Capítulo 6
—Pero ¿es que has perdido el juicio, Arthur? —Marjorie miró a su marido con la misma expresión de asombro que si se hubiera desnudado en público. Arthur la esperaba levantado cuando regresó a casa. Apenas reaccionó cuando este le comunicó el suicidio de Sam. Lo que la dejó boquiabierta fue la sugerencia de Arthur de que acogieran en su casa a Hilary, Alexandra y Megan. Era la única solución que se le ocurría. Las niñas no tenían dinero ni familia, y, con un apartamento más grande y una vivienda permanente, él y Marjorie se las podrían arreglar muy bien, siempre y cuando ella se lo permitiera—. ¿Estás loco? ¿Qué íbamos a hacer nosotros con tres niñas pequeñas? Nunca quisimos tener hijos, ¿a santo de qué íbamos ahora a trastornar nuestras vidas de arriba abajo por las hijas de unos desconocidos?
Arthur tragó saliva, tratando de aclararse las ideas mientras pensaba que mejor hubiera sido aguardar hasta la mañana siguiente. Estaba demasiado bebido cuando su mujer regresó a casa y temía que sus argumentos no fueran muy convincentes.
—Sam Walker era mi mejor amigo. Me salvó la vida durante la guerra… Estas niñas no son unas desconocidas para nosotros, Marjorie, por mucho que tú lo pienses así.
—Pero ¿tienes idea de las responsabilidades que entraña tener un hijo, y no digamos tres?
—Hilary es como una madre para sus hermanas. Te facilitaría mucho la tarea, Marjorie. De verdad que sí —Arthur volvía a sentirse un muchacho de dieciséis años, pidiéndole infructuosamente a su madre que le comprara un automóvil—. Yo siempre quise tener hijos. Fuiste tú quien no quiso compaginar la maternidad con la profesión —añadió, mirándola con ojos llenos de reproche.
—Yo no quiero cargar con tres niñas —dijo Marjorie, indignada y sin experimentar el menor asomo de remordimiento—. No tenemos sitio ni tiempo y no es nuestro estilo de vida. Tú estás tan ocupado como yo. Y, además, educar a tres niñas nos costaría una fortuna. ¡No! Ni hablar del asunto, Arthur. Llévalas a un orfanato.
Lo más trágico, pensó Arthur mientras la oía prepararse para acostarse, era que su mujer hablaba en serio.
Lo intentó de nuevo a la mañana siguiente a la hora del desayuno, pero todo fue en vano. Marjorie ya había tomado una decisión y Arthur no tuvo la fuerza o la capacidad necesaria para hacerla cambiar de idea.
—Si yo no quiero hijos, ¿por qué demonios iba a querer los de otra? ¡Y los de ellos, no digamos! Siempre he pensado que estabas ciego, Arthur, pero nunca creí que fueras tan estúpido. Este hombre fue un asesino y otras muchas cosas. ¿Te imaginas qué tendencias heredarán las niñas? Y mira que su madre… —Arthur la miró con expresión siniestra, pero Marjorie estaba demasiado enfrascada en sus palabras y ni se dio cuenta—. A mí siempre me pareció una furcia francesa. Cualquiera sabe lo que debió hacer por allí antes de pescar a Sam Walker.
—Ya basta, Marjorie. No sabes lo que dices. Yo estaba allí cuando Sam la conoció.
—¿En un burdel? —preguntó Marjorie con ironía.
De repente, Arthur sintió el impulso de abofetearla, pero de nada hubiera servido. Marjorie había ganado la batalla y él no podría hacerse cargo de las hijas de Sam.
—No pienso hablar de burdeles contigo, Marjorie, pero te aseguro que Solange Walker nunca estuvo en ninguno. Lamento que seas tan despiadada, Marjorie. No sabes cuánto me decepcionas.
Pero a ella le daba igual. Se fue al trabajo sin decirle una sola palabra más a su marido.
El asunto la traía sin cuidado. Sin embargo, los padres de las niñas eran íntimos amigos de Arthur. Él era el padrino de Hilary. Aquellas chiquillas no eran unas extrañas para él, por mucho que Marjorie lo deseara. Eran como carne de su carne y las amaba con todo el corazón.
