de bajas más[30], las ofensivas de septiembre no supusieron una liberación significativa del territorio francés ni sirvieron de mucha ayuda a los suyos, que se salvaron principalmente gracias a sus propios esfuerzos y a las lluvias del otoño, así como a los límites que había puesto el propio Falkenhayn a sus objetivos.

Los intentos de los Aliados de frenar a los alemanes en los Balcanes no tuvieron mucho más éxito. Su foco principal fue la expedición anglo-francesa a Tesalónica[31]. Políticos como Lloyd George en Londres o Briand en París habían estado considerando durante algunos meses un desembarco semejante como punto de partida para una ofensiva en los Balcanes contra el Imperio austrohúngaro y como alternativa al Frente Occidental. Lo que posibilitó la realización de esta acción en el otoño de 1915 fue la existencia de una alianza greco-serbia y la disposición del primer ministro griego, Eleuterios Venizelos, a enviar 150 000 soldados en ayuda de Serbia si Gran Bretaña y Francia proporcionaban un contingente análogo. La verdadera fuerza motriz que se ocultaba detrás de la expedición, sin embargo, era la política nacional de Francia. En julio Joffre había destituido al oficial al mando de su III Ejército, Maurice Sarrail, uno de los pocos generales franceses de tendencias izquierdistas. Ante la creciente pérdida de credibilidad de Joffre como estratega y las sospechas endémicas que el GQG inspiraba a los diputados franceses, el affaire Sarrail provocó un escándalo que amenazó la mayoría parlamentaria del gobierno y el consenso del país a favor de la guerra[32]. La operación de Tesalónica proporcionó al gobierno la oportunidad de encontrar para Sarrail un mando con el que salvar la cara, y de ahí que los franceses accedieran a la propuesta de Venizelos sin consultar a los británicos, que aceptaron a regañadientes el fait accompli. Los franceses pretendían enviar con toda rapidez una expedición pequeña; al final, las discrepancias entre los Aliados retrasaron su partida, pero el número de tropas enviadas seguiría siendo demasiado pequeño para permitirles intervenir eficazmente en apoyo de los serbios[33]. Además, en cuanto las tropas empezaron a desembarcar, Venizelos perdió su puesto y el rey Constantino (que deseaba permanecer fuera de la guerra) nombró un nuevo primer ministro que negó que la alianza obligara a Grecia a ayudar a Serbia. Sarrail avanzó hacia Bulgaria, pero llegó demasiado tarde para salvar a los serbios, por lo que sus tropas regresaron a Grecia, donde constituían una presencia no deseada en un país neutral. En Londres, los militares y la mayoría del gabinete deseaban la retirada de la fuerza expedicionaria, pero no insistieron demasiado, fundamentalmente por miedo, una vez más, a que asumiera el poder en París un gobierno neutral o proalemán. Tras suceder a Viviani en el cargo de primer ministro en octubre, Briand decidió permanecer en Tesalónica, no solo para solucionar el problema de Sarrail, sino también para reforzar la diplomacia de los Aliados y la influencia francesa en Oriente Próximo. Por consiguiente, la fuerza expedicionaria se quedó en Grecia y en 1917 su número ascendía ya casi al medio millón de hombres. Acaparaba así unas fuerzas que se necesitaban en el Frente Occidental, además de restar barcos a una flota ya de por sí falta de ellos. Su principal enemigo, aparte de la malaria, eran las tropas búlgaras, cuyo gobierno no permitía que prestaran servicio en ningún otro sitio. Tesalónica constituye el mejor ejemplo de un despilfarro de recursos por parte de los Aliados en una operación secundaria que casi no contribuyó lo más mínimo, hasta las últimas semanas de la guerra, a la derrota de Alemania.

Para las Potencias Centrales, 1915 fue el año de más éxito de la guerra. Ninguna iniciativa aliada había dado demasiado fruto, y los serbios y los rusos habían sido derrotados. Joffre era ahora el primero que deseaba dar una respuesta concertada. En una conferencia celebrada en su cuartel general en Chantilly en el mes de diciembre, los representantes de los altos mandos aliados acordaron intentar llevar a cabo ofensivas sincronizadas en el Frente Occidental, en el Oriental y en el italiano, a partir de marzo de 1916[34]. Por otra parte, si las Potencias Centrales atacaban a cualquiera de los Aliados, los demás debían prestarle ayuda. Los pequeños ataques preliminares intensificarían el grado de «desgaste» (usure), aunque en vista del inminente agotamiento de los recursos humanos franceses estas acciones tendrían que ser responsabilidad de los británicos, los italianos y los rusos. También la Stavka se mostró partidaria de la doctrina del desgaste[35], lo mismo que el Estado Mayor británico, que apoyó la mayor parte de los principios de Chantilly. A pesar de la mala reputación que tendría luego el concepto, el desgaste supuso en un principio un ahorro del número de bajas[36], al menos durante la fase preliminar. Para la ofensiva principal se rechazó el plan presentado por la Stavka de ataques combinados contra el Imperio austrohúngaro, pues británicos y franceses insistieron en que el terreno montañoso y las dificultades logísticas a las que se enfrentaba la fuerza expedicionaria de Tesalónica hacían inviable este planteamiento[37]. El enemigo en el que había que centrarse era Alemania, y el objetivo era impedir que las Potencias Centrales pudieran trasladar sus reservas a través de sus líneas internas de comunicación con el fin de repeler a los Aliados por partes. La guerra debía ganarse por medio de ofensivas coordinadas más ambiciosas que las de septiembre de 1915, y la consecuencia inevitable sería un aumento masivo de las bajas y la destrucción.

Los acuerdos de Chantilly fueron adoptados por los jefes militares, pero los fracasos de 1915 facilitaron su aprobación por los gobiernos aliados. Cuando Briand fue nombrado primer ministro de Francia, exigió una coordinación más estrecha entre los Aliados, y pensó que Chantilly favorecía los intereses de su país. Reforzó a Joffre nombrándolo generalísimo de todos los ejércitos franceses, incluidas las tropas de Sarrail desplazadas a Tesalónica. Mientras tanto, en Rusia el zar sustituyó al gran duque Nicolás en el mes de septiembre y asumió personalmente el mando supremo. Esto suponía en la práctica que la estrategia pasara a ser dirigida por el JEM, Mijaíl Alexéiev, que se mostró dispuesto a consultar a los aliados de Rusia y a ayudarlos cuando se encontraran en apuros. Por último, en el mes de diciembre sir Douglas Haig sustituyó a French como jefe de la BEF (y en general se llevaría mejor con Joffre de lo que se había llevado French), mientras que en Londres sir William Robertson se convirtió en JEMI. Robertson insistió en ser nombrado único asesor estratégico del gobierno y en firmar todas las órdenes operacionales dirigidas a los mandos sobre el terreno, marginando así a Kitchener. Hombre franco y enérgico, coincidía con Haig en que, para vencer, Gran Bretaña tenía que derrotar al ejército alemán en Europa occidental (y en que su país tenía que desempeñar un papel fundamental en la obtención de la victoria). Si eso significaba sufrir grandes pérdidas, así sería. Compartía el optimismo de Joffre, según el cual en el fondo el equilibrio estaba decantándose a favor de los Aliados, dada la superioridad de sus recursos humanos y la expansión de su producción[38]. Hacía falta perseverancia y coordinación. Durante la próxima temporada de campaña, los acontecimientos darían la impresión de justificar ese optimismo, para después desmentirlo por completo.

