Capítulo 8
Aquel año, tras separar a las hermanas, Arthur telefoneó varias veces Hilary, pero esta no quiso ponerse al teléfono hasta que, por fin, el remordimiento le indujo a espaciar cada vez más las llamadas. Los Gorham estaban encantados con Alexandra porque esta era una niña encantadora, y los Abrams estaban locos por «su» hija. Sin embargo, no sabía cómo estaba la mayor porque Eileen no le daba ninguna información y Hilary no quería hablar con él.
Una vez, la víspera del Día de Acción de Gracias, fue a verla a Boston, pero Hilary se quedó sentada en la salita como si fuera muda. No tenía nada que decirle, y Arthur se marchó dominado por el remordimiento y la desesperación. Se culpaba de haber destruido a la niña, pero no podía hacer nada. Además, Eileen era la tía de Hilary. Para tranquilizarse la conciencia recordó mil historias durante el viaje de regreso y volvió a llamarla por Navidad, pero esta vez nadie se puso al teléfono y Arthur se distrajo con otros asuntos. George Gorham murió de repente y David Abrams decidió trasladarse a California, con lo cual Arthur tuvo que trabajar mucho más. Había otros abogados en el bufete, pero Arthur era uno de los más expertos y muchas decisiones tenía que tomarlas él; sobre todo, las relativas a la herencia de George. Vio a Margaret en el funeral, pero no así a la pequeña Alexandra.
En primavera, visitó de nuevo a Hilary y la encontró más cerrada y distante que nunca. Al ver la casa impecablemente limpia, Arthur lanzó un suspiro de alivio, pensando que Eileen se esforzaba en hacerle la vida agradable a la niña. No sabía que utilizaba a Hilary como una criada. A sus diez años, la niña se encargaba de todo, desde arrancar las malas hierbas del patio hasta lavar y planchar la ropa de sus tíos, limpiar, guisar y hacer la colada. Era casi un milagro que sacara tan buenas notas en la escuela, pero, aunque pareciera imposible, siempre lo conseguía. Carecía de amigos y no le apetecía tenerlos. No tenía nada en común con ellos. Sus compañeros de la escuela vivían en casas normales, tenían padres, madres y hermanos. Ella, en cambio, vivía con unos tíos que la odiaban y se emborrachaban, y tenía mil cosas que hacer antes de terminar sus deberes e irse a la cama hacia la medianoche. Últimamente, Eileen no se encontraba bien. Hablaba sin cesar de su salud, estaba muy delgada a pesar de la mucha cerveza que bebía, e iba cada dos por tres al médico. Hilary le oyó decir algo a Jack sobre Florida. Al parecer, este tenía unos amigos que trabajaban en unos astilleros de allí y habían prometido buscarle un empleo. Creía que el clima cálido sería beneficioso para Eileen y tenía previsto trasladarse allí antes de que llegara el invierno.
Pero Hilary no se lo contó a Arthur. Le había perdido todo el cariño. Lo único que quería era encontrar a Axie y a Megan, y sabía que algún día lo conseguiría. Cuando cumpliera los dieciocho años, las encontraría. Soñaba con ello por las noches y le parecía sentir los sedosos bucles de Axie contra las mejillas y la suave respiración infantil de Megan cuando ella la sostenía en sus brazos… Algún día las encontraría.
En octubre se trasladaron a Jacksonville, Florida, pero entonces Eileen ya estaba muy enferma y apenas se sostenía en pie. Por Navidad, no se levantó de la cama y Hilary intuyó que se iba a morir. Jack no parecía sentir el menor interés por ella y se iba constantemente de juerga. A veces, Hilary le veía salir de alguna casa y besar a otra mujer. Era ella quien se encargaba de atender a Eileen, la cual no quería ir al hospital. Además, Jack decía que no se podían permitir aquel lujo. Por lo tanto, cuando volvía de la escuela, la niña se encargaba de todo hasta la mañana siguiente. De vez en cuando, no pegaba el ojo en toda la noche. Se tendía en el suelo, al lado de la cama de Eileen, y la atendía en todo cuanto fuese necesario. Jack ya no dormía en la habitación, sino en una espaciosa estancia de la parte trasera de la casa de donde entraba y salía a su antojo; en ocasiones, ni entraba a ver a su esposa durante varios días seguidos. Eileen lloraba y le preguntaba a Hilary a dónde iba Jack por las noches, y ella le mentía, le decía que estaba durmiendo.
A pesar de su enfermedad, Eileen no se mostraba amable con la niña ni le agradecía los esfuerzos y las molestias que se tomaba por ella. Lo daba todo por descontado e incluso la amenazaba con pegarla, cosa que no hubiera podido hacer a causa de su debilidad. Hilary la odiaba con tanta fuerza como el primer día que la vio.
Eileen vivió todavía un año y medio en Florida. Cuando Hilary contaba doce años, la mujer murió, mirándola como si le quisiera decir algo, pero la niña estaba segura de que no hubiera sido nada bueno.
A partir de aquel instante, la vida fue más sencilla por una parte y más complicada por otra. Hilary ya no tenía que hacer de enfermera, pero se veía obligada a no entorpecer las actividades de Jack y de las mujeres que este llevaba a casa. Al día siguiente de la muerte de Eileen, Jack le dijo sin rodeos que podría quedarse en la casa siempre y cuando no le molestara. Le dijo asimismo que sacara todas las cosas de su tía, que se quedara con lo que quisiera y que tirara el resto. No quería guardar ningún recuerdo suyo. Hilary tardó un poco en hacerlo; era como si temiera que Eileen regresara y la castigara por revolver sus cosas, pero, al fin, lo hizo. Entregó las prendas de vestir al ropero de una iglesia y tiró todos los potingues de maquillaje. Y se disponía a tirar la ropa interior cuando descubrió una bolsita de tela en uno de los cajones y la examinó para cerciorarse de que no era nada importante. Dentro había más de diez mil dólares, casi todo en billetes pequeños y algunos de cincuenta, como si Eileen los hubiera reunido a lo largo de los años, a escondidas de todo el mundo y probablemente también de Jack. Hilary contempló la bolsita durante un buen rato y, por fin, se la guardó silenciosamente en el bolsillo; aquella noche, la ocultó entre sus pertenencias. Era justo lo que necesitaba para escapar algún día e ir en busca de Megan y Alexandra.