Sam y Solange también las amaban y Arthur no hubiera querido por nada del mundo que perdieran la conciencia de aquel amor o que se sintieran abandonadas. La posibilidad de entregarías en adopción le parecía una barbaridad, pero no sabía qué otra cosa podía hacer con ellas. La situación se agravó a la semana siguiente cuando la niñera y la criada anunciaron su partida. Habían soportado unas condiciones horribles, estaban indignadas por el hecho de que el escándalo las hubiera salpicado y no sentían la menor compasión por las niñas. Ahora, la tarea de buscar a otras personas que las atendieran aún sería más complicada. A finales de semana, Arthur tomó la agenda donde tenía anotado el nombre de la hermana de Sam. Eileen Jones. No sabía si conseguiría localizarla en Boston, pero, en caso afirmativo, tal vez pudiera convencerla de que provisionalmente se hiciera cargo de las niñas. Entonces, podrían dejar el apartamento de Sutton Place y se ahorrarían mucho dinero. Estaban casi sin un céntimo. Si pudiera dejarlas algún tiempo con su tía, Arthur intentaría organizar otra cosa o tal vez convencer a Marjorie. En cualquiera de los dos casos, necesitaba una pausa. Deseaba convencer a Marjorie de que sus intenciones eran acertadas, y no una locura como decía ella. Pero, después, ¿qué? Si ellos no las acogían en su casa, ¿quién lo iba a hacer? Esa era la mayor preocupación de Arthur.
Lo primero que tenía que hacer era buscar a la tía de las niñas y averiguar si estaría dispuesta a tenerlas en su casa, aunque solo fuera durante el verano. No podía ser tan mala persona como decía Sam. Al fin y al cabo, era la hermana de este y la sangre era más densa que el agua. Le pidió a su secretaria que llamara al servicio de información de Boston y, por fin, localizaron a Jack y Eileen Jones en Charlestown, un suburbio que presumía de astillero y que, según la secretaria de Arthur, se hallaba situado justo en la costa. Arthur lo consideró perfecto para pasar unas pequeñas vacaciones de verano, y llamó sin más preámbulos. Eileen se sorprendió de que la llamara y dijo que se había enterado del juicio y del posterior suicidio de Sam a través de la prensa. No parecía demasiado conmovida por aquella muerte y se limitó a preguntarle a Arthur si su hermano había dejado dinero.
—Me temo que no demasiado, precisamente por eso la llamaba —Arthur fue directamente al grano porque no sabía a qué otra persona recurrir—. Tal como usted tal vez sabrá, Sam y Solange tenían tres hijas, Hilary, Alexandra y Megan, y, de momento no hay absolutamente nadie que pueda hacerse cargo de ellas. Quería hablar con usted sobre la posibilidad de que… las acogiera de un modo provisional o permanente en su casa, como usted prefiera.
En el otro extremo de la línea, se hizo el silencio.
—Menuda mierda —dijo al fin una estridente voz en nada parecida al refinado timbre de Sam—. ¿Está usted de broma, señor? ¿Tres niñas? Pero si yo no tengo hijos. ¿Por qué iba a quedarme con estas tres mocosas de Sam?
—Porque ellas la necesitan a usted. Si usted les ofreciera su casa durante este verano, yo podría buscarles entre tanto otra casa adecuada. De momento, no tienen donde ir.
Trató de despertar la simpatía de Eileen, pero a esta se le acababa de ocurrir otra idea.
—¿Me pagaría usted para que las mantenga?
Arthur hizo una brevísima pausa.
—Le daré el dinero suficiente para su manutención mientras las tenga en su casa, eso por supuesto.
—No me refería a eso, pero también lo aceptaré, claro.
—Comprendo —Arthur dedujo ahora por qué razón Sam no apreciaba a su hermana, pero no tenía nadie más a quien recurrir—. ¿Le parecerían bien trescientos dólares, señora Jones? ¿Cien por cada niña?
—¿Por cuánto tiempo? —preguntó Eileen, recelosa.
—Hasta que les encuentre una casa… Unas semanas, un mes, quizá todo el verano.
—Bueno, pero no más. Yo no tengo un orfanato aquí arriba, ¿sabe usted? Y a mi marido no le gustará.