Los acontecimientos de la primavera de 1916 estarían dominados no por Joffre, sino por Falkenhayn. La ofensiva de Verdún desde febrero a julio fue el único gran ataque que llevaron a cabo los alemanes en el oeste entre la acción del Marne y 1918. Significó un nuevo tipo de batalla. Incluyendo los contraataques franceses de octubre y diciembre, duró diez meses y causó 377 000 bajas en las filas francesas y 337 000 en las alemanas (aunque se calcula que la proporción de muertos y desaparecidos fue más o menos de 160 000 a 71 504 respectivamente)[39]. Batió los récords anteriores de duración y concentración de muerte y destrucción, si bien la batalla del Somme y la de Ypres no tardarían en rivalizar con ella. Pese a convertirse en terreno de pruebas de nuevas tecnologías como los lanzallamas o el gas de fosgeno, fue sobre todo una lucha entre una artillería y otra, limitándose la infantería a ocupar un terreno que fue machacado con una intensidad hasta entonces desconocida. Sin embargo, el máximo avance de los alemanes se limitó a poco más de ocho kilómetros.

Falkenhayn compartía la idea de los Aliados y pensaba que a la larga el equilibrio se decantaría a favor de estos últimos. Dudaba que la economía y la moral del pueblo alemán pudieran aguantar más de otro año. Nuevos avances por el este quizá supusieran la conquista del granero de Ucrania, pero absorberían también más tropas destinadas en realizar tareas de guarnición y comportarían tener que extender todavía más las líneas de comunicación. Lo que necesitaba Falkenhayn era una medicina más fuerte[40]. En el «Memorial de Navidad» presentado a Guillermo II en diciembre de 1915 (aunque la autenticidad de este documento es dudosa y quizá fuera elaborado por el propio Falkenhayn después de la guerra) rechazaba llevar a cabo un ataque contra la BEF, que habría exigido el empleo de demasiados hombres y habría resultado imposible hasta después del invierno, cuando se secara el barro del territorio de Flandes[41]. Por el contrario, pretendía dar jaque mate a Gran Bretaña por medio de ataques submarinos y anulando a sus aliados incondicionales, los franceses. En el oeste no parecía factible un éxito decisivo como el de Gorlice-Tarnow, pero el jefe del Estado Mayor alemán proyectaba causar un número de bajas tan grande que los franceses —cuya capacidad de aguante no supo calcular— se vieran obligados a pedir la paz. Verdún encajaba perfectamente con este propósito por sus asociaciones históricas y sus resonancias emocionales: se trataba de una de las principales fortalezas de Francia desde los tiempos de Luis XIV, y su caída en manos de los prusianos en 1792 había desencadenado la primera revolución republicana en París. Había sido sitiada en 1870 y había constituido el eje central de la retirada de Joffre en 1914. Su topografía además era la adecuada. Verdún estaba rodeada de una serie de fortalezas en las colinas boscosas situadas a derecha e izquierda del río Mosa. Si los alemanes tomaban esas colinas podrían bombardear libremente la ciudad y a sus defensores, que habrían tenido que atacar cuesta arriba para desalojarlos. Una línea ferroviaria principal discurría por detrás del frente alemán, facilitando el suministro de municiones, mientras que las rutas de acceso francesas se limitaban a una sola carretera y a una línea de ferrocarril de vía estrecha. Por último, los bosques y las pendientes, junto con las brumas invernales y la superioridad aérea local, creaban el potencial necesario para facilitar el efecto sorpresa. Hasta poco antes de que tuviera lugar el ataque, la mayor parte de los preparativos permanecieron en secreto, con la artillería oculta entre los árboles y las tropas de asalto en búnkeres. No obstante, en términos de medios, cuando no de fines, la de Verdún fue planeada como una operación limitada. Falkenhayn no pretendía ni salir a campo abierto ni —probablemente— tomar la ciudad, aunque el oficial al mando de su V Ejército, el príncipe heredero (Kronprinz) de Prusia, dijera que ese era el objetivo[42]. Disponiendo solo de una pequeña superioridad numérica en materia de tropas y consciente de que tenía que defender dos frentes muy extensos, Falkenhayn asignó solo nueve divisiones al ataque. El objetivo era tomar las colinas situadas a la margen derecha del Mosa, y que la artillería causara el verdadero daño cuando los franceses contraatacaran. Si los británicos lanzaban un ataque de socorro, también a ellos los aplastarían. Calcando la evolución del pensamiento estratégico del bando aliado, Falkenhayn esperaba imponerse valiéndose de una versión ofensiva de la táctica del desgaste administrada a través de dosis masivas de artillería pesada y bombas de alto poder explosivo, transportadas a la zona por 1300 trenes de municiones a lo largo de siete semanas. Este bombardeo dejaría pequeño incluso el de Gorlice-Tarnow, y el 21 de febrero de 1916 unos 1220 cañones, la mitad de ellos morteros o piezas de artillería pesada, dispararon 2 millones de bombas en ocho horas a lo largo de un frente de más de doce kilómetros antes de que la infantería emprendiera el ataque.

A partir de febrero, el GQG fue objeto de críticas más que justificadas por su excesiva complacencia. El de Verdún había sido un sector tranquilo, provisto de guarniciones pequeñas y trincheras inacabadas, mientras que las fortalezas habían perdido la mayor parte de los cañones para ser utilizados como artillería de campaña. En enero Joffre envió a su segundo, Curières de Castelnau, a inspeccionar el sector, y los franceses quedaron avisados, pero subestimaron el peligro que se les venía encima. Verdún probablemente se salvara debido al mal tiempo, que retrasó nueve días el ataque. El bombardeo no logró aniquilar a los defensores, que no se rindieron como los rusos en Gorlice. A pesar del uso de sofisticadas tácticas de infiltración por parte de los alemanes —pequeñas brigadas equipadas con granadas, lanzallamas y morteros ligeros que precedían a la infantería regular y eran apoyados por bombardeos aéreos—, la resistencia continuó. No obstante, los avances de los primeros días superaron los de las ofensivas de los Aliados de 1915, y el 24 de febrero el fuerte de Douaumont, el más importante al este del Mosa, cayó casi sin oponer resistencia ante un afortunado ataque de prueba. Al término de la primera semana, el avance se atascó sin lograr el control de las colinas, y al cabo de cinco meses los alemanes seguían sin controlarlas.

