Capítulo 4
La niña nació cuando aún estaban saboreando las mieles del triunfo de Sam en Broadway. Solange lo organizó todo a la perfección; empezó a sufrir los dolores de parto un sábado cuando ya había bajado el telón, y la niña nació a las diez de la mañana del día siguiente en el Doctors Hospital de la East End Avenue. Fue un parto natural y, cuando Sam vio por vez primera a su hija en brazos de su madre y comprobó que tenía el cabello oscuro como él y los ojos verdes como Solange, se quedó sorprendido de ver cuán simpática y bonita era. Solange estaba muy guapa a pesar del cansancio. Era como si conociera un importante secreto y se hubiera esforzado mucho en descubrirlo.
Arthur les visitó al día siguiente, y se conmovió al ver a la niña a través del cristal. La llamaron Hilary, un nombre que a Solange le encantaba aunque le costara mucho pronunciarlo. No dominaba la h norteamericana y llamaba a su hija Ilary. Cuando se la llevaban para que le diera el pecho, le susurraba palabras en francés. Le pidieron a Arthur que fuera el padrino y este aceptó emocionado. Sin embargo, en lugar de Marjorie, Sam eligió como madrina a su compañera de reparto Barbara George.
El bautizo se celebró en la catedral de San Patricio con toda la pompa y circunstancia que requería el caso. La niña lucía un precioso vestido de encaje comprado por su madrina en el lujoso establecimiento Bergdorf Goodman. Solange se puso el nuevo abrigo de visón y la sortija de brillantes que le había regalado Sam en ocasión del nacimiento de su hija. Su situación económica había mejorado notablemente desde que Sam trabajaba en ¡Ah, soledad! Eso les permitió mudarse a un apartamento de la Lexington Avenue, más grande y bonito que el que ocupaban bajo el tren elevado de la Tercera Avenida. Instalaron a la niña en una habitación que daba a un jardincillo de la parte trasera, y Sam y Solange disponían de un dormitorio muy cómodo y de un espacioso salón donde recibían a sus nuevos amigos, generalmente actores y personas relacionadas con el mundo del teatro que a Solange le encantaba tener en casa.
La obra se mantuvo un año entero en cartel y las representaciones terminaron pasadas las Navidades de 1949. En cuestión de un mes, Sam recibió una lluvia de ofertas, entre las cuales eligió la que más le gustaba. Empezó los ensayos sin tener apenas tiempo para descansar junto a Hilary y Solange. La niña ya tenía nueve meses y gateaba por toda la casa, y se metía entre los pies de Sam en el cuarto de baño mientras se afeitaba o debajo de la mesa del desayuno por la mañana cuando se tomaba el café, sin cesar de decir «Pa, pa, pa». Sam deseaba tener muy pronto otro hijo, a ser posible un varón, pero Solange prefería esperar. Quería dedicarle a Hilary toda su atención. Era una madre extraordinaria y, desde que nació la niña, todavía se mostraba más cariñosa con Sam que antes. Era como si la maternidad hubiera centuplicado su capacidad de amar.
Ahora estaba más guapa que nunca y la prensa se refería a menudo a la bella esposa de Sam Walker. La entrevistaban muy a menudo, pero ella siempre encauzaba la conversación hacia Sam y sus dotes interpretativas. Los críticos estaban plenamente de acuerdo con ella. La nueva obra se mantuvo en cartel dos años. En cuanto finalizaron las representaciones, Sam decidió tomarse unas vacaciones y Solange se quedó embarazada casi en seguida. Nueve meses más tarde, justo la noche del estreno de la tercera obra, nació otra niña, esta vez pelirroja. Solange tuvo que correr al hospital acompañada por Arthur en cuanto se levantó el telón, apretando su mano mientras este le pedía al taxista que se diera prisa. Alexandra nació en una camilla a los diez minutos de haber llegado su madre al hospital, lanzando un saludable grito mientras Solange gemía muy quedo, agotada por el esfuerzo. Arthur entró a verla en cuanto la instalaron en la habitación y le comentó en broma que, a lo mejor, podrían regresar al teatro con la niña antes que bajara el telón. A Solange le encantó la idea y dijo que ojalá pudieran hacerlo. En su lugar, le pidió a Arthur que le trajera a Sam cuando terminara la función, y Arthur prometió visitarla de nuevo al día siguiente.