Pero los trescientos dólares sí le gustarían. Tal vez le pudieran sacar a Arthur un poco más.
—¿Tiene usted sitio para ellas, señora Jones?
—Tengo una habitación libre. Dos podrán dormir allí en una cama, ya buscaremos algo para la otra.
—Es Megan. Necesitará una cuna porque solo tiene un año.
Arthur hubiera deseado preguntarle si sabía cuidar a una niña pequeña. Hubiera deseado preguntarle muchas cosas, pero no se atrevió porque no tenía otra opción. Solo podía esperar que Eileen hiciera todo lo posible, en memoria de Sam. Las niñas eran tan adorables que estaba seguro de que se enamoraría de ellas en cuanto las viera.
Sin embargo, no se produjo precisamente un flechazo cuando Arthur se plantó con las niñas en Charlestown. La víspera, le explicó a Hilary que pasarían el verano con su tía Eileen. Después, le pidió a la criada que metiera todas las cosas en unas maletas y añadió que ella y la niñera podrían marcharse al día siguiente, en cuanto las niñas se fueran por la mañana. A Hilary y Alexandra les aconsejó que se llevaran sus juguetes preferidos, pero no le dijo a nadie que cerraría el apartamento y lo vendería todo tan pronto como las niñas se hubieran ido. La venta de los muebles les reportaría un dinero que les era muy necesario y, además, se ahorrarían el alquiler del dúplex de Sutton Place. Las deudas de Sam eran astronómicas y no había dinero con qué saldarlas. Arthur se alegró de dejar el apartamento y prescindir de las criadas.
Hilary le miró de reojo cuando les habló del viaje a Boston. Desde que había muerto su madre, su cariño por Arthur había menguado considerablemente, aunque no era fácil establecer si era una manera de expresar su dolor o si se debía a otra razón.
—¿Por qué nos sacas de aquí?
—Porque estaréis más bien allí. Vuestra tía vive cerca del mar, en Boston. Estaréis más fresquitas por lo menos; no os podéis pasar todo el verano en Nueva York, Hilary.
—Pero, volveremos, ¿verdad?
—Pues claro que sí.
Arthur sintió una oleada de remordimiento y terror. ¿Y si la niña hubiera adivinado que mentía?
—Entonces, ¿por qué le dijiste a Millie que metiera todas nuestras cosas en las maletas?
—Porque pensé que, a lo mejor, os harían falta. Vamos, Hilary, no seas pesada. Os gustará mucho conocer a la hermana de vuestro padre.
Hilary se encontraba de pie en el centro de la estancia con un vestido de organdí amarillo ribeteado de piqué blanco, tenía el reluciente cabello tan negro como el de Sam peinado en dos trenzas, sus grandes ojos verdes eran tan serenos como los de Solange, calzaba unos inmaculados calcetines blancos y unos zapatos de charol modelo Mary Janes perfectamente lustrados. En cierto modo, Arthur le tenía miedo porque era extraordinariamente fría y perspicaz y protegía con uñas y dientes a sus hermanas. Recibió la noticia del suicidio de su padre con increíble estoicismo. Apenas lloró y le explicó a Alexandra que papá se había ido al cielo a reunirse con mamá. A Alexandra le costó mucho comprenderlo porque apenas tenía cinco años, pero Hilary la consolaba y la ayudaba en todo. Era como si Solange la hubiera dejado allí para que les cuidara a todos en su ausencia.
—¿Por qué nunca hemos visto a tía Eileen? ¿Es que a papá no le gustaba?
Era tan intuitiva como su madre y no la podía engañar. Sus ojos tenían el mismo brillo que los de Solange.
—No estaban muy unidos, Hilary, pero eso no significa que no sea una buena persona.
La niña asintió en silencio. Estaba dispuesta a suspender el juicio. De momento. Pero se vio a las claras lo que pensaba cuando llegaron a Charlestown.
La casa era una pequeña construcción de madera situada en una oscura calleja, y las persianas estaban rotas por culpa de los huracanados vientos de anteriores inviernos. La pintura se había desprendido en distintos lugares, en el patio crecían las malas hierbas y dos de los peldaños de la entrada estaban rotos. Era una bienvenida muy poco halagüeña, pensó Arthur, sosteniendo a la pequeña en brazos mientras Hilary subía los peldaños, apretando la mano de Alexandra en la suya. La niñera les había acompañado en el transcurso del viaje, pero regresaría a Nueva York en compañía de Arthur.
