30.LA TIERRA

 

Habían llegado ya a la superficie del planeta, pero habían tomado tierra algo desplazados hacia el este con respecto a la Burbuja. Por eso sería preciso salir y recorrer a pie la distancia que les separaba de ésta.

Bonestell designó a dos tripulantes de la nave para que les acompañaran, a él y a Speaker, en su primera exploración. Sabía que lo más probable era que no sucediera nada, pero a pesar de todo no estaba muy tranquiló.

—Es mejor que nos prevengamos —le dijo a Speaker—. No sabemos lo que ha pasado ahí fuera, ni lo que vamos a encontrar en la Burbuja. Lo ocurrido con la radio nos señala que es probable que haya aún alguien con vida, de modo que debemos ser precavidos.

Speaker pensó que aquellas palabras sonaban como si se dispusieran a invadir por la fuerza un terreno ocupado por el enemigo. En realidad, él tampoco estaba muy tranquilo. Había llegado el momento decisivo, el de enfrentarse con la realidad de Marte y su Burbuja. No sabía lo que iban a encontrar allí, y aquello ponía en su alma un sentimiento indefinible, mezcla al mismo tiempo de ansiedad y de temor. ¿Qué habría sucedido, cuál sería el estado de ánimo de los supervivientes, si aún encontraban alguno? Lógicamente, las raciones de que había dispuesto la Burbuja debían haberse terminado hacía tiempo, pero podía suponerse que tal vez algunos de sus ocupantes hubieran muerto, y que los que quedaran hubieran podido así sobrevivir. Podían enfrentarse en la Burbuja con algo triste y hermoso, el sacrificio voluntario de algunos para la salvación de los demás, o tal vez con algo horrible y macabro, el suicidio de todos ellos, o quizás aún algo peor. Otra persona hubiera dudado entre las dos hipótesis, pero Speaker conocía a la gente y era realista; por eso, se preparó para enfrentarse más bien con lo segundo.

No se había recibido ninguna respuesta a los mensajes de la nave, como si todos ellos se hubieran perdido en el vacío. Cuando faltaba apenas una hora para aterrizar, la conexión que se había establecido antes pareció interrumpirse de nuevo. Tal vez hubiera sido un corte de energía en la Burbuja, o quizás una avería, pues había sonado como si se rompiera algo. De todos modos no lo sabían, ni lo sabrían tampoco hasta que descendieran e investigaran personalmente lo ocurrido.

—¿Están listos? —preguntó el capitán.

Speaker se había vestido su traje espacial, y se sentía grotesco dentro de él. Asintió con la cabeza, y luego pensó que encerrado dentro de su casco nadie apreciaría su gesto. Conectó la radio y dio un sí.

—Bien entonces —dijo Bonestell—. Vamos fuera.

Fueron saliendo uno a uno, primero el capitán, luego él y después los otros dos hombres. Speaker observó que el capitán llevaba una pistola de reglamento en el cinto, y no preguntó para qué. Luego se dijo que aquella pregunta era estúpida.

Una breve espera en la cámara de descompresión, y la puerta exterior se abrió. Bonestell colocó las poleas de descenso en su encaje, y sacó el cable de su alvéolo. Descendió primero él, y después lo siguieron los demás.

Estaba amaneciendo. Sobre el desierto amarillo del planeta el sol ponía largas y suaves sombras. Una única extensión llana, ligeramente ondulada en algunos puntos, formando suaves lomas de muy poca altitud: esto era Marte. Sólo un accidente visible rompía la monotonía del paisaje, aparte las escasísimas matas de lacofitos que se apreciaban en pequeños grupos y su propia nave: una giba brillante sobre el terreno. Allá a lo lejos, dañada oblicuamente por los nacientes rayos del sol: la Burbuja.

—Es hermoso —dijo Bonestell.

—Sí —respondió Speaker—. Hermoso y triste.

Nunca había visto un espectáculo como aquél, al mismo tiempo tan grande y tan desolador. Las anteriores expediciones habían llevado a la Tierra a su regreso grandes cantidades de fotografías de Marte, pero en ninguna de ellas podía apreciarse en su totalidad aquella melancólica belleza amarillenta que tenía vista desde allí la eterna arena de Marte, sólo truncada por alguna raquítica masa de rudimentaria vegetación. Era algo sublime, pero al mismo tiempo era también algo descorazonador.

Y la Burbuja, allá a lo lejos, como una insignificante erupción en medio de la soledad del planeta. Parecía como si desentonara allí, entre aquella monotonía de arena; parecía totalmente absurda y fuera de lugar. Y sin embargo existía, y representaba para la Tierra, para la Confederación, lo único importante en todo el planeta.

