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A la deriva en un Universo mecánico

Una noche soñé que estaba encerrado en el reloj de mi padre con Tolomeo y veintiuna estrellas de rubí engastadas en esferas, y el Móvil Primo enrollado y reluciente hasta el confín del espacio.

Y las esferas dentadas se comían mutuamente la piel hasta el último diente del tiempo, y la caja estaba cerrada.

JOHN CIARDI, El reloj de mi padre.

Tal como lo demostraron el Almirante Shovell y el Comodoro Anson, incluso los mejores marineros perdían sus rumbos una vez que se alejaban de tierra, porque el mar no ofrecía ninguna pista útil sobre la Longitud.

El cielo, sin embargo, ofrecía una esperanza. Había quizás una manera de leer la Longitud, en las posiciones relativas de los cuerpos celestiales.

El cielo pasa del día a la noche con un ocaso, se pede determinar el paso de los meses por las fases de la luna, y el cambio de cada estación se marca con un solsticio o un equinoccio. La Tierra, con su movimiento de traslación y rotación, es un diente en la rueda del Universo que se mueve como un mecanismo de relojería y la gente, desde la antigüedad, ha determinado el tiempo por su movimiento.

Cuando marineros buscaban en los cielos la ayuda para la navegación, encontraron la combinación de compás y de reloj. Las constelaciones, sobre todo la Osa Menor, con la Estrella Polar en su mano, les mostraba de noche, hacia dónde se dirigían, siempre y cuando, el cielo estuviera despejado.

De día, el sol no sólo daba la dirección sino que también les señalaba la hora, si podían seguir su movimiento. Cada día despejado, esperaban el levantamiento naranja del Sol sobre el océano, en el lado este, cambiando a amarillo y blanco deslumbrante, cuando llega al cenit (mediodía), donde aparentemente se detiene en su camino, semejante a una pelota arrojada hacia arriba, en el momento entre la ascensión y descenso. Ésa era la sirena del mediodía y ponían a la hora sus relojes de arena.

Lo que todos ellos necesitaban era algún evento astronómico que les dijera la hora en alguna otra parte del mundo. Por ejemplo, si un eclipse lunar total se producía durante medianoche en Madrid, y marineros situados en las Indias Orientales lo observaban por la noche a las once, su hora, entonces, eran una hora más temprano que Madrid, y por consiguiente, quince grados de Longitud oeste de esa ciudad.

Los eclipses solares y lunares, sin embargo, ocurren muy raramente para proporcionar alguna ayuda significativa a la navegación. Con suerte, se podría esperar conseguir con esta técnica, un dato de Longitud, una vez por año. Los navegantes necesitaban una ocurrencia celestial cotidiana.

Ya en 1514, el astrónomo alemán ideó una manera de usar el movimiento de la luna como un hallador de la Longitud. La luna viaja una distancia aproximadamente igual a su propio diámetro cada hora. Por la noche, parece atravesar a este paso majestuoso por los campos de estrellas fijas. En el día (la luna es «visible» durante el día, en la mitad del mes) se acerca o aleja del sol.

Werner sugirió que los astrónomos deberían trazar las posiciones de las estrellas a lo largo del camino de la luna y predecir cuándo estaría delante de cada una de ellas, mes a mes, durante años venideros. De igual forma, también deberían trazar las posiciones relativas del sol y luna a través de las horas de luz del día.

Los astrónomos podrían publicar tablas con esas posiciones, con la hora de un lugar conocido, como Berlín o quizás, Nurenberg, de quien la Longitud serviría como el punto de referencia de la Longitud cero.

Un navegante, armado con la tal información, podría comparar la hora en que él observó la luna cerca de una estrella dada, con la hora en que la misma conjunción ocurría en los cielos encima de la posición de la referencia. Así determinaría su Longitud, encontrando la diferencia en horas entre los dos lugares, y multiplicando ese número por quince grados.

El problema principal con este «método de distancia lunar» era que las posiciones de las estrellas, del que el proceso completo dependía, no se conocían nada de bien.

Pero ningún astrónomo podría predecir exactamente dónde estaría la luna una noche determinada o el próximo día, porque no se comprendían a cabalidad, las leyes que gobiernan el movimiento de la luna y las estrellas.

Por otra parte, los navegantes no tenían ningún instrumento exacto por medir la distancia entre la luna a una estrella, sobre una nave en movimiento. La idea era muy adelantada a su tiempo, pero la demanda por otra señal del tiempo cósmico continuaba.