Este tocó largo rato el timbre hasta que, al fin, se percató de que no funcionaba. Entonces, llamó fuertemente con los nudillos a una ventana. Sintió los ojos de Hilary fijos en él mientras la niña le preguntaba en silencio por qué las había llevado allí. No se atrevió a mirarla porque no hubiera podido soportar ver los ojos de Solange llenos de mudo reproche y de furia.
—¿Sí? —Por fin, les abrió la puerta una mujer de lacio cabello rubio, envuelta en una arrugada y sucia bata de estar por casa—. ¿Qué quieren?
La mujer miró con visible hastío al grupo, sosteniendo un cigarrillo en la comisura de su boca mientras cerraba un ojo para protegerlo del humo. De repente, se dio cuenta de quiénes eran los visitantes y esbozó una sonrisa forzada que acentuó por un instante su leve parecido con Sam.
—¿La señora Jones? —preguntó Arthur, desalentado.
Al entrar en el salón, vio un sofá roto, tres sillones destripados, una desvencijada mesita y una mesa de fórmica con un televisor a toda marcha. Por dentro, la casa ofrecía peor aspecto que por fuera. Al parecer, Eileen Jones no se molestaba demasiado en hacer las tareas de la casa.
Era un sábado por la tarde y la radio retransmitía un partido de béisbol mientras la televisión daba el programa de Gabby Hayes. El ruido era ensordecedor y las niñas parecían aturdidas. Estaban en el centro de la salita, mirándose unos a otros sin saber qué decir.
—¿Le apetece beber una cerveza? —preguntó Eileen, mirando a Arthur y sin prestar la menor atención a las niñas.
Parecía increíble que aquella fuera la hermana de Sam Walker. Él iba siempre impecablemente vestido, era guapísimo y tenía una presencia, un poder y un magnetismo que se llevaba a todo el mundo de calle. Junto con Solange, formaban una pareja deslumbrante. En cambio, aquella mujer era una parodia de la vulgaridad y la fealdad más absolutas. Aparentaba mucha más edad de los treinta y nueve años que tenía porque la afición a la bebida se había cobrado muy temprano su tributo. Debió ser atractiva en otros tiempos, pero ahora no quedaba en ella ni rastro de su belleza. Su cabello teñido estaba sucio y desgreñado, y le colgaba, lacio y grasiento, justo por debajo de las orejas. Poseía los mismos ojos azules que Sam, pero el brillo estaba completamente apagado y tenía unas terribles ojeras causadas por el exceso de alcohol. Tenía la piel amarillenta, el vientre abultado por la cerveza y unas piernas que parecían palillos. Era completamente distinta de cualquier ser que las niñas hubieran imaginado. Arthur observó que Hilary la miraba con temor.
—Esta es Hilary —dijo Arthur, dándole a la niña un empujoncito para que le estrechara la mano a la mujer. Hilary no quiso moverse—. Esta es Alexandra —la mediana aspiró el olor a cerveza rancia que flotaba en la atmósfera e hizo una mueca al ver la expresión de desagrado de su hermana mayor—. Y esta Megan.
Arthur indicó a la pequeña, la cual miró a la rubia con los ojazos llenos de asombro. Era la única que no parecía preocuparse por su residencia de verano ni por su anfitriona. Las otras dos estaban aterrorizadas, y Hilary tuvo que hacer un esfuerzo por reprimir las lágrimas cuando vio en qué habitación tendrían que dormir. Eileen Jones las acompañó hasta allí sin la menor ceremonia y les señaló una estrecha cama sin hacer que había en un rincón. La habitación parecía una pequeña celda sin ventanas en la que apenas cabía una cama. Hilary vio también, adosada a una pared, una cuna plegable que Eileen había recogido de un depósito de la basura tras la llamada de Arthur.
