Capítulo 17
En su despacho, John Chapman permanecía sentado con la mirada perdida a lo lejos. Acababa de sufrir una decepción. La mujer que mencionaba el artículo no era la Hilary Walker que buscaban…, que él buscaba. Lanzó un suspiro y guardó el recorte en la carpeta, después de haber hecho una anotación. Más tarde, tendría que llamar a Arthur para informarle. Entre tanto, dos de sus socios le aguardaban para hablar con él.
Tres de sus casos más importantes se iban a presentar a juicio y en todos ellos habían aportado lo necesario, lo cual le producía una inmensa satisfacción. Al mediodía, John consultó el reloj y tomó una decisión. Ya lo tenía casi todo resuelto y el resto podría esperar hasta el lunes. Sus padres le esperaban a la hora de la cena. Si tomaba el avión del puente aéreo a las dos en el aeropuerto La Guardia, llegaría a Boston a las tres y podría pasar por Charlestown antes de ir a casa de sus padres. Tendría tiempo de sobra y quería intentar averiguar algo sobre Hilary Walker. Tenía todos los datos necesarios para tratar de localizarla desde Jacksonville, pero siempre era muy escrupuloso en sus investigaciones. La visita a Charlestown tal vez le permitiría averiguar algo sobre las demás. En cualquier caso, merecería la pena probarlo.
Le dijo a su secretaria dónde estaría por si le necesitara y tomó un taxi para regresar a su apartamento. Hizo el equipaje en diez minutos. Sabía exactamente lo que le hacía falta para pasar un fin de semana con su familia. A la una en punto, se dirigió al aeropuerto La Guardia. Compró un pasaje para el puente aéreo, llegó a su destino a las tres y diez y alquiló un automóvil en el aeropuerto. Tardaría media hora en llegar a Charlestown por carretera.
Comprobó, una vez más, la información que había en la carpeta, se cercioró de que la dirección era correcta y se estremeció por dentro mientras circulaba por las calles de Charlestown. La zona ya debía ser fea hacía cuarenta años y no había mejorado con el tiempo. Otros lugares tuvieron más suerte y manos amorosas los restauraron. Aquellas casas, en cambio, si ya eran feas cuando Hilary vivió allí, ahora eran horribles. Eran sucias, destartaladas, la pintura se desprendía por todas partes, y muchas de ellas tenían las ventanas tapiadas y se caían a pedazos. Varias habían sido condenadas a la piqueta por el ayuntamiento y John imaginó la cantidad de ratas que debía haber por la noche. El lugar era espantoso y la casa frente a la que se detuvo era una de las peores. La contempló un instante desde la acera. En el patio, crecían las malas hierbas, se aspiraba un insoportable olor a basura y la puerta principal estaba medio arrancada de los goznes.
John subió los peldaños, tratando de no pisar dos que estaban rotos, y llamó enérgicamente a la puerta. El timbre colgaba de un hilo y no funcionaba. Se oía ruido dentro, pero tardaron un buen rato en abrir. Al final, apareció una anciana desdentada, le miró confusa y le preguntó qué quería.
—Busco a Eileen y a Jack Jones. Vivieron aquí hace tiempo. ¿Les conoció usted? —preguntó John, levantando la voz por si la mujer estuviera sorda.
Sin embargo, la anciana no era sorda, sino más bien estúpida.
—Nunca he oído hablar de ellos. ¿Por qué no le pregunta a Charlie, el de la acera de enfrente? Él vive aquí desde la guerra. A lo mejor, les conoció.
—Muchas gracias.
Una mirada al interior le hizo comprender a John la indecible miseria que reinaba en aquella casa. Confiaba en que hubiera sido más agradable en la época en que Hilary y sus hermanas vivieron allí, aunque mucho se temía que no. La calle era muy fea y nunca debió ser bonita. Dirigió una amable sonrisa a la mujer y esta le cerró la puerta en las narices, no porque estuviera enojada, sino porque no conocía otra forma de hacerlo.
John miró a uno y otro lado de la calle y dudó entre si preguntar o no a otros vecinos. Pero, primero, iría a la casa que le habían indicado. Ignoraba si habría alguien en casa un viernes a las cuatro de la tarde, pero el anciano a quien ella llamó «Charlie» se encontraba sentado en una mecedora en el porche, fumaba en pipa y le hablaba a un escuálido perro tendido a su lado.
