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El mar antes del tiempo
Los que a la mar se hicieron en sus naves,
Llevando su negocio por las muchas aguas,
Vieron las obras de Yahveh,
Sus maravillas en el piélago.
SALMO 107.
El «tiempo sucio», así llamó el almirante Sir Clowdisley Shovell a la niebla que lo había perseguido doce días en el mar. Volviendo a casa victorioso de Gibraltar después de las escaramuzas con las fuerzas francesas en el Mediterráneo, Sir Clowdisley no podía traspasar la densa bruma del otoño. Temiendo que las naves pudieran encallar en rocas costeras, el almirante convocó a todos sus oficiales para discutir el problema.
La opinión de consenso fue dirigir a la flota inglesa, con seguridad, al oeste de Íle d'Ouessant, una isla mar afuera de la península de Bretaña. Al continuar hacia el norte, descubrieron con horror que habían equivocado su Longitud y estaban cerca de las islas de Scilly. Estas minúsculas islas, a unas veinte millas del extremo sudoeste de Inglaterra, y tienen la forma de un sendero de piedras como las que se ponen para atravesar un lodazal. En esa noche brumosa del 22 de octubre de 1707, las Scillies se convirtieron en los sepulcros para dos mil marineros de las tropas de Sir Clowdisley.
El buque insignia, el Association, se hundió primero; lo hizo en minutos, ahogando a todos sus tripulantes. Antes que el resto de los buques pudiera reaccionar al peligro, dos naves más, el Eagle y el Romney, chocaron con las rocas y se fueron a pique como piedras. En resumen, se perdieron cuatro de los cinco buques de guerra.
Solamente dos hombres llegaron a tierra vivos. Uno de ellos fue Sir Clowdisley, que pudo ver desfilar ante sus ojos, los cincuenta y siete años de su vida mientras las ondas del mar le llevaban a tierra. Ciertamente, tuvo tiempo para reflexionar en los acontecimientos de las veinticuatro horas anteriores, cuando cometió lo que debe haber sido el peor error de juicio de su carrera naval. Se le había acercado un marinero, miembro de la tripulación de la Association, diciendo que tenía su propio cómputo de la localización de la flota, calculado durante el período de neblina. Esta actitud subversiva estaba absolutamente prohibida en la Marina Real, y lo sabía hasta el último de los marineros. Sin embargo, por sus cálculos, el peligro aparecía tan enorme, que arriesgó su cuello al hacer saber sus preocupaciones a los oficiales. El almirante Shovell le hizo ahorcar en el mástil por intento de motín. Nadie quedó alrededor para que pudiera espetarle «¡Ya se lo había dicho yo!» a sir Clowdisley cuando estuvo a punto de ahogarse. Pero, según se cuenta, apenas el almirante se desplomó sobre la arena seca, una mujer de la región que iba registrando la playa encontró su cuerpo y se enamoró del anillo de esmeraldas que llevaba. Entre el deseo de ella y el agotamiento de él, ella le asesinó diestramente. Tres décadas después, en su lecho de muerte, esta misma mujer reveló su crimen a su confesor, entregando el anillo como prueba de su culpa y contrición.
La destrucción de la flota de sir Clowdisley fue la culminación de una larga serie de viajes marítimos de la época en que aún no se podía calcular la longitud. Página tras página, esta terrible historia narra terroríficos episodios de muerte por escorbuto y sed, de fantasmas en los aparejos y recaladas convertidas en naufragios, con buques arrastrados contra las rocas y montones de cadáveres de hombres ahogados pudriéndose en la playa. El que la tripulación de un barco desconociese la longitud, desembocaba sin tardanza, literalmente en centenares de casos en su destrucción.
Impulsados por una mezcla de valentía y codicia, los capitanes de mar de los siglos XV, XVI y XVII confiaban en su cálculo de la velocidad mediante un «peso muerto», y así calibraban su distancia al este o el oeste de puerto partida. El capitán tiraba un leño al mar y observaba cuán rápidamente la nave se alejaba de este indicador temporal y anotaba la velocidad que calculaba, en la bitácora de su nave, junto con el rumbo que previamente había tomado de las estrellas o una brújula, y el intervalo de tiempo transcurrido en un curso en particular, que se leía en un reloj de arena o en un reloj de bolsillo.
Ponderando lo anterior con los efectos de las corrientes del océano, los vientos inconstantes y los errores en los cálculos, es fácil imaginar el error que se cometía al calcular la Longitud.
Rutinariamente equivocaba su cálculo, y por su puesto que le resultaba inútil la búsqueda de la isla donde había esperado encontrar el agua fresca, o incluso el continente que era su destino. Demasiado a menudo, la técnica del peso muerto lo marcó para transformarse en un hombre muerto.