—Después pondremos las sábanas en la cama —dijo Eileen, dirigiendo una sonrisa forzada a su sobrina mayor—. A lo mejor, tú podrás ayudarme. Tiene los ojos de su madre —añadió, mirando a Arthur sin demasiado interés.
—¿Conoció usted a Solange? —preguntó Arthur, perplejo.
Solange jamás le había hablado de aquella mujer.
—Nos vimos una vez. Sam representaba una comedia por aquí.
Arthur se acordó de repente. Solange le tenía tan poca simpatía como Sam. Estuvieron allí cuando Sam actuó en Stockbridge durante una gira estival que había hecho después de la guerra. Todo parecía ya muy lejano. Arthur miró a su alrededor y se le hizo un nudo en la garganta al pensar que tenía que dejar a las niñas allí. Por un instante, odió a su mujer por condenarlas a vivir en semejante ambiente. ¿Cómo podía ser tan cruel con ellas? Inmediatamente, recordó que Marjorie no conocía aquella casa y reprimió su propio remordimiento, pensando que se trataba de una medida provisional, solo para pasar el verano. Después…, ahí estaba el problema. Después, ¿qué? Marjorie se mostraba inflexible. Por su parte, él había tanteado toda clase de posibilidades, buscando a personas que pudieran ayudarle y hacerse cargo de las niñas, personas que tenían familias numerosas o bien matrimonios sin hijos. Les había comentado el tema a sus compañeros del bufete jurídico.
Hilary aún se encontraba en la puerta de lo que sería su dormitorio. No había armario ni una cómoda para guardar la ropa, no había ni una silla y tampoco una lámpara sobre la mesa. Solo una bombilla que colgaba del techo junto a la puerta.
—¿Tiene usted el dinero? —preguntó Eileen, volviéndose a mirarle.
Arthur se avergonzó de entregárselo delante de las niñas, y buscó un sobre en el bolsillo.
—Eso incluye una cantidad razonable para atender a sus gastos.
Eileen, menos discreta que Arthur, abrió el sobre y empezó a contar el dinero. Había mil dólares, y, si jugaba bien las cartas y solo les daba de comer macarrones con queso durante dos meses, conseguiría ahorrar una buena suma. Miró sonriendo a las niñas, tomó un sorbo de cerveza y lanzó el cigarrillo al fregadero con perfecta puntería.
—Me parece muy bien, señor Patterson. Si hay algún problema, le llamaré.
—Si a usted y a su marido no les importa, me gustaría venir a verlas dentro de unas semanas para ver cómo están.
Hilary le miró sin poder creerlo. Las iba a dejar en aquel sitio tan inmundo, con las botellas de cerveza, la cama sin hacer… y con aquella mujer tan horrible. Si al principio se había mostrado retraída, ahora estaba más fría que un témpano.
—Llamaré dentro de unos días, Hilary; pero no dudes en llamarme si me necesitas.
La niña asintió en silencio. No podía creer que Arthur se comportara de aquella manera. Por un momento, sintió deseos de matarle. En vez de ello, miró a Alexandra, que estaba llorando muy quedo.
—No sean tonta, Axie. Va a ser muy divertido. Recuerda que tío Arthur nos dijo que podríamos ir a la playa.
—Ah, ¿sí? —terció Eileen, soltando una ronca carcajada mientras el automóvil se ponía en marcha—. Y eso, ¿dónde será? ¿En los astilleros?
Volvió a reírse. Mil dólares eran mucho dinero a cambio de unos meses de molestias. Con un poco de suerte, las niñas se portarían bien. La pequeña le daría un poco la lata y la de cinco años parecía una quejica, pero la mayor las controlaba muy bien. Seguramente, ella se encargaría de todo. A lo mejor, hasta guisaría y arreglaría la casa. Eileen tomó otra cerveza, se tendió en el sofá delante del televisor y encendió otro cigarrillo. Aquella noche, pensaba salir a cenar con Jack.
—Perdone —dijo Hilary, de pie junto al televisor sosteniendo a su hermanita en brazos—. ¿Dónde están las sábanas para nuestra cama?
—Creo que en el porche de atrás. Si consigues encontrarlas.