—¡Miren! —dijo de pronto uno de los hombres que les acompañaban —¡Allí!

Speaker abandonó inmediatamente sus pensamientos para fijar su atención hacia el lugar que señalaba el hombre. Allá delante, destacándose cada vez más de la Burbuja, podía verse una pequeña figura que se movía. No podían distinguirse bien sus características, pero no cabía ninguna duda de que era un hombre.

—Bueno —dijo Bonestell—. Al menos hay un superviviente. Él podrá contarnos lo que haya ocurrido en la Burbuja durante todo este tiempo.

—Tal vez —dijo Speaker. Pero en sus palabras no había mucha convicción.

El hombre se acercaba, y con él el gran momento del encuentro. Bonestell había intentado enlazar con él por la radio, pero no lo había conseguido. Tal vez la tenía estropeada, o no la había conectado, o quizá la tenía sintonizada a otra onda distinta. Todo era posible.

—Con cuidado —advirtió el capitán—. Con cuidado.

Iban acercándose mutuamente, el grupo de cuatro hombres y el hombre solo. Speaker observó que el de Marte avanzaba lenta e inseguramente, como si lo hiciera a trompicones. A su espalda iba dejando una sinuosa huella sobre la arena, el reguero de sus inciertos pasos. Parecía como si le ocurriera algo, como si estuviera enfermo o malherido, o ebrio, o quizás agotado.

—Agotado probablemente —dijo Bonestell—. Tal vez haga días que no come nada.

Speaker se abstuvo de opinar, porque no creía demasiado aquella hipótesis. Siguieron avanzando.

Y entonces fue cuando descubrió la pistola en la mano del hombre de la Burbuja.

—Quietos —dijo Bonestell.

El hombre de la Burbuja se había detenido también, frente a ellos. Speaker observó que Bonestell parecía mantener en todo momento su sangre fría. No parecía ni siquiera levemente impresionado por el hecho de que el otro tuviera una pistola y la llevara en la mano.

—¿Qué hacemos, capitán? —dijo uno de los dos hombres que les acompañaban.

Speaker pensó que aquélla era una situación extraña. El visor del casco del otro hombre impedía ver claramente su rostro, pero parecía como si estuviera hablando, como si dijera algo, aunque no podía adivinar qué.

El capitán Bonestell parecía dudar entre lo que tenía que hacer. Speaker comprendió que era también una situación difícil para él. Intervino.

—Déjeme hablar un momento a mí, capitán —dijo.

Bonestell hizo con la mano un gesto de asentimiento, y Speaker avanzó unos pasos. Había estado todo el viaje imaginando aquel momento, el encuentro de él con alguno de los supervivientes de la Burbuja, el primer contacto. Bien, allí estaba ya. Pero ahora no sabía cómo enfocar la cuestión. No sabía si el otro hombre podría escucharle o no, pero no quedaba más remedio que hacer algo. Se señaló a sí mismo con una mano, y empezó a hablar.

—Yo soy Speaker —dijo lentamente, casi deletreando el nombre—. B-o-b S-p-e-a-k-e-r. Vuestro amigo. He venido en la nave que ha acudido a rescataros, y yo...

Se detuvo de pronto, pensando en lo estúpido de todo aquello. El hombre parecía mirarle atentamente tras el visor de su yelmo, y parecía también decir o murmurar algo. Speaker avanzó unos pasos más, y el hombre levantó la pistola como en un gesto defensivo.

—¡Cuidado! —advirtió a su espalda Bonestell.

Speaker se inmovilizó. Le pareció que todo aquello era ridículo. Cinco hombres en medio de un planeta desierto, y uno de ellos con una pistola en la mano. Era algo absurdo.

Hizo un gesto hacia el cinturón de su traje, mostrando los mandos de su aparato de radio. Intentó hacerle comprender que le pedía que cambiara la frecuencia o pusiera el aparato en marcha, para poder conectar verbalmente con ellos. Pero no obtuvo ninguna señal de asentimiento.

Y entonces tuvo un atisbo. No supo exactamente lo que fue, pero le pareció ver algo extraño en la figura que tenía enfrente. Tal vez fue una crispa ción en el brazo que sostenía la pistola, o quizás un gesto tras el visor de su casco. Pensó, sin acabar de pensarlo realmente, como en una imagen fugaz, que el otro iba a disparar, que iba a disparar contra él. Levantó una mano como si se protegiera, y gritó algo. Entonces, sólo por unos segundos, vio con todo detalle el rostro crispado del otro hombre, y leyó claramente en sus labios, como si las palabras llegaran directamente a sus oídos, lo que el otro había estado murmurando incansablemente hasta entonces, aquella única palabra machacona que se repetía sin cesar:

—Asesinos, asesinos, asesinos, asesinos...