—Hola —dijo, y dirigió una amistosa sonrisa a John cuando este subió los peldaños.
—Hola. ¿Es usted Charlie? —preguntó John afablemente.
Estas cosas las solía hacer muy bien cuando trabajaba en la calle, al principio. Ahora, todo lo hacía desde su despacho de la calle 57, pero aún le atraía aquella faceta de su profesión. Una vez le quiso explicar a Sasha lo mucho que le gustaba. Pero ella no lo comprendió. Para ella solo existía el baile, el Lincoln Center y los ensayos. Lo demás no le importaba. Alguna vez, John se preguntaba si él tampoco le importaba.
—Sí, soy Charlie —contestó el anciano—. ¿Quién quiere saberlo?
—Me llamo John Chapman —dijo John, tendiéndole una mano—. Busco a unas personas que vivieron aquí hace años. En aquella casa —añadió, señalándola—. Eileen y Jack Jones. ¿Les recuerda usted por casualidad, señor?
Siempre se mostraba cortés y educado, y a todo el mundo le encantaba hablar con él.
—Pues claro. Una vez le conseguí un trabajo a Jack, pero no le duró mucho tiempo. Bebía como un cosaco, y ella también. Tengo entendido que, al fin, la bebida la mató —John asintió como si ya supiera eso; formaba parte de su tarea—. Yo trabajaba en los astilleros. Trabajamos mucho durante la guerra. A mí no me reclutaron porque padecí fiebres reumáticas en mi infancia. Me pasé toda la guerra aquí, cerca de casa, con mi mujer y mis hijos. Este comportamiento parece ahora muy poco patriótico, pero tuve suerte.
—¿Ha tenido usted hijos? —le preguntó John con aparente interés.
—Sí. Y ya todos son mayores —el anciano le miró con tristeza mientras daba chupadas a la pipa—. Y mi mujer murió. Este verano se cumplirán catorce años de ello —John asintió en silencio—. Mis chicos vienen a verme de vez en cuando, siempre que pueden. Mi hija vive en Chicago. La fui a ver el año pasado por Navidad. Allí hace un frío increíble. Tiene seis hijos y su marido es predicador.
La historia era interesante, pensó John mientras acariciaba la cabeza del perro.
—¿Recuerda usted a tres niñas pequeñas que vinieron a vivir con los Jones hace unos treinta años, aproximadamente hacia esta época del año? Fue el verano del cincuenta y ocho, para ser más exactos. Tres niñas pequeñas. Una tenía unos nueve años, otra cinco y la más pequeña debía de tener un año.
—No, creo que no. Jack y Eileen nunca tuvieron hijos. Tanto mejor. No eran muy simpáticos que digamos. Se peleaban como perro y gato. Una noche estuve a punto de avisar a la policía porque temí que él la matara.
Era un lugar encantador para dejar a tres niñas en él, pensó John.
—Eran las hijas del hermano de Eileen. Vinieron a pasar el verano aquí, pero una de ellas se quedó.
John dejó la frase inconclusa en la esperanza de refrescarle la memoria a Charlie. De repente, el anciano le miró con el ceño fruncido y señaló a John con la pipa como si acabara de acordarse de algo.
—Ahora que lo dice, sí que me acuerdo… Fue una cosa horrible… Mató a su mujer y las niñas se quedaron huérfanas. Solo las vi una o dos veces, pero recuerdo que Ruth, mi mujer, me comentó lo bonitas que eran y lo mal que las trataba Eileen; era un crimen dejar a aquellas niñas con ella. Las mataba de hambre. Ruth les llevaba a veces un poco de comida, pero estaba segura de que Jack y Eileen se la comían ellos y no les daban nada a las niñas. Nunca supe qué fue de ellas. Poco después, se marcharon. Eileen se puso enferma y se fueron a no sé dónde. A Arizona, creo, o a California, un sitio de clima templado, pero ella falleció de todos modos. Se murió de las borracheras, si quiere que le diga lo que pienso. Ignoro qué fue de las niñas. Se quedarían con Jack.
—Solo una de ellas. Las otras dos se marcharon aquel mismo verano. Ellos solo se quedaron con la mayor.
—Eso Ruth lo debía saber muy bien. Yo no me acuerdo.