Sam no se presentó en el hospital hasta la mañana siguiente, e indicó que se vio obligado a asistir a una fiesta organizada por sus compañeros de reparto. Solange le esperó despierta durante toda la noche, pero él no se molestó siquiera en llamarla por teléfono aunque le regaló, eso sí, una impresionante pulsera de esmeraldas. Últimamente, Sam estaba muy distraído porque el papel que representaba en la obra era muy difícil. Aun así, Solange consideraba que su hija era más importante que todo lo demás. Sam hablaba sin cesar de la protagonista principal de la comedia. Era como una obsesión. Fue Arthur quien acompañó a Solange y Alexandra a casa desde el hospital mientras Sam ensayaba. Él estaba constantemente fuera de casa, pero Solange jamás le decía nada cuando regresaba tarde, por las noches. Percibía el embriagador perfume de otra mujer y sabía que algo, en su matrimonio, había cambiado. Sentía un vacío y un constante dolor en su vida que solo Arthur parecía comprender. Era el único con quien podía hablar, pese a que él también tenía sus problemas. Arthur seguía empeñado en tener hijos, pero Marjorie no quería ni oír hablar del asunto. Por su parte, Arthur pensaba que Sam era un insensato, pero no se lo decía. Se limitaba a tratar de animar a Solange durante los frecuentes almuerzos que tomaban juntos. No era justo hacer sufrir a una mujer tan enamorada de su marido como ella. Arthur pensaba con frecuencia que ojalá se hubiera adelantado a Sam años atrás, pero ahora ya era demasiado tarde. Solange estaba casada con Sam y lo adoraba.
—Y tú, Arthur, ¿qué me dices? ¿Eres feliz? No, claro que no —dijo Solange, anticipándose a su respuesta. ¿Cómo hubiera podido ser feliz con una mujer como Marjorie, que era un monstruo de egoísmo y ambición?—. Tendrías que obligaría a tener hijos, si tanto los deseas —añadió muy seria.
Arthur se echó a reír. Hubiera sido imposible obligar a Marjorie a hacer algo que ella no quisiera. Lo era para él, por lo menos.
—No se puede obligar a una mujer a tener un hijo —dijo con tristeza—. La madre sería desdichada y el hijo también. No sería como tus hijas.
Hilary y Alexandra parecían unos querubines y Arthur estaba loco por ellas. Hilary era morena como Sam y tenía unos grandes ojos verdes mientras que Alexandra era pelirroja y los tenía azules. Arthur miró sonriendo a Solange y vio la tristeza que se reflejaba en sus ojos. Conocía las andanzas de Sam porque eran la comidilla de Nueva York y se comentaban constantemente en la prensa.
—Es un necio. Tiene treinta y un años y el mundo en sus manos… Y, además, una mujer por la que cualquier hombre daría su brazo derecho.
—¿Y qué haría yo con un brazo derecho? —preguntó Solange en una típica muestra de filosofía francesa—. Yo quiero su corazón, no su brazo…, ni todas estas joyas tan caras que me regala. Siempre que hace algo malo, viene a casa con un estuche lleno de brillantes.
—Lo sé.
Arthur frunció el ceño. Asesoraba a Sam en sus asuntos económicos y llevaba algún tiempo aconsejándole que ahorrara un poco. Pero Sam aún no se había recuperado del impacto inicial del éxito. Compraba juguetes para las niñas, joyas y abrigos de pieles para su mujer, prendas de vestir para él y costosos regalos para las mujeres con quienes se acostaba. Arthur conocía a varias de ellas, censuraba el comportamiento de su amigo y confiaba en que Solange no se enterara de ello. Sin embargo, esta vez era distinto. Solange estaba desolada.
—No sé qué hacer, Arthur. No sé si armar un escándalo y decirle que lo sé todo o si quedarme callada y esperar a que todo termine. Porque pronto terminará. Sam hace siempre lo mismo…, y después vuelve junto a mí —dijo Solange, esbozando una cautivadora sonrisa por la que Arthur se hubiera puesto de hinojos de haber estado de pie.