En los viajes largos era mucho más notoria la falta de una Longitud confiable, y el tiempo extra en el mar condenaba a los marineros a la pavorosa enfermedad del escorbuto. La dieta diaria de alta mar, desprovista de frutas frescas y verduras, los privaba de vitamina C, y como resultado, el tejido conjuntivo de sus cuerpos se deterioraba. Los vasos sanguíneos se rompían, haciéndoles parecer machucados, incluso en la ausencia de cualquier lesión. Cuando ellos se dañaban, sus heridas no sanaban. Sus piernas se hinchaban y sufrían el dolor de hemorragias espontáneas en sus músculos y articulaciones. También sus encías sangraban, cuando sus dientes se soltaban. Abrían la boca y jadeaban para la respirar, luchando contra la debilidad, y cuando los vasos sanguíneos de su cerebro se rompían, morían irremediablemente.
Más allá de este sufrimiento humano, la ignorancia global de la Longitud descargó el estrago económico en la más grande escala. Confinó los buques de alta mar a unas pocas rutas muy estrechas que ofrecían una navegación segura. Obligados navegar solo por la Latitud, las naves balleneras, los buques mercantes, los buques de guerra y piratas viajaban apiñados a lo largo de rutas muy concurridas dónde se hacían presas entre si.
En 1592, por ejemplo, un escuadrón de seis buques ingleses navegó cerca de la costa de más afuera de las Azores, emboscando a buques comerciantes españoles que venían del Caribe.
El Madre de Deus, un galeón portugués enorme que volvía de la India, navegado en su ruta. A pesar de sus treinta y dos cañones de bronce, el Madre de Deus perdió la breve batalla, y Portugal perdió una carga magnífica.
Bajo las cubiertas de la nave había de monedas oro y de plata, perlas, diamantes, ámbar, almizcle, tapices, calicó y ébano. Las especias tuvieron que ser contadas por toneladas, más que cuatrocientas toneladas de pimienta, cuarenta y cinco de clavos de olor, treinta y cinco de canela, tres de corteza de nuez moscada y una de nuez moscada. El Madre de Deus dio un rendimiento de medio millón de libras esterlinas, o aproximadamente la mitad del valor neto del Fisco inglés de esa fecha.
Para el final del siglo XVII, más de trescientas naves anuales navegaban entre las islas británicas e Indias Occidentales haciendo el comercio desde Jamaica. Los comerciantes anhelaban evitar lo inevitable, puesto que la pérdida de uno solo de esos buques causaba pérdidas terribles.
Deseaban descubrir rutas secretas, lo que significaba descubrir los medios de determinar la Longitud. El estado patético de la navegación alarmó a Samuel Pepys, que sirvió en una época como funcionario de la Marina Real. Comentando respecto a su viaje 1683 a Tánger, Pepys escribió: «dentro de la confusión en que está toda esta gente de cómo hacer buenos cómputos, incluso cada hombre consigo mismo, y las discusiones absurdas que tienen lugar de cómo hacerlo, y todo el desorden que hay alrededor, es que solo por la omnipotencia de la Providencia Divina y el ancho del mar, no hay muchas más desgracias y enfermedades en la navegación».
Ese pasaje perece premonitorio cuando la desastrosa ruina en las Scillies echó a pique cuatro buques de guerra. El incidente de 1707, muy cercanos de los centros marítimos de Inglaterra, catapultó la pregunta de la Longitud al primer plano de los asuntos nacionales. La pérdida repentina de tantas vidas y también de muchas naves, y mucho honor al mismo tiempo, además de anteriores siglos de la privación, subrayaron la locura de la navegación marítima sin los medios adecuados para encontrar la Longitud. Las almas de los marineros perdidos de sir Clowdisley, juntos a otros dos mil mártires por las mismas causas, precipitaron el famoso Decreto de la Longitud de 1714, en el cual el parlamento prometió un premio de £20.000 para una solución al problema de la Longitud.
En 1736, un relojero desconocido llamado John Harrison llevó un prometedor método de su invención en un viaje de ensayo a Lisboa, a bordo de HMS Centurion. Los oficiales de la nave vieron de primera mano cómo el reloj de Harrison podía mejorar su cómputo. De hecho, agradecieron a Harrison cuando su innovación demostró que había un error de casi sesenta millas en el curso respecto a la forma tradicional de cálculo, en el viaje de retorno a Londres.
Antes de septiembre de 1740, sin embargo, cuando el Centurion navegaba por el Pacífico Sur, bajo comando de comodoro George Anson, el reloj de la Longitud estaba en tierra firme, en la casa de Harrison, en Red Lion Square.
