Capítulo 12

Cuando salió de visitar a Arthur Patterson y este le dijo que no sabía cómo localizar a sus hermanas, Hilary tuvo la sensación de que todo se derrumbaba a su alrededor. A los diecisiete años, pensó que su vida había tocado a su fin. Durante años, vivió con la esperanza de encontrar a Megan y Axie. Pero ahora la esperanza se había desvanecido. Jamás lograría encontrarlas.

Empezó a trabajar al día siguiente sintiendo un doloroso vacío en el pecho, pero ni su sereno rostro ni su distante mirada dejaban traslucir la angustia y desesperación que sentía. Solo la sostenía la firme decisión de sobrevivir a pesar de todo, y el odio que le inspiraba Arthur.

Actuaba de día y de noche como un robot, pero desempeñaba satisfactoriamente su trabajo. Mejoró su mecanografía, estudió taquigrafía en un libro y asistía a unas clases nocturnas. Hacía todo lo que se había propuesto hacer, pero sin que ello le deportara la menor satisfacción. Estaba firmemente empeñada en triunfar a toda costa, pero no sabía por qué. No tenía que demostrarle nada a nadie porque a nadie le importaba. No tenía a nadie a quien querer ni nadie que la quisiera.

Trabajó durante un año en la agencia de colocaciones, y después encontró un empleo mejor. Se enteró en la agencia y acudió a la entrevista primero que nadie. Era un fabuloso puesto de recepcionista en la cadena de televisión CBA-News donde cobraría el doble de sueldo. Causó una excelente impresión a su entrevistadora y obtuvo el empleo. Consiguió compaginarlo con sus estudios y muy pronto le aumentaron el sueldo. Al fin, le ofrecieron un puesto de secretaria y más tarde la nombraron ayudante de producción hasta que, al cabo de cinco años, se convirtió en productora. Para entonces, ya había terminado sus estudios universitarios. Tenía veintitrés años y estaba a punto de iniciar una brillante carrera. Era respetada por sus superiores y temida por sus subordinados, puesto que apenas tenía amigos en el trabajo. Se mostraba muy reservada y trabajaba con mucho ahínco, pero sus proyectos eran unánimemente elogiados. Su labor era tan extraordinaria que, en poco tiempo, llegó a ser productora del noticiario nocturno y fue entonces cuando Adam Kane, el director de los noticiarios, la invitó a salir con él para celebrar su triunfo. Tras dudar un poco, Hilary pensó que sería un error rechazar la invitación y se fue a cenar al Brussels con él. Bebieron champán, hablaron del trabajo y comentaron lo importante que era la cadena y los objetivos que ella se proponía alcanzar. Adam se sorprendió de que los planes de Hilary para el futuro fueran mucho más ambiciosos que los suyos.

—Pero, bueno, ¿eso qué es? ¿Una reunión de trabajo sobre la liberación femenina? —Adam era un hombre muy atractivo, de cabello castaño y ojos oscuros, que tenía una visión muy filosófica de la vida—. ¿Por qué estos planes tan grandiosos? —Hilary era la primera mujer que le confesaba sus aspiraciones y él le comunicó que estaba un poco intimidado. Su mujer acababa de divorciarse de él porque no quería «seguir siendo una esposa», y el hombre estaba destrozado. Tenían dos hijos pequeños y una casa en Darien, pero, de repente, él se había quedado solo en el West Side de Nueva York y las mujeres le hablaban de «objetivos dentro de la gestión empresarial». Miró a Hilary sonriendo. Era guapa, joven y entusiasta, pero le faltaba algo—. ¿Dónde están las mujeres que quieren tener hijos y vivir en un barrio residencial de las afueras? ¿Pasó ya eso de moda?

Ella le miró sonriendo, y temió haber sido excesivamente indiscreta. Tal vez habló más de la cuenta porque no estaba acostumbrada a salir con hombres. Olvidaba que tenía que ser más circunspecta. Adam era simpático y a ella le gustaba trabajar a su lado.

—Creo que algunas lo tenemos descartado.

Lo dijo sin avergonzarse de ello. Sabía a dónde quería llegar y no se detendría hasta conseguirlo. Al cabo de diecisiete años, aún estaba huyendo de los demonios del pasado y probablemente siempre tendría que huir de ellos. Lo aceptaba con resignación, pero a él no se lo dijo. Jamás le decía nada a nadie. Vivía sola, trabajaba con tesón y no tenía ningún otro interés. Adam lo intuyó y lo sintió por ella. En la vida había otras muchas cosas. Él tenía treinta y ocho años y se había casado a los veintitrés, pero ahora acababa de descubrir nuevos horizontes interminables.

—¿No quieres casarte y tener hijos algún día?

Hilary sacudió la cabeza y pensó que, a lo mejor con él, hubiera podido ser sincera.

—Eso no es muy importante para mí.

No quería tener a nadie a quien algún día pudiera perder, y tanto menos dos niñas pequeñas que alguien pudiera arrebatarle. No quería que eso le pudiera ocurrir algún día. Prefería estar sola aunque algunas veces le doliera; mientras contemplaba a aquel hombre, se preguntó qué tal sería la vida con él y pensó que, a lo mejor, el champán se le había subido a la cabeza.

—Mis hijos son lo mejor de mi vida, Hilary, no hay que engañarse.

Hilary no podía decirle que, en cierto modo, ella había tenido dos hijas. Eso no se lo decía nunca a nadie, y jamás lo diría.

—¿Por qué piensa todo el mundo que hay que tener hijos para realizarse?

—Últimamente, eso no está muy bien visto. Casi todas las mujeres opinan lo que tú, pero están equivocadas. Hilary, las mujeres que no tienen hijos ahora, lo lamentarán más adelante y veremos a toda una generación luchando contra su propia biología antes de que sea demasiado tarde. Ahora están muy contentas y satisfechas, pero cometen un error excluyendo esta posibilidad. ¿Tú nunca estuviste casada? —le preguntó Adam, mirándola a los ojos.

Vio en ellos valentía, honradez, integridad e inteligencia. Pero miedo también. Huía de algo, pero él no podía saber de qué. A lo mejor, había tenido una amarga experiencia con alguien…, parecida a la que él tuvo con Barb. Aún no podía creer que le hubiera abandonado, llevándose consigo a sus hijos.

—No, nunca me he casado —contestó Hilary—. Tengo solo veinticinco años —añadió, riéndose—. ¿A qué tanta prisa?