Falkenhayn, sin embargo, logró obligar a los franceses a enzarzarse en una lucha de desgaste. El GQG estaba dispuesto a renunciar a Verdún por considerarla un estorbo, pero Briand, convencido de que lo que estaba en juego era la moral del país y la supervivencia del gobierno, se trasladó a Chantilly en plena noche para despertar a Joffre e insistir en la necesidad de conservar Verdún[43]. Joffre nombró a Philippe Pétain comandante en jefe del II Ejército de Verdún, y el general organizó rápidamente las defensas. A lo largo de la voie sacrée o «vía sacra» —la única ruta que unía Verdún con el resto de Francia— pasaban camiones en una y otra dirección cada catorce segundos, tanto de día como de noche. A diferencia de las alemanas, las divisiones francesas rotaban para no prestar servicio en el frente más de dos semanas seguidas, aunque ello supusiera que unas setenta de las noventa y seis divisiones del Frente Occidental francés tuvieran que pasar por aquel infierno (el número total de divisiones alemanas era de cuarenta y seis y media)[44]. Finalmente, los fuertes que aún quedaban fueron rearmados y los cañones franceses situados al oeste del Mosa enfilaron a los alemanes colocados en la orilla opuesta del río. Ansioso por distribuir como es debido el trabajo de su infantería, Falkenhayn había ignorado el consejo de atacar una y otra ribera en el mes de febrero, pero en marzo y abril intentó por fin despejar la margen izquierda, aunque ahora sin contar ya con la ventaja del factor sorpresa, otra muestra de que Verdún estaba dejando de ser la operación cuidadosamente planeada que había previsto. La batalla no solo se tragaba más divisiones de las que había pensado, sino que resultaba tan odiosa y desmoralizadora para las tropas alemanas como lo era para las francesas, y lo malquistaría todavía más con sus superiores. Pensó en cancelar la operación, pero habría necesitado por lo menos un mes para preparar otro trampolín en cualquier otro sitio, y pensó erróneamente que la proporción de bajas era de cinco a dos a favor de Alemania, cuando en realidad la fase inicial había sido más igualada. Al no poder conquistar todo el complejo de fortificaciones de Verdún, el objetivo primordial de la campaña pasó a ser para la OHL simplemente infligir al enemigo el mayor número posible de bajas[45]. Además, las pérdidas cada vez mayores que estaban sufriendo los alemanes hacían que aquello se convirtiera en una batalla de prestigio también para ellos. Los hombres de Falkenhayn conquistaron por fin las colinas situadas en la orilla izquierda, Mort-Homme y la Côte 304, antes de volver a la margen derecha, donde en los meses de mayo y junio hicieron nuevos progresos, tomando otra fortaleza importante, el fuerte de Vaux, y acercándose al borde de las colinas. Joffre temía que la batalla pusiera en peligro toda la estrategia de Chantilly y, como en 1914, decidió dosificar los recursos para llevar a cabo un contragolpe. Limitó el número de hombres y la artillería asignada a este sector y concedió un ascenso a Pétain, a quien nombró supervisor, poniendo la dirección de la batalla en manos de Robert Nivelle, de mentalidad menos defensiva. Este cargo requería nervios de acero, pues había empezado a decaer la moral de las tropas francesas, que el 12 de junio contaban con una sola brigada de reserva. En ese momento crucial, sin embargo, Falkenhayn se detuvo y envió tres divisiones al este. Cuando los alemanes hicieron el último esfuerzo el 23 de junio, con ayuda del primer ataque con bombas de gas de fosgeno, estaban ya demasiado debilitados para imponerse. Acontecimientos ocurridos en otros lugares habían llegado en ayuda de Francia.

Joffre se había dado cuenta enseguida de que Verdún era la gran apuesta de los alemanes para ganar la guerra, y pidió ayuda en virtud del acuerdo de Chantilly. Los rusos respondieron el 18 de marzo con un ataque en el lago Narotch. Gozaban de una superioridad numérica local de casi dos a uno, y estaban seguros de conseguir su propósito mientras los alemanes estaban distraídos. No obstante, estos frenaron en seco la acometida causando 100 000 bajas, sin utilizar contra ella más que tres divisiones extra, ninguna de las cuales procedía del oeste[46]. En cuanto a los británicos, Haig se negó a debilitar sus tropas en los ataques preliminares proyectados en Chantilly, y Joffre no lo presionó, frustrando así las esperanzas que abrigaba Falkenhayn de que la BEF lanzara en vano una ofensiva de socorro. Pero fue el hecho de que Falkenhayn no se pusiera en contacto con Conrad para actuar conjuntamente lo que por fin dio al traste con la estrategia alemana. Durante 1915, y a pesar de los choques de personalidad que pudieran tener, los dos hombres habían perseguido objetivos similares. Pero para 1916 Conrad había planeado llevar a cabo un ataque desde el Trentino que expulsara a los italianos de los Alpes, o que incluso dejara aislado a su ejército del Isonzo y le permitiera a él llegar a Venecia. Pidió nueve divisiones alemanas para esta Strafexpedition («expedición de castigo»), insistiendo en que una derrota de Italia supondría dejar las manos libres a 250 000 soldados de los Habsburgo que podrían prestar servicio en cualquier otro sitio. Dejando a un lado el problema de que el gobierno alemán no estaba en guerra con Italia y tampoco quería estarlo, Falkenhayn dudaba de que semejante operación indujera a Italia a rendirse e, incluso si lo hacía, de que eso ayudara a Alemania a ganar la guerra. Asignó, por tanto, las divisiones solicitadas a Verdún y no dijo nada a Conrad acerca de esta última operación hasta poco antes de que diera comienzo. No intentó detener la Strafexpedition, pero pidió a Conrad que no debilitara el Frente Oriental, a pesar de lo cual el jefe del Estado Mayor austríaco trasladó seis de sus mejores divisiones de Galitzia al Trentino. De ese modo, los austríacos llegaron a tener una pequeña superioridad numérica en la zona de ataque y una ventaja de 3:1 en artillería pesada, que fue preciso subir con gran esfuerzo hasta su posición utilizando ferrocarriles y funiculares especialmente construidos a tal efecto. Como en Verdún, el mal tiempo provocó el aplazamiento de la operación e impidió a los atacantes el efecto sorpresa, pero después de lanzar la ofensiva el 15 de mayo, avanzaron unos treinta kilómetros hasta el borde de la meseta de Asiago, causando auténtica consternación en Roma. Lo mismo que Joffre, Cadorna se había mostrado demasiado autocomplaciente, pero también tuvo sangre fría al trasladar refuerzos al norte por ferrocarril (superior a las líneas que tenían los austríacos) y en camiones Fiat. El 2 de junio, los italianos contraatacaron, recuperando la mitad del territorio perdido[47]. Pero mientras tanto, Cadorna y Víctor Manuel III habían apelado urgentemente a los rusos pidiéndoles que adelantaran su contribución al asalto combinado de los Aliados previsto por los acuerdos de Chantilly. Una vez más, los rusos mantuvieron la palabra dada. Y en ese punto, por primera vez después de más de un año, los Aliados volvieron a tomar la iniciativa.

La ofensiva Brusílov de Rusia dio comienzo el 4 de junio, el ataque anglo-francés en el Somme empezó el 1 de julio, Italia lanzó la sexta batalla del Isonzo el 6 de agosto, Rumanía se unió a los Aliados el 17 de agosto, y en septiembre Sarrail avanzó una vez más por el interior desde Tesalónica. A pesar de las batallas de Verdún y Asiago, las ofensivas de Chantilly siguieron adelante, más tarde y menos simultáneamente de lo planeado, pero ejerciendo una presión nunca vista sobre las Potencias Centrales y contribuyendo a la destitución de Falkenhayn. No obstante, en el mes de octubre el Imperio austrohúngaro y Alemania habían superado la emergencia y a finales de año los dos bandos se hallaban cada vez más desesperados, los alemanes dispuestos a apostar por una guerra submarina sin restricciones y los Aliados a creer en las asombrosas promesas de Nivelle, según el cual en cuarenta y ocho horas podría romper las trincheras del enemigo cuando quisiera.

La condición imprescindible para las ofensivas de Chantilly era el aumento de los recursos humanos y armamentistas de los Aliados. El número de las fuerzas armadas de Italia se incrementó, pasando de cerca de 1 millón de hombres en 1915 a casi 1,5 millones; y en la primera mitad de 1916, la BEF incrementó sus efectivos en una proporción similar. Las tropas de primera línea de Rusia aumentaron a comienzos de 1916 de 1,7 a 2 millones de hombres, devolviendo a sus unidades sus efectivos reglamentarios. Los oficiales rusos doblaron su número y pasaron de 40 000 en 1915 a 80 000 en 1916; además, ahora todos los hombres tenían fusil, y cada pieza de artillería de campaña disponía de 1000 cartuchos[48]. Por otro lado, principalmente debido a la falta cada vez mayor de soldados adiestrados, las autoridades rusas estaban convencidas de que debían alcanzar la victoria pronto. Se mostraron, pues, dispuestas a colaborar con el programa de Chantilly, ya que Alexéiev temía que si los Aliados no tomaban la iniciativa, Alemania volvería a hacer de Rusia su principal presa. Aunque todavía necesitaba más artillería pesada, sabía que no podía esperar. Comunicó, pues, a Joffre que a partir de mayo estaría listo para atacar[49].