Eileen no dijo ni una sola palabra más mientras Hilary trataba de organizado todo. La niña encontró unas sábanas rotas que, por lo menos, estaban limpias, e hizo la cama; pero no había ni almohadas ni manta. Luego, improvisó una sábana para la cuna de la pequeña y colocó la cuna entre la cama y la pared porque estaba rota y temía que se inclinara hacia un lado.
Le lavó la cara a Alexandra, la acompañó al cuarto de baño, cambió los pañales de Megan y les dio de beber a las dos un poco de agua mientras contemplaba en silencio su nueva habitación.
—Qué feo es todo eso —murmuró Axie, temiendo que la señora que fumaba el cigarrillo y bebía la cerveza la oyera—. ¿De veras es la hermana de papá?
Hilary asintió con la cabeza. Parecía increíble y no le gustaba pensar en ello, pero aquella señora era su tía y tendrían que pasar todo el verano con ella. No tenían donde poner los juguetes, y los vestidos que la niñera había puesto en las maletas se tendrían que quedar donde estaban. Eileen entró a verlas a las cinco; tal como suponía, Hilary ya lo había arreglado todo.
—Perdone —dijo la niña de lustroso cabello oscuro y grandes ojos verdes—, ¿podríamos darles de comer algo a mis hermanas? Las dos tienen hambre.
Eileen no había reparado en ello. En la nevera solo había cerveza, unos limones medio podridos y pan de la víspera. Eileen y Jack comían fuera siempre que podían. En casa, solo bebían.
—Pues claro, nena. ¿Tú cómo te llamas?
—Hilary.
La niña la miró con expresión distante, como si los acontecimientos de los últimos meses la hubieran destruido por completo. En sus nueve años de existencia ya había conocido más dolores y sufrimientos que la mayoría de las personas en toda una vida.
—¿Podrías ir tú misma a la tienda a comprar algo? Un par de latas de atún serán suficientes.
—¿Atún? —repitió Hilary como si no conociera aquella palabra. Estaba acostumbrada a las comidas calientes que preparaba la criada en Sutton Place. Espesas sopas, sabrosos estofados, bistecs no muy hechos, pastel de chocolate y helado de vainilla—. ¿Atún en conserva?
—Sí. Aquí tienes el dinero —Eileen le entregó unos dólares como si con ellos se pudiera comprar comestibles para comer una opípara cena. Hilary sabía que eso era imposible. La niñera le daba más dinero cuando iba a comprar helados—. La tienda está en la esquina, no te puedes perder. Y cómprame, de paso, otra cerveza.
Siempre temía quedarse sin bebida, aunque tuviera mucha en casa.
Hilary se llevó a sus hermanas porque temía que pudiera ocurrirles algo durante su ausencia. La tienda era tan cochambrosa como todo el barrio. Las destartaladas casas eran de ladrillo o bien de madera despintada. Todo estaba roto y parecía a punto de desmoronarse. Hilary compró dos latas de atún, un tarro de comida infantil, una barra de pan, un frasco de mayonesa, mantequilla, media docena de huevos, una botella de leche y una lata de cerveza para su anfitriona. Con ello podría preparar una cena aceptable. Los huevos y el pan que sobraran los utilizaría para preparar el desayuno de la mañana siguiente. Cuando entró en la casa cargada con la bolsa, sosteniendo a Megan en brazos y llevando de la otra mano a Axie, Eileen le hizo solo dos preguntas.
—¿Dónde está mi cerveza?
—La tengo en la bolsa.
—Pues dámela.
Al oír el autoritario tono de Eileen, Axie empezó a gimotear. No soportaba a las personas que hablaban a gritos. Su madre nunca lo hacía y la niñera tampoco, y eso que no les era muy simpática porque decía cosas feas sobre sus padres.
Hilary le entregó la cerveza a Eileen con toda la rapidez que pudo.
—¿Dónde está el cambio? —preguntó Eileen, mirándola furiosa.
Hilary le devolvió tres centavos y ella se los arrojó a la cara. Poco faltó para que una de las monedas alcanzara a Megan en un ojo.
—Pero ¿qué has hecho, comprarte una langosta? Aquí no estamos en la Park Avenue de Nueva York, ¿te enteras? ¿Dónde demonios está el resto del dinero?
Eileen parecía haber olvidado los mil dólares que le había entregado Arthur.