—Hoy nadie tiene prisa en estas cosas. Era simple curiosidad. Yo tenía veintitrés años cuando me casé. Pero eso fue hace quince años, y las cosas han cambiado mucho desde entonces. Estamos en mil novecientos setenta y cuatro, y nosotros nos casamos en el cincuenta y nueve —añadió Adam mientras apuraba su copa de champán—. ¿Qué hacías tú entonces? Debías de ser una niña pequeña.

Los ojos de Hilary se empañaron. Mil novecientos cincuenta y nueve. ¿Estaba entonces en Boston con Eileen y Jack? ¿O ya se habían trasladado a Jacksonville? Solo de pensarlo se ponía enferma. Axie y Megan ya se habían ido.

—Pues nada de particular. Vivía con una tía en Boston —contestó con aire indiferente.

—¿Dónde estaban tus padres?

—Murieron cuando yo tenía ocho años… y nueve…

—¿Por separado? —Hilary asintió en silencio. Quería cambiar de tema. No le apetecía hablar con Adam de aquellas cosas. Ni con él ni con nadie—. ¡Qué terrible! ¿De accidente? —Hilary asintió de nuevo y se terminó el champán de un trago—. ¿Eras hija única?

—Pues sí —contestó Hilary, mirando a Adam con una dureza y frialdad que este no pudo comprender.

—No debió de ser muy divertido —dijo Adam en tono compasivo.

Hilary no quería que nadie la compadeciera. Trató de esbozar una sonrisa, pero se puso nerviosa al ver que él la miraba con curiosidad.

—A lo mejor, es por eso por lo que me gusta tanto trabajar. El trabajo es como mi hogar.

A Adam le pareció una situación muy dolorosa, pero no lo dijo.

—¿Dónde estudiaste?

—En la Universidad de Nueva York —contestó Hilary, pero no añadió que lo hizo de noche, compaginándolo con el trabajo.

—Barb y yo estudiamos en la Universidad de California, en Berkeley.

—Os lo debisteis de pasar muy bien —comentó Hilary mientras Adam se inclinaba hacia ella.

No quería seguir hablando de su ex mujer.

—Me alegro de que hayamos salido a cenar juntos esta noche —le dijo—. Hacía mucho tiempo que deseaba hablar contigo. Haces una labor estupenda en la cadena.

—Solo faltaría. Llevo nada menos que siete años en la CBA.

Habían sido años de duro esfuerzo hasta llegar a productora. Tenía derecho a estar orgullosa de ello, y lo estaba. Había recorrido un largo camino desde que había salido del reformatorio de Jacksonville, de los hogares adoptivos y de su vida con Jack y Eileen, en Boston.

—¿Piensas quedarte aquí? —le preguntó Adam.

—¿En la CBA? ¿Por qué tendría que irme a otro sitio?

—Porque en este sector la gente cambia mucho de sitio.

Él había cambiado muchas veces de trabajo, y no era un caso aislado.

—No pienso irme a ninguna parte, amigo mío —dijo Hilary, sacudiendo la cabeza—. Tengo puestos los ojos en un despacho de arriba.

Adam comprendió que hablaba completamente en serio.

—¿Por qué?

Aquella ambición le desconcertaba. Él tenía éxito y estaba satisfecho de su trabajo, pero nunca había aspirado a grandes metas y le parecía extraño que una joven tan agraciada se hubiera propuesto semejantes objetivos.

—Porque para mí es importante —contestó Hilary con toda sinceridad—. Significa la seguridad y el triunfo. Es algo tangible que me puedo llevar a casa por la noche.

Sin embargo, Adam sabía cómo las gastaban por allí.

—Hasta que te despiden y contratan a otro. No te lo juegues todo al trabajo, Hilary. Un día acabarás sola y decepcionada.

—Eso no me asusta.

Estaba acostumbrada a la soledad e incluso le gustaba porque, de este modo, nadie podía lastimarla, decepcionarla o traicionarla.

Era una chica muy rara, pensó Adam. Jamás había conocido a una mujer tan independiente como ella. Aquella noche, la acompañó a su casa, esperando que le invitara a subir, pero ella se limitó a estrecharle la mano con una sonrisa y a darle las gracias por la velada. Adam se fue tan decepcionado que, en cuanto llegó a casa, la llamó. No le importó despertarla, aunque dudaba que estuviera durmiendo.

Hilary contestó con la voz ronca y Adam cerró los ojos al oírla. Él era un buen chico y no le gustaba vivir solo. Y ella era tan guapa… estaba seguro de que a sus hijos también les gustaría…

—¿Diga?

—Hola, Hilary, solo quería decirte lo bien que lo he pasado esta noche contigo.

—Yo también contigo —contestó Hilary, riéndose suavemente—. Pero no intentes distraerme de mi trabajo, señor Kane. No pienso dejar mi empleo por nadie. Ni siquiera por ti.

—Eso ya lo sé. ¿Te apetece que vayamos a almorzar algún día de esta semana?

—Pues claro. Si no tengo mucho que hacer…

—¿Te parece bien mañana?

Hilary volvió a reírse con una deliciosa mezcla de cálido humor y frío glacial.

—Tranquilízate, Adam. Ya te lo he dicho: no pienso irme a ninguna parte.

—Estupendo, pues, vamos a aprovecharlo. Te recogeré en tu despacho a las doce y cuarto. ¿De acuerdo? —Parecía un chiquillo ilusionado, pensó Hilary, sonriendo en la oscuridad. Aunque no quisiera reconocerlo, aquel hombre la atraía más que ningún otro que jamás hubiera conocido. Y, además, le inspiraba confianza. ¿Qué mal podía haber en un par de almuerzos? No se había permitido ningún capricho desde que llegara a Nueva York. En realidad, no le apetecía. Otras chicas tenían novios, aventuras y corazones rotos. Ella, en cambio, solo quería trabajo, aumentos de sueldo y ascensos—. ¿A las doce y cuarto? —repitió Adam ante el silencio de Hilary.

—Muy bien —se limitó a contestar esta.

Cuando colgó el teléfono, Adam se sintió como flotando en el aire.

Al día siguiente, Hilary encontró una solitaria rosa sobre su escritorio. Fueron a almorzar juntos al Veau d’Or y Hilary no regresó a su despacho hasta las tres de la tarde.

—Eso es terrible, Adam. Yo nunca hago estas cosas —dijo, sacudiendo su sedosa melena negra al tiempo que se subía las mangas de la blusa. Hacía un día precioso y no le apetecía volver al trabajo—. Eres una influencia perniciosa. Ahora que acabo de conseguir un ascenso, me van a despedir por tu culpa.

—Qué bien. ¿Y entonces te casarás conmigo? Podríamos irnos a vivir a Nueva Jersey y tener diez hijos.