Esta situación planteaba la cuestión de dónde había que asestar el golpe. Hasta ese momento el Imperio austrohúngaro había sido el principal objetivo de Rusia, pero el avance de Ludendorff por el Báltico en 1915 supuso una amenaza directa a Petrogrado[50]. Sin embargo, tras el desastre del lago Narotch los generales Kuropatkin y Evert, al frente de los grupos del ejército norte y centro respectivamente, que se enfrentaban a los alemanes, eran reacios a atacar. En cambio, Alexéi Brusílov, el nuevo comandante en jefe del Frente Sudoccidental, enfrentado a los austrohúngaros, estaba ansioso por hacerlo, y el hecho de que se saliera con la suya una vez más viene a subrayar la notable libertad de acción que permitía a los jefes de los distintos grupos de ejército el sistema descentralizado de los rusos. Una conferencia de la Stavka celebrada el 14 de abril, presidida por un Nicolás II aburrido y pasivo, permitió a Brusílov efectuar la ofensiva, aunque no recibiera refuerzos y su operación no fuese más que una acción preliminar del principal ataque que debía llevar a cabo Evert[51]. Cuando Italia pidió ayuda, Alexéiev adelantó la fecha de comienzo de la ofensiva, temeroso de que, de lo contrario, Italia no contribuyera a la estrategia de Chantilly y se les escapara de las manos otra oportunidad de ejercer una presión concertada sobre Austria-Hungría[52].

Parte de los recelos de los otros mandos se debía a lo poco ortodoxa que era la táctica propuesta por Brusílov. Al carecer de superioridad numérica, pretendía atacar prácticamente sin previo aviso en numerosos puntos a lo largo de su frente, de casi quinientos kilómetros de longitud, aunque los golpes principales se asestarían en su extremo norte (para ayudar a Evert) y en el sur, a lo largo de los Cárpatos (lo que debía animar a Rumanía a intervenir). Sus tropas llevaron a cabo detalladas labores de reconocimiento (incluidas fotografía aéreas) de las posiciones austríacas, llevaron en secreto piezas de artillería y cavaron búnkeres (como habían hecho los alemanes en Verdún) para ocultar a las fuerzas de asalto cerca de los puntos de partida. El día previsto bastó un solo bombardeo con obuses y con gas, breve pero intenso, para cortar las alambradas y superar las baterías de campaña y las ametralladoras del enemigo. Muchas de las mejores unidades de los Habsburgo estaban en Italia, y los mandos austríacos, que llevaban fortificando sus posiciones desde diciembre, subestimaron su vulnerabilidad. Dos tercios de la infantería se hallaban en primera línea y las tropas checas se rindieron en masa, mientras que las reservas entraron en combate demasiado tarde. Al cabo de dos días, Brusílov había logrado abrir una brecha de veinte kilómetros de ancho y setenta y cinco de profundidad[53].

La continuación de estos comienzos espectaculares, sin embargo, fue más decepcionante, en parte porque se concedió un respiro a las Potencias Centrales antes de que se produjeran los otros ataques previstos en Chantilly. En el centro del frente de Brusílov resistió una división alemana, limitando los avances hacia el norte y el sur de su posición. A lo largo de los Cárpatos sus tropas se adelantaron a los suministros. El 15 de septiembre, los alemanes habían trasladado al Frente Oriental quince divisiones, y aunque la Stavka reforzó a Brusílov con tropas de los otros grupos de ejército, lo que realmente deseaba era un ataque por parte de Evert, que, cuando por fin fue lanzado —con retraso—, no consiguió hacer progreso alguno. Los métodos rusos se harían más ortodoxos, centrándose en una serie de ataques frontales dirigidos contra la ciudad ferroviaria de Kovel. Las operaciones consistieron en bombardeos pesados y nutridos ataques de la infantería, prescindiendo de los elaborados preparativos al estilo de Brusílov con el pretexto de que requerían mucho tiempo y no eran adecuados para unas tropas carentes de adiestramiento, y de que lo que había funcionado con los austríacos no funcionaría con los alemanes. De ahí que los rusos emprendieran su propia versión de las ofensivas de desgaste del Frente Occidental, sin conseguir mayores éxitos, hasta que a partir de octubre Brusílov partiera en ayuda de Rumanía[54]. No obstante, su ofensiva fue el triunfo más notable cosechado por los Aliados desde el Marne. Supuso un avance de la línea del frente de entre cincuenta y cien kilómetros, aunque la única ciudad importante que logró tomar fue Czernowitz. Consiguió capturar 400 000 prisioneros y causar 600 000 bajas, entre muertos y heridos, destruyendo así la mitad del ejército austrohúngaro del Frente Oriental, además de hacer entrar en guerra a Rumanía, obligar a Conrad a abandonar su ofensiva del Trentino y obligar a Falkenhayn a suspender la de Verdún. Una vez más, los rusos podrían pensar que habían salvado a Francia de la derrota, pero también una vez más las pérdidas sufridas fueron enormes; probablemente, más de un millón de hombres, entre muertos, heridos y prisioneros. A menos que lograran derrotar a los alemanes, no parecía que pudieran hacer demasiado, y al final de la temporada muchos se preguntaban en Petrogrado si aquella guerra podía ganarse.

No obstante, la ofensiva de Brusílov podría mostrar más beneficios tangibles que la batalla del Somme, otra hecatombe que entre el 1 de julio y el 19 de noviembre causó 420 000 bajas a los británicos y 194 000 a los franceses. Las pérdidas alemanas siguen siendo objeto de debate, aunque quizá rondaran el medio millón[55]. Los combates allí estuvieron más concentrados incluso que en Verdún, y alemanes y británicos llegaron a dispararse unos a otros un total de 30 millones de bombas. El Somme rivalizaría con Verdún en el número de muertes por metro cuadrado[56]. Pero detrás de las líneas alemanas no había grandes líneas de comunicación ni complejos industriales importantes, y los británicos se encontraron combatiendo en una cresta escarpada y larguísima, cuyas laderas estaban salpicadas de bosquecillos y aldeas fortificadas contra algunas de las posiciones más fuertes del Frente Occidental. El visitante actual del escenario de la batalla del Somme quizá se sorprenda de cómo pudo alguien escoger semejante lugar para lanzar una ofensiva. En realidad, a Joffre le interesó por ser el punto de confluencia del sector británico y el suyo, de modo que la BEF podría combatir a su lado y ensanchar el frente atacante en lo que en un principio había concebido como una operación fundamentalmente francesa. Quizá atrajera al comandante británico por la misma razón, aunque puede que Haig viera la acción del Somme como un ataque preliminar con el que prepararse de paso para una ofensiva en Flandes que debía producirse cuando las reservas alemanas hubieran sido desalojadas[57]. Joffre y Foch (el comandante del grupo de ejército norte francés) pretendían llevar a cabo en aquellos momentos no ya un intento de avance decisivo como el de septiembre de 1915, sino una especie de Verdún al revés: una campaña metódica de desgaste en la que una serie de asaltos limitados sucesivos y la acción de la artillería del ejército francés, recientemente reforzada, acabaran con la cohesión de los alemanes[58]. En febrero Joffre y Haig acordaron atacar conjuntamente en el Somme ese mismo verano. En abril el Consejo de Guerra del gobierno de Asquith dio su apoyo a la participación británica, en buena parte debido a las nuevas advertencias de que, si no lo hacía, los franceses no podrían salir adelante. Los ministros sabían perfectamente lo que estaban jugándose: era probable que los combates se prolongaran y que se produjeran muchas bajas, lo que habría obligado a reclutar a los hombres casados y a poner en peligro la capacidad de Gran Bretaña de fabricar las exportaciones necesarias para financiar la compra de productos esenciales a Estados Unidos. Pero semejantes peligros parecían preferibles a las alternativas que suponían dejar tranquila a Alemania y a comprometer la alianza de Francia[59].