El anciano se reclinó en la mecedora y empezó a recordar otras cosas, aparte de Eileen y Jack. Había transcurrido mucho tiempo, entonces vivía su mujer… Los recuerdos le producían una sensación agridulce. John comprendió que ya no conseguiría sacarle más datos. No había averiguado nada de cuanto necesitaba saber, pero había encontrado una pieza del rompecabezas que explicaba en parte el remordimiento que sentía Arthur. Este debió saber lo mal que estaban las niñas allí, y, sin embargo, las dejó, y abandonó a Hilary a su destino. John imaginó la vida que debió de llevar la niña en la casa que se alzaba al otro lado de la calle, viviendo con la clase de persona que Charlie le había descrito. Solo de pensarlo, se estremeció.
—¿Sabe si alguien más se acordaría de ellos? —preguntó John.
El anciano sacudió la cabeza, perdido en sus ensueños.
—Nadie lleva aquí tanto tiempo como yo —contestó por fin—. Los demás, hace diez o quince años que están aquí… La mayoría de ellos, todavía menos. Se quedan un año o dos, y después se van —era lógico—. Mi hijo mayor quiere que me vaya a vivir con él, pero a mí me gusta esto… Aquí viví con su madre…, y aquí me moriré algún día —añadió filosóficamente—. No pienso irme.
—Gracias por su ayuda. Me ha sido muy útil —dijo John, mirando a Charlie y dirigiéndole una sonrisa.
—¿Por qué quiere encontrar a Eileen y Jack? —preguntó el anciano, mirándole por primera vez con curiosidad—. ¿Alguien les ha dejado una herencia?
No le parecía probable, pero la idea era intrigante.
—No —contestó John, sacudiendo la cabeza—. En realidad, busco a las tres niñas. Un amigo de sus padres quiere localizarlas.
—Es muy difícil encontrar a alguien a quien se perdió hace tanto tiempo.
Cuánta razón tenía, pensó John.
—Lo sé —dijo—. Por eso me ha sido usted tan útil. La imagen se va formando con los pequeños recuerdos aislados de la gente; de vez en cuando, hay suerte y se da con alguien como usted. Gracias, Charlie.
John estrechó la mano del viejo y este le apuntó con la pipa.
—¿Le pagan bien por un trabajo como este? A mí me parece una vana quimera.
—A veces lo es.
John dejó la primera pregunta sin respuesta, abandonó el porche y regresó a su automóvil. El solo hecho de encontrarse en aquella calle le deprimió. Tuvo la sensación de que los ojos de Hilary le miraban como si él fuera Arthur en el momento en que la abandonó allí. Le pareció imposible que este hubiera sido capaz de hacerlo.
Tardó menos de una hora en llegar a casa de sus padres. Su hermano mayor ya estaba allí, bebiendo una ginebra con tónica con su padre, en la terraza.
—Hola, papá. Estás estupendo.
El anciano aparentaba más bien sesenta años que ochenta, que era los que casi tenía. No le temblaba la voz, conservaba el cabello y tenía las piernas muy largas, como las de John cuando este cruzó la terraza para rodearle los hombros con un brazo.
—¿Cómo está mi oveja negra? —Aunque siempre le gastaban bromas, todos estaban muy orgullosos de él. Había triunfado en su carrera, era guapo y llevaba una vida interesante. Lo único que lamentaban sus padres era que se hubiera divorciado de Eloise. Siempre habían soñado que ambos permanecerían juntos y tendrían hijos—. ¿Ya procuras no meterte en ningún lío?
—Siempre que puedo evitarlo. Hola, Charles —dijo John, mirando a su hermano y dirigiéndole una sonrisa.
Había siempre cierta distancia entre ambos y, sin embargo, John quería mucho a su hermano. Este era socio de un importante bufete jurídico de Nueva York y se ganaba muy bien la vida. Tenía cuarenta y seis años y estaba especializado en Derecho Internacional; su atractiva esposa era presidenta de la Júnior League, la asociación de ex universitarias dedicada a labores sociales, y sus tres hijos eran muy simpáticos. Según los patrones de la familia, Charles era el gran triunfador. Sin embargo, a John siempre le parecía que en la vida de su hermano faltaba algo, emoción tal vez, o, pura y llanamente, un poco de romanticismo.
En aquel instante, Leslie, la mujer de su hermano, salió a la terraza acompañada de su suegra, la cual lanzó un grito de júbilo al ver a John.