—Me aburres —dijo Hilary, mirándole con sus gélidos ojos verdes.

Adam advirtió entonces que había a su alrededor una muralla muy difícil de escalar. Ambos se tanteaban el uno al otro con extremo cuidado; Adam tenía un montón de cosas que decirle a Hilary y esta, por su parte, se sentía muy atraída por él. La combinación era peligrosa y, a veces, Hilary tenía miedo, sobre todo, cuando él la distraía de su trabajo, por muy jefe suyo que fuera.

El sábado, Adam la invitó a cenar, pero ella declinó la invitación y lo mismo hizo cuando él la invitó por dos veces consecutivas a almorzar. Sin embargo, le vio tan triste que, al fin, se dio por vencida y accedió a salir con él el viernes por la noche de la otra semana. Se tomaron una hamburguesa en el P. J. Clarke y después subieron a pie por la Tercera Avenida hasta el nuevo apartamento de Hilary situado en la calle 59.

—¿Por qué mantienes tanta distancia entre nosotros? —le preguntó Adam, dolido por su actitud.

Estaba loco por ella, pero no conseguía romper su coraza de protección.

—No me parece una buena idea. Las cosas se podrían complicar muchísimo en el trabajo. Recuerda que eres mi jefe, Adam —contestó Hilary.

Se sentía muy atraída por él, pero temía las repercusiones que pudieran producirse en el trabajo.

—Me temo que no por mucho tiempo, si te interesa saberlo —dijo Adam con tristeza—. Dentro de dos semanas, me trasladan a la sección de ventas. Hoy mismo me acabo de enterar.

—¿Y a ti te gusta?

Hilary lo lamentó por él porque era un retroceso. En su lugar, ella lo hubiera tomado muy mal. Sin embargo, no parecía que Adam estuviera muy preocupado.

—Me da igual. Puede que me guste más que donde ahora estoy…, exceptuándote a ti, claro. ¿Querrás salir ahora más a menudo conmigo?

Sin duda eso le facilitaría las cosas en caso de que decidiera iniciar unas relaciones con él, pensó Hilary. Pero, de todos modos, la soltería era mucho más cómoda, era algo consustancial en ella y Hilary no quería poner en peligro una parte de sí misma.

—¿Hilary? —dijo Adam, tomándola de una mano mientras la miraba sonriendo. Ella era muy joven, pero él tampoco era tan mayor como eso—. Quiero estar contigo… Significas mucho para mí.

—Adam, pero si ni siquiera sabes quién soy. Podría ser cualquier persona… La femme aux yeux verts…

Las palabras se le escaparon sin querer.

—¿Y eso qué significa?

—Es francés —Hilary había perfeccionado sus conocimientos de francés en la universidad y comprobó con sorpresa que no lo había olvidado, sino que lo conservaba dentro en estado latente como el último regalo de su madre—. Significa la mujer de los ojos verdes.

—¿Y cómo es que hablas francés?

Adam quería saberlo todo de ella, pero Hilary le revelaba muy poco.

—Lo hablaba hace mucho tiempo…, cuando era pequeña. Y lo perfeccioné en la universidad.

—¿Hablaban tus padres en francés?

Hilary hubiera podido decírselo en aquel momento; hubiera podido abrirse un poco y hablarle de Solange, pero le pareció más prudente no hacerlo.

—No, creo que lo aprendí en la escuela.

Adam pareció darse por satisfecho con la respuesta y, cuando llegaron al edificio de apartamentos, Hilary le invitó a subir, tras una leve vacilación.

Escucharon a Roberta Flack en el estéreo y se pasaron varias horas charlando mientras tomaban una copa de vino. Hacia la una, Adam se levantó a regañadientes y miró a Hilary dirigiéndole una sonrisa esperanzada.

—Me gustaría pasar la noche contigo, Hilary, pero me parece que no estás preparada para eso… ¿verdad? —Ella sacudió la cabeza, pensando que, a lo mejor, no lo estaría jamás. Muchos hombres habían intentado acercarse, pero ella no experimentaba el más remoto deseo—. ¿Tienes relaciones con alguien?

Adam se lo hubiera querido preguntar mucho antes, pero siempre lo dejaba para más adelante.

—No, no —contestó Hilary, sacudiendo la cabeza—. Hace mucho tiempo que no…

—¿Por alguna razón en especial?

—Por muchas. Casi todas ellas demasiado difíciles de explicar.

Adam se sentó al lado de la joven en el sofá y la miró muy serio.

—¿Por qué no lo intentas conmigo?

Hilary se encogió de hombros. No quería contarle sus sufrimientos; eso no era asunto de su incumbencia. Ahora llevaba una vida completamente distinta, en otro lugar y en otro mundo. No quería arrastrar consigo todas aquellas cosas, y, sin embargo lo hacía a pesar de sus esfuerzos por olvidarlas.

—Lo siento…, Adam… Pero es que no puedo…

—¿Por qué no? —Adam tomó una mano de la chica en la suya—. ¿Acaso no confías en mí?

—No se trata de eso —los ojos de Hilary se llenaron de lágrimas sin que ella lo pudiera evitar—. Es que no quiero hablar de ello…, de verdad…

Después se levantó y se apartó de él, irguiendo los hombros con gesto de desafío contra el mundo. Sin que ella lo supiera, en aquellos instantes era el vivo retrato de su madre.

—Hilary… —Adam se le acercó por la espalda y la rodeó con sus brazos—. ¿Por qué no te desahogas un poco? Yo sé que eres muy fuerte porque lo he visto en el trabajo, pero eso es distinto… Somos nosotros dos… No estamos en zona de guerra.

—La vida es una zona de guerra, Adam —dijo Hilary, inclinando la cabeza.

—No tiene por qué serlo —era tan cariñoso e inocente… Hilary envidiaba su sencillez. Lo peor que le había ocurrido en la vida era la decisión de su mujer de abandonarle. Él no conocía por experiencia los padecimientos que Hilary había tenido que soportar—. La vida puede ser muy dulce…, si tú quieres…

—No es tan fácil —dijo Hilary, lanzando un suspiro—. No creo que tú pudieras entender la clase de vida que yo he llevado, ni que yo te la pudiera explicar.

—Pues ¿por qué no empiezas desde cero? ¿No podrías olvidar el pasado?

—Tal vez.

Hilary no estaba muy segura, pero quería intentarlo.