Los altos mandos acordaron el proyecto del Somme antes de que diera comienzo la batalla de Verdún, y Joffre estaba decidido a no permitir que esta novedad interfiriera en sus planes. Aunque puso el grito en el cielo cuando Haig propuso retrasarlo hasta el 5 de agosto, parece que los dos militares se contentaron con fijar como fecha de inicio los últimos días de junio. No es verdad que la catástrofe sufrida por los británicos el primer día de la batalla fuera consecuencia del lanzamiento prematuro del ataque debido a las presiones francesas, si bien la ofensiva de Verdún redujo la aportación de treinta y nueve divisiones que había previsto Joffre en el mes de febrero a solo veintidós en el de mayo. Como Gran Bretaña iba a contribuir con diecinueve, la batalla constituiría un esfuerzo aproximadamente igual por ambas partes y menos ambicioso que su concepción original, aunque Haig siguiera abrigando unos propósitos bastante agresivos. Mantuvo sus reservas en Flandes para llevar a cabo una ofensiva posterior complementaria, y rechazó el plan del comandante de su IV Ejército, sir Henry Rawlinson, por considerarlo demasiado prudente. Rawlinson preveía una operación de tipo «muerde y no sueltes», consistente en ocupar una zona limitada después de quitar de en medio a los defensores con fuego de artillería, de manera que los alemanes se vieran obligados a sufrir bajas si contraatacaban. Pero Haig insistió en que el objetivo de los bombardeos preliminares debían ser la segunda y la tercera línea del enemigo, y no solo la primera, lo que indica, entre otras cosas (como, por ejemplo, la concentración de la caballería), que quería romper las líneas y sobrepasar el frente alemán. Mientras que en Verdún Falkenhayn había lanzado su ataque en un sector de unos trece kilómetros de longitud —lo bastante estrecho para dejar a su infantería expuesta al fuego de enfilada—, Haig lo haría en un sector de más de treinta kilómetros, pero cuando redobló la zona destinada como blanco incluyendo la segunda y la tercera línea, sus 1000 cañones de campaña y sus 400 piezas de artillería pesada resultaron de todo punto insuficientes. Muchos de los proyectiles disparados no llegaron a estallar, dos tercios eran bombas de metralla, en vez de bombas detonantes de alto poder explosivo, y la puntería dejó mucho que desear. Además, tras la infortunada experiencia de Loos, la BEF no utilizó gas, aunque no habría habido ningún otro medio de neutralizar los refugios excavados en el terreno calcáreo de Picardía a una profundidad de hasta doce metros. El 1 de julio por la mañana, casi toda la primera línea alemana situada enfrente del sector británico (incluidas las alambradas, las ametralladoras, la artillería de campaña y las guarniciones) se hallaba intacta, a diferencia de lo que sucedía en el sector francés, donde los bombardeos fueron el doble de fuertes. Este fallo de preparación, exacerbado por la táctica británica seguida en muchos sectores consistente en enviar la infantería del Nuevo Ejército en oleadas sucesivas caminando al paso, explica por qué se produjo la matanza. De los aproximadamente 120 000 soldados británicos que intervinieron en la acción, unos 57 000 fueron bajas, y más de 19 000 perdieron la vida; las bajas francesas fueron 7000 y las alemanas entre 10 000 y 12.000. Los franceses consiguieron e incluso superaron casi todos los objetivos que se habían marcado el primer día; los británicos, excepto en el sector sur, no obtuvieron ganancia alguna[60].

Después del 1 de julio parece que Haig consideró la idea de poner fin a la acción, pero Joffre insistió en que continuara, de modo que decidió cancelar los preparativos para Flandes. Rawlinson y él se concentraron en el sector sur, donde un ataque al amanecer del día 14 de julio (tras un bombardeo por sorpresa mucho más intenso) logró tomar casi toda la segunda línea alemana. Sin embargo, la BEF no fue a todas luces capaz de repetir más adelante este modelo que tan buen resultado le había dado. Por el contrario, la batalla se atascó, y los británicos sufrieron otras 82 000 bajas en decenas de operaciones menores entre el 15 de julio y el 14 de septiembre, con el objetivo de despejar la línea antes del siguiente ataque general. Mientras tanto, Falkenhayn insistía en que era preciso defender el terreno a toda costa, y durante toda la batalla del Somme se calcula que los alemanes lanzaron 330 contraataques[61]. Destacaron en esta fase intermedia los contingentes procedentes del Dominio Británico, siguiendo el ejemplo del 1.er Regimiento de Terranova, que el 1 de julio sufrió un 91 por ciento de bajas. La Brigada de Sudáfrica tomó casi la totalidad del bosque de Delville y lo retuvo a pesar de los poderosos bombardeos y las acometidas de los alemanes; del mismo modo, la 1.ª División australiana tomó la localidad de Pozières el 23 de julio, pero sufrió 6800 bajas a consecuencia del bombardeo y en el curso de otros ataques y contraataques antes de ser retirada de la línea. También los neozelandeses llevaron a cabo con éxito un ataque en septiembre[62]. La eficacia táctica de los británicos mejoró cuando la artillería ganó experiencia en el apoyo a la infantería con barreras de fuego móviles (lanzadas justo por delante de las tropas de asalto) y con fuego de contrabatería contra los cañones de campaña enemigos[63]. Dos ofensivas generales realizadas el 15 y el 25 de septiembre, ambas con tanques, consiguieron tomar casi toda la primitiva tercera línea de los alemanes. Pero para entonces estos habían construido una cuarta y una quinta entre el campo de batalla y la localidad de Bapaume (que había sido uno de los objetivos de la primera fase), mientras que los franceses tuvieron que detenerse a orillas del Somme. A partir de septiembre, los alemanes llevaron nuevas tropas y más artillería, y quedó así claro que ese año no se alcanzaría ningún resultado decisivo, aunque a finales de mes los británicos tomaron Thiepval, la posición dominante en lo alto de la colina. Continuaron los ataques limitados en unas condiciones climatológicas cada vez más adversas hasta la batalla del Ancre de mediados de noviembre, que supuso la toma de las localidades de Beaumont-Hamel y Beaucourt. Tras tomar las colinas situadas al norte del Somme, los británicos empezaron a avanzar otra vez cuesta abajo, todavía a unos doce kilómetros a lo sumo de su punto de partida, y sin tener siquiera una justificación táctica de su avance.

Haig entró en la batalla del Somme con un modelo de «lucha de desgaste» que era el requisito imprescindible para alcanzar un resultado decisivo[64]. Perseveró (pese a las crecientes dudas de Londres) en parte porque se trataba de una contribución pactada al esfuerzo común de los Aliados, y en parte por la confianza (alimentada por el jefe de los servicios de inteligencia, John Charteris) en que los alemanes estaban a punto de llegar al límite. Al final de la batalla afirmaría, de forma hasta cierto punto poco convincente, que había socorrido a Verdún, había obligado a las tropas alemanas a quedarse clavadas en el Frente Occidental y las había desgastado por completo[65]. Efectivamente contribuyó al primero de esos objetivos, pues el 11 de julio Falkenhayn tuvo que ordenar en Verdún una actitud «defensiva estricta»[66]. Sin embargo, no pudo impedir que Alemania enviara un número suficiente de tropas al este para detener a Brusílov y para aplastar a Rumanía. En cuanto a la tercera afirmación de Haig, el testimonio de los alemanes no deja lugar a dudas de que se vieron sometidos a una prueba muy dura y de que quedaron espantados por la nueva magnitud de la potencia de fuego de los Aliados, pese a lo débil que fue comparada con lo que se vería en ulteriores fases de la guerra[67]. El daño causado a la moral de los alemanes, si bien no puede cuantificarse, fue indudable, aunque la moral de los Aliados también se vio terriblemente afectada. Pero los defensores sufrieron menos bajas que los atacantes, y a los alemanes les costó menos compensar las pérdidas que a los franceses (no así a los británicos). En noviembre de 1916, las pérdidas de los Aliados parecían desproporcionadas comparadas con lo que habían ganado con todo aquello. Las repercusiones más importantes de la batalla del Somme se dejarían sentir a largo plazo: en último término provocaron la decisión de Hindenburg y Ludendorff de incrementar la producción de armamento, de intensificar la campaña submarina de Alemania y de recortar sus líneas en el oeste[*]. Solo la última de estas transformaciones puede considerarse consecuencia directa de los ataques anglo-franceses.