—Ha llegado el hijo pródigo —canturreó con su profunda voz al tiempo que le abrazaba con cariño. A sus setenta años, era todavía una mujer muy guapa y estaba muy elegante con su sencillo vestido de hilo. Llevaba el cabello recogido en un bonito moño y lucía el collar de perlas que le había regalado su marido el día que se casaron, amén de varios anillos que pertenecían a su familia desde hacía varias generaciones—. No tienes muy buen aspecto, hijo. ¿Qué te ocurre?
—He aprovechado el viaje para trabajar un poco por el camino. Acabo de iniciar una nueva investigación.
Su madre le miró, complacida. Estaba encantada con sus hijos. Eran guapos, distintos e inteligentes y ella les quería a todos por igual, pero, en su fuero interno, siempre había tenido una predilección por John.
—Tengo entendido que eres muy aficionado al ballet —dijo Leslie, mirando a John por encima de su cóctel Bloody Mary. La chica tenía una mala idea que a John le irritaba profundamente, pero que nadie parecía haber observado. Lo tenía todo para ser feliz en la vida, dos hijas encantadoras, un hijo muy cariñoso y un marido guapo y bien situado, y, sin embargo, siempre parecía envidiar a los demás, y sobre todo, a John. Creía que las cosas le iban mejor que a su marido y estaba molesta por ello—. Nunca hubiera imaginado que te interesaba el baile clásico, John.
—Pues ya ves —contestó John con aire evasivo.
Le extrañó que se hubiera enterado de sus relaciones con Sasha y después se rio para sus adentros, pensando que, a lo mejor, se reunía con un amante en el Russian Tea Room.
Poco después llegó Philip, muy bronceado tras sus recientes vacaciones en Europa. Vivía en Connecticut donde jugaba constantemente al tenis, tenía un hijo y una hija, y una mujer rubia, pecosa y de ojos azules, que era exactamente lo que parecía, la novia de la infancia con quien se había casado cuando estudiaba en la universidad. Tenía treinta y ocho años como ella, y ganaba todas las competiciones de tenis que organizaban en Greenwich. Todos ellos formaban en su conjunto una familia perfecta, exceptuando a John que nunca se había adaptado al molde y no había hecho lo que se esperaba de él.
Presentarse allí en compañía de Sasha hubiera complicado ulteriormente las cosas. Con Eloise ya lo había pasado muy mal. Cuando esta quería ser sociable, era estupenda, pero, cuando no, se llevaba su máquina de escribir e insistía en trabajar hasta la hora del almuerzo, cosa que a Leslie le atacaba los nervios y a su madre le inducía a pensar que se aburría en compañía de ellos. Eloise tenía un carácter muy difícil, pero Sasha les hubiera escandalizado con sus leotardos, sus ajustados vaqueros, sus ataques de malhumor y sus desplantes. El solo hecho de pensar en ella hizo sonreír a John mientras contemplaba el océano.
—Cuéntame por qué sonríes, hermano —pidió Philip, dándole una palmada en la espalda.
John le preguntó cómo le había ido su viaje por Europa. Eran todos muy simpáticos y él les quería mucho, pero en seguida se cansaba de estar con ellos. El domingo por la tarde, cuando se dirigió al aeropuerto, lanzó un suspiro de alivio. Le avergonzaba pensarlo, pero le aburrían aquellas monótonas vidas de la clase media. Tras pasar un fin de semana con ellos, siempre se sentía un inadaptado. Menos mal que su madre lo había pasado bien. Cada uno de sus hijos le había hecho un regalo especial. John le había ofrecido un precioso broche antiguo de brillantes con pulsera a juego porque sabía que estas cosas la encantaban; Charles le había regalado unas acciones, cosa que a John le pareció un poco rara, pero que a su madre le gustó; y Philip le había obsequiado con algo que siempre quiso tener durante años, pero que nunca se había comprado. El lunes le entregarían en su casa de Boston un soberbio piano de cola. Era un obsequio muy propio de su hermano, pensó John, lamentando que a él no se le hubiera ocurrido la idea. Sin embargo, la madre apreció mucho el broche y la pulsera.
Devolvió el automóvil de alquiler en el aeropuerto, regresó en el puente aéreo en compañía de una multitud de gente que volvía de pasar el fin de semana fuera y, a las ocho de la tarde, ya estaba en su apartamento, donde se preparó un bocadillo para cenar y repasó una vez más la carpeta de Arthur Patterson. Estaba como al principio, pero había visto en qué hogar había sido abandonada Hilary y ya sabía lo que iba a hacer a la mañana siguiente.