Adam se inclinó hacia ella y la besó, primero con suavidad y después con creciente pasión. Lo deseaba desde hacía semanas y meses, desde la primera vez que la había visto, y ahora no podía contenerse. Le quitó la ropa, se despojó de la suya y la llevó a la cama. Pero Hilary se mostraba fría, distante y asustada. Algunas de las cosas que hacía Adam eran las mismas que le habían hecho Maida y Georgine, y otras le hicieron recordar a los chicos que la violaron cuando Maida y Georgine se fueron. No era fácil superarlo, ni siquiera con un hombre tan bueno como Adam. Este no tardó demasiado en percatarse de que ella no participaba en el juego. Se apartó, muñéndose de deseo, sin comprender qué ocurría.

—¿Qué te pasa? —le preguntó con la voz ronca de pasión—. Si supieras cuánto te quiero.

—Perdóname… —musitó Hilary, volviéndose de lado, mientras se preguntaba si alguna vez podría ser una persona normal. A lo mejor, nunca podría superar el pasado. Le quedaban muchos odios dentro… Arthur Patterson, Jack Jones, los chicos que la violaron, Maida y Georgine, Eileen, los responsables del reformatorio, y, a lo lejos, incluso su padre. La carga era demasiado pesada y no le permitía ser una mujer como las otras—. Tú no tienes la culpa —trató de explicarle a Adam—. Es que no puedo.

—¿Por qué? Tienes que decírmelo —dijo Adam, sentándose en el borde de la cama.

Hilary se incorporó despacio y le miró. Sería mejor escandalizarle que causarle daño.

—Me violaron hace tiempo…

No quería decir más; esperaba que fuera suficiente, pero no lo fue.

—¿Cómo…? ¿Quién?

—Es una larga historia.

¿De quién debería hablarle? ¿De Maida y Georgine, que fueron las primeras, o de los chicos que vinieron después? ¿O de Jack que hizo lo que pudo por adelantarles y después la golpeó hasta casi matarla al no conseguir su propósito? Todos eran candidatos al papel, pero Hilary no creía que Adam pudiera soportar aquella verdad.

—¿Cuándo fue?

—Cuando tenía trece años —eso, por lo menos, era cierto. Todo ocurrió antes de que cumpliera los catorce. Hilary aspiró una bocanada de aire—. Y, desde entonces, no hubo nadie. Hubiera tenido que decírtelo.

—Dios mío —exclamó Adam, conmovido—. Hubiera sido mejor, desde luego. ¿Cómo podía yo imaginar semejante cosa?

—No creí que fuera importante.

—¿De veras? Te violaron hace doce años, no has tenido relaciones con nadie desde entonces, ¿y pensaste que daba igual? ¿Cómo puedes tratarte a ti misma y tratarme a mí de esta manera? ¿Qué me dices del tratamiento? De eso habrás tenido mucho, ¿no? —Adam estaba seguro de que sí porque todo el mundo se sometía a tratamiento psiquiátrico. Él había ido a ver inmediatamente a su psiquiatra en cuanto su mujer le dejó.

—No —contestó Hilary en voz baja.

Se levantó y se puso la bata. Tenía un cuerpo lánguido y unas piernas preciosas, pero Adam trató de no pensar en eso ahora.

—¿Cómo que no? Te debieron ayudar después de la violación, ¿no? ¿Me equivoco?

—Te equivocas —contestó Hilary sonriendo—. Creo que no lo necesitaba.

—¿Estás loca?

—Bueno, pues, digamos que, en aquellos momentos, no tenía esta posibilidad a mano.

—¿Dónde estabas? ¿En el Polo Norte? ¿En qué lugar del mundo civilizado no se tiene la posibilidad de recibir asistencia psiquiátrica?

Santo cielo, Adam no sabía cuál había sido su vida. ¿Asistencia psiquiátrica? ¿Dónde? ¿En casa de Louise o en el reformatorio?

—Ya te lo he dicho, Adam. No quiero hablar de ello porque es demasiado complicado.

—¿Demasiado complicado o demasiado doloroso?

Hilary apartó los ojos para que él no viera reflejado en ellos su sufrimiento.

—Mira, ¿por qué no lo dejamos?

—¿A qué te refieres, a nuestras relaciones? ¿Por qué? Tú no te das nunca por vencida, Hilary —dijo Adam, dolorido.

Ella era capaz de hacer cualquier cosa por el trabajo, pero no por él o por la relación que pudiera surgir entre ambos.

—Digo que por qué no dejamos este problema, Adam. Desaparecerá por sí solo a su debido tiempo.

—¿Tú crees? ¿Cuánto hace de eso? Has dicho doce años, y yo no diría precisamente que estás curada. ¿Cuánto tiempo pretendes esperar? ¿Treinta años? ¿O tal vez cincuenta? Entonces, solo tendrás sesenta y tres añitos y tu vida sexual será estupenda. ¡Seamos serios, Hilary! —añadió Adam, tomando una mano de la muchacha para atraerla hacia la cama.

Exigía demasiado de ella, y Hilary no se lo podía dar. Lo quería todo, alma y corazón, compromiso total, matrimonio e hijos. Quería todo lo que su mujer se había llevado, y mucho más. Pero Hilary no podía ofrecerle nada. Solo estaba en condiciones de aceptar y quizá mostrar un poco de interés durante cierto tiempo, siempre que no le exigieran demasiado. Había gastado todo su amor hacía mucho tiempo y todas sus energías las dedicaba a su trabajo en la cadena de televisión.

—Quiero que vayas al psiquiatra —dijo Adam, mirándola muy serio como si le anunciara que tenían que someterla a una operación del cerebro.

Sin embargo, Hilary no estaba dispuesta a hacerlo. Cualquiera sabía lo que iban a descubrir allí.

—No puedo.

—Tonterías. ¿Por qué no?

—No dispongo de tiempo.

—Tienes veinticinco años y te enfrentas con un serio problema.

—Pero puedo vivir con él.

—Tú no vives, te limitas a vegetar.

Hilary se molestó. Adam no tenía ningún derecho a emitir juicios sobre su vida por el simple hecho de que ella no quisiera hacer el amor con él.

—Es posible que la cosa mejore —dijo Hilary.

Pero no parecía muy convencida de ello.

—¿Por sí sola? —Hilary asintió con la cabeza—. Lo dudo mucho.

—Dame tiempo, Adam. Es solo la primera vez.

Adam la miró un buen rato en silencio y descubrió más cosas de las que ella hubiera querido.

—Hay muchas cosas que no me has contado, ¿verdad?

—Carecen de importancia, Adam —dijo Hilary, esbozando una enigmática sonrisa.

—No te creo. Me da la impresión de que vives en una fortaleza amurallada.

—Vivía en ella… hace mucho tiempo…

—¿Por qué?

—Porque había muchas personas dispuestas a hacerme daño.

—¿Y ahora?

—No permito que me lo hagan.