El tercer sobresalto que recibieron las Potencias Centrales en el verano de 1916 fue la entrada en la guerra de Rumanía[68]. Se produjo cuando el Imperio austrohúngaro se hallaba acorralado no solo en Polonia, sino también en Italia. En julio Cadorna detuvo su contraofensiva en el Trentino y trasladó la artillería pesada al Isonzo. A principios de agosto, sus tropas consiguieron tomar por sorpresa Gorizia, su primera conquista significativa, aunque no tardaron en ser detenidas en las colinas situadas al este de la ciudad y sus ataques en la meseta del Carso durante el otoño fracasaron estrepitosamente. Fueron, sin embargo, los éxitos de Brusílov los que desencadenaron la decisión tomada por Bucarest. Rumanía era un país rico en recursos y suministraba petróleo y alimentos a las Potencias Centrales, pues en 1914-1915 era la que satisfacía el 30 por ciento de las necesidades de grano de Austria-Hungría. Su ejército constaba de unos 600 000 hombres, aunque estaba mal dirigido, y su equipamiento moderno era muy escaso y tenía muy pocas bombas. Aun así, su intervención creó una nueva emergencia, pues la frontera húngara de Transilvania estaba prácticamente indefensa. A cambio de la ayuda de Alemania, el Imperio austrohúngaro tuvo que abandonar gran parte de su independencia estratégica, creándose en el mes de septiembre un caudillaje supremo para las cuatro Potencias Centrales, cuyo titular era Guillermo II, pero que en la práctica estaba dominado por la OHL. Y se trataba de una OHL nueva, pues en Berlín la crisis tuvo un impacto aún mayor. Verdún, la ofensiva Brusílov y el Somme habían arrebatado a Falkenhayn casi todos los apoyos que le quedaban en el ejército, y Bethmann estaba intrigando de nuevo para sustituirlo por Hindenburg y Ludendorff, quienes pensaba equivocadamente pondrían a su disposición el prestigio que tenían para encubrir una nueva iniciativa de paz. Guillermo II, sin embargo, se sintió amenazado por Ludendorff, al que no podía aguantar. Fue la intervención de Rumanía —que Falkenhayn había pronosticado hacía un año, como mucho— lo que indujo al káiser a temer que la guerra estaba perdida y lo que acabó con su resistencia. En agosto Hindenburg se convirtió en jefe del Estado Mayor y Ludendorff en su principal asistente (aunque en la práctica seguiría siendo la fuerza motriz de aquella asociación) en calidad de Generalquartiermeister[69].

Tras recuperar la sangre fría, las Potencias Centrales no tardaron en ponerse de nuevo en su sitio. Como les ocurriera con anterioridad a los italianos, los rumanos perdieron la mejor ocasión que hubieran podido tener. Bratianu tardó en actuar hasta que los alemanes cortaron el paso a Brusílov, y además las tropas rumanas invadieron Transilvania, en vez de atacar Bulgaria, como les habían aconsejado los rusos. Inesperadamente se encontraron con una firme resistencia por parte de unas milicias territoriales improvisadas, y al principio la Stavka los ayudó solo con tres divisiones, en parte probablemente debido a su renuencia a contribuir a la creación de una Gran Rumanía. Los serbios avanzaron desde Tesalónica y tomaron la ciudad de Monastir en septiembre, mientras que los ataques de Cadorna impidieron al Imperio austrohúngaro desplazar del frente italiano apenas unas cuantas brigadas. No obstante, entre los meses de agosto y diciembre Alemania y Austria-Hungría emplearon contra Rumanía cerca de treinta y tres divisiones de infantería y ocho de caballería, unas trasladadas desde Verdún y otras desde Rusia. Los rumanos combatieron con valentía, pero fueron aventajados por el enemigo tanto cualitativa como cuantitativamente. Las fuerzas búlgaras, turcas y alemanas al mando de Mackensen atacaron desde el sur, mientras alemanes y austríacos a las órdenes de Falkenhayn, recientemente degradado, repelieron la invasión de Transilvania, superaron los puertos de los Cárpatos antes de que cayeran las nieves del otoño, y se unieron a Mackensen para obligar a los rumanos a regresar al río Sereth. En la fase final, Rusia prestó una ayuda más importante, con el envío de treinta y seis divisiones de infantería y once de caballería para contribuir a estabilizar la nueva línea. A pesar de todo, tres cuartas partes de Rumanía fueron ocupadas, incluida la propia Bucarest, el puerto de Constanza, en el mar Negro, los campos petrolíferos de Ploesti y las zonas cerealistas más ricas. Como consecuencia de tener que asumir la defensa de Rumanía, los rusos se vieron obligados a extender el frente, perjudicando sus reservas estratégicas. Con Rumanía sometida, la ofensiva del Somme estancada e Italia y Rusia agotadas, las Potencias Centrales acabaron una vez más el año controlando más territorio europeo que al principio y habiendo sobrevivido al embate de Chantilly.

Los acontecimientos de 1916 habían hecho naufragar la gran estrategia de Falkenhayn y habían puesto en entredicho la de los Aliados. Todavía en el mes de mayo, Falkenhayn había supuesto que seguía camino de alcanzar sus objetivos de hacer de Rusia un país inofensivo y de quebrar la voluntad de resistir de Francia. Brusílov y el Somme hicieron zozobrar estas convicciones y demostraron que Alemania seguía lejos de acabar con sus enemigos. Hindenburg y Ludendorff llevaron a la OHL una energía y una falta de prejuicios absolutamente nuevas. Hicieron cesar por completo las operaciones en Verdún y adoptaron una defensa más elástica en el Somme con un frente más estrecho, dejando más tropas y más artillería de reserva para llevar a cabo eventuales contraataques[70]. Pero eran menos sensibles que Falkenhayn al mayor riesgo que implicaba someter los recursos de Alemania a una tensión extrema. Plantearon objetivos de producción armamentista excesivamente ambiciosos, se resistieron a adoptar soluciones de compromiso en materia de objetivos de guerra, y respaldaron una nueva campaña de submarinos aunque ello supusiera entrar en guerra con Estados Unidos. Sin embargo, mientras esperaban a que se efectuara la entrega de los nuevos sumergibles, no planearon llevar a cabo ninguna nueva acometida por tierra. Hindenburg se negó a traspasar más divisiones a Conrad, que quería realizar otro ataque en el Trentino en la primavera de 1917. De hecho, la OHL, previendo acertadamente una nueva ofensiva anglo-francesa en el oeste, ordenó en el mes de febrero la retirada a una nueva posición defensiva de casi 500 kilómetros de longitud, llamada en los sectores en los que tuvo lugar el mayor retroceso la Siegfried Stellung, aunque los británicos la bautizaron Línea Hindenburg. Este repliegue recortó el frente más de cincuenta kilómetros y supuso la liberación de diez divisiones. Combinado con la reorganización de la infantería y la artillería y el adelanto de la llamada a filas de la quinta de 1897, permitió la creación de una reserva estratégica de 1,3 millones de hombres[71]. Pero aunque el nuevo equipo reaccionó eficazmente a la crisis más inmediata, parece que no tenía ni idea —a menos que los submarinos alemanes lograran hacer un milagro— de cómo ganar la guerra globalmente.