—Eres una mujer muy sensata, Solange. Las norteamericanas no suelen serlo. Las mujeres de este país se vuelven locas cuando piensan que su marido las engaña. Contratan detectives, piden el divorcio, le dejan en la ruina…
Solange volvió a sonreír como si tuviera mil años, aunque, en realidad, solo aparentara veinte.
—Yo no quiero «cosas», Arthur. Solo quiero a mi marido.
Arthur envidió por enésima vez a su amigo y se preguntó qué hubiera pasado si aquel día hubiera perseguido a Solange y le hubiera hablado en la Rue d’Arcole. Era algo que no cesaría de preguntarse a lo largo de toda su vida. Pero ahora ya nada importaba. Sam había tenido suerte. Más de lo que él imaginaba. El muy bribón.
—Supongo que se le pasará —Solange exhaló un suspiro y apuró su copa de vino—. Cada nueva compañera de reparto es un problema, pero, al final, se cansa de todas. Es muy duro para él porque se identifica demasiado con sus papeles… El teatro es duro y agotador —añadió, como si de veras lo creyera.
—No tanto —dijo Arthur, sacudiendo la cabeza—. Lo que ocurre es que Sam es un hombre mimado por el éxito, por las mujeres que se cruzan en su camino y también por ti, Solange. Le tratas como si fuera un dios.
—Es que para mí lo es —contestó Solange, partiéndole el corazón a Arthur con sus palabras.
—Pues, entonces, resiste. Ya volverá. Es un simple juego, Solange. Cuando lo comprendas, no le darás tanta importancia.
Ella asintió en silencio. Era un buen consejo. Siempre estaba dispuesta a resistir. Antes hubiera preferido morir que perderle.
La aventura duró seis meses y terminó brutalmente con un intento de suicidio por parte de la dama, la cual se retiró después de la obra por motivos «de salud» mientras la vida de Sam volvía a la normalidad. Solange lanzó un suspiro de alivio. De momento, la amenaza se había esfumado. Corría el año 1954 y Sam siguió con la obra un año más y después regresó junto a su mujer y sus hijas. Era la comedia que más tiempo se había mantenido en cartel y tanto Sam como Solange se pusieron muy tristes cuando terminaron las representaciones. Ambos se fueron a Europa con las niñas para pasar el verano en Saint-Tropez. Sam había estado allí durante la guerra, aunque solo un día, y siempre le quedó el deseo de regresar.
Le enviaron a Arthur una postal desde Saint-Tropez y otra desde Cannes y luego efectuaron una pequeña peregrinación a París y Solange les mostró a las niñas dónde vivía cuando era pequeña. Se emocionó mucho al volver porque llevaba nueve años ausente y la ciudad le hacía evocar recuerdos muy dolorosos, pero otros también felices. Hilary solo tenía cinco años, y Alexandra era todavía una niñita, pero Solange estaba segura de que lo pasarían muy bien. Llevaban consigo una niñera que cuidaba de ellas. La situación había cambiado muchísimo desde que Solange se había marchado de Francia con un pasaje de barco en el bolsillo y el dinero justo para comer. Se fue con tres vestidos, dos pares de zapatos, un sombrero y un raído abrigo que había pertenecido a su madre; ahora, en cambio, tenía baúles enteros de vestidos. Viajaron en primera clase en el trasatlántico Liberté y se alojaron en el Ritz de París. Sam la llevó a Givenchy, a Chanel y a Dior para que se comprara ropa, y después la acompañó a Cartier e insistió en regalarle una nueva pulsera de diamantes.
—¡Pero si no la necesito, Sam! —protestó Solange riendo mientras él se la ponía a la fuerza.
Estaba más cariñoso que nunca y la mimaba como si fuera su nueva amante. Se había vuelto muy manirroto últimamente, y a veces Solange tenía miedo. Como Arthur, ella también hubiera querido que ahorrara un poco de dinero para las niñas.
—Todas las mujeres necesitan una pulsera de brillantes, Solange.
—¡Pero si yo ya tengo tres! —dijo ella, apartando el brazo entre risas—. Non, chéri! Il ne faut pas! Quiero que ahorres un poco.
—Hablas como Arthur —dijo Sam, momentáneamente irritado.
—Porque tiene razón. Tenemos que pensar en las niñas.
—Muy bien —Sam señaló otra pulsera del estuche y le pidió a la dependienta que la sacara—. Nos llevaremos las dos.
