Capítulo 3

En mayo de 1945, el ejército le concedió a Sam tres días de permiso antes de enviarle a los Estados Unidos y el joven se fue directamente a París donde encontró a Solange tal como la había dejado. La expresión de alivio que se dibujó en el rostro de la muchacha le hizo comprender a Sam cuáles eran sus verdaderos sentimientos. Los tres días pasaron volando.

Esta vez, cuando él la dejó en la estación para regresar a Berlín y, desde allí, a los Estados Unidos donde le licenciarían, Solange lloró a mares. Sam quiso casarse con ella antes de abandonar París, pero se necesitaba demasiado papeleo y al joven le pareció más fácil hacerlo en los Estados Unidos. Prometió que la mandaría llamar a finales de verano. Pero antes tenía que ganar un poco de dinero. Decidió no regresar a Harvard y probar suerte como actor, aunque estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de ganar el dinero que necesitaban para pagar el pasaje de Solange. La mandaría llamar con visado de turista y se casaría con ella en cuanto llegara. No podía soportar la idea de todos los meses que tendría que pasar sin ella.

En Nueva York, se iría a vivir con Arthur hasta que encontrara un apartamento.

—No llores, cariño. Te prometo que te mandaré llamar en septiembre.

Dispondría de cuatro meses para organizarlo todo y ganar el dinero que necesitaba para mantenerla. Tenía veintitrés años, había sobrevivido a la guerra y se sentía con ánimos para dominar el mundo.

—¡Te quiero, Sam! —le gritó Solange, agitando la mano mientras el tren se alejaba.

—Bonita chica la suya, soldado —le dijo un sargento con admiración mientras en compañía de Sam se acomodaban en el compartimiento.

Sam asintió en silencio. No quería hablar con nadie de Solange y le molestaban las constantes miradas de envidia que le dirigían los demás soldados. Era una joven preciosa, pero había algo más. Ahora era suya.

El tren llegó a la estación de Berlín a medianoche, y Sam regresó al cuartel en busca de Arthur, el cual estaba muy ocupado con las chicas alemanas, sobre todo, con las que eran altas y rubias. En Alemania Arthur se sentía en el séptimo cielo y Sam le gastaba constantemente bromas al respecto. Sin embargo, cuando Sam regresó aquella noche, Arthur no estaba y Sam se fue a la cama, pensando en su novia y en la vida que ambos iban a compartir en Nueva York. Sin que apenas se diera cuenta, fueron las ocho de la mañana. Dos días más tarde, Sam abandonó Alemania. Arthur lo haría al cabo de dos semanas.

Le llevaron a Fort Dix, en Nueva Jersey, para licenciarle y, desde allí, se dirigió en tren a Nueva York. Al bajar en la Penn Station, le pareció que aterrizaba en la luna. Tras haberse pasado tres años en Europa, luchando en medio del barro, la suciedad, la lluvia y la nieve, le parecía increíble estar de nuevo en casa y ver a la gente entregada a sus quehaceres habituales. No conseguía adaptarse, ni siquiera en el hotelito del West Side. Se sentía desesperadamente solo sin Arthur y Solange mientras recorría las calles, visitaba agencias y academias de arte dramático y buscaba algún trabajo con que ganarse la vida entre tanto.

El ejército tan solo le entregó ciento cincuenta y cuatro dólares cuando le licenció, y el dinero se le estaba acabando. Exhaló un suspiro de alivio cuando Arthur regresó dos semanas más tarde y le invitó a vivir en su casa. Antes, no se había atrevido a molestar a su madre. Se alegró de ver a su amigo, no solo por el dinero que podría ahorrar, sino porque, por lo menos, tendría a alguien con quien poder hablar. Ambos amigos se pasaban horas y horas charlando en el dormitorio que compartían. Sin embargo, la madre de Arthur oía muchas veces, sin querer, sus conversaciones y miraba a Sam con expresión de reproche cada vez que hablaba con él, cosa que no ocurría con mucha frecuencia. Parecía culpar a Sam de la guerra, y las risas y comentarios de los muchachos contribuían a demostrarle que se lo pasaron muy bien y se fueron a Europa solo para darle un disgusto a ella. Sam era un constante recordatorio de los difíciles tiempos pasados. Al fin, Arthur se buscó un apartamento y Sam se fue a vivir con él. Para entonces, este ya había encontrado un trabajo de camarero en el P. J. Clarke de la Tercera Avenida y se había matriculado en una escuela de arte dramático de la calle 39 Oeste, pero aún no le habían ofrecido ningún papel. Temía que todo fuera un sueño desesperado hasta que un día alguien le hizo una prueba para trabajar en un espectáculo de las inmediaciones de Broadway. No consiguió el papel, pero se sintió un poco más cerca de la meta, y supo en qué se había equivocado, tras discutirlo largamente con su profesor. Cuando a finales de julio volvió a someterse a una prueba, obtuvo un papel secundario en un espectáculo de los alrededores de Broadway y le comunicó su victoria por carta a Solange. En septiembre, pudo reunir justo el dinero suficiente para que su novia se comprara un poco de ropa y pagara el pasaje. Ya le había explicado que tendrían que vivir con su sueldo de camarero y con las propinas, y que la vida sería dura durante algún tiempo. Pese a todo, quería tenerla a su lado.