La experiencia de 1916 llevó a las autoridades militares aliadas a la conclusión de que debían intentar seguir haciendo lo mismo. En otra conferencia celebrada el 15 de noviembre en Chantilly acordaron preparar un nuevo esfuerzo concertado en febrero, para evitar ser sorprendidos por otro golpe como el de Verdún. El principal esfuerzo debía tener lugar en el oeste, con el apoyo de ataques rusos e italianos. Haig y Joffre acordaron reanudar las operaciones en el Somme, pero aportando los franceses más fuerzas al sur del río[72]. Una vez más, los Aliados atacarían en un frente amplio, para desgastar las reservas del enemigo antes de que se produjera lo que esperaban que fuera por fin un resultado decisivo.

Esta estrategia no tenía en cuenta cuán desgastados estaban los propios Aliados, hasta que al fin se demostró que era insostenible. En Italia la Strafexpedition había hecho zozobrar la reputación y la confianza en sí mismo de Cadorna. Aunque en 1917 su ejército llegó a contar con 2,2 millones de hombres[73], Cadorna se hallaba sugestionado por el peligro de un nuevo ataque en el Trentino. En una conferencia celebrada en Roma en el mes de enero, Lloyd George propuso que el resto de los Aliados proporcionaran artillería pesada para una ofensiva italiana contra Trieste, pero Cadorna no se mostró muy entusiasmado, diciendo que quería contar también con tres o cuatro cuerpos de ejército anglo-franceses y que esperaba que defendieran el Trentino si el enemigo era el primero en asestar el golpe. Se negó a empezar la ofensiva antes del 1 de mayo, y esperaría hasta que se aclararan la situación del Frente Occidental y las intenciones del enemigo[74]. En cuanto a Rusia, la Stavka esperaba reanudar la ofensiva en el sector de Brusílov, pero la moral del ejército se había visto dolorosamente dañada por los reveses sufridos en 1916 y su apoyo logístico estaba desintegrándose, sin que los soldados pudieran ser alimentados de manera adecuada. En otra conferencia de los Aliados celebrada en febrero en Petrogrado, los rusos dijeron que ellos tampoco estarían listos antes del 1 de mayo, que disponían de menos reservas que un año antes, y que la intervención en Rumanía había supuesto una tensión excesiva para ellos[75]. Al cabo de un mes, Nicolás II abdicó y el nuevo gobierno provisional pidió tiempo para restaurar la disciplina antes de que pudiera siquiera contemplarse la eventualidad de una nueva ofensiva[76].

Incluso en Gran Bretaña y Francia, la estrategia de Chantilly recibió ataques. Cuando Lloyd George fue nombrado primer ministro en diciembre de 1916 se mostró en privado sumamente crítico con los resultados obtenidos en el Somme, y manifestó sus sospechas de que los generales franceses eran mejores que los británicos. Muchos otros ministros compartían esas reservas, y al principio su posición política fue lo bastante fuerte para que intentara maniobrar en contra de Haig y Robertson. Su gobierno intensificó las actividades británicas en Mesopotamia y Palestina. En la conferencia de Roma intentó en vano animar a los italianos a asumir las bajas sufridas. Al cabo de unas semanas, sin embargo, los franceses le ofrecieron una nueva alternativa[77]. Las decepciones de 1916 no solo se llevaron por delante a Falkenhayn y a Asquith, sino que hicieron zozobrar también al gobierno Briand y causaron la caída de Joffre. Eran muchos los que sospechaban que el ataque de Verdún había pillado desprevenido al generalísimo francés, y la derrota de Rumanía contribuyó aún más a su descrédito. En diciembre Briand se dio cuenta de que, si no se deshacía de Joffre, su gobierno correría peligro. La solución que encontró fue nombrarlo mariscal de Francia y «asesor militar técnico» del gobierno, cargo del que Joffre dimitió cuando se dio cuenta de que no significaba nada. El mando del Frente Occidental pasó a Nivelle, quien, sin embargo, no heredó el mando supremo de todos los ejércitos franceses, independientemente de dónde estuvieran destinados, que había desempeñado Joffre. La autoridad estratégica suprema sería ejercida en adelante por un comité de guerra formado por ministros. Sin embargo, la mayor participación de los civiles no supuso el fin del compromiso de Francia con una actitud beligerante[78].

Nivelle debía su ascenso a los ataques que había llevado a cabo en Verdún entre octubre y diciembre de 1916, y que habían supuesto la reconquista de los fuertes de Vaux y de Douaumont, así como de gran parte del territorio situado a la margen derecha del Mosa. Los tremendos bombardeos preparatorios con artillería ferroviaria «superpesada» de 400 mm, junto con el empleo de un eficaz fuego de contrabatería y de cortinas de fuego móvil, habían permitido hacer progresos muy rápidos frente a los defensores alemanes, víctimas del agotamiento, miles de los cuales se habían rendido, aunque como sus posiciones defensivas más importantes estaban detrás de los fuertes, el éxito obtenido fue en parte ilusorio[79]. Nivelle tenía encanto, confianza en sí mismo y capacidad de persuasión, así como importantes relaciones políticas con la izquierda. Afirmaba que con los nuevos cañones móviles de 155 mm (en realidad, todavía escasos), con el empleo de la cortina de fuego móvil y la táctica del orden disperso, había descubierto la forma de romper las líneas enemigas, y ofrecía una alternativa al lento y costoso proceso de desgaste del Somme. Su táctica anunciaba las campañas más móviles de 1918, aunque hizo una propaganda excesiva de ellas. Pero la estrategia que proponía se parecía a la de septiembre de 1915: un ataque preliminar anglo-francés cerca de Arras, seguido de una ofensiva principal lanzada por los franceses contra la cresta del Chemin des Dames, al norte del Aisne. Obtuvo el respaldo no solo de Briand, sino también de Lloyd George, que en una conferencia celebrada en Calais en el mes de febrero presentó un hecho consumado a sus generales al aceptar el plan de Nivelle y colocar a Haig a las órdenes de este último mientras durara la campaña. En realidad, como en 1916, Haig y quizá también el gobierno británico pensaban en una serie de operaciones combinadas como preludio de una ofensiva en Flandes capitaneada por los británicos. Pero mientras tanto, el plan de Nivelle significaba que los franceses sufrirían las mayores pérdidas, y que un alto mando británico de cuya competencia dudaba Lloyd George quedaría por debajo de otro francés que hablaba inglés con fluidez y se había impuesto a su gobierno. Se trataba de un terreno de arenas movedizas en el que se iba a basar el primer experimento de los Aliados con un solo comandante en jefe[80].