Jack se pasó un año sin apenas fijarse en Hilary. Estaba demasiado ocupado persiguiendo a todas las mujeres del barrio. Perdía constantemente los empleos, pero siempre encontraba otros. Cualquier cosa le bastaba mientras tuviera un techo sobre su cabeza, una mujer en la cama por la noche y una caja de seis latas de cerveza en la nevera. Cuando Hilary cumplió trece años, empezó a mostrarse más exigente. Se quejaba durante todo el día y le mandaba constantemente hacer cosas. Decía que no tenía la casa lo bastante limpia y, cuando regresaba para cenar, cosa que no hacía muy a menudo, se quejaba de que la comida era pésima. No encontraba nada a su gusto y se había vuelto muy quisquilloso. Incluso criticaba la forma de vestir de Hilary y le decía que llevaba unas prendas demasiado holgadas y unas faldas demasiado largas. Corría el año 1962 y estaba de moda la minifalda. Jack dijo que Hilary tenía que vestirse como las chicas que aparecían en las revistas y en la televisión.
—¿No quieres que los chicos te miren? —le preguntó una noche en que estaba más borracho que de costumbre. Acababa de jugar un partido de béisbol con unos amigos, ex marines como él, pero, a sus cuarenta y cinco años, las tres décadas de borracheras se habían cobrado su tributo. Pesaba más de la cuenta y el vientre abultado por la cerveza le sobresalía por encima de los pantalones vaqueros—. ¿No te gustan los chicos, Hilary?
La acosaba sin cesar y la niña ya estaba harta. No tenía tiempo de fijarse en los chicos. Estaba demasiado ocupada en ir a la escuela y en arreglar la casa. Iba un curso adelantada en sus estudios y guardaba los diez mil dólares en el cajón destinado a la ropa interior. Tenía todo cuanto necesitaba.
—Pues, no demasiado —le contestó al fin—. No tengo tiempo para salir con chicos.
—Ah, ¿no? ¿Y para los hombres? ¿Tienes tiempo para los hombres, Hillie?
Hilary no se molestó siquiera en contestarle. Se fue a la cocina para preparar la cena y pensó en lo sureño que se había vuelto Jack en tan poco tiempo. Hablaba arrastrando las palabras y con un acento tan acusado que cualquiera hubiera dicho que había nacido en Florida y no en Boston. Por asociación de ideas, recordó el breve tiempo que había pasado en aquel lugar, donde perdió a Megan y Axie. Desde que vivía en Florida, no había tenido noticias de Arthur Patterson, pero no le importaba. Le odiaba sin saber que no la llamaba porque Jack y Eileen no le dejaron su nueva dirección al marcharse. Desaparecieron sin dejar rastro y Arthur no consiguió localizarlos. Además, estaba agobiado por sus problemas. Aproximadamente por las mismas fechas en que los Jones se trasladaron a Florida, Marjorie le dejó.
—¿Qué hay para cenar? —preguntó Jack, de pie en la cocina; tenía una lata de cerveza y un cigarrillo en la mano. Últimamente, miraba a Hilary con más interés que antes y ella se sentía incómoda porque parecía que su tío quisiera desnudarla con los ojos.
—Hamburguesas.
—Estupendo.
Jack contempló las largas y bien torneadas piernas de su sobrina, su fina cintura y la negra melena que le llegaba hasta la cintura. Era una niña muy agraciada y hubiera sido muy difícil ocultarlo. Aparentaba más edad de la que tenía y en sus ojos se reflejaba un inmenso dolor.
Jack le dio una palmada en el trasero, la rozó innecesariamente al pasar y, por primera vez en su vida, se quedó a su lado mientras ella preparaba la cena. Hilary se puso tan nerviosa que, cuando tuvo listas las hamburguesas, no le apeteció comer. Tomó un par de bocados y abandonó rápidamente la cocina tras lavar los platos. Al cabo de un rato, oyó salir a Jack y se quedó dormida en su habitación mucho antes de que él regresara a casa alrededor de la medianoche. Bajo un aguacero tropical y en medio de los truenos y los relámpagos, Jack entró tambaleándose en la casa con la intención de hacer algo, solo que no se acordaba de lo que era… Maldita sea… Se le había ido de la cabeza. Soltó una palabrota al pasar por delante del dormitorio de Hilary y, de repente, se acordó de lo que quería hacer y soltó una sonora carcajada de borracho.
No se molestó en llamar con los nudillos a la puerta, sino que entró en la habitación sin más. Respirando afanosamente a causa de sus muchos años de fumador, pisó con sus zapatos mojados el suelo de linóleo. Hilary no le oyó. Dormía sobre las sábanas envuelta en un infantil camisón, el cabello negro le cubría el rostro y tenía un brazo levantado por encima de la cabeza.
—Bonita… —ronroneó Jack.
Hilary se agitó y se volvió de lado, dejando al descubierto una suave cadera y una larga pierna. Poco a poco, Jack se desabrochó la camisa y la arrojó al suelo. Después se bajó la cremallera de los pantalones y se los quitó junto con los zapatos. Por fin, se quitó los calzoncillos y los calcetines y miró a Hilary con ardiente deseo y secreta lujuria. Ahora la niña ya estaba muy crecida y podría gozar de ella durante muchos años. Tendría la diversión en su propia casa, hasta que su sobrina creciera y se marchara, aunque, a lo mejor, entonces ya no querría hacerlo. Soltó un gruñido mientras se tendía en la cama. Los vapores del alcohol y el olor del sudor despertaron a la niña.
—Hum…
Hilary abrió un ojo sin saber dónde estaba y, de repente, jadeó y se levantó de un salto de la cama, pero Jack fue más rápido y la agarró por el camisón, el cual se desgarró de arriba abajo, dejándola desnuda y temblorosa delante de él.
—Vaya, vaya… Pero qué guapa es mi Hillie —dijo Jack mientras la niña trataba de cubrir su desnudez.