En 1610, casi cien años después de la inmodesta propuesta de Werner, Galileo Galilei descubrió desde su balcón en Padua, lo que pensó que era lo que se busca, un reloj celeste. Como uno de los pioneros en enfocar un telescopio al cielo, encontró un sinnúmero de riquezas allí: las montañas en la luna, las manchas en el sol, las fases de Venus, un anillo alrededor de Saturno (qué él equivocadamente interpretó como un par de lunas), y una familia de cuatro satélites que giran en torno a Júpiter, de la manera que los planetas giran en torno al sol.

Galileo nombró a éstos, como las estrellas Médicis. Usó las nuevas lunas para ganarse el favor político con su patrocinador florentino, Cósimo de Médicis, vislumbrando cómo ellos podrían servir a la causa del navegador como a sí mismo.

Galileo no era ningún marinero, pero conocía el problema de la Longitud, como todos los filósofos naturales de su tiempo. Durante el año siguiente, observó las lunas de Júpiter pacientemente, mientras calculaba los períodos orbitales de esos satélites, contaba el número de veces que los cuerpos pequeños desaparecían en la sombra del gigante.

Del baile de sus lunas planetarias, Galileo obtuvo una solución para la Longitud. Los eclipses de las lunas de Júpiter, como expresaba, ocurrían unas mil veces anualmente y tan predeciblemente, que se podría hacer un reloj con ellos.

Usó sus observaciones para crear tablas de las desapariciones esperadas de cada satélite y reapariciones en el curso de varios meses, y se permitió sueños de gloria, previendo el día en que todas las naves calcularían sus itinerarios a través de las tablas de los movimientos astronómicos, conocidas como las efemérides.

Galileo escribió sobre su plan a Rey Felipe III de España, que estaba ofreciendo una gruesa pensión vitalicia, en ducados, al «descubridor de la Longitud». Sin embargo, cuando Galileo sometió su esquema a la corte española, casi veinte años después del anuncio del premio, en 1598, el pobre Felipe estaba quebrado por el peso de las letras de créditos y pagarés. Sus científicos rechazaron la idea de Galileo, dadas las dificultades que tendrían los navegantes para sólo ver los satélites desde sus naves, y ciertamente no se podría esperar verlos fácilmente y lo bastante a menudo como para confiar en ellos su navegación. Después de todo, nunca era posible ver las manecillas del reloj de Júpiter durante el día, cuando el planeta estaba ausente del cielo o sombreado por la luz del sol.

Las observaciones de noche podrían hacerse pero sólo en una parte del año, y además sólo cuando los cielos estuviesen claros. A pesar de estas obvias dificultades, Galileo había diseñado un casco de navegación especial por encontrar la Longitud con los satélites de Júpiter. El casco diseñado, el celatone, se ha comparado con la apariencia que tiene una máscara de gas, con un telescopio atado alineadamente a uno de los ojos; a través del otro ojo, desnudo, el observador podría localizar a Júpiter en el cielo. El telescopio le permitía entonces, ver las lunas del planeta.

Como un experimentador inveterado, Galileo sacó el artilugio fuera del puerto de Livorno para demostrar su viabilidad. También despachó a uno de sus estudiantes para hacer la prueba a bordo de una nave, pero el método nunca ganó adherentes. El propio Galileo concedió que, incluso en la tierra, el propio latido del corazón, podía causar que todo Júpiter saltara fuera del campo visual del telescopio.

No obstante, Galileo intentó vender de puerta en puerta su método al gobierno toscano y a oficiales en los Países Bajos, donde otro premio en dinero permanecía sin ganadores. No ganó ninguno de estos fondos, aunque el gobierno holandés le dio una cadena de oro por sus esfuerzos por solucionar el problema de la Longitud.

Galileo se pegó a sus lunas el resto de su vida (ahora debidamente se llaman los satélites galileos), siguiéndolos fielmente hasta que fue demasiado viejo y también ciego para verlos. Cuando Galileo murió en 1642, el interés en los satélites de Júpiter se mantuvo vivo. El método de Galileo por encontrar la Longitud por fin se aceptó después 1650, pero sólo en tierra. Agrimensores y cartógrafos usaron la técnica de Galileo para volver a dibujar el mundo. La habilidad de determinar la Longitud ganó su primera gran victoria en la arena de la cartografía. Los primeros mapas habían subvalorado las distancias a otros continentes y habían exagerado individualmente los contornos de las naciones. Ahora podrían ponerse las dimensiones globales, con total autoridad, derivadas de las esferas celestiales. De hecho, Rey Luis XIV de Francia, cuando se confrontaron sus dominios con un mapa revisado con las dimensiones de Longitud exactas, se quejó, según informes recibidos, que estaba perdiendo más territorio en manos de sus astrónomos, que en manos de sus enemigos.