A partir de ese momento, la estrella de Nivelle se eclipsó. La retirada de los alemanes a la Línea Hindenburg no era en sí muy grave, pues los sectores de ataque de Arras y del Aisne no se vieron muy afectados, y aunque los alemanes defendían ahora unas líneas más cortas, lo mismo les ocurría (como señalaba Nivelle) a los Aliados. Pero la revolución que se desencadenó en Petrogrado hizo que se desvanecieran las esperanzas de un apoyo procedente de Rusia, Italia permanecía inactiva, y la inminente intervención de Estados Unidos arrojaba serias dudas sobre la necesidad que tenían los Aliados de asumir tal riesgo. En marzo Briand fue sustituido como primer ministro por Alexandre Ribot, cuyo ministro de la Guerra, Paul Painlevé, se mostró abiertamente escéptico con el plan y animó a los subordinados de Nivelle a que manifestaran sus dudas. Nivelle insistió en que no atacar invitaría a otra ofensiva alemana como la de Verdún, y en que la fuerza de Francia iba disminuyendo, mientras que Ludendorff estaba recuperando la ventaja de Alemania. Los riesgos que entrañaba no hacer nada eran superiores a los que suponía actuar. Por fin, y a condición de que pusiera fin a la operación si no tenía éxito al cabo de dos días, el gobierno le dio su aprobación[81].

La ofensiva preliminar británica en Arras iniciada el 9 de abril sugirió que también la BEF había aprendido algo en el Somme. El bombardeo inicial fue dos veces más intenso (fueron menos las bombas que no estallaron y la puntería mejoró), las nuevas espoletas 106, más sensibles, permitieron cortar las alambradas, y cantidades nunca vistas de gas mataron los caballos de transporte usados por los alemanes y silenciaron su artillería. Las tropas de asalto, trasladadas a través de galerías subterráneas o escondidas en los sótanos de las casas de la ciudad, sumaban dieciocho divisiones contra siete; los alemanes habían esperado un bombardeo más largo y tenían sus reservas demasiado lejos. En un hecho de armas que sería tan emblemático para su Dominio como Gallípoli para los soldados del ANZAC, las tropas canadienses asaltaron la cresta de Vimy en el flanco izquierdo del avance, haciendo 13 000 prisioneros y apoderándose de 200 cañones. Aunque el ataque del 9 de abril de 1917 fue de una magnitud casi tan grande como el del 1 de julio de 1916, las bajas sufridas por los británicos durante los primeros tres días fueron menos de la mitad de las que tuvieron durante la fase inicial del Somme, y la infantería logró avanzar casi seis kilómetros cuesta arriba. Sin embargo, la de Arras no había sido concebida como una operación decisiva, y el intento de un ataque complementario de la caballería el segundo día en medio de una tormenta de nieve constituyó un fracaso previsible. Una vez más, Haig prolongó la batalla más allá de la semana que originalmente se había previsto. Los ataques australianos en el flanco derecho del sector, que (a diferencia del resto de la ofensiva) iban contra la Línea Hindenburg, acabaron estableciendo un punto de apoyo en medio de las posiciones alemanas, pero con un coste enorme. Las operaciones continuaron hasta bien entrado el mes de mayo (al precio de 150 000 pérdidas británicas frente a 100 000 alemanas), principalmente con el fin de apoyar a los franceses, de cuyo ataque en Chemin des Dames se había esperado mucho más y cuyos mediocres resultados resultaron tanto más dolorosos[82].

Chemin des Dames era el lugar en el que los Aliados habían visto cómo el enemigo les cortaba el paso después de la batalla del Marne. Desde aquella cresta los alemanes, gracias a su superioridad aérea en el sector, podían ver todo lo que sucedía a sus pies. Tras capturar algunos documentos franceses trascendentales en las incursiones efectuadas durante el mes de febrero, quedaron avisados y tuvieron todo el tiempo que quisieron para prepararse, concentrando veintiuna divisiones en la línea y quince divisiones de contraataque detrás de ella. El bombardeo preliminar de los franceses con 11 millones de proyectiles se dispersó en un frente de casi 50 kilómetros; fue disminuyendo al final y sencillamente no fue lo bastante intenso, pues Nivelle insistió (como hiciera Haig en 1916) en que debía afectar a todas las posiciones alemanas, hasta las más alejadas, en vez de concentrarse en la primera línea. El 16 de abril, los franceses atacaron en mitad de una ventisca, situando a 10 000 senegaleses en el sector principal. Las tropas coloniales no tenían experiencia de combate en unas condiciones semejantes, y más de la mitad fueron bajas[83]. Los cañones alemanes hicieron que los tanques Schneider de los franceses se incendiaran, y la infantería tuvo que abrirse paso penosamente a través de zonas fortificadas infestadas de ametralladoras montadas en fortines. Al cabo de dos semanas, las tropas de Nivelle habían logrado capturar la mayor parte de la cresta con un coste de 130 000 bajas entre muertos y heridos, pero el avance definitivo no parecía próximo. En mayo Painlevé lo sustituyó por Pétain, que cortó en seco las operaciones, si bien demasiado tarde para impedir que algunas unidades se amotinaran[84]. El desastre debilitó también a Lloyd George en relación con los militares británicos y puso fin ignominiosamente al primer intento de mando supremo aliado. Los británicos volvieron a centrar su prioridad en Flandes y durante los meses siguientes la estrategia aliada estaría tan mal coordinada como en 1915. Fue preciso casi volver a empezar de cero.

Si los grandes sistemas de trincheras supusieron la novedad estratégica más notable de 1915, las inmensas batallas de desgaste libradas en 1916 en Verdún, el Somme y en el este supusieron una novedad aún mayor. Ambos bandos habían seguido caminos opuestos para llegar a aquel matadero. En el lado de las Potencias Centrales, durante 1915 Falkenhayn había llevado a cabo grandes ofensivas, aunque limitadas, con el fin de asegurar las fronteras orientales de Alemania y del Imperio austrohúngaro y de obligar a Rusia a firmar una paz por separado, o al menos destruir su capacidad ofensiva. Lo consiguió en la medida suficiente para poder asestar un golpe en el oeste en la primavera de 1916, como deseaba hacer desde hacía tiempo, pero en una operación con la que pretendía no tanto conquistar territorio como causar bajas hasta el punto de que Francia no pudiera aguantar más. Su acción, sin embargo, resultó casi tan dañina para el ejército alemán como para el francés, y cuando los Aliados tomaron represalias, se vio obligado a retroceder. Hindenburg y Ludendorff frenaron la crisis inmediata, pero no encontraron remedio, aparte de la campaña de los submarinos y del incremento de la producción armamentista, a aquel enigma estratégico tan grande. Los enemigos de Alemania eran demasiado fuertes.

Los Aliados, en cambio, al carecer de una autoridad central, llevaron a cabo una serie de guerras paralelas hasta que las derrotas de 1915 permitieron a Joffre (con el apoyo de Briand) derivarlas hacia el plan de Chantilly. Puede que este plan estuviera al servicio de los intereses franceses, pero contribuiría también a coordinar los esfuerzos de los Aliados. Negándose a sucumbir al pánico de las ofensivas de Falkenhayn y Conrad de la primavera de 1916, los Aliados volvieron a tomar la iniciativa durante el verano, y Haig, Foch, Brusílov y Cadorna imitaron a Falkenhayn infligiendo y sufriendo una cantidad enorme de bajas. Aunque los militares quisieron seguir con la estrategia de Chantilly y con el desgaste ofensivo durante 1917, ni un solo gobierno de los Aliados tenía la voluntad política necesaria de que así fuera, y la derrota de Nivelle, seguida de los motines entre los franceses y la Revolución rusa, los dejó tan desprovistos de una estrategia viable como a sus enemigos. Alemania, el Imperio austrohúngaro, Francia y Rusia se enfrentaron a inminentes crisis de poder que la potencia de fuego cada vez mayor de las unidades solo podía compensar en parte. Gran Bretaña e Italia estaban a punto de verse envueltas en esa misma situación, suscitándose en todos los afectados la cuestión de si todavía era posible ganar la guerra, y la de si tenía ya mucho sentido «ganarla». Una tras otra, habían fracasado todas las concepciones estratégicas ante las realidades tácticas, tecnológicas y logísticas, y ahora analizaré esas realidades.