Hubiera querido gritar o correr, pero no sabía qué hacer. Estaba paralizada por el terror. Sabía que no podría escapar.
—Vuelve a la cama, aún no es hora de levantarse. Primero, tío Jack te tiene que enseñar algunas cosas.
Hilary le contempló tendido en su cama y comprendió lo que se proponía hacer. Sin embargo, antes hubiera preferido morir que permitírselo.
—¡No me toques! —gritó, mientras cruzaba la puerta para dirigirse a la cocina.
Él la siguió en la oscuridad, resbalando en los charcos de agua que había dejado en el suelo al entrar.
—Vamos, putilla, tú sabes muy bien lo que quieres, y yo te lo voy a dar —dijo, agarrándola de un brazo para arrastrarla al dormitorio.
Hilary se revolvió como un gato, le arañó el rostro y los brazos a Jack y trató de propinarle un puntapié.
—¡Suéltame! —gritó al mismo tiempo que se liberaba de su presa.
A punto estuvo de alcanzar la puerta de atrás, pero Jack la atrapó primero. Sin embargo, Hilary tuvo tiempo de tomar algo que había en el escurridero y lo ocultó detrás de la espalda; después se dejó conducir dócilmente al dormitorio. Sería algo espantoso, pero estaba dispuesta a matarle antes de que la violara.
—Así me gusta… Ahora ya quieres a tu viejo tío Jack, ¿verdad, Hillie?
La niña no contestó y él no se percató de nada mientras se tendía de nuevo a su lado. De repente, Jack vio un súbito destello de plata y sintió algo frío y afilado contra su vientre.
—Como me toques, te corto los cojones… Hablo en serio… —El tono de voz no permitía abrigar la menor duda. Jack se apartó un par de centímetros mientras Hilary le empujaba con la punta del cuchillo—. Sal de esta habitación.
—Bueno, bueno… qué barbaridad… —murmuró Jack, cruzando a trompicones la estancia, seguido por el cuchillo—. Quítame esto de aquí, maldita sea.
—No lo haré hasta que salgas.
Hilary le apuntó a los testículos con el cuchillo.
—Pequeña bruja… —dijo Jack, asustado—. ¿Eso es lo que hoy os enseñan en la escuela? En mis tiempos, las niñas eran mucho más cariñosas —añadió, retrocediendo. De repente, le arrebató a Hilary el cuchillo de las manos y le propinó un bofetón tan fuerte que la envió contra la pared donde ella no supo qué le dolía más, si la nariz que le sangraba profusamente o la parte posterior de la cabeza que estaba como hecha picadillo—. ¿Te gusta más eso, perra asquerosa?
Hilary se levantó como pudo, firmemente decidida a proteger su virtud, pero Jack ya había perdido el interés por ella y solo quería castigarla por haberle humillado. Lo otro ya lo conseguiría más tarde. La niña no tenía adonde ir. Él era prácticamente su dueño.
—Bueno, ¿la próxima vez te portarás mejor con tu tío? —preguntó Jack, soltándole otro bofetón con el revés de la mano.
Hilary cayó de costado, se dio contra una silla y se hizo un profundo corte en un pecho del que empezó a manar sangre. Le silbaban los oídos, tenía el labio partido y quizá la mandíbula rota, sin contar el corte en el pecho, cuando finalmente consiguió alejarse a rastras de Jack. Este se quedó dormido en el sofá, borracho como una cuba y totalmente satisfecho de su actuación. Estaba seguro de que la próxima vez la niña no le opondría la menor resistencia. Le había dado una buena lección. Tan buena que Hilary se arrastró desnuda bajo la lluvia hasta el patio y se desmayó frente a la puerta de sus vecinos. Permaneció inconsciente varias horas bajo el aguacero, sangrando de sus distintas heridas hasta que la señora Archer la encontró al día siguiente cuando abrió la puerta para recoger el periódico.
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —gritó la vecina, entrando de nuevo en la casa para ir en busca de su marido—. Dios mío, Bert, ¡hay una mujer muerta a la entrada, y está desnuda!
El hombre salió corriendo y descubrió que la niña estaba inconsciente y todavía sangrando.
—Cielo santo, es la niña de la casa contigua, esa a la que se le murió la tía, la que apenas sale de casa. Tenemos que llamar a la policía.
Mollie ya estaba marcando el número de la policía que llegó inmediatamente, precedida por una ambulancia. Llevaron a Hilary al Brewster Hospital y, media hora más tarde, recuperó el conocimiento y vio a los Archer, que la estaban mirando en la sala de urgencias. La señora Archer rompió a llorar porque le recordaba mucho a su hija. Estaba claro que la habían golpeado y violado, dejándola después frente a la puerta de su casa. Sin embargo, el examen médico reveló que no la habían violado, sino tan solo golpeado hasta casi matarla. Le tuvieron que aplicar puntos de sutura en varios lugares. El corte del pecho era muy profundo; pero lo peor de todo era la conmoción que Jack le había producido al arrojarla contra la pared, la primera vez. Hilary vomitó nada más recuperar el conocimiento, y se desmayó varias veces, pero los médicos le aseguraron a la señora Archer que se recuperaría; por lo que, unas horas más tarde, sus vecinos se marcharon. Hilary no quería decir quién la había golpeado, pero la policía aún no había terminado las investigaciones.
—¿Quién crees tú que pudo ser? —le preguntó la señora Archer a su marido mientras ambos regresaban a casa.
La verdad no se supo hasta varios días más tarde, pero no fue Hilary quien la reveló. El propio Jack se delató la tercera vez que la policía le interrogó. Entonces formularon una acusación contra él, pero Hilary les suplicó que no lo hicieran.
—Me matará si lo hacen —dijo, presa del terror.
Estaba segura de que lo haría. Pero la policía la tranquilizó.
—Hilary, no tienes por qué volver allí, ¿sabes? Quizá vayas a un hogar adoptivo.
—¿Y eso qué es? —preguntó la niña, atemorizada.
Sin embargo, ¿qué otra cosa podía ser peor que el infierno en el que había vivido hasta entonces?
—Es un hogar provisional, que a veces puede ser a largo plazo, en el que viven los niños que no tienen dónde ir.