Adam la compadeció en silencio y se inclinó para besarla, apoyando suavemente una mano en su hombro mientras ambos permanecían sentados en el borde de la cama deshecha.

—Yo no te haré daño, Hil…, te lo juro —dijo Adam con los ojos llenos de lágrimas. Hilary hubiera deseado sentir algo por él, pero no podía. No podía sentir nada por nadie y lo sabía, a no ser que alguien despertara en ella una pasión inesperada, aunque no lo creía posible—. Te quiero…

Sin saber qué contestar, Hilary le miró con tristeza. Adam sonrió y la volvió a besar y Hilary se conmovió al ver que lo comprendía.

—No te preocupes, no hace falta que digas nada. Deja que te quiera…

Adam se reclinó contra la almohada y empezó a esculpir lentamente el cuerpo de Hilary con un dedo; bajaba hasta el vientre y volvía a subir mientras la acariciaba con la lengua, el corazón y los dedos, sin hacer nada más. Al cabo de un buen rato, Hilary se estremeció como si exigiera algo, pero él no se lo dio. Siguió acariciándola con mano de seda hasta que ella se inclinó para besarle. Después, cuando volvió a rozarla con los dedos, Adam sintió que se ponía rígida de golpe, como si tuviera miedo.

—Tranquilízate, Hil…, tranquilízate… No te haré daño…, por favor, nena… Te lo suplico… Qué guapa eres —musitó Adam como una madre que arrullara a su hijo. Al final, Hilary se calmó un poco, pero no consiguió participar—. Lo siento, Hil…

Adam hubiera querido darle más, hubiera querido darle todo lo que tenía, pero eso hubiera sido pedir demasiado.

—No lo sientas. Ha sido bonito —dijo Hilary, tendida a su lado.

Al final, Adam se quedó dormido y ella le miró sin saber si algún día podría sentir por él algo más, si podría sentir algo por alguien, o sí su cuerpo estaba repleto de odio.

Adam se fue a la mañana siguiente antes de que ella se vistiera para ir al trabajo y le preguntó si querría almorzar con él al mediodía, pero Hilary le contestó que estaría ocupada. Quiso verla por la noche, pero ella tenía una reunión. Por fin, le preguntó si querría reunirse con él y sus hijos el domingo. Hilary vaciló un poco, pero, al fin, le vio tan dolido que aceptó la invitación.

—Son unos chicos estupendos, te encantarán.

—Estoy segura de que sí.

Hilary tenía miedo. Llevaba muchos años evitando a los niños y no la apetecía conocer a los de Adam y tanto menos cobrarles cariño. Ya había tenido su ración hacía mucho tiempo. Las únicas niñas a las que amó le fueron arrebatadas.

Acordaron reunirse en el Central Park el domingo por la mañana. Hilary acudió a la cita vestida con camiseta y pantalones vaqueros. Adam había prometido llevar las pelotas de béisbol, el almuerzo y los niños. Cuando los vio sentados bajo un árbol, el pequeño sobre las rodillas de Adam y el de seis años a su lado, Hilary experimentó en su corazón algo que llevaba mucho tiempo sin sentir. Se detuvo en seco y quiso echar a correr, pero no podía hacerle eso a Adam. Al acercarse, vio en sus ojos el mismo amor que ella había sentido en otros tiempos por Megan y Axie.

No consiguió llegar al almuerzo. Se pasó media hora mirándoles jugar y después alegó un terrible dolor de cabeza y huyó corriendo del parque con los ojos llenos de lágrimas, sin detenerse ante los semáforos, los automóviles o las personas.

Se pasó todo el día llorando en la cama y, al final, trató de comprender que Megan y Alexandra habían desaparecido de su vida para siempre. Tenía que recordarlo. Era inútil que siguiera aferrada a ellas. Nadie sabía dónde estaban y hubiera sido casi imposible encontrarlas. No debía torturarse pensando en ellas. Alexandra debía tener veintidós años y Megan, diecisiete. Era absurdo que siguiera pensando en ellas. Ya no eran unas niñas perdidas y jamás volvería a verlas. Aun así, no quería ver a otros niños. No podía soportarlo.

Aquella noche cuando el teléfono sonó, lo descolgó sin contestar. Al día siguiente, se comportó como si nada hubiera ocurrido. Estuvo amable y simpática como siempre, y Adam no sospechó nada. A la semana siguiente, le trasladaron, según lo previsto, a la sección de ventas y ya no volvió a salir con Hilary, la cual trató por todos los medios de no tropezarse con él. Jamás contestaba a sus llamadas y no supo que él la compadecía. Al fin, Adam comprendió que no podría ayudarla.

Durante varios años, Hilary se concentró exclusivamente en su carrera profesional. A los veintisiete años fue ascendida a un puesto de mayor responsabilidad. Desde su fallida relación con Adam, evitaba cuidadosamente intimar con nadie; estaba demasiado ocupada y en su vida no quedaba sitio para nada más. Por otra parte, todos los hombres que conocía estaban divorciados y tenían hijos. Hasta que conoció a William Brock, el presentador recién contratado por la CBA. Era un alto, rubio y apuesto ex jugador de fútbol, dos veces divorciado, sin hijos y sin deseo de tenerlos. Salía con todas las mujeres de los estudios hasta que conoció a Hilary y quedó subyugado por sus fríos ojos verdes. La trató con mucho cuidado y respeto, y le envió toda clase de cosas, desde flores hasta un abrigo de pieles.

—Eres muy amable, Bill —le dijo ella una mañana, dejándoselo sobre su escritorio con caja y todo antes de dirigirse a su despacho.

—¿No es tu talla, cariño?

—No es mi estilo en ningún sentido, señor Brock.

Hilary no era muy aficionada a los idilios en el puesto de trabajo o en ningún otro sitio, y por nada del mundo hubiera querido convertirse en otro trofeo de la colección de Bill Brock. Este la invitó a pasar una semana con él en Honolulú y a un fin de semana en Jamaica, a unas vacaciones esquiando en Vermont, a una cena en el restaurante Cote Basque y a mil otras cosas que se le ocurrieron. Pero todo fue inútil, hasta que una noche de tormenta en que Hilary no consiguió encontrar un taxi, él la acompañó a casa en su Ferrari. Cuando Bill puso en marcha el automóvil y tomó el camino del centro, Hilary le dio una palmada en el hombro.

—Muy gracioso, Bill, pero yo vivo en la calle cincuenta y nueve.

—Y yo en la confluencia entre la Quinta Avenida y la once.

—Te felicito. Ahora llévame a casa, si no te importa. ¿O quieres que baje y vaya andando?