Allí, el inventor terminaba una segunda versión mejorada, y trabajaba muy duro en un tercero, con otros refinamientos. Pero tales dispositivos no eran aceptados todavía, y no llegaron a estar disponibles por otros cincuenta años. Es así que la escuadra de Anson se internó en el Atlántico a la manera antigua, es decir con el cálculo del peso muerto y el buen olfato del marinero. La flota alcanzó la Patagonia intacta, después de un viaje desusadamente largo, pero entonces una gran tragedia estaba por desencadenarse, a consecuencia de la pérdida de su Longitud en el mar.
El 7 de marzo de 1741, con la tripulación con los síntomas claros de escorbuto, Anson navegó al Centurion, a través del Estrecho Le Maire, desde el Océano Atlántico hacia el Pacífico. Cuando rodeaba el Cabo de Hornos, se levantó una tormenta desde el Oeste que le destrozó las velas y se echó tan violentamente sobre la nave que los hombres que perdían sus sujeciones eran barridos al mar o azotados hasta morir contra la borda. La tormenta disminuía de tiempo en tiempo, solo para tomar nuevas fuerzas y castigó al Centurion por cincuenta y ocho días sin misericordia. El viento traía lluvia, aguanieve y nieve y el escorbuto seguía atacando a la tripulación, matando de seis a diez hombres todos los días.
Anson sostuvo la dirección Oeste durante la tormenta, más o menos a lo largo del paralelo sesenta grados de Latitud sur, hasta que le pareció que había avanzado unas doscientas millas más al oeste de Tierra del Fuego. Las otras cinco naves de su flota se habían separado del Centurión durante la tormenta, y algunas de ellas estaban perdidas para siempre.
En la primera noche de luna que había visto desde hacía dos meses, Anson por fin encontró aguas tranquilas, y se dirigió al norte, hacia el paraíso terrenal llamado la Isla de Juan Fernández. Sabía que allí encontraría agua fresca para sus hombres, podría aliviar las heridas y sostener la vida. Hasta entonces, tendrían que sobrevivir exclusivamente de la esperanza, durante varios días de navegación en el inmenso Pacífico que los separaba todavía del oasis de la isla. Pero cuando la niebla aclaró, Anson vio tierra, recto hacia adelante. Era el Cabo Negro, al borde occidental de Tierra del Fuego.
¿Cómo pudo haber ocurrido? ¿Habían navegado en dirección contraria?
Las corrientes feroces habían confundido a Anson. Todo el tiempo que pensaba que ganaba hacia el Oeste, había estado virtualmente dando vueltas en el agua. No tenía ninguna otra opción más que dirigirse hacia el Oeste otra vez y entonces al norte, hacia la salvación. Sabía que si fallaba, y que si los marineros continuaban muriendo a la misma tasa, no habría bastantes manos para servir el aparejo.
Según el registro de la nave, el 24 de mayo de 1741, por fin Anson llegó con el Centurion a la Latitud de la isla de Juan Fernández, en treinta y cinco grados de Latitud sur. Todo lo que hacía falta hacer, era deslizarse por el mismo paralelo, para llegar a puerto. ¿Pero cómo debía dirigirse a él? ¿La isla estaba al este o a al oeste de la actual posición del Centurion?
Ésa era la duda de todos.
Anson conjeturaba hacia el oeste, y así que se dirigió en esa dirección. Cuatro días más desesperados en el mar, le hicieron dudar del valor de su convicción, y dio vuelta la nave.
Cuarenta y ocho horas después que el Centurión comenzara a batir el este a lo largo del paralelo treinta y cinco, se avistaron tierras. Pero se demostró que era una costa impermeable, eran las empinadas costas de Chile, tierra gobernada por los españoles. Esta certeza requirió de un cambio de ciento ochenta grados en la dirección y en el pensamiento de Anson.
Debió aceptar que había estado probablemente dentro de horas de la isla de Juan Fernández cuando abandonó el oeste para el este. De nuevo, la nave tuvo que retrasar su curso. El 9 de junio de 1741, el Centurion dejó caer el ancla por fin en Juan Fernández. Las dos semanas de zigzag para buscar la isla habían costado a Anson ochenta vidas adicionales. Aunque él era un navegante capaz que podía mantener su nave a una profundidad apropiada y proteger a su tripulación ante un desastre total, su retraso había precipitado el escorbuto al mando superior. Anson fue ayudado para llevar las hamacas de los marineros enfermos a tierra, entonces miraba desamparadamente cómo la plaga escogió a sus hombres uno por uno… uno por uno, hasta que más que la mitad de los quinientos originales, habían muerto o estaban perdidos.