—¿Quiere decir un orfanato?
—No —el oficial sacudió la cabeza—. Se trata de personas corrientes que acogen en sus casas a niños como tú. ¿Qué te parece?
—Creo que me gustaría.
Hilary tuvo que pasar por distintos tribunales de Florida por tratarse de una menor sin familia. Todo resultó mucho más fácil de lo que se esperaba al explicarles ella que era huérfana y que sus tíos jamás la habían adoptado. Solo una vez regresó para ver a Jack, acompañada por Mollie Archer, la cual se quedó en la puerta sin atreverse a entrar. Hilary quería recoger sus cosas y temía enfrentarse a solas con Jack. Era la primera vez que le veía desde la noche en que la golpeó y temía que le causara algún daño por haberle echado encima a la policía. Pero Jack se limitó a mirarla con furia asesina y apenas le dijo nada, cohibido por la presencia de la señora Archer.
Hilary colocó sus escasas pertenencias en la única maleta que tenía y guardó cuidadosamente la bolsita de tela entre la ropa. Tenía que cuidarla mucho porque era la única amiga que le quedaba en el mundo. En su interior estaban los diez mil dólares que le permitirían encontrar a sus hermanas. Si Jack hubiera sabido que los tenía, la hubiera matado para apoderarse de ellos.
Jack cerró la puerta de golpe cuando su sobrina se fue, e hizo girar ruidosamente la llave en la cerradura mientras Hilary cruzaba lentamente el patio de atrás para dirigirse a casa de la señora Archer, donde aguardaría la llegada de los representantes del tribunal tutelar de menores. Le habían encontrado una casa y acudirían a recogerla al día siguiente. A Hilary todo le pareció tan fácil que, por un instante, pensó que todo discurriría como la seda. Dentro de unos años, regresaría a Nueva York y encontraría a Megan y a Axie, y un día volverían a reunirse las tres y ella cuidaría de sus hermanas. Lo podría hacer gracias a la fortuna que había encontrado inesperadamente entre las medias de nailon de Eileen. Fue lo único bueno que hizo su tía por ella, aunque no lo hubiera hecho voluntariamente. Pero eso ahora carecía de importancia. El dinero estaba en la maleta y Hilary lo defendería con todas sus fuerzas.
La asistenta social llegó a la mañana siguiente según lo acordado y, tras presentarla brevemente ante un juez, la acompañó a una destartalada casa situada en un suburbio pobre de Jacksonville. Una mujer que llevaba puesto un delantal abrió la puerta sonriendo. Dentro había otros cinco niños de edades comprendidas entre los diez y los catorce años. En el acto, el lugar le recordó a Hilary la casa de Eileen y Jack, en Boston. Se respiraba el mismo hedor, los muebles estaban desvencijados y todo estaba manga por hombro, aunque eso no era de extrañar, teniendo en cuenta que había cinco niños en la casa.
La mujer, que se llamaba Louise, le mostró a Hilary la habitación que tendría que compartir con otras tres niñas y en la que había unas estrechas literas que Louise había comprado en las ventas de excedentes del Ejército. En una de ellas se encontraba sentada una alta y delgada niña negra de grandes ojos oscuros que miró a Hilary con curiosidad cuando esta entró y dejó la maleta en el suelo mientras la asistenta social las presentaba.
—Hilary, te presento a Maida. Lleva aquí nueve meses.
La asistenta social esbozó una sonrisa y desapareció en compañía de Louise y los demás niños en la cocina. En la casa había mucho ajetreo y mucha animación, pero el lugar resultaba en conjunto desagradable y Hilary tuvo la impresión de que aquello era un campo de trabajos forzados.
—Hilary…, qué nombre tan raro —dijo Maida, mirándola con hostilidad de arriba abajo, desde el cuello del barato vestido que llevaba hasta los feos zapatos que le había comprado Eileen. No se puede decir que fuera un atuendo muy favorecedor y estaba muy lejos de los organdíes y terciopelos de su infancia, pero todos aquellos lujos estaban ahora olvidados. Hilary miró a la negra con sus melancólicos ojos verdes y se preguntó qué clase de vida llevaría allí—. ¿Tú de dónde eres, chica?
—De Nueva York…, Boston… Ahora llevo aquí dos años.
La negra asintió. Estaba más delgada que un palillo y Hilary observó que se mordía las uñas.
—¿Ah, sí? —dijo la negra, mirándola con inquietud—. ¿Y por qué viniste aquí? ¿Están tus papis en la cárcel?
Los suyos lo estaban. Su madre era prostituta y su padre, un rufián y un «camello».
—Mis padres murieron —contestó Hilary con voz apagada, mirándola con recelo desde la puerta.
—¿Tienes hermanos y hermanas? —Hilary no veía qué importancia pudiera tener eso y estaba a punto de contestar que sí, pero lo pensó mejor y sacudió la cabeza. Maida se dio por satisfecha—. Vas a tener que trabajar mucho para Louise, cariño. Es una bruja como no te puedes imaginar.
No era una información muy alentadora, aunque Hilary ya adivinó al entrar que las cosas no serían tan fáciles como le habían dicho.
—¿Qué hay que hacer?
—Limpiar la casa, atender a los pequeños, barrer el patio, cuidar el huerto de la parte de atrás, hacer la colada… Todo lo que ella te mande. Más o menos, es como en tiempos de la esclavitud, solo que duermes y comes en la casa principal —Hilary vio un brillo perverso en los ojos de Maida, y no supo si reírse o no—. De todos modos, se está mejor aquí que en el reformatorio.
—¿Y eso qué es?
Hilary no sabía nada de reformatorios ni de hogares adoptivos ni de cárceles juveniles ni de padres reclusos, aunque su propio padre hubiera muerto en una prisión. Le era muy difícil asimilar todos los cambios que Sam había provocado en su vida con una sola noche de furia desencadenada. De noche, cuando disponía de un poco de tiempo para meditar, Hilary pensaba a menudo que ojalá su padre la hubiera matado también a ella cuando mató a su madre. Hubiera sido mucho mejor que aquella lenta agonía, lejos de su casa y de sus seres queridos, abandonada entre gentes desconocidas.