Al ver que hablaba en serio, Bill se detuvo, pero, antes de que ella pudiera decir nada, le dio un beso.

—A su casa o a la mía, señora Productora. ¿O quiere que hagamos una locura y nos vayamos al Hotel Plaza?

Hilary se rio de su desfachatez y le pidió que la llevara a casa, pero no se sorprendió cuando él se detuvo de nuevo para llevarla a cenar. Tomaron una hamburguesa en uno de los locales que Bill solía frecuentar, y allí Hilary se sorprendió de que fuera tan inteligente bajo su apariencia de playboy y su viril y musculoso cuerpo de deportista.

—¿Y tú, preciosa mía? ¿Qué es lo que mueve tu vida detrás de estos ojos verdes que brillan como esmeraldas?

—La ambición —contestó Hilary.

Bill era la primera persona a quien se lo confesaba, pero, por una extraña razón, le pareció que lo comprendería.

—Eso también lo he saboreado yo. En cuanto empiezas, es como una droga.

—Ya lo sé —era lo único que sostenía a Hilary; el deseo de llegar a la cima para que nada la hiciera sufrir. No se sentiría a salvo hasta que llegara allí. Pero eso a él no se lo explicó—. No hay nada que se le pueda comparar, ¿verdad? ¿Sentiste dejar el fútbol, Bill?

—Pues, sí. Es un deporte estupendo, pero me cansé de que me propinaran puntapiés en las rodillas y de que me partieran la nariz a cada paso. Eso no hay quien lo aguante.

Bill esbozó aquella sonrisa capaz de derretir el corazón de las mujeres, pagó la cuenta y acompañó a Hilary al Ferrari. La dejó en su casa sin insistir y ella casi lo lamentó una vez en su apartamento. Esperaba algo más, un intento, por lo menos. Ya se había desnudado y puesto el camisón cuando media hora más tarde, sonó el timbre.

—¿Quién es? —preguntó a través del teléfono interior.

—Bill. Olvidé preguntarte una cosa sobre el programa de mañana.

Hilary frunció el ceño, pero esbozó en el acto una sonrisa. Parecía sincero, pero probablemente era un pretexto. Decidió dejarle allí en medio de la nieve mientras hablaba con él.

—¿De qué se trata?

—¿Cómo?

—He dicho que de qué se trata.

—¡No te oigo! —dijo Bill, pulsando frenéticamente el timbre hasta que ella se dio por vencida y le abrió la puerta. Como fuera una excusa, se libraría de él en un abrir y cerrar de ojos.

Le esperaba en la puerta cuando él subió cubierto de nieve y con el rostro enrojecido de frío.

—No sé qué le pasa a este portero electrónico.

Estaba guapísimo.

—¿Y eso? Qué amable de tu parte que hayas venido. ¿Nunca oyó usted hablar de los teléfonos, señor Brock?

—Pues no, señora —sin más preámbulos, Bill la levantó en vilo como si fuera una muñeca de trapo, entró con ella en el apartamento y cerró la puerta a sus espaldas con el pie mientras ella se reía. La escena resultaba incongruente y él era un chico maravilloso, aunque no lo bastante como para que Hilary quisiera iniciar relaciones con él, por muy guapo que fuera—. ¿Dónde está su dormitorio, señorita Walker?

Era la inocencia personificada, pensó Hilary sonriendo. Parecía un colegial, dispuesto a gastarle una broma.

—Allí. ¿Por qué?

—Lo verás dentro de un minuto.

Bill la depositó en la cama, se dirigió al cuarto de baño mientras ella le miraba en silencio, y salió a los cinco segundos, completamente desnudo. Era el hombre más descarado, pero también el más guapo que Hilary hubiera conocido jamás. Sin perder tiempo, le hizo el amor y consiguió vencer su inicial resistencia. Luego, se tendió completamente exhausto, pero, al poco rato, se volvió de lado y la miró sonriendo. Antes de que ella pudiera decir nada, volvió a hacerle el amor y lo repitió una y otra vez hasta casi volverla loca. Aquella experiencia desconocida le hizo comprender a Hilary que no todo en su interior estaba completamente muerto. Tal vez algún día apareciera el hombre adecuado. De momento, Bill Brock había hecho algo que ella jamás podría olvidar. A la mañana siguiente, cuando él se fue en su Ferrari rojo, Hilary le miró con nostalgia desde la ventana.

Sabía que le recordaría toda la vida, pero no esperaba nada más de él. Bill no buscaba una relación, o una amiga, una amante o una esposa, y ni siquiera una amistad. La vida para él era una corriente incesante de mujeres bonitas, y hacer el amor era como comer, dormir o beber. Le daba igual hacerlo con una que con otra, no le importaba con cuánta frecuencia lo hiciera ni repetirlo con la misma mujer. Lo que él quería era hacerlo cuando, donde y con quien le apeteciera.

Cuando al día siguiente le envió a Hilary un enorme ramo de rosas y una pulsera de brillantes de la lujosa joyería Harry Winston, Hilary devolvió la pulsera y él no pareció sorprenderse de ello. Pero no volvió a invitarla a salir. Tenía otras cosas que hacer y ella no era más que una de las tantas mujeres bonitas que poblaban su universo. Hilary se decepcionó, pero no se llevó ninguna sorpresa. La sorpresa se la llevó dos meses más tarde cuando fue al médico. Llevaba varias semanas con una gripe que no conseguía quitarse de encima. Estaba completamente agotada, solo quería dormir, la comida la ponía enferma, y no podía soportar el aroma del café en su despacho, por la mañana. Al cabo de seis semanas, concertó una cita con el médico. Este le sugirió que se hiciera unos análisis de sangre y decidió hacerle una exploración completa. Cuando tuviera los resultados de los análisis, le recetaría unos antibióticos.

—Podría ser un virus estomacal, señorita Walker. ¿Ha estado en algún lugar exótico recientemente?

Hilary sacudió la cabeza, deprimida. Se sentía como una anciana de cien años y solo le apetecía dormir. Dos días más tarde, comprendió la causa de sus molestias. Tras recibir los resultados, el médico no le recetó antibióticos. Estaba embarazada. El médico le había hecho una prueba de rutina del embarazo y también la prueba de la sífilis. Cuando Hilary lo supo, pensó que hubiera preferido tener lo segundo que lo primero. Colgó el teléfono anonadada y miró a su alrededor. Sabía exactamente quién era el culpable. El único hombre con quien se había acostado en dos años. Ni ella ni él habían tomado precauciones. Bill era el segundo hombre con quien se acostaba en su vida de adulta, tras el drama de su infancia. Y ahora estaba embarazada.