Solange llegó el 26 de septiembre en clase turística, en el trasatlántico De Grasse, que era el único barco que zarpaba de El Havre desde el final de la guerra. Sam se encontraba de pie en el muelle con unos prismáticos que Arthur le había prestado. Estudió todas las caras y, por un instante, temió que ella no hubiera embarcado hasta que, por fin, en una cubierta inferior, vio un vestido y un sombrerito blancos y, debajo de él, la melena pelirroja que tanto amaba y el bello rostro con el que tanto había soñado. Empezó a agitar las manos, pero había demasiada gente en el muelle y era imposible que ella le viera.

Esperó con impaciencia, pero Solange tardó una eternidad en pasar por la aduana. Era un día claro y soleado, y en el muelle soplaba una suave brisa. De súbito, Solange corrió hacia él y se arrojó en sus brazos con el sombrero torcido mientras él la besaba y la estrechaba con fuerza sin poder dominar la emoción. Ambos aguardaban con ansia aquel instante desde hacía mucho tiempo.

—Dios mío, Solange, cuánto te quiero.

La pasión de Sam era tan desmesurada que no podía separarse de ella ni un instante. Dejó de asistir a las clases de interpretación; y tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para irse a trabajar a las cinco todas las tardes. Encontraron un pequeño estudio en la zona situada en las calles 40 Este, bajo el tren elevado, y todas las tardes, por mucho frío que hiciera, Solange le acompañaba a pie al trabajo. A las dos y media de la madrugada, cuando Sam volvía a casa trayendo la comida, ella le estaba esperando. Comían después de hacer el amor, a veces, a las cuatro de la madrugada. Por Navidad, Solange le dijo que tenía que tomarse en serio su carrera teatral. A Sam, eso le parecía un sueño lejano, pero Solange tenía razón. A veces, le acompañaba a clase y se asombraba al comprobar las excelentes dotes de actor de Sam. Sin embargo, el profesor era implacable y le exigía cada vez más. Por las mañanas, Sam se dedicaba a leer obras de teatro y a prepararse para las pruebas.

Veían a Arthur de vez en cuando, pero menos de lo que Sam hubiera deseado. Las cosas se habían puesto un poco difíciles porque Sam trabajaba de noche y Arthur tenía novia, una chica de sedoso cabello rubio que se había graduado en el Vassar College antes de la guerra y que hablaba con voz nasal. Sam no era especialmente de su agrado y siempre buscaba la ocasión de comentar que era «camarero». Por si fuera poco, no se molestaba en disimular lo mucho que aborrecía a Solange, lo que disgustaba mucho a Arthur. Cuando estaba sola con él, se refería a Solange y Sam llamándoles «los gitanos». Se llamaba Marjorie y no se conmovía por los relatos de guerra de Arthur ni por el hecho de que Solange hubiera sobrevivido a la ocupación de Francia y hubiera perdido a toda su familia, porque ella se había pasado la guerra trabajando como voluntaria en la Cruz Roja y en la Liga Juvenil de ex universitarias, y consideraba tales tareas mucho más nobles. A sus veintiocho años, tenía miedo de no casarse como muchas otras chicas que lo hubieran hecho hacía mucho tiempo si los mejores hombres no se hubieran ido a la guerra. Por eso hacía todo lo posible para atrapar a Arthur. Pero este ya tenía sus problemas. Le dijo a Sam que su madre no estaba muy bien de salud, y que no era muy partidaria de que se casara con Marjorie. Por su parte, él se había incorporado a su antiguo bufete jurídico y las cosas le iban bastante bien, pero temía disgustar a su madre, la cual esperaba que se casara con otra clase de chica… o, a ser posible, con nadie. Sam la conocía muy bien por haber convivido con ella y lamentaba que Arthur se dejara mandar por todo el mundo. Su madre lo quería solo para ella, y todas las mujeres de su vida, e incluso sus amigos varones, le parecían una amenaza. Por eso trataba de culpabilizarle por todos los momentos que no pasaba con ella.

Il manque de courage —dijo Solange durante una de sus cenas a las tres de la madrugada—. No tiene… agallas —añadió—. Le falta valor y corazón.

—Tiene mucho corazón, Solange. Lo que ocurre es que no tiene la suficiente energía.

Sam le explicó que la madre le tenía agarrado por el cuello.

Voila —convino Solange—. Le falta valor. Tendría que casarse con Marjorie si quiere, mandarla a paseo o darle una tanda de azotes —añadió con intención mientras Sam la miraba sonriendo—. O decirle a su madre: merde!

Sam soltó una carcajada al oírla. Se llevaban estupendamente bien tanto en la cama como fuera de ella. Solange tenía un corazón de oro, compartía sus puntos de vista e incluso apreciaba mucho a Arthur, lo cual era muy importante para Sam. Arthur fue su padrino de boda cuando, a los tres días de su llegada en el De Grasse, Solange se casó con Sam en el Ayuntamiento. También fue él quien resolvió la cuestión del papeleo. Solange le llamaba su grand frére, su hermano mayor, y le miraba amorosamente con sus grandes ojos verdes; sabía que hubiera estado dispuesto a entregar su vida por ella.

Al fin, Marjorie se salió con la suya y, en la primavera de 1946, se casó con Arthur en Filadelfia, su ciudad natal. En opinión de Sam, Arthur había cambiado una mujer difícil por otra, pero se guardó mucho de decirlo. La madre de Arthur no pudo ir porque dijo que su corazón no soportaría el viaje, y se quedó en casa siguiendo el consejo de su médico. Solange y Sam tampoco asistieron a la ceremonia, pero porque no les invitaron. Arthur les explicó, una y otra vez, que sería una boda muy íntima, solo asistiría la familia y los pocos amigos de Marjorie. Además, Filadelfia estaba demasiado lejos, sería demasiado complicado, y seguro que no les gustaría. Cada vez que Arthur veía a Sam, las pasaba moradas, pero Solange leyó el anuncio en la prensa: sería una boda con quinientos invitados en la iglesia episcopaliana de San Pedro, en Filadelfia, seguida de una recepción en el Philadelphia Club. Arthur vio también el anuncio y rezó para que los Walker no lo leyeran.

—Se ha comportado muy mal —le dijo Solange a Sam, dolida y decepcionada.

—La culpa no es suya, sino de Marjorie —contestó Sam en tono comprensivo.

—Quand mime…

Aun así, ello confirmaba sus previas opiniones. Arthur carecía de agallas y Sam temía que Marjorie obstaculizara aquella amistad.

El tiempo le dio la razón. Él y Arthur se reunían a menudo a almorzar, a veces con Solange, pero en sus encuentros no participaba nunca Marjorie, la cual anunció tras la boda que quería estudiar Derecho y no pensaba tener hijos hasta mucho más tarde. Eso fue un golpe muy duro para Arthur; él deseaba tener varios hijos cuanto antes y ella alimentó su ilusión durante el noviazgo.

Sin embargo, Sam y Solange estaban muy ocupados y no podían perder el tiempo con los problemas de Arthur y su mujer. Solange estaba enteramente entregada a Sam y le instaba a que se tomara en serio su carrera teatral. En otoño de 1947, ya se conocía todas las obras de Broadway, se introducía en los ensayos siempre que le era posible y leía toda clase de publicaciones especializadas. Entre tanto, Sam acudía diariamente a la escuela de arte dramático o se presentaba a las pruebas que ella le indicaba. El esfuerzo conjunto dio sus frutos mucho antes de lo que esperaban.

La gran ocasión se produjo poco después de Navidad, cuando a Sam le ofrecieron un papel de protagonista en un teatro de las inmediaciones de Broadway. Las reseñas fueron muy favorables y Sam se granjeó el respeto de los críticos. La obra solo se mantuvo en cartel cuatro meses y medio, pero la experiencia fue muy positiva. Aquel verano, Sam intervino en varias obras del repertorio estival en Stockbridge, Massachusetts, y, estando allí, decidió buscar a su hermana. Se avergonzaba de que, durante los tres años transcurridos desde la guerra, jamás se hubiera molestado en localizarla. Solange solía reprocharle aquella falta de amor familiar. Hasta que conoció a Eileen y Jack Jones, y entonces comprendió un poco mejor por qué Sam no quería saber nada de su hermana. La localizó, preguntando por ella en el antiguo barrio donde habían vivido, y la encontró casada con un ex infante de Marina que les acogió contándoles toda una sarta de chistes verdes. Eileen apenas abrió la boca en el salón de su casa, situada en un feo suburbio de Boston. Probablemente, porque estaba algo bebida. Llevaba el cabello teñido de rubio platino con las raíces oscuras, y lucía un provocativo vestido muy ajustado. Parecía increíble que ella y Sam fueran hermanos. Cuando, al fin, salieron de aquella casa, Solange y Sam lanzaron un suspiro de alivio. Sam aspiró una bocanada de aire fresco y miró a su mujer, con una triste sonrisa teñida de decepción en los labios.

—Bueno, amor mío, esta es mi hermana.

—No lo entiendo… ¿Qué le ha pasado? —preguntó Solange, sorprendida.

Estaba cada día más guapa y vestía con mucho estilo a pesar de los limitados medios de que disponían. Parecía una actriz o una modelo de éxito.

—Siempre fue así —le explicó Sam—. Nunca nos llevamos bien. Si quieres que te sea sincero, jamás le tuve simpatía.

—Lástima.

Se alegraron de alejarse de allí en la certeza de que nunca echarían de menos a Eileen. Sin embargo, sí echaban de menos el frecuente contacto con Arthur, el cual acudió una vez a ver actuar a Sam y quedó gratamente impresionado. Disculpó la ausencia de Marjorie y les dijo que esta lamentaba no haber podido reunirse con ellos dado que tenía que visitar a sus padres en su casa de veraneo, cerca de Filadelfia. En otoño, Marjorie empezaría primero de Derecho en la Universidad de Columbia y necesitaba tomarse unas vacaciones antes de que diera comienzo el año escolar. Como es lógico, Solange y Sam no hicieron ninguna pregunta.

En septiembre, Arthur y Marjorie dejaron de tener importancia para ellos. A Sam le ofrecieron por primera vez un gran papel y Solange se emocionó tanto que salió a comprar una botella de dos litros de champán que ambos se bebieron en total abandono. Era el papel de protagonista de ¡Ah, soledad!, una de las obras más prometedoras de las estrenadas en Broadway. Parecía hecho a la medida para Sam y ambos estaban locos de contento. Arthur se encargó de los contratos y Sam comunicó a la dirección de J. P. Clarke que aquel otoño ya no regresaría al trabajo. Los ensayos comenzaron casi inmediatamente. La obra estaría muy bien presentada y contaría con el respaldo de uno de los más prestigiosos productores de Broadway. La carrera de Sam Walker ya estaba en marcha y aquel invierno el joven actor disfrutaría de muy buena compañía. Rex Harrison debutaría con Ana de los mil días en el teatro Schubert, junto con Joyce Redman. Henry Fonda y David Wayne ya estaban interpretando Mister Roberts en el Alvin, y Anne Jackson debutaría el 6 de octubre con la obra Verano y humo de Tennessee Williams en el Music Box Theater. Sería un año memorable.

Arthur los invitó a almorzar a los dos en el «21» para celebrarlo. Les explicó que Marjorie estaba muy ocupada con sus estudios de Derecho, y Solange le comunicó por su parte una noticia. Se lo había dicho a Sam la víspera y este no cabía en sí de gozo. Solange iba a tener un hijo en abril y, para entonces, Sam ya estaría metido de lleno en la obra. Todo les había salido a pedir de boca, pensó con tristeza Arthur durante el almuerzo. Aunque solo tenía treinta y dos años, Arthur parecía últimamente mucho más viejo. Él también quería tener hijos, pero, cuando terminara sus estudios de Derecho, Marjorie tendría treinta y tres años y estaría deseando ponerse a trabajar. Arthur ya no se hacía muchas ilusiones y, por este motivo, el hijo de Sam y Solange le parecía doblemente importante.

—Os envidio —dijo.

No solo por el hijo, sino por todo cuanto tenían, por su amor y por la emocionante carrera de Sam. Para ellos, la vida acababa de empezar. Sam tenía veintiséis años y Solange, veintitrés. Parecía que hubieran transcurrido siglos desde el día en que ambos se vieron por vez primera tras la liberación de París. Solange era extraordinariamente esbelta y elegante, estaba más guapa que nunca y rebosaba de vitalidad.

En otoño, Sam empezó a ensayar día y noche. Llegaba a casa agotado, pero nunca lo bastante como para no hacer el amor con Solange o hablarle de los demás actores del reparto o de los cambios que se habían introducido en la obra. La principal protagonista sería Barbara George, una de las máximas estrellas de Broadway, la cual le estaba enseñando un montón de cosas que él le describía a Solange con fuego en los ojos y risa en el corazón.

Debutaron el 9 de diciembre, al día siguiente de que lo hiciera Rex Harrison con la obra de Anderson. Las reseñas sobre Sam fueron todavía más entusiastas que las que le hicieron a Harrison. Parecía increíble, ¡pero lo había conseguido!