—Pero ¿tú de dónde sales, chica? —preguntó Maida haciendo gesto de hastío—. El reformatorio juvenil es una especie de cárcel para niños. Si no encuentran un hogar adoptivo, te meten allí, te encierran y te tratan como si fueras una mierda. Yo prefiero matarme a trabajar para Louise hasta que suelten a mi mamá. Saldrá dentro de un mes, y entonces me iré con ella —esta vez, la habían atrapado en una redada antidroga, junto con su «marido»—. ¿Y tú, qué? ¿Cuánto tiempo te vas a quedar aquí? ¿Tienes algún pariente con quien ir?
Maida pensaba que los padres de Hilary acababan de morir y que aquello era un simple arreglo provisional. Hilary era distinta de las demás niñas; hablaba, se comportaba y lo miraba todo como si no perteneciera a aquel ambiente. Hilary sacudió la cabeza en respuesta a la pregunta de la negra en el preciso momento en que la asistenta social volvía a la habitación.
—¿Ya os vais haciendo amigas? —preguntó, esbozando una dulce sonrisa como si no percibiera que trabajaba en una inhóspita selva.
Para ella, todos aquellos niños eran encantadores y ella les buscaba hogares estupendos y todo el mundo era feliz.
Las niñas la miraron como si estuviera loca, pero fue Maida la que habló primero.
—Pues, sí. Eso es… Nos estamos haciendo amigas, ¿verdad, Hilary?
Esta asintió sin saber qué decir y exhaló un suspiro de alivio cuando la asistenta social la acompañó a la cocina. Maida tenía algo indefinible que la asustaba.
—Maida se lo ha pasado muy bien aquí —le explicó la asistenta social mientras ambas recorrían un sucio pasillo para dirigirse a la cocina.
Los niños estaban en el patio y Louise los esperaba, pero no se observaba la menor señal de que hubieran comido y Hilary notó que le gruñía el estómago mientras se preguntaba si le darían algo de comer o si tendría que esperar hasta la hora de la cena.
—¿Lista para trabajar? —preguntó Louise.
Hilary asintió en silencio. Ya tenía la respuesta a su pregunta. La asistenta social se esfumó como por arte de magia, Louise acompañó a la niña fuera y le mostró una pala y unos rastrillos, y le ordenó que cavara una zanja. Dijo que los chicos la ayudarían, pero estos no aparecieron. Estaban fumando cigarrillos detrás del granero y Hilary tuvo que manejar la pala ella sola, y sudó y jadeó como una bestia. Había pasado cuatro años trabajando con mucho ahínco, pero nunca lo había hecho en labores manuales. Limpiaba la casa de sus tíos, les hacía la colada, les preparaba la comida y había cuidado de Eileen hasta su muerte, pero aquello era más agotador que cualquier cosa que hubiera hecho jamás. Había lágrimas de cansancio en sus ojos cuando Louise los llamó finalmente a todos para cenar.
Hilary vio a Maida en la cocina, mirándola con aire triunfal. A ella le había correspondido la refinada tarea de preparar la cena, si así podía llamarse a los cuatro trozos de carne y ternillas que flotaban en un mar de grasienta agua y que Louise llamó pomposamente estofado mientras servía a cada uno de los niños unas menguadas raciones y se sentaba para bendecir la mesa. A pesar del apetito que sentía y de lo aturdida que estaba tras haberse pasado todo el día bajo el sol, Hilary no pudo comer.
—Vamos, come, tienes que estar fuerte —dijo Louise, dirigiéndole una desagradable sonrisa.
Todo ocurría como en uno de aquellos cuentos de hadas en los que una bruja se iba a comer a los niños. Hilary recordó los cuentos que había leído en su infancia, pero no le parecieron tan reales como aquello porque allí las brujas siempre se morían y los niños volvían a ser príncipes y princesas.
—Perdón, no tengo mucho apetito —se disculpó Hilary con un hilillo de voz mientras los chicos se burlaban de ella.
—¿Estás enferma? —preguntó Louise haciendo una mueca de desagrado—. No me dijeron que lo estabas.
Hilary temió que la enviara a un incierto destino y recordó la descripción que le había hecho Maida del reformatorio: una cárcel para niños. Lo que le hubiera faltado. Pero ahora no tenía ningún otro sitio donde ir. No podía regresar junto a Jack. Sabía lo que le iba a hacer esta vez. Por consiguiente, tenía que elegir entre Louise o el reformatorio.
—No, no… No estoy enferma, es que el sol…, fuera hacía mucho calor…
—Ooooh… —exclamaron los otros chicos, tomándole el pelo.
Más tarde, Maida le dio un fuerte pellizco mientras la ayudaba a lavar los platos. Era una extraña situación, pensó Hilary. Aquella gente no eran amigos ni formaban una familia; Louise tampoco pretendía hacerles de madre. Eran unos obreros que le hacían el trabajo y ellos la trataban a su vez como si fuera la patrona. Todo parecía provisional e improvisado. El marido de Louise iba y venía. Había perdido una pierna en la guerra y la otra la tenía mala. Debido a ello, no podía trabajar y Louise acogía a aquellos niños para que hicieran el trabajo de su marido y el suyo, y también por el dinero que le pagaban a cambio. El Estado le pagaba una suma por cada niño y, aunque no se hiciera rica con eso, tampoco estaba mal. Podía tener un máximo de siete niños y todos sabían que pronto llegaría otro huésped porque contando con Hilary solo eran seis. Aparte Maida, había una pálida rubia de quince años llamada Georgine y tres chicos muy revoltosos. Dos de ellos se pasaron la cena mirando a Hilary con intención. No eran guapos y no parecían estar muy sanos. No era de extrañar que así fuera, con la magra dieta que les daban. Louise procuraba ahorrar al máximo, aunque Hilary ya estaba acostumbrada a estas cosas tras haber vivido con Eileen y Jack. Sin embargo, Louise parecía llevar este arte a unas cimas de perfección increíbles.