Solo había una solución al problema. Antes de una hora, volvió a llamar al médico y concertó una cita. Abandonó su despacho a la hora del almuerzo y se fue a casa para pensar en su situación actual. ¿Convendría que se lo dijera a Bill o sería mejor no decirle nada? ¿Se burlaría de ella? ¿Diría que el problema era exclusivamente suyo? ¿Y el aborto? ¿Estaba mal? ¿Era un pecado? Una parte de sí misma quería librarse del problema inmediatamente, y otra le hacía recordar a Axie y a la pequeña Megan…, aquel dulce perfume de los polvos de talco y el roce del sedoso cabello cuando la acunaba en sus brazos, por la noche. Recordó los ruiditos que emitía su hermana antes de quedarse dormida y, de repente, llegó a la conclusión de que no podía abortar. Ya había perdido a dos niñas a las que amaba, ¿cómo podía matar a aquella criatura? Quizá Dios quisiera compensarla de esta manera y llenar los vacíos años que tenía por delante con algo más que el trabajo. Con un padre como Bill Brock, sería un niño precioso. A él no le diría nada. De este modo, sería completamente suyo. De súbito, experimentó el deseo de protegerlo con todas sus fuerzas.

Ahora comprendía por qué le quedaban estrechas las faldas a pesar de que estaba más delgada. La cintura se le había ensanchado y se notaba un bultito en el estómago. El médico le comunicó que estaba embarazada de ocho semanas. Ocho semanas, dos meses…, y en su interior ya había un minúsculo niño. No podía soportar la idea de matarlo. Y, sin embargo, tenía que hacerlo, ¿cómo podría trabajar con el agobio de un hijo? ¿Quién la ayudaría? Pero, aquel perfume…, los dulces llantos… Aún recordaba la primera vez que vio a Axie… Pero ¿y si alguien se lo quitara también, como le quitaron a Megan y Axie? ¿Y si Bill Brock se enterara y le quitara el niño? Hilary se pasó toda una semana debatiéndose en la duda. No tenía a nadie con quien hablar ni a quien recurrir. Solo tenía remordimientos y miedo. Deseaba quedarse con el niño, pero no sabía cómo hacerlo y, sobre todo, temía perderlo algún día y no quería amar nunca más a nadie como había amado a sus hermanas. El factor decisivo fue el temor. Podría soportar todo lo demás, pero no quería correr de nuevo el riesgo de perder a un niño. Sacrificaría a su hijo en recuerdo de Megan y de Axie. Nunca habría niños en su vida. Cuando el viernes por la tarde acudió al consultorio del médico, estaba tan angustiada que temió desmayarse.

Le indicó su nombre a la enfermera, firmó un impreso con temblorosas manos y la dejaron que aguardara una hora en la sala de espera. Se tomó la tarde libre; la noche anterior no había conseguido pegar ojo. Una parte de sí misma le pedía a gritos que salvara la vida de aquel pequeño ser. Pero la voz del pasado era demasiado fuerte. Ahogaba todas las demás y le recordaba el terrible dolor que sufrió cuando perdió a Megan y Alexandra. Pensaba constantemente en el día en que se las llevaron y en su insoportable sufrimiento. Sin embargo, el padecimiento de arrancarse aquel hijo de las entrañas no sería inferior.

La enfermera la acompañó a una pequeña estancia. Hilary notó que se le doblaban las rodillas cuando le dijeron que se quitara la ropa, se pusiera una bata y unas zapatillas de papel y se presentara a la enfermera que había al otro lado del pasillo.

—Gracias —dijo Hilary casi en un susurro, pensando que ojalá alguien le impidiera actuar antes de que fuera demasiado tarde. Pero nadie lo hizo.

La enfermera que había al otro lado del pasillo la miró como si hubiera cometido un delito imperdonable y le entregó más impresos para que los firmara. Al verlos, Hilary se puso enferma y tuvo que sentarse en un estrecho banco de madera.

—¿Se encuentra mal? —preguntó la mujer sin demostrar el menor interés.

—Estoy un poco aturdida.

La enfermera asintió con indiferencia y le dijo que se tendiera en la mesa.

—El doctor vendrá en seguida.

Pero, una hora y media más tarde, Hilary aún seguía esperando. Desde hacía una hora, temblaba de pies a cabeza y, por fin, se puso tan nerviosa que vomitó. No había probado bocado desde la mañana. La enfermera regresó trayendo los impresos, la miró y olfateó el aire mientras Hilary se ruborizaba.

—Lo siento, yo… No me encuentro bien.

—Seguramente le volverá a ocurrir después —dijo la enfermera con aire ausente—. Ahora mismo viene el doctor. Ha habido un pequeño problema allí abajo.

Hilary solo podía pensar en el niño que llevaba dentro; cuanto más tardaran, tanto más tiempo viviría, pero pronto tendrían que matarlo. Sintió que la desesperación la asfixiaba, pero no tenía otra salida, no podía permitirse el lujo de amar a aquel niño, no hubiera podido soportar el sufrimiento. Una parte de sí misma intentaba decirle que aquello era distinto, pero la otra parte sabía que no. Había amado a Megan y Alexandra como si fueran sus hijas… y las había perdido. Algún día, alguien le quitaría también aquel hijo y ella no podía permitir que eso ocurriera. Tenía que impedirlo ahora…, antes de que destruyeran su vida.

—¿Preparada, jovencita?

El médico irrumpió en la estancia como un huracán, vestido con prendas de quirófano; un gorro verde le cubría el cabello y una mascarilla le colgaba alrededor del cuello. Hilary vio mentalmente la sangre del último aborto chorreando de sus manos.

—Yo…, sí… —contestó con un leve graznido. Sentía deseos de llorar y de vomitar—. ¿Me darán algo para anestesiarme?

No le respondieron nada al respecto.

—No hace falta. Terminaremos en cuestión de minutos.

¿Cuántos? ¿Cuánto duraría aquel suplicio? ¿Qué le iban a hacer a su hijo?

La enfermera le colocó los pies en unos soportes metálicos, más separados que los normales, y se los sujetó con unas correas para que no pudiera moverse.

—¿Por qué lo hace? —preguntó Hilary, asustada.

—Para que no se lastime.

Estaba a punto de sujetarle las manos, pero Hilary le suplicó que no lo hiciera.

—Le prometo que no tocaré nada… Se lo juro…, por favor…

Era una especie de tortura medieval. La enfermera consultó con el médico y este asintió mientras se ponía una mascarilla nueva.

—Tranquilícese. No se tarda nada, y después ya estará libre de esto.