Sasha le hizo una escena cuando, más tarde, acudió a su apartamento y él le comunicó su propósito.
—¡Cómo! ¿Te vas otra vez? —Estaba furiosa—. ¿Qué ocurre ahora?
John trató de calmarla. Se disponía a irse a la cama cuando se lo dijo y en eso cometió un error, aunque no había perdido del todo la esperanza de acostarse con ella aquella noche. Llevaba muchos días de abstinencia porque, con Sasha, nunca sabía a qué atenerse; cuando no estaba cansada, le dolían los músculos o tenía una importante función al día siguiente. Acostarse con ella era toda una hazaña, pero John tampoco estaba dispuesto a echarlo todo a perder por culpa de la investigación de Arthur.
—Ya te lo dije, nena, tengo un caso muy importante y lo llevo yo mismo.
—Yo creía que tú eras el jefe. El coreógrafo, por así decirlo.
—Y lo soy —a John le hizo gracia la comparación—. Pero esta es una excepción. Accedí a encargarme yo mismo del caso, siempre que pudiera. Es muy importante para mi cliente.
—¿De qué se trata? —preguntó Sasha, mirándole con recelo mientras se tendía en la cama con la ropa puesta.
—Busco a tres chicas… En realidad, ya son mayores. Él les perdió la pista hace treinta años y tiene que encontrarlas a la mayor brevedad posible. Se está muriendo.
John no podía facilitarle más detalles; ya el solo hecho de habérselo comentado era una violación de la confianza que Arthur había depositado en él, pero necesitaba despertar el interés de Sasha y ganarse su favor.
—¿Son sus hijas? —John sacudió la cabeza mientras se desabrochaba la camisa—. ¿Son ex esposas? —John denegó otra vez—. ¿Amigas? —Una sonrisa y otro gesto negativo—. Pues, entonces, ¿qué son?
—¡Hermanas!
—¿Y viven en Florida?
A Sasha todo eso le parecía muy aburrido.
—Hace tiempo, una de ellas vivió allí. Tengo que empezar por el principio. Pensé que podría localizarla aquí, en Nueva York, pero no pude. Por consiguiente, hay que empezar desde cero.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—Unos cuantos días. Creo que volveré el viernes. Organizaremos algo bonito este fin de semana.
—No, es imposible. Tengo ensayos.
Desde luego, su programa no era precisamente muy fácil.
—Pues ya pensaremos otra cosa.
John ya estaba acostumbrado a esos impedimentos.
—¿Seguro que no te vas a Florida de vacaciones?
—Qué más quisiera yo. Pero se me ocurren otros lugares mucho más bonitos donde quisiera ir contigo, amor mío —John se tendió en la cama, la pilló por sorpresa y la besó. Esta vez, Sasha se rio y permitió que la desnudara. Después, rodeó con sus vigorosas piernas el cuerpo de John y ambos empezaron a hacer el amor. De repente, se apartó y John temió haberla lastimado. La miró lleno de deseo y le preguntó en voz baja—: ¿Te ocurre algo?
Sasha asintió, preocupada.
—¿Sabes que podría estropearme el cuerpo en esta posición? —preguntó, pero en seguida pareció olvidarlo, arrastrada por la ardorosa pasión de su amante.
Sin embargo, no pensaba más que en sí misma, en el baile, en sus músculos, en sus pies y en su cuerpo.
—Te quiero, Sash —murmuró John, abrazado a ella. La joven no contestó. Mantenía los ojos fijos en la pared como si estuviera disgustada por algo—. ¿Qué te ocurre, cariño?
—Este hijo de puta se ha pasado toda la tarde pegándome gritos, como si yo hiciera las cosas mal… Y yo sé que las hacía bien.
John se deprimió un instante al pensar que a Sasha solo le interesaba el baile. Ya había pasado por la misma situación con los personajes, los argumentos y los libros de Eloise. Eran unas mujeres agotadoras. Quería que Sasha fuera distinta y se preocupara por él, pero, en los momentos en que era sincero consigo mismo, no estaba muy seguro de que así fuera. Sasha solo pensaba en sí misma. Cuando John se levantó de la cama para ir a beber algo en la cocina, Sasha ni siquiera advirtió su ausencia. Sentado en el sofá, John permaneció largo rato escuchando los rumores de la calle en el salón a oscuras y se preguntó si alguna vez encontraría a una mujer que se preocupara por su trabajo, su vida, sus amigos y sus necesidades, y disfrutara en su compañía.