A las siete y media, Louise les gritó a los chicos que se prepararan para acostarse. Todos se encontraban en sus habitaciones; hablaban, se quejaban e intercambiaban historias sobre sus padres que estaban en la cárcel o contaban experiencias en el reformatorio. Hilary permanecía silenciosamente sentada en su cama. Los chicos ocupaban la habitación contigua, y Maida y Georgine hablaban entre sí como si Hilary no estuviera presente. Pasaron junto a ella vestidas con sus camisones y le cerraron la puerta en las narices cuando se fueron al cuarto de baño.
Lo podré soportar, se dijo Hilary, eso es mejor que estar en casa de Jack. Recordó el dinero que tenía escondido en la maleta y rezó para que nadie lo descubriera. Solo le faltaban cinco años, cinco años de hogares adoptivos, de reformatorios o de vivir en casa de Jack. Sintió que las lágrimas le escocían en los ojos mientras cerraba la puerta del cuarto de baño, se sentaba y sollozaba en silencio contra la áspera toalla que Louise le había entregado aquella mañana. Le parecía increíble que aquella fuera su vida. Al cabo de unos minutos, los chicos empezaron a aporrear la puerta y Hilary tuvo que salir del cuarto de baño donde un desfile de cucarachas estaba cruzando la bañera.
—¿Qué haces aquí dentro, ricura? ¿Quieres que te echemos una mano? —le preguntó uno de los chicos negros mientras los demás soltaban una risotada ante ese exquisito sentido del humor.
Hilary pasó por su lado sin decir nada y volvió a su habitación justo en el momento en que Maida apagaba la luz. Poco después, apareció Louise en la puerta; llevaba un llavero en la mano. Hilary pensó que era imposible que las encerrara bajo llave. Se oían las carcajadas de los chicos en la otra habitación.
—Es hora de cierre —la informó Maida mientras Louise cerraba dando un portazo y hacía girar la llave en la cerradura.
A las otras dos chicas les pareció algo completamente normal.
—¿Por qué lo hace? —preguntó Hilary, mirándolas a la débil luz que se filtraba a través de la ventana.
—Para que no nos reunamos con los chicos. Le gusta que todo sea bonito, limpio y sano.
De repente, Maida se echó a reír como si la cosa tuviera mucha gracia, y lo mismo hizo Georgine. Las dos niñas se reían muchísimo.
—¿Y si tengo que ir al cuarto de baño?
—Te meas en la cama —le contestó Georgine.
—Pero, por la mañana, lo tendrás que limpiar —añadió Maida, y ambas volvieron a reírse.
—¿Y si se declarara un incendio?
Hilary estaba muerta de miedo.
—Pues tendrías que freírte, nena —dijo Maida, echándose a reír—. Igual que una patata frita; y esta piel que tienes tan blanca como una azucena se te volvería negra como la mía.
En realidad, hubieran podido romper el cristal de la ventana, pero a Hilary no se le ocurrió pensarlo en aquel momento. Permaneció tendida en la cama, procurando apartar de su mente las mil cosas horribles que podían ocurrir. Nadie la había encerrado nunca bajo llave en una habitación y la experiencia le pareció aterradora.
Se pasó un buen rato respirando afanosamente mientras contemplaba el techo en silencio. Era como si alguien la estuviera asfixiando con una almohada. Oía a las otras dos niñas hablando en susurros. Después, oyó el ruido que hacían las sábanas y toda una serie de risitas entrecortadas. Cuando volvió la cabeza, no estaba preparada para el espectáculo que se ofreció ante sus ojos. Maida se encontraba desnuda en la cama de Georgine, que había arrojado su sucio camisón al suelo, y ambas se besaban y acariciaban mutuamente a la luz de la luna, gimiendo muy quedo y poniendo los ojos en blanco. Hilary hubiera querido apartar el rostro, pero estaba paralizada por el miedo. Al ver que las miraba, la mayor de las chicas le preguntó:
—¿Qué te pasa, cariño? ¿Nunca has visto hacerlo a dos chicas?
Hilary sacudió la cabeza en silencio. Mientras Maida introducía la cabeza entre las piernas de Georgine, esta soltó una ronca carcajada y apartó a la negra.
—Espera un instante —añadió Georgine dirigiéndose a Hilary—. ¿Quieres probarlo? —Hilary volvió a sacudir la cabeza, presa del pánico. No podría escapar de allí. La puerta estaba cerrada y no tendría más remedio que oírlas, aunque no las mirara—. A lo mejor, te gusta.
—No, no…
Esa fue precisamente la causa que la trajo allí…, solo que el agresor era Jack y no dos chicas. Hilary no acertaba a imaginar qué podían hacerle. Por suerte, se olvidaron de ella en seguida y reanudaron sus juegos nocturnos. Gemían y se retorcían, y una vez Maida lanzó un grito tan fuerte que Hilary temió que apareciera Louise y les propinara una buena paliza a todas. Sin embargo, no se oía el menor sonido, aparte los jadeos y los gemidos de Maida y Georgine. Por fin, ambas chicas se quedaron dormidas la una en brazos de la otra, y Hilary permaneció despierta toda la noche, llorando silenciosamente en su cama.
Al día siguiente, el trabajo fue también muy duro. Hilary cavó en el huerto tal como hiciera la víspera, y tuvo que limpiar el interior de un cobertizo, acosada sin cesar por los chicos; y después le mandaron preparar el almuerzo. Intentó cocinar algo apetitoso, pero los míseros ingredientes que le proporcionó Louise se lo impidieron. Tomaron unas finas lonchas de jamón cocido y unas cuantas patatas fritas congeladas que en modo alguno eran suficientes para poder soportar el agotador trabajo bajo el sol. Por la noche, Hilary tuvo que aguantar los jadeos y gemidos de Maida y Georgine. Esta vez, se volvió de espaldas, se cubrió la cabeza con la sábana y trató de simular que no las oía. Dos días más tarde, Georgine se introdujo en la cama de Hilary y empezó a acariciarle suavemente la espalda bajo el camisón. Era la primera caricia que recibía desde que había fallecido su madre, pero Hilary sabía que aquello era otra cosa y no le gustó.