El éxito del método de Galileo tenía clamando a los cartógrafos por mayores refinamientos en la predicción de eclipses de los satélites Jovianos. El cronometrado más preciso de estos eventos, permitiría una mayor exactitud en el trazando. Con las fronteras de los reinos en equilibrio, numerosos astrónomos encontraron empleo ganancioso observando las lunas y mejorando la exactitud de las tablas impresas. En 1668, Giovanni Domenico Cassini, profesor de astronomía en la Universidad de Bolonia, publicó un conjunto aún mejor, basado en más numerosos y más cuidadosas observaciones. Las efemérides bien hechas de Cassini le ganaron una invitación a París, a la corte del Rey del Sol.

Luis XIV, a pesar de cualquier disgusto por la disminución de su dominio, mostró una buena inclinación hacia la ciencia. Había dado su autorización para fundar, en 1666, la Real Academia Francesa de Ciencias, idea de su Primer Ministro, Jean Colbert. También a Colbert estaba instando a resolver el problema de la Longitud y bajo presión creciente, el Rey Luis aprobó la construcción del edificio de un observatorio astronómico en París.

Habiéndose vuelto un ciudadano francés en 1673, a él se le recuerda como un astrónomo francés, y hoy su nombre se da como Giovanni Domenico como Jean Dominique.

Colbert atrajo a famosos científicos extranjeros a Francia para llenar los puestos de la Academia y dirigir el observatorio. Importó a Christiaan Huygens como el miembro formal de ella y a Cassini como director de él. (Huygens retornó a Holanda y viajó varias veces a Inglaterra por sus trabajos en la Longitud, pero Cassini echó las raíces en Francia y nunca la dejó).

Desde su puesto en el nuevo observatorio, Cassini envió a encargados a Dinamarca, a las ruinas de Uraniborg, el «castillo celestial» construido por Tycho Brahe, el más grande astrónomo a ojo desnudo de todos los tiempos. Con las observaciones de los satélites de Júpiter tomadas en estos dos sitios, París y Uraniborg, Cassini confirmó la Latitud y Longitud de ambos.

Cassini también llamó a astrónomos de Polonia y Alemania para cooperar en la tarea internacional consagrada a la Longitud derivada de los movimientos de las lunas de Júpiter.

Fue durante esta actividad efervescente en el Observatorio de París, cuando el astrónomo visitante dinamarqués Ole Roemer hizo un descubrimiento sorprendente: Los eclipses de los cuatro satélites Jovianos ocurrirían antes de lo calculado cuando la Tierra se acercaba a Júpiter en su órbita alrededor del sol.

Igualmente, los eclipses se atrasaban respecto a lo calculado por varios minutos, cuando la Tierra se alejaba de Júpiter.

Roemer concluyó, correctamente, que la explicación estaba en la velocidad de la luz. Los eclipses ocurrían ciertamente con la regularidad sideral, tal como los astrónomos los calcularon, pero el tiempo en que esos eclipses podían observarse en la Tierra, dependía de la distancia que la luz de las lunas de Júpiter tenía que viajar por el espacio.

Hasta ese momento, se pensaba que la luz viajaba de un lugar a otro en un instante, sin velocidad finita que pudiera ser medida por el hombre. Roemer reconoció que esos intentos anteriores de medir la velocidad de la luz habían fallado porque las distancias ensayadas eran demasiado cortas.

Por ejemplo, Galileo había intentado en vano cronometrar un viaje de la luz de una linterna, de una cumbre italiana a otra. Nunca descubrió alguna diferencia en la velocidad, no importaba cuán lejanas estuvieran las colinas que él y sus ayudantes subieran.

Pero en los días de Roemer, aunque inadvertidamente, los astrónomos estaban mirando la luz de una luna cuando emergía de la sombra de otro mundo. Debido a las inmensas distancias interplanetarias, se detectaron diferencias significativas en los tiempos de llegada de señales de luz.

Roemer usó la hora de inicio de un eclipse anunciado para medir por primera vez la velocidad de luz, en 1676. (Subvaloró ligeramente la velocidad actualmente aceptada de 300,000 kilómetros por segundo).