—¿Qué haces aquí?
La silueta de Sasha se recortó graciosamente en la puerta, iluminada por la luz de la luna. Sus ojos no pudieron ver, en la oscuridad, el triste semblante de John.
—Estoy pensando.
—¿Sobre qué? —Sasha se acercó, se sentó al lado de su amante y, por un momento, pareció que se preocupaba por él. De repente, se miró los pies y emitió un gemido—. Tengo que volver al médico.
—¿Por qué?
—Me duelen siempre los pies.
—¿No has pensado en la posibilidad de dejar el baile, Sash?
—¿Estás loco? —replicó ella, mirándole como si hubiera perdido el juicio—. Antes preferiría morir. Si me dijeras que no puedo volver a bailar, me mataría.
A John le pareció que lo decía en serio.
—¿Y los hijos? ¿No te gustaría tener hijos?
Hubiera tenido que hacerle aquellas preguntas mucho antes, pero resultaba muy difícil distraerla del baile.
—Tal vez más tarde —contestó Sasha en tono evasivo.
Eloise le decía siempre lo mismo. Hasta que, a los treinta y seis años, pensó que serían un obstáculo para su carrera y se hizo una ligadura de trompas, aprovechando una ausencia de John. Probablemente tenía razón. Sola era mucho más feliz.
—A veces, cuando se aplazan estas cosas, el «más tarde» nunca llega.
—Pues entonces significa que no estaba escrito en el destino. No necesito hijos para realizarme —dijo Sasha llena de orgullo.
—¿Qué es lo que tú necesitas, Sash? ¿Un marido?
¿O acaso solo necesitaba el ballet? Esa era la verdadera cuestión.
—Nunca me consideré lo suficientemente mayor como para casarme.
Lo dijo con toda sinceridad, mirándole a la luz de la luna. Sin embargo, él tenía cuarenta y dos años y llevaba mucho tiempo pensando en esas cosas. No quería estar siempre solo. Quería tener alguien que le amara y a quien pudiera amar, no únicamente entre libro y libro o entre ballets y ensayos.
—Tienes veintiocho años. Deberías empezar a pensar en tu futuro.
—Pienso en él cada día por culpa de este maniático que no para de gritar.
—No me refiero a tu futuro profesional, sino a tu vida real.
—Esta es mi vida real, John.
Eso era precisamente lo que más temía John.
—Y yo, ¿cómo encajo en medio de todo esto?
John lamentó haber iniciado aquella introspección, pero no había podido evitarlo. Más tarde o más temprano, tendrían que hablar de algo más que de los pies y los ensayos de Sasha.
—Eso depende de ti. De momento, no puedo ofrecerte más. Es suficiente y maravilloso. Y si no lo es… —Sasha se encogió de hombros. Por lo menos, era sincera. John se preguntó si podría hacerla cambiar de idea e inducirla a casarse y tener un hijo con él; pero eso hubiera sido volver a plantear la cuestión. Tenía una increíble tendencia a los desafíos y las causas perdidas. «Alguna vez, tendrías que intentar escalar el Everest», le dijo su hermano menor en cierta ocasión. «Eso alivia las tensiones». Philip había visto a Sasha un par de veces y pensaba que John estaba loco—. ¿Quieres que me quede esta noche? —le preguntó Sasha.
Lo hubiera hecho de mil amores. Aborrecía el caos que reinaba en su apartamento del West Side con sus ocho millones de compañeras y sus catorce millones de bolsas de baile.
—Me gustaría que te quedaras.
John hubiera querido muchas más cosas de Sasha. Más de las que ella le podía dar. Poco a poco, empezaba a comprenderlo.
—Pues me voy a la cama —Sasha se levantó con toda naturalidad y regresó al dormitorio—. Mañana tengo un ensayo a primera hora.
Y él tenía que tomar un avión con destino a Jacksonville. Ansiaba hacer otra vez el amor con Sasha, pero, cuando se metió en la cama y lo intentó, ella le dijo que estaba cansada y que le dolían los músculos.