—No, por favor…
Se apartó, medio cayéndose de la cama, pero la otra la agarró con fuerza, le pasó un brazo que parecía de acero alrededor de la cintura para atraerla hacia sí mientras comprimía el pecho contra su espalda y le acariciaba el vientre con la otra mano.
—Vamos, cariño, ¿a que te gusta? Maida y yo estamos cansadas de divertirnos las dos solas y queremos compartirlo contigo. Tú podrías ser ahora nuestra amiga.
La mano que acariciaba a Hilary se deslizó hacia sus muslos fuertemente apretados.
—¡No, por favor, no! —gimoteó Hilary, pensando que, en cierto modo, aquello era todavía peor que lo de Jack.
No podía escapar y no tenía ningún cuchillo a mano. No podía huir de aquellas chicas porque estaba encerrada con ellas bajo llave en la misma habitación. Georgine la tenía inmovilizada con un brazo y sus piernas se habían enroscado alrededor del cuerpo de Hilary como si fueran serpientes. Poco a poco, Maida se fue acercando desde la otra cama y también empezó a acariciarla mientras Georgine le separaba las piernas.
—Así… ¿lo ves?
Maida le enseñó cosas que Hilary nunca hubiera querido conocer. Lanzó un grito de terror, pero Georgine le cubrió rápidamente la boca con una mano mientras Maida seguía acariciándola. La manosearon por todas partes, primero con suavidad y después con más dureza mientras Hilary sollozaba muy quedo. Al final, se cansaron de ella; cuando Georgine se levantó de la cama, Hilary sangraba profusamente.
—Mierda, ¿tienes la regla? —preguntó Georgine con hastío al ver las manchas en la cama y en sus piernas, claramente visibles a la luz de la luna.
Pero Maida sabía que no, porque había hecho con ella las cosas que más le gustaban.
—Que va…, era virgen —le comunicó a Georgine, mirando complacida a su víctima.
Georgine esbozó una perversa sonrisa. Sabía que Hilary se acostumbraría a estas cosas. A todas les ocurría lo mismo después de la primera vez. Y si no, la darían un buen vapuleo y se sometería a sus exigencias por miedo.
Al día siguiente, Hilary lavó las sabanas en cuanto Louise abrió la puerta y se disculpó cuando esta la regañó a gritos por haberlas ensuciado. Los chicos se burlaron de ella cuando la vieron lavando. Era como si todo el dolor y la humillación del mundo hubieran caído sobre su cabeza, como si un ser malvado se hubiera propuesto destruirla. Se preguntó dónde estarían sus hermanas y rezó para que nunca les ocurriera nada parecido. Aunque estaba segura de que no les pasaría nada. Las habían enviado a las casas de unos amigos de Arthur Patterson y aquella gente ignoraba las torturas que podían infligir personas como Eileen y Jack, o como Louise, Maida y Georgine. Mientras lavaba las sábanas y cavaba la zanja que Louise quería fuera más honda, Hilary rezó para que solo ella sufriera tormentos y Axie y Megan se vieran libres de ellos. Le suplicó a Dios que hiciera con ella lo que quisiera, pero que salvara a sus hermanas de cualquier peligro. «Te lo suplico, Dios mío», musitó bajo el sol abrasador mientras Georgine se le acercaba por la espalda.
—Hola, nena, ¿hablas sola?
—No… Es que…
Hilary apartó rápidamente el rostro para que Georgine no viera su intenso rubor.
—Qué bonito fue lo de anoche… La próxima vez te va a gustar mucho más.
Hilary se volvió a mirarla con la misma expresión de su madre, aunque eso ella no lo sabía.
—¡No! ¡No es verdad! Y no vuelvas a tocarme nunca más, ¿me oyes? —gritó, empuñando la pala con gesto amenazador mientras Georgine se alejaba riéndose.
Sabía que, aquella noche, Hilary no podría echar mano de ninguna arma. Le volvieron a hacer lo mismo y, a la mañana siguiente, Hilary se levantó aturdida. No podría escapar de ellas. Cuando la asistenta social la visitó al cabo de una semana, le preguntó si trabajaba demasiado. Tras dudar un poco, Hilary sacudió la cabeza. Georgine le había dicho que, como se quejara, la enviarían al reformatorio, y allí todas las chicas lo hacían, utilizando incluso trozos de cañería de plomo y botellas de gaseosa… «No es como lo que hacemos Maida y yo». Hilary lo creía. Cualquier cosa era posible. Cualquier angustia. Cualquier tortura. Por eso se limitó a asentir y le dijo a la asistenta social que todo iba bien, optando por soportar en silencio su pesadilla.
Esta situación se prolongó siete meses, hasta que Georgine cumplió dieciséis años y salió en calidad de menor emancipada, y la madre de Maida obtuvo la libertad vigilada de esta y se llevó a su hija. Hilary se quedó sola con los chicos mientras se aguardaba la llegada de otras dos niñas que sustituirían a las anteriores. Louise pensó que una niña y tres niños no serían una combinación peligrosa y no se molestó en cerrar bajo llave la puerta de Hilary, dejándola de este modo sin protección. Los chicos entraron subrepticiamente e Hilary les vio cerrar en silencio la puerta a su espalda. Luchó contra ellos como una gata, pero la vencieron e hicieron con ella lo que quisieron. A la mañana siguiente, Hilary llamó a la asistenta social y pidió ser trasladada a un reformatorio. No dio ninguna explicación y Louise no pareció preocuparse cuando, dos días más tarde, se llevaron a la niña. Esta robó un cuchillo y un tenedor de la mesa, y la segunda noche ya estaba preparada para recibir a sus visitantes nocturnos. Un chico estuvo a punto de perder una mano, y los tres se retiraron atemorizados. Hilary se alegró de perder de vista a Louise y no le dijo nada a la asistenta social sobre lo ocurrido.
En el reformatorio, la pusieron en confinamiento solitario porque se mostraba apática y no contestaba a las preguntas que le hacían. Tardaron dos semanas en descubrir que no estaba enferma. Adelgazó muchísimo y estaba muy débil porque se negaba a levantarse, pero decidieron ponerla con las otras chicas para que se animara un poco. Su «dolencia» fue calificada de «psicosis juvenil».