—Ah, non, Sam. Quand même, voyons!
En cuanto regresó a París, Solange se puso a hablar en francés y se alegró de que Hilary utilizara el idioma con toda normalidad. Con las niñas solo hablaba en francés, y Hilary era totalmente bilingüe. Alexandra aún no había aprendido a hablar, pero, cuando empezara, lo haría también en francés. En cierto modo, Solange no había renunciado por completo a su patria y se alegraba de haber regresado a ella. Había lugares y recuerdos que todavía le reconfortaban el corazón. Una noche, mientras paseaban por la Place Vendóme con sus luces y su estatua de Napoleón, se emocionó profundamente sin poder evitarlo.
Aquella noche cenaron en el Maxim’s y, al día siguiente, lo hicieron en la Tour d’Argent. El día en que se fueron de París, Sam le ofreció a su mujer las dos pulseras de brillantes y una nueva sortija. Solange trató de disuadirle de su intento, pero sabía que sus esfuerzos serían inútiles. Aunque fue un viaje muy agradable, Solange deseaba volver a casa, que ahora estaba en Nueva York, donde vivía desde hacía nueve años. Se habían mudado a un apartamento situado en Sutton Place, que tenía una espectacular vista sobre el río y dos habitaciones preciosas para las niñas. Era un dúplex situado muy cerca del apartamento de Marilyn Monroe, la cual era muy amiga de Sam y siempre se reunía con él cuando residía en Nueva York, aunque Solange sabía que no había nada entre ellos. Marilyn le gustaba mucho porque era una chica muy simpática que siempre le decía que hubiera tenido que trabajar en el cine.
—¡Con uno en la familia basta! —contestaba Solange, hablando con su inconfundible acento francés.
En otoño, Sam rechazó representar un papel en una nueva obra por considerarlo poco interesante. Después, sorprendió a todo el mundo aceptando rodar una película. En Hollywood, Solange descubrió un mundo sorprendente, lleno de personas extraordinarias que no sabían distinguir entre la fantasía y la realidad. Se alojaban en un búngalo del Beverly Hills Hotel, y tenían otro más pequeño para sus hijas y la niñera. Durante un año vivieron una existencia totalmente irreal. A Solange la película le pareció muy buena, pero Sam no quedó muy satisfecho de ella y decidió regresar a Nueva York para iniciar los ensayos de una nueva obra, en enero de 1956. Estaba completamente inmerso en su actividad y, al cabo de dos meses, inició una aventura con su principal compañera de reparto. Esta vez, Solange se lo tomó muy mal. Almorzaba muy a menudo con Arthur y, más de una vez, lloraba sobre su hombro. El matrimonio de Arthur era meramente formal. Marjorie siempre estaba ocupada en sus asuntos y su madre había muerto el año anterior durante la estancia de Sam y Solange en California. Solange se sentía tan sola como él, a pesar de las protestas y los constantes regalos que le hacía Sam, que siempre se mostraba especialmente cariñoso con sus hijas cuando tenía alguna aventura.
—¿Por qué? ¿Por qué me haces eso? —le preguntó Solange una mañana, señalándole a su marido la columna de chismes del periódico a la hora del desayuno.
—Imaginas cosas que son mentira, Solange. Siempre haces lo mismo cuando empiezo a trabajar en una nueva obra.
—Claro… —Solange apartó a un lado el periódico—, porque cada vez que empiezas a trabajar en una nueva obra te acuestas con la protagonista. ¿Es que también tienes que trabajarla a ella? ¿No se podría encargar de eso otro actor? Lo podría hacer tu suplente.
Sam se echó a reír y la atrajo hacia sí mientras acariciaba su fulgurante melena pelirroja.
—Te quiero, tontuela.
—A mí no me llames tontuela. Te conozco muy bien, señor Walker. No puedes engañarme. ¡Eso ni lo sueñes! —dijo Solange, apuntándole con el dedo, aunque siempre acabara por perdonarle.