Luego, todo ocurrió muy rápidamente. Bonestell sacó su propia pistola, y Speaker vio de pronto que el hombre de la Burbuja se envaraba, se inmovilizaba y adoptaba una actitud rígida, como si hubiera recibido un golpe inesperado. No supo lo que había pasado hasta que le llegó el eco del disparo, transmitido débilmente por la enrarecida atmósfera del planeta. El hombre de la Burbuja quedó así unos momentos como suspendido en el vacío, extrañamente inmóvil y grotesco. La pistola se escapó de su mano y cayó lentamente al suelo, como en un movimiento retardado. Luego fue todo el cuerpo del hombre el que se inclinó, se encogió sobre sí mismo. Speaker tuvo entonces una visión clara de su rostro, un rostro crispado por el dolor y la angustia, con los ojos desorbitados y la boca entreabierta, por la que se escapaba una ligera espuma blanca. Tal vez estuviera aún vivo, pensó, pero aunque así fuera ya no podía hacerse nada por él. La enrarecida atmósfera, la débil presión y la baja temperatura marciana terminarían de hacer rápidamente lo que la bala de Bonestell no hubiera hecho por completo. Así pues, el cuerpo se derrumbó lentamente al suelo, y quedó caído de bruces sobre la arena. Hubo aún una convulsión, y una de sus manos arañó débilmente el suelo. Luego quedó tendido allá, inmóvil por completo, y con su sangre empapó rápidamente la arena que quedaba bajo él.

Speaker se volvió hacia el capitán, y sus ojos centelleaban. Su voz era dura.

—¿Por qué lo hizo? —murmuró—. ¿Por qué, por qué lo hizo?

—Estaba loco —dijo Bonestell—. ¿No lo vio? E iba armado. La soledad y la prolongada estancia en el planeta deben haberle enloquecido. Hubiera disparado contra cualquiera de nosotros, sin vacilar. Estuvo ya a punto de hacerlo sobre usted. Era una amenaza y debía morir.

Speaker no respondió inmediatamente. En lugar de ello se inclinó sobre el cuerpo caído y le dio la vuelta. La última visión del rostro del hombre había sido una visión crispada, una visión de dolor y de desesperación. Ahora todo parecía haberse relajado, y el rostro del hombre de la Burbuja estaba sereno, casi aliviado. Parecía como si con la muerte hubiera encontrado al fin la paz, después de una larga noche de pesadilla.

—Tal vez —murmuró—. Pero a pesar de todo no debiera haberlo hecho.

Pensó en todo lo ocurrido en los últimos meses, allá en la Tierra: en su campaña y en la de Von Birof, en las reacciones de toda la gente, en las polémicas, en las diatribas. ¿Qué quedaba ahora de ello? Aquél era el resultado: un cuerpo caído sobre la arena de un planeta inhóspito, muerto. Nada más.

—Usted está loco —dijo Bonestell—. ¿Qué quería que hiciera si no? ¿Dejarme matar acaso?

Speaker se levantó cansadamente. Bonestell había vuelto a guardar su pistola y miraba de nuevo hacia la Burbuja.

—No —dijo—, tiene razón. Al fin y al cabo, no tenía importancia. Ahora todo ha terminado.

—Sí —afirmó Bonestell—. Todo ha terminado.

Y a lo que parece, la Burbuja se encuentra a pesar de todo intacta.

Speaker no respondió. El capitán pareció olvidar el asunto del hombre muerto. Hizo una seña a los dos hombres que les acompañaban para que le siguieran.

—Vamos —les dijo secamente, con voz autoritaria—. Antes que nada hemos de comprobar si la Burbuja ha sufrido algún daño importante e informarlo a la Tierra.

Los tres hombres empezaron a andar, pero Speaker no se movió. Se quedó allí, junto al cadáver del que fuera comandante de la Burbuja, mirando fijamente hacia ésta. Sentía una extraña tristeza, que no sabía cómo explicar. Al cabo de un tiempo de permanecer inmóvil, desvió un poco la vista, para mirar a los tres hombres que seguían avanzando hacia allá. Habían recorrido ya la mitad del camino, y su triple huella de pasos sobre la arena había borrado casi completamente la que dejara el comandante de la Burbuja al ir hacia allá. Aquello parecía ser el fin, pensó. Entonces Speaker dio media vuelta y regresó lentamente a la nave.

 

 

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