La destinaron a la lavandería y la pusieron en un dormitorio en el que dormían quince chicas; por las noches, Hilary oía unos gemidos y gritos semejantes a los de Maida y Georgine. Sin embargo, esta vez, nadie se metió con ella, ni le habló ni la tocó, Al cabo de un mes, la enviaron a un hogar adoptivo con otras tres niñas. Le correspondió en suerte una mujer educada y amable, aunque no cordial. Era religiosa a su manera y les hablaba a menudo de un Dios que las castigaría si no cumplían su voluntad. Allí intentaron romper su caparazón de silencio porque se percataron de que era una niña inteligente; pero, al fin, su gélido mutismo les desanimó y, al cabo de dos meses, volvieron a enviarla al reformatorio y la cambiaron por una simpática niña de once años que sonreía y charlaba por los codos y hacía todo lo que Hilary se negaba a hacer.
Esta vez, Hilary se quedó definitivamente en el reformatorio donde no hizo amistad con nadie. Iba a clase, hacía su trabajo y leía todo cuanto podía. Se había propuesto una meta. Saldría de allí y estudiaría. Cuanto más se esforzaba, tanto más comprendía que esa sería su única salvación. Se entregó con entusiasmo al estudio y terminó a los diecisiete años con las máximas calificaciones. Al día siguiente, la asistenta social encargada de su caso la mandó llamar a su despacho.
—La felicitamos, Hilary, nos hemos enterado del éxito que has obtenido.
Sin embargo, nadie estuvo al lado de la niña para darle la enhorabuena. En nueve años, nadie había estado a su lado. Hilary sabía ahora que ese iba a ser su destino, y lo aceptaba. Pero, si pudiera encontrar a Megan y Alexandra… Sin embargo, su esperanza empezaba a desvanecerse. Aún tenía los diez mil dólares escondidos en el forro de la maleta, pero ya casi había perdido la esperanza de localizar a sus hermanas… A no ser que fuera a ver a Arthur. Pero ¿se acordarían de ella? Alexandra tenía trece años, y Megan solo nueve. Sería una desconocida para ellas. Hilary pensó que solo se tenía a sí misma mientras miraba a la asistenta social sin experimentar la menor emoción.
—Gracias.
—Ahora tendrás que tomar una decisión.
—¿De veras?
Seguro que no sería nada bueno. Hilary lo sabía por experiencia y estaba dispuesta a defenderse contra cualquier crueldad que los demás quisieran infligirle. Había aprendido muchas cosas desde que había vivido en su primer hogar adoptivo y los primeros tiempos que había pasado en el reformatorio.
—Como tú sabes, por lo general, nuestros menores se quedan aquí hasta que cumplen los dieciocho años, pero, en caso de que terminen los estudios antes de esta fecha, tienen la posibilidad de salir en calidad de menores emancipados.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Hilary, mirando con recelo a la asistenta social como si las separara una gruesa muralla de acero. Sus luminosos ojos verdes eran sus únicas mirillas.
—Significa que eres libre, si quieres, Hilary, aunque también puedes quedarte aquí hasta que decidas lo que quieres hacer cuando te vayas. ¿Lo has pensado?
Nada menos que durante cuatro años.
—Un poco.
—¿Y qué? —Le tenían que arrancar las palabras con sacacorchos, aunque, en realidad, casi todos eran así. La vida era muy dura con ellos y no se fiaban de nadie. Era una pena, pero no se podía hacer nada—. ¿Me quieres contar tus planes?
—¿Tengo que hacerlo para poder salir?
Como la libertad vigilada de que tanto se hablaba. Casi todos sus compañeros del reformatorio tenían a sus padres en la cárcel a la espera de salir con libertad vigilada. Aquello debía ser más o menos lo mismo. Sin embargo, la asistenta social sacudió la cabeza.
—No, Hilary, no hace falta. Pero me gustaría ayudarte, si es que puedo hacerlo.
—No se preocupe.
—¿A dónde quieres ir?
—Seguramente, a Nueva York. Soy de allí y es el sitio que mejor conozco.
Aunque llevaba más de media vida ausente de aquella ciudad, la seguía considerando su casa. Y, además, allí estaban sus hermanas…
—Es una gran ciudad. ¿Tienes amigos allí?
Hilary negó con la cabeza. De haberlos tenido, ¿se hubiera pasado cuatro años en el reformatorio de Jacksonville? Era una pregunta estúpida. Menos mal que todavía le quedaban los diez mil dólares. Serían su salvación. No necesitaba tener amigos. Lo que sí necesitaba era un empleo y un sitio donde vivir. Pero en el reformatorio no pensaba quedarse, de eso estaba segura.
—Creo que me iré muy pronto. ¿Cuándo podré hacerlo? —preguntó mientras se le iluminaban los ojos por vez primera ante la perspectiva de marcharse.
—Podríamos tener los documentos listos la semana que viene. ¿Te parece suficientemente pronto? —La asistenta social esbozó una triste sonrisa. No había conseguido ayudar a aquella chica. A veces ocurría eso y era una lástima, pero nunca se podía decir de antemano quién sobrevivía al sistema y quién no. Después se levantó y le tendió una mano a Hilary, la cual la estrechó con cierto reparo. No se fiaba de nada ni de nadie—. En cuanto puedas irte, te lo diremos.
—Gracias.
Hilary se retiró del despacho en silencio y se dirigió a la habitación individual que ocupaba. Ya no tenía que dormir en una sala con otras chicas ni que compartir su dormitorio con nadie. Gozaba de los derechos de antigüedad y faltaban muy pocos días para su partida. Se tendió en la cama y contempló el techo, sonriendo. Ya todo había terminado; la angustia, el dolor, las humillaciones y el horror que había sido su vida en el transcurso de ocho años. Ahora sería libre de hacer lo que quisiera. Llevaba muchos años sin sonreír. Exactamente una semana más tarde, Hilary salió del reformatorio y tomó un autocar; no sentía la menor tristeza porque no dejaba ningún amigo a sus espaldas. Sus gélidos ojos verdes soñaban con un mundo desconocido. El pasado era una pesadilla que ya había olvidado.