Sam bebía demasiado y, a veces, se mostraba hostil y amenazador cuando volvía a casa, pero Solange nunca se enojaba con él porque le quería demasiado. Demasiado para su propio bien, le decía Arthur, y probablemente tenía razón. Sin embargo, solo hubiera cambiado a Sam en una cosa: en su afición a las mujeres. Todo lo demás le gustaba. Aquella primavera, volvió a quedarse embarazada y la tercera niña nació poco después de Navidad, cuando Sam se encontraba en California. Le pusieron por nombre Megan. Arthur acompañó una vez más a Solange al hospital y esta tardó dos días en localizar a su marido en California. Se había enterado de los rumores que corrían y sabía lo que estaba haciendo Sam en Hollywood. Esta vez se hartó del asunto y así se lo dijo a Sam cuando este regresó a Nueva York al cabo de tres semanas. Incluso le amenazó con pedir el divorcio, cosa totalmente impensable en ella.
—Me humillas delante de todo el mundo, me tomas el pelo y piensas que me voy a quedar aquí sentada sin decir ni pío. Quiero el divorcio, Sam.
—Tú estás loca. Todo eso son figuraciones tuyas. ¿Quién te ha calentado la cabeza? ¿Arthur? —preguntó Sam, sinceramente preocupado.
—Arthur no tiene nada que ver con el asunto. Basta con leer la prensa. Lo comentan todos los periódicos, desde aquí hasta Los Ángeles, Sam. Cada año, cada mes, en cada película, en cada comedia, hay una nueva actriz, una nueva protagonista, una nueva mujer. La cosa ya dura demasiado. Te dedicas a jugar y estás tan satisfecho de ti mismo que te consideras con derecho a comportarte de esta manera. De acuerdo, pues, yo también tengo mis derechos. Tengo derecho a un marido que me quiera y que me sea fiel.
—Y tú, ¿qué? —replicó Sam, tratando de acusarla, pese a constarle que jamás le había sido infiel—. ¿Qué me dices de todos tus malditos almuerzos con Arthur?
—No tengo a nadie más con quien hablar, Sam. Por lo menos, él no llama a los periódicos y les cuenta lo que yo digo —ambos sabían que cualquier otra persona lo hubiera hecho. Al fin y al cabo, ella era la esposa del célebre Sam Walker—. Por lo menos, puedo llorar sobre su hombro.
—Y él llora en tu sopa. Sois la pareja más patética que he visto en mi vida. Recuerda bien lo que te digo, Solange. No pienso concederte el divorcio y sanseacabó. Por consiguiente, no vuelvas a pedírmelo.
—No tengo por qué hacerlo.
Era la primera vez que Solange le amenazaba abiertamente.
—Ah, ¿no? —dijo Sam con mal disimulado temor.
—Me basta con mandarte seguir. A estas horas, ya me hubiera podido divorciar cincuenta veces.
Sam se fue de casa dando un portazo sin decir más y, al día siguiente, se marchó a California. Llevaba un retraso de un mes en los ensayos, pero a Sam Walker siempre se lo perdonaban todo.
Cuando regresó, Solange aún estaba furiosa. Sabía con quién había estado Sam en la Costa Oeste y no quería seguir aguantando sus infidelidades. Una noche, le esperó despierta y armó tal alboroto que despertó a Hilary. Alexandra dormía en otra habitación, al fondo del pasillo, y Megan solo tenía ocho meses. Pero, Hilary, que tenía ocho años, se dio cuenta de todo. Oyó las sirenas de las ambulancias y los automóviles de la policía, vio cómo sacaban a su madre envuelta en una sábana, oyó los comentarios y presenció cómo se llevaban a su padre. Por fin, oyó que la niñera llamaba a tío Arthur.
Este se presentó inmediatamente en la casa, más pálido que la cera. No podía creerlo. Tenía que haber un error, era imposible. Sabía que sus amigos tenían problemas desde hacía algún tiempo, pero Sam adoraba a Solange, tanto como ella le adoraba a él. Era un amor que traspasaba a menudo los límites de la razón, un amor que lo perdonaba todo, un amor que indujo a Sam a perseguirla obstinadamente por la Rue d’Arcole ya desde un principio, un amor que conmovía a cuantos se les acercaban y que…
Arthur se quedó sentado en el salón del apartamento sin comprender lo ocurrido hasta que, a primera hora de la mañana, el portero subió el periódico y llamó discretamente a la puerta. Arthur tomó el periódico con temblorosas manos y allí lo leyó todo: el final de un sueño, el final de una vida. Sam había matado a Solange.