—Tuve que comprar lo suficiente para la cena —le explicó Hilary—. Y no había nada para el desayuno de mañana.
—Cuando yo quiera que compres algo para el desayuno, te lo diré, ¿está claro? Y la próxima vez no gastes tanto dinero.
Hilary la miró en silencio y empezó a preparar la cena con manos temblorosas. En menos de diez minutos, lo tuvo todo listo: un huevo pasado por agua, una tostada y el tarro de comida infantil para Megan; unos bocadillos de atún con mayonesa para ella y Axie; y un gran vaso de leche para cada una. Estaban hambrientas y exhaustas después del viaje desde Nueva York y del impacto emocional que habían sufrido en Charlestown al conocer a Eileen.
Hilary no le ofreció nada de comer a su tía, y Eileen no mostró el menor interés por ellas. Las niñas comieron en su habitación. El ensordecedor ruido combinado de la radio y la televisión impedía cualquier conversación y Eileen les infundía miedo a todas, incluso a la pequeña. Cuando Hilary se disponía a lavar los platos en el fregadero, llegó a casa el marido de Eileen. Era un corpulento individuo que tenía poderosos hombros, y vestía pantalones de trabajo y una camiseta. Apestaba a vino y los efluvios llegaban hasta la cocina. En cuanto cruzó el umbral, empezó a pegarle gritos a su mujer; pero, antes de que la emprendiera a golpes con ella, Eileen sacó el sobre y le mostró lo que él pensaba que era todo el dinero. Quinientos dólares. El hombre esbozó una estúpida sonrisa sin sospechar que su mujer se había quedado con la otra mitad y la tenía guardada entre un montón de medias viejas donde ocultaba su propio dinero.
—Pero ¿qué es eso, nena? —Hilary se lo quedó mirando, mucho antes de que él se fijara en ella—. ¿Para qué es eso?
—Son ellas —contestó Eileen, señalando vagamente hacia la parte de atrás de la casa.
De repente, Jack vio a Hilary en la cocina.
—¿Quién es esa?
Hilary observó que tenía cara de imbécil y ojos de cerdo. Parecía un sujeto mezquino, e inmediatamente la niña le cobró más antipatía que a Eileen.
—¿Recuerdas a las hijas de mi hermano de quien te hablé?
—¿El que mandó a su mujer al otro barrio?
—Sí. Bueno, pues, me las han traído hoy.
—¿Cuánto tiempo las vamos a tener aquí? —preguntó el hombre, mirando con el ceño fruncido a Hilary como si fuera un pedazo de carne.
A pesar del dinero, no parecía muy contento con la presencia de la niña.
—Unas cuantas semanas, hasta que este abogado les encuentre un sitio donde vivir.
Conque era eso. Hilary se estremeció al oírlo. Arthur no les había dado ninguna explicación antes de salir. Se preguntó qué ocurriría con el apartamento.
Eileen miró sonriendo a su marido mientras Hilary observaba la escena desde la cocina. Ambos se comportaban como si las niñas no existieran.
—Oye, cariño, ¿por qué no vamos a bailar a algún sitio esta noche? —dijo Eileen.
A Jack Jones pareció gustarle la idea. Tenía una cara grasienta, un cabello muy ralo y unas manos que parecían rosbifs.
—¿Podemos dejar a las niñas?
—Pues, claro. ¿Por qué no? La mayor lo hace todo.
—¿Todo? —repitió Jack, acercándose a su mujer y haciendo un gesto obsceno.
Hilary se estremeció, adivinando que había dicho una inconveniencia. Eileen soltó una carcajada y lo atrajo hacia sí.
—Vamos, marinero lujurioso… Solo tiene nueve años, hombre —dijo mientras él comprimía la boca contra la de su mujer y deslizaba una manaza hacia el interior de la bata.
—¿Cuántos años tenías tú la primera vez?
—Trece —contestó Eileen con aire remilgado, pero ambos sabían que eso no era verdad.
Soltando una ronca carcajada, Eileen fue por otra cerveza y entonces advirtió que Hilary les estaba observando.
—Pero ¿qué haces tú aquí espiándonos, mocosa del demonio?
—Yo estaba… arreglando las cosas después de la cena… Perdone, yo no…
—¡Vete a tu habitación! —gritó Eileen, cerrando con un fuerte golpe la puerta de la nevera—. Malditas niñas.
Pensó que tendría que soportar muchas molestias antes de que se las llevaran, pero, mientras a Jack no le importara, merecería la pena para tener el dinero.
Los Jones salieron de casa a las ocho. Megan y Alexandra ya estaban durmiendo en la pequeña habitación, pero Hilary permanecía despierta, pensando en su madre. Esta nunca hubiera permitido que les ocurriera semejante cosa. Jamás. Le hubiera cantado a Eileen las cuarenta, se hubiera llevado a sus hijas adonde fuera y habría creado un hogar para ellas. Y eso era lo que pensaba hacer Hilary. Buscaría algún sitio adonde ir y procuraría conseguir el dinero necesario. No permitiría que les ocurriera nada malo a sus hermanitas. Trataría por todos los medios de protegerlas y, entre tanto, procuraría mantenerlas alejadas de Jack y Eileen, y las entretendría en el patio cubierto de malas hierbas o bien en su habitación. Les prepararía la comida, las bañaría y les arreglaría la ropa. Se pasó un buen rato haciendo planes hasta que, por fin, se quedó dormida y no despertó hasta que Megan ensució los pañales a las seis y cuarto de la mañana y se puso a llorar. Era una chiquilla muy dócil, que tenía el mismo cabello pelirrojo de su madre y los grandes ojos azules de su padre, a diferencia de Hilary, que tenía el cabello oscuro como Sam y los ojos verdes como Solange. Sin embargo, la que más se parecía a su madre era Alexandra, incluso en su manera de reírse. A Hilary se le partía a veces el corazón cuando la miraba.
Hilary preparó el desayuno antes de que Jack y Eileen se despertaran y, después de ponerles a sus hermanas unos vestidos azules idénticos, salió a jugar con ellas al patio. Ella se puso un vestido rojo con un delantalito que le compró su madre poco antes de morir y por el que sentía un especial cariño. Le hacía recordar a Solange y la consolaba llevarlo.
Eileen salió al patio a eso del mediodía y las miró con mal disimulada rabia. Parecía indispuesta y, si las chiquillas hubieran sido un poco mayores, hubieran comprendido que tenía una resaca espantosa.
—¡Os queréis callar de una puñetera vez! ¡Se os oye por todo el barrio, maldita sea!
Dicho lo cual, Eileen volvió a entrar en la casa dando un portazo y no volvieron a verla hasta después del almuerzo. Se quedó todo el día en casa mirando la televisión y bebiendo cerveza, mientras Jack se iba a beber a otro sitio. El único cambio que se produjo aquella semana fue el hecho de que Jack saliera de casa más temprano con ropa de trabajo. El hombre apenas les dirigía la palabra. De vez en cuando, le gastaba alguna broma a Hilary y le decía que sería muy guapa algún día, pero ella nunca sabía qué contestarle. Eileen nunca les decía nada. Transcurrió una eternidad antes de que tuvieran noticias de Arthur. Este llamó exactamente una semana después de haberlas dejado allí y preguntó qué tal iba todo. Hilary le contestó mecánicamente que estaban bien, aunque, en realidad, sucedía todo lo contrario. Axie tenía pesadillas y Megan se despertaba por las noches. En la habitación, hacía un calor sofocante y la comida no era la apropiada. Hilary trataba por todos los medios de compensar las deficiencias, pero no podía hacer gran cosa. Al fin y al cabo, solo tenía nueve años y se estaba ahogando lentamente en aguas profundas.
Sin embargo, no le contó nada a Arthur.
—Estamos bien —repitió en tono cansado y abatido.
—Te llamaré dentro de unos días —dijo Arthur.
Pero no lo hizo. En el despacho estaba ocupado con un caso muy difícil y aún no había resuelto los asuntos de Sam ni encontrado a nadie que pudiera hacerse cargo de ellas. En agosto, comprendió que no lo conseguiría. Ya ni siquiera intentaba convencer a Marjorie. Al fin, su mujer le dijo que tendría que elegir entre ella o las niñas. El dado ya estaba echado. Arthur no podría tenerías consigo.