Libre de esto… Hilary trató de enfrentarse con aquellas palabras, pero no pudo. Trató de convencerse de que hacía lo más acertado, pero todo en su interior le gritaba que iba a matar a un niño. A Megan y Axie se las habían llevado, nadie las mató. Estuvo muy mal, fue un pecado, fue una cosa terrible… Sintió el agudo pinchazo de la anestesia local y quiso pedirle a la enfermera que se detuviera, pero esta no manifestaba el menor interés por ella. De repente, Hilary oyó el rumor de un terrible aparato capaz de horadar las paredes. Era la campana de aspiración.

—¿Qué es eso? —preguntó semiincorporándose.

No podía mover las piernas y sentía un agudo dolor en el cuello de la matriz donde le habían clavado la aguja.

—Lo que su sonido indica: una campana de aspiración. Tiéndase, en seguida terminamos. Cuente hasta diez.

Hilary sintió un intenso dolor cuando le introdujeron un objeto afilado y metálico. Ninguna tortura inventada por Maida y Georgina se podía comparar con aquello…, ni siquiera los chicos, oprimiéndola con sus duros cuerpos. Aquello era horrible e insoportable, era… Lanzó un grito y le pareció que el objeto metálico la desgarraba por dentro. Le estaban dilatando la matriz a la fuerza para poder sacar el niño.

—Estás más adelantada de lo que pensábamos, señorita Walker. Tendremos que abrir un poco más —la anestesia local apenas le había hecho efecto. Hilary sintió un dolor insoportable y le temblaron violentamente las piernas. El médico emitía un gruñido de satisfacción—. Eso es.

Mientras Hilary vomitaba de nuevo el médico le dijo algo a la enfermera, pero esta estaba ocupada ayudando al médico y no se dio cuenta. De repente, Hilary comprendió que no debía hacerlo y levantó la cabeza, tratando de no vomitar para poder decírselo.

—No, por favor, no lo haga, se lo suplico. ¡Deténgase!

El médico se limitó a dirigirle unas palabras tranquilizadoras. Ahora ya era demasiado tarde. Tenían que terminar lo que habían empezado.

—Ya casi hemos terminado, Hilary. Un poquito más, y ya está.

—No, por favor. No puedo soportarlo… No quiero hacerlo… El niño…

Sentía una debilidad espantosa y todo su cuerpo se estremecía en convulsos movimientos.

—Aún puede tener muchos hijos… Usted es joven y ya llegará el momento más adecuado.

El médico emitió otro siniestro gruñido y Hilary intuyó que iba a infligirle un nuevo dolor. De repente, le introdujeron la campana de aspiración y pareció como si aquel aparato le aspirara todo el cuerpo. El suplicio se prolongó indefinidamente hasta que, por fin, no hubo más que silencio.

—Ahora, rasparemos un poquito —le explicó el médico mientras la habitación daba vueltas alrededor de Hilary.

Esta notó que la raspaban lo que quedaba de ella, pero el niño ya no estaba. Había perdido a las otras y ahora acababa de matar a este. Era lo único que se le ocurría pensar. Hubiera querido morir como su hijo. Era una asesina, como su padre. Su padre había matado a su mujer, y ahora ella acababa de matar a su propio hijo.

—Eso es todo —dijo la voz que tanto odiaba. Se llevaron todos los aparatos y la dejaron tendida sobre la mesa, con los pies atados. Sintió que algo húmedo y cálido se escapaba de ella, y comprendió que sangraba profusamente, pero le importaba tan poco como a ellos. Le hubiera dado igual morirse. Es más, lo deseaba—. Ahora descanse un rato, Hilary.

El médico la miró, le dio unas palmadas en los hombros y se fue dando un portazo mientras Hilary se quedaba atada a la mesa, sollozando en un charco de vómitos.

Regresaron al cabo de una hora y le entregaron un lienzo mojado y una hoja de instrucciones. Tendría que avisarles en caso de que la hemorragia fuera excesivamente fuerte. En caso contrario, debería permanecer en la cama veinticuatro horas. Ya todo había terminado. Hilary se vistió y salió tambaleándose a la calle, paró un taxi y le indicó su dirección al taxista. Se sorprendió al ver que eran las seis de la tarde. Llevaba casi seis horas en el consultorio del médico.

—¿Qué le pasa, señorita, se encuentra mal?

Tenía un aspecto horrible: los ojos inyectados en sangre y la cara verdosa. Temblaba tanto que apenas podía hablar.

—Sí…, es que… tengo la gripe.

Además, le castañeteaban los dientes.

—Casi todo el mundo la pilla —dijo el hombre, pensando que, en condiciones normales, debía de ser una chica muy guapa—. Mientras no me bese…

Hilary trató de reírle la gracia, pero no pudo. Pensó que jamás le sonreiría a nadie. ¿Cómo podría hacerlo? ¿Cómo podría volver a mirarse al espejo? Había matado a un niño.

Al llegar a casa, se acostó sin desnudarse y durmió hasta las cuatro de la madrugada del sábado. La despertaron unos calambres, pero, cuando miró, no vio nada de particular. Había sobrevivido. Lo había hecho, pero sabía que jamás podría olvidarlo.

El lunes acudió al trabajo, estaba pálida y desmejorada, pero hizo todo lo que tenía que hacer; después, se fue a casa con un montón de papeles bajo el brazo para distraerse. Se pasó un año y seis meses, trabajando como una máquina hasta convertirse en la niña prodigio de la CBA. Era la clase de mujer que todo el mundo admiraba y temía, la clase de persona a la que nadie quería parecerse.

—Es tremenda, ¿verdad? —comentó una de las nuevas secretarias cuando Hilary cumplió treinta años—. Solo vive y respira por la cadena de televisión, y ay de ti si la contrarías. Por lo menos, eso es lo que dice la gente. A mí me da miedo.

La otra chica convino con ella mientras ambas se dirigían al lavabo para chismorrear sobre los dos nuevos redactores del noticiario. Hilary era inmune a todo eso. No se interesaba por nada que no fuera su trabajo, su carrera profesional y la cadena de televisión.

A los treinta y dos años, le ofrecieron el puesto de vicepresidenta y, dos años más tarde, fue ascendida a un cargo de mayor responsabilidad. A los treinta y seis años, era la ejecutiva de más antigüedad, y, a los treinta y nueve, la número tres de la cadena. Todo el mundo estaba seguro de que, algún día, la dirigiría. Probablemente, más pronto de lo que nadie pensaba. El New York Times publicó un gran reportaje sobre ella, comentando sus planes y proyectos, y más tarde lo hizo el Wall Street Journal. Hilary Walker había conseguido lo que se había propuesto.