Por este tiempo, en Inglaterra, una comisión real acometió una investigación inútil, un estudio de viabilidad para encontrar la Longitud por medio de la declinación magnética de la aguja de la brújula en los buques. El Rey Carlos II, el jefe de la flota mercantil más grande en el mundo, sentía agudamente la urgencia de resolver el problema de la Longitud, y desesperadamente esperaba que la solución surgiera de su tierra. Carlos debe de haber estado contento cuando su ama de llaves, una joven francesa llamada a Louise de Keroualle, le informó de esta noticia: Uno de sus compatriotas había desarrollado un método para encontrar la Longitud y que había llegado recientemente por el Canal de la Mancha, para pedirle una audiencia a Su Majestad. Carlos estuvo de acuerdo en oír al hombre.

El francés, el señor de St. Pierre, tenía fija la vista en las lunas de Júpiter como un medio de determinar la Longitud, aunque ello era el anhelo en todo París. Él expresó que había puesto su fe personal en los poderes de la Luna. Proponía encontrar la Longitud por la posición de la Luna y algunas estrellas seleccionadas, tal como lo había sugerido Johannes Werner ciento sesenta años antes. El Rey encontró la idea interesante, y reorientó los esfuerzos de sus comisionados reales, que incluían a Robert Hooke, un multifacético hombre que se sentía tan cómodo delante de un microscopio como de un telescopio y a Christopher Wren, arquitecto de la catedral de San Paulo.

Para la valoración de la teoría de St. Pierre, los comisionados llamaron al especialista John Flamsteed, un astrónomo de veintisiete años de edad. El informe de Flamsteed juzgó el método como legítimo en la teoría, pero extremadamente impráctico. Aunque se habían hecho algunos adelantos en los instrumentos de observación, gracias a la influencia de Galileo, pero aún no había ningún mapa estelar confiable, y la trayectoria de la luna tampoco se había determinado.

Flamsteed, con la juventud y coraje de su lado, sugirió que el rey podría remediar esta situación, estableciendo un observatorio con los astrónomos necesarios para llevar a cabo el trabajo.

El rey cumplió y él, Flamsteed, fue designado como su primer «observador astronómico» personal, título que cambió después a astrónomo real, es decir director del observatorio. En el decreto que se promulgó para la creación del Observatorio en Greenwich, el rey pidió a Flamsteed aplicar «el cuidado más exacto y diligencia para rectificar las Tablas de los Movimientos de los Cielos, y los lugares de las estrellas fijas, para averiguar así, la muy ansiada Longitud del Mar, para perfeccionamiento del arte de la navegación».

Tal como narra Flamsteed más tarde, con el giro de estos eventos, él le escribió al Rey Carlos: «ciertamente no quiero que los dueños de los buques y sus marineros, se vean privados de cualquier ayuda que los Cielos puedan proporcionar, para que la navegación sea más segura».

Esta fue la filosofía de la fundación del Observatorio Real, igual que la del Observatorio de París antes que él; la astronomía era vista como un medio y no como un fin en sí misma.

Todas las estrellas lejanas debían catalogarse, para trazar un curso para los marineros sobre todos los océanos de la Tierra.

El Comisionado Wren ejecutó el diseño del Observatorio Real. Él lo puso, como lo establecía el decreto constitucional del Rey, en la parte más alta de Greenwich Park, completo, aún con los cuartos de alojamiento de Flamsteed y un ayudante. El Comisionado Hooke dirigió el trabajo del edificio real que entró en servicio en julio de 1675 y consumió la mejor parte del año.

Flamsteed ocupó la residencia en mayo siguiente (en un edificio que todavía se llama Flamsteed House) y reunió suficientes instrumentos para conseguir trabajar en octubre. Se esforzó en su tarea por más de cuatro décadas. El excelente catálogo de las estrellas que hizo, se publicó póstumamente en 1725. Por entonces, Sir Isaac Newton había empezado a sembrar la confusión respecto del movimiento de la luna con su teoría de gravitación. Este progreso animó el sueño que los cielos, algún día, revelarían el secreto de la Longitud.

Entretanto, lejos de los cobijos de los astrónomos, los artesanos y relojeros siguieron un camino alterno para dar una solución a la Longitud. Según un sueño esperanzado de navegación ideal, el capitán de la nave podría conocer su Longitud en la comodidad de su cabina, comparando su reloj de bolsillo a un reloj constante que le daba hora correcta en el